25

Hay un montón de días en nuestra vida, pensó Alex Vandervoort, que mientras uno recuerde y respire, quedarán aguda y dolorosamente grabados en la memoria. Uno era el día, hacía poco más de un año, en que Ben Rosselli había anunciado su próxima muerte. Otro era hoy.

Era de noche. En casa, en su apartamento, Alex, todavía impresionado por lo que había pasado, inquieto y desalentado, esperaba a Margot. Ella llegaría pronto. Se preparó un segundo whisky con soda y echó un leño al fuego, que se estaba apagando.

Esa mañana, él había sido el primero en abrir la puerta que llevaba al alto balcón de la torre, se había precipitado escaleras arriba al oír que la gente estaba preocupada por el estado mental de Heyward, deduciendo, tras interrogar rápidamente a algunas personas, dónde podía haber ido Roscoe. Alex había gritado llamándole en el momento que se precipitaba por la puerta hacia el balcón, pero ya era demasiado tarde.

Al ver a Roscoe, que pareció suspendido un instante en el aire y desapareció luego de la vista con un terrible grito, que se apagó rápido, Alex había quedado horrorizado, temblando y por un momento, no pudo hablar. Fue Tom Straughan, que estaba detrás de él en la escalera, quien se había encargado de las cosas, ordenando que salieran todos del balcón, orden que Alex cumplió.

Después, en un acto inútil, se había cerrado con llave la puerta que daba al balcón.

Abajo, al volver al piso treinta y seis, Alex se había recobrado y había ido a informar a Jerome Patterton. Después el resto del día fue una mezcla de acontecimientos, decisiones, detalles, que se sucedían y se mezclaban unos con otros, que todo se convirtió en el epitafio de Heyward, que todavía no se había terminado, y mañana seguirían las mismas cosas. Pero, por hoy, la mujer y el hijo de Roscoe habían sido informados y consolados; se había respondido a la investigación policial… por lo menos en parte; se habían previsto los funerales… como el cuerpo era irreconocible el ataúd debía cerrarse en cuanto el juez de turno diera el permiso; se hizo un comunicado de prensa redactado por Dick French, que fue aprobado por Alex; y todavía quedaban más cuestiones que tratar o posponer.

Las respuestas a otros interrogantes se hicieron claras para Alex al final de la tarde, poco después de avisarle Dick French que debía atender a la llamada telefónica de un periodista del «Newsday», llamado Endicott. Cuando Alex le habló, el periodista pareció inquieto. Explicó que, unos minutos antes, se había enterado por la AP del aparente suicidio de Roscoe Heyward. Endicott describió luego la llamada que había hecho a Heyward esa mañana y lo que había sugerido.

—Si yo hubiera imaginado… —terminó torpemente.

Alex no intentó hacer que se sintiera más cómodo. La moral de su profesión era algo que el hombre tenía que descubrir por sí mismo.

En cambio, Alex preguntó:

—¿Su periódico todavía piensa publicar el artículo?

—Sí, señor. Estamos preparando otro titular. Fuera de eso, se publicará mañana, como habíamos pensado.

—Entonces, ¿para qué me ha llamado?

—Supongo que… deseaba decir… a alguien… que lo lamento mucho.

—Sí —dijo Alex—, yo también.

Esa noche Alex pensó de nuevo en la conversación, compadeciendo a Roscoe por la agonía mental que debía haber sufrido en los momentos finales.

En otro plano no cabía duda de que la historia del «Newsday», cuando apareciera mañana, iba a hacer gran daño al banco. Sería daño sobre daño. Pese al éxito de Alex al detener la «estampida» en Tylersville, y la ausencia de otras en otras partes, se había producido una disminución de la confianza pública en el First Mercantile American y una erosión de depósitos. Casi cuarenta millones de dólares retirados se habían escabullido en los últimos diez días, y los fondos que entraban estaban bastante por debajo del nivel usual. Al mismo tiempo el precio de las acciones del FMA había cedido mucho en la bolsa de Nueva York.

El FMA, naturalmente, no estaba solo en esto. Desde que habían corrido las primeras noticias de la insolvencia de la Supranational, un miasma de melancolía se había apoderado de los inversores y de la comunidad comercial, incluidos los banqueros; y los precios de las acciones habían marchado generalmente barranco abajo; se habían creado nuevas dudas internacionales en cuanto al valor del dólar; y ahora la cosa aparecía para algunos como el último aviso antes de la tormenta mayor de una crisis mundial.

Era, pensó Alex, como si el desmoronamiento de un gigante hubiera hecho comprender que otros gigantes, que se suponía invulnerables, iban también a desmoronarse; que ni los individuos, ni las corporaciones, ni los gobiernos, a ningún nivel, podían escapar para siempre a la ley más simple de la contabilidad: que se debe pagar lo que se debe.

Lewis D’Orsey, que había predicado desde hacía años esa doctrina, había escrito algo muy parecido en su último «Newsletter». Alex había recibido el número esa mañana por correo, le había echado una mirada y se lo había metido en el bolsillo para leerlo esa noche con más atención. Ahora lo sacó.

No crean ustedes en el mito falsamente repetido (escribía Lewis) de que hay algo complejo y elusivo que desafía cualquier análisis fácil, en las finanzas corporadas, nacionales e internacionales.

Todo es economía doméstica… ordinaria economía doméstica, en gran escala.

Los supuestos vericuetos, las ofuscaciones y las sinuosidades son un bosquecillo imaginario. No existen en realidad; han sido creados por políticos compradores de votos (lo que significa todos los políticos), por manipuladores y por «economistas» que tienen enfermedades de Keynes. Juntos usan a un curandero mixtificador para ocultar lo que están haciendo y han hecho.

Lo que más temen estos desaprensivos es un simple escrutinio de sus actividades a la luz clara y simple del sentido común.

Porque lo que ellos —en su mayoría los políticos— han creado por un lado es un Himalaya de deudas que ni ellos, ni nosotros ni nuestros tataranietos podremos pagar nunca. Y, por otro lado, han impreso, como si fuera papel higiénico, una cantidad de billetes, desvalorizando nuestra buena moneda —especialmente los honrados dólares respaldados por oro que alguna vez hemos tenido los norteamericanos.

Repetimos: es una simple tarea doméstica… y es la manera más deshonesta, flagrantemente incompetente de llevar las finanzas de una casa en la historia humana.

Esto, y tan solo esto, es el motivo básico de la inflación.

Había más. Lewis prefería decir muchas palabras, antes que quedarse corto.

Y también, como siempre, Lewis ofrecía una solución a los males financieros.

Como un vaso de agua para un deshidratado y moribundo caminante, la solución está pronta y al alcance, como siempre lo ha estado y siempre lo estará.

Oro, como base, una vez más, para los sistemas monetarios mundiales.

Oro, el más antiguo, el solo bastión de la integridad monetaria. Oro, la única fuente, incorruptible, de la disciplina fiscal.

Oro que los políticos no pueden imprimir, o hacer, o falsificar, o desvalorizar de algún modo.

Oro que, debido a su suministro severamente limitado, establece su propio valor, real, eterno.

Oro que, debido a su valor consistente y cuando es base de dinero, protege los honestos ahorros de toda la gente, impidiendo que sean saqueados por los bribones, los charlatanes, los incompetentes y los soñadores en los cargos públicos.

El oro que, desde hace siglos ha demostrado que:

Sin él como base monetaria, la inflación es inevitable, seguida por la anarquía.

Con él la inflación puede ser disminuida y curada, puede retenerse la estabilidad.

El oro que Dios, en su sabiduría, tal vez haya creado con el propósito de disminuir los excesos de los hombres.

El oro que alguna vez los norteamericanos dijeron con orgullo que su dólar «vale tanto como…»

El oro que algún día, pronto, Norteamérica deberá honorablemente volver a usar como su standard de intercambio. La alternativa —que cada día se hace más clara— es la desintegración fiscal y nacional. Por suerte, aun ahora, pese al escepticismo y a los fanáticos del antioro, hay señales de puntos de vista que han madurado en el gobierno, señales de que volvemos a la cordura…

Alex dejó a un lado el D’Orsey Newsletter. Como muchos banqueros y demás, a veces se había burlado de los ruidosos defensores del oro, Lewis D’Orsey, Harry Schultz, James Dines, el congresista Crane, Exter, Browne, Pick y un puñado más. Con todo, recientemente, se había preguntado si el punto de vista simplista de aquellos hombres no tendría razón. Al mismo tiempo que en el oro, ellos creían en el laissez faire, la función libre y no estorbada del mercado, donde se dejaba que fracasaran las compañías poco eficientes y que triunfaran las eficientes. El reverso de la moneda eran los teóricos keynesianos, que odiaban el oro y tenían fe en las manipulaciones de la economía, incluidos los subsidios y los controles a lo que llamaban «una buena afinación». ¿Acaso, se preguntó Alex, los keynesianos eran los herejes, y D’Orsey, Schultz y los otros los verdaderos profetas? Tal vez. Los profetas en otras áreas habían estado solos y se habían burlado de ellos, pero algunos habían vivido para ver cumplidas sus profecías. Un punto de vista que Alex compartía totalmente con Lewis y los otros, era que se avecinaban tiempos más sombríos. Lo cierto es que para el FMA ya habían llegado.

Oyó girar una llave. Se abrió la puerta del apartamento y entró Margot. Se quitó un abrigo con cinturón, de pelo de camello, y lo tiró sobre un sillón.

—Dios mío, Alex, no puedo quitarme a Roscoe de la cabeza. ¿Cómo ha podido hacer eso? ¿Por qué?

Fue directamente al bar y se preparó un trago.

—Parece que había algunos motivos —dijo él lentamente—. Están empezando a salir a la luz. Si no te molesta, Bracken, prefiero no hablar todavía de esto.

—Entiendo —se acercó a él.

Él la abrazó y se besaron.

Después de un trago él dijo:

—Háblame de Eastin, de Juanita, de la niña…

Desde ayer Margot había hecho importantes arreglos respecto a los tres.

Se sentó frente a él y bebió unos sorbos.

—Es mucho cuando todo viene junto…

—Con frecuencia las cosas pasan de esa manera —se preguntó qué otra cosa, si es que pasaba algo, ocurriría antes de que terminara este día.

—Primero Miles —empezó Margot—. Está fuera de peligro y la mejor noticia es que, por un milagro, no quedará ciego. Los médicos creen que debió de cerrar los ojos un segundo antes de que le cayera el ácido, de manera que los párpados le han salvado. Están terriblemente quemados, lógicamente, como el resto de la cara, y tendrá que someterse durante mucho tiempo a la cirugía plástica.

—¿Y las manos?

Margot sacó una libreta de su bolso y la abrió.

—El hospital se ha puesto en contacto con un cirujano en West Coast… el doctor Jack Tupper, en Oakland. Tiene fama de ser uno de los mejores especialistas para el arreglo quirúrgico de manos. Le han consultado por teléfono. Está de acuerdo en venir aquí en avión y operar a mediados de la próxima semana. Supongo que el banco pagará.

—Sí —dijo Alex—, pagará.

—He tenido una conversación —prosiguió Margot— con el agente Innes del FBI. Dice que, a cambio de que Miles Eastin se presente como testigo ante el tribunal, le ofrecen protección y una nueva identidad en otra parte del país… —dejó la libreta—. ¿Has hablado hoy con Nolan?

Alex movió la cabeza.

—No he tenido ocasión.

—Él te hablará. Quiere que uses tu influencia para lograr un empleo para Miles. Nolan dice que, si es necesario, dará puñetazos en tu escritorio para convencerte.

—No será necesario —dijo Alex—. Nuestra compañía de valores tiene tiendas de finanzas en Texas y California. Encontraremos algo para Eastin en uno de los dos puntos.

—Tal vez convenga que contraten también a Juanita. Ella dice que donde él vaya, irá ella. Y también Estela.

Alex suspiró. Se sentía contento de que, por lo menos, hubiera un final feliz. Preguntó:

—¿Qué ha dicho Tim McCartney sobre la chica?

Había sido idea de Alex mandar a Estela Núñez al Remedial Center del doctor McCartney. ¿Qué herida mental, si la había, se preguntó Alex, había caído sobre aquella criatura, como resultado del secuestro y de la tortura?

Pero el pensamiento del Remedial Center le recordaba, penosamente, a Celia.

—Te diré algo —dijo Margot—. Si tú y yo fuéramos tan cuerdos y equilibrados como la pequeña Estela, seríamos mejores personas. El doctor McCartney dice que los dos hablaron totalmente de la cosa. Como resultado, a Estela no le quedará la experiencia enterrada en el inconsciente; la recordará claramente… como una mala pesadilla, y nada más.

Alex sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Me alegro —dijo con suavidad—. De verdad.

—Ha sido un día muy ocupado. —Margot se desperezó y se quitó pataleando los zapatos—. Otra de las cosas que he hecho es hablar con el departamento legal del banco sobre una compensación para Juanita. Creo que podremos arreglar algo sin tener que llevarte ante el tribunal.

—Gracias, Bracken —tomó su vaso y el de ella para volver a llenarlos. Mientras lo hacía, sonó el teléfono. Margot se levantó y atendió.

—Es Leonard Kingswood. Quiere hablarte.

Alex atravesó la sala y tomó el teléfono.

—Escucho, Len.

—Ya sé que descansas después de un día duro —dijo el presidente de la Northam Steel—, yo estoy también impresionado con lo de Roscoe. Pero, lo que debo decirte, no puede esperar.

Alex hizo una mueca.

—Adelante.

—Ha habido una asamblea de directores. Desde esta tarde nos han convocado a dos conferencias, con otras llamadas entretanto. Se ha decidido para mañana a mediodía una reunión total del consejo de Dirección del FMA.

—¿Y…?

—Primero, en la orden del día, está la aceptación de la renuncia de Jerome Patterton como presidente. Algunos la han solicitado. Jerome está de acuerdo. La verdad es que creo que se siente aliviado.

Sí, pensó Alex, Patterton iba a sentir alivio. Era evidente que no tenía estómago para la súbita avalancha de problemas, junto con las decisiones críticas que debían tomarse.

—Después de eso —dijo Kingswood con su acostumbrada manera brusca y directa— tú serás elegido presidente, Alex. Te harás cargo inmediatamente.

Mientras hablaba, Alex había sujetado el teléfono con la cabeza y el hombro, para encender su pipa. Aspiró mientras se concentraba.

—Al punto en que hemos llegado, Len, no estoy seguro de querer el cargo.

—Teníamos idea de que ibas a decir eso, y por eso me eligieron para que te llamara. Puedes decir que te estoy rogando, Alex; en mi nombre y en el de los demás de la Dirección. —Kingswood hizo una pausa y Alex sintió que lo estaba pasando mal. El suplicar no era fácil para un hombre del tamaño de Leonard L. Kingswood, pero se lanzó a ello de todos modos.

—Todos sabemos que tú nos previniste sobre la Supranational, y nosotros creímos saber más. Nos equivocamos. Ignoramos tu consejo y lo que previste ha pasado. Por eso te pedimos, Alex… un poco tarde, lo reconozco… que nos ayudes a salir del lío en que estamos. Debo decir que algunos de los directores están preocupados con su responsabilidad personal. Todos recordamos que también nos previniste sobre eso.

—Déjame pensar un momento, Len.

—Todo el tiempo que quieras.

Alex creyó que debía sentir alguna satisfacción personal, un sentimiento de superioridad, quizás, al ser vindicado, al poder decir Ya os lo decía; una sensación de poder al tener en la mano, como sabía que las tenía, las cartas del triunfo.

Pero no sintió nada de esas cosas. Solo una gran tristeza por la futilidad y la adversidad, y comprendió que lo mejor que podía pasar, durante mucho tiempo, si tenía éxito, era que el banco recobrara el estado en que lo había dejado Ben Rosselli.

¿Valía la pena? ¿Qué significaba todo eso? ¿Acaso el extraordinario esfuerzo, el profundo sacrificio personal y el involucrarse en la cosa, la tensión y la presión se justificaban? ¿Y todo para qué? Para salvar un banco, una tienda de dinero, una máquina de dinero, del fracaso. ¿Acaso el trabajo de Margot entre los pobres y desheredados no era mucho más importante que el trabajo de él, no era una contribución mucho mayor a la época actual? Pero todo no era tan simple, porque los bancos eran necesarios, a su manera tan esenciales e inmediatos como la comida. La civilización se vendría abajo sin un sistema monetario. Los bancos, aunque fueran imperfectos, hacían trabajar el sistema monetario.

Pero estas eran consideraciones abstractas; había una consideración práctica.

Aun en el caso de que Alex aceptara la dirección del First Mercantile American en este estado, no había seguridad del éxito. Era probable que presidiera, ignominiosamente, el cierre del FMA o el hecho de que fuera asimilado a otro banco. En tal caso sería recordado por eso, y su reputación como banquero también quedaría liquidada. Por otra parte, si alguien podía salvar el FMA, Alex sabía que él era esa persona. Al mismo tiempo que habilidad poseía el conocimiento interno que alguien venido de fuera hubiera necesitado tiempo para adquirir. Y algo más importante: pese a todos los problemas, aun ahora, creía poder hacerlo.

—Si acepto, Len —dijo— quiero tener mano libre para hacer cambios, incluidos en el consejo de Dirección.

—Tendrás mano libre —contestó Kingswood—. Te lo garantizo personalmente.

Alex aspiró la pipa, después la dejó.

—Déjame pensarlo. Te daré mi decisión mañana por la mañana.

Colgó la comunicación y volvió a coger el vaso que estaba en el bar. Margot ya había tomado el suyo.

Le miró curiosa.

—¿Por qué no has aceptado? Ambos sabemos que vas a hacerlo.

—¿Te has dado cuenta de qué se trataba?

—Naturalmente.

—¿Por qué estás tan segura de que voy a aceptar?

—Porque no eres capaz de rechazar la provocación. Porque toda tu vida consiste en ser banquero. Todo lo demás viene en segundo lugar.

—No estoy seguro —dijo él lentamente— de que desee que eso sea verdad… —y sin embargo había sido verdad, pensó, cuando él y Celia estaban juntos. ¿Todavía lo era? Probablemente la respuesta fuera afirmativa, como decía Margot. Probablemente, también, nadie puede cambiar nunca su naturaleza básica.

—Hay algo que tengo ganas de preguntarte —dijo Margot—. Y este me parece el mejor momento para hacerlo.

Él asintió.

—Adelante.

—Aquella tarde en Tylersville, el día de la «estampida» del banco, cuando la vieja pareja con los ahorros de toda su vida en la canasta te preguntó: ¿Está nuestro dinero absolutamente seguro en su banco?, tú dijiste que sí. ¿Estabas realmente seguro?

—Me lo he preguntado a mí mismo —dijo Alex—. Inmediatamente y después. Si soy sincero, supongo que no lo estaba.

—Pero salvabas el banco, ¿verdad? Eso era lo primero. Antes que esos viejos y que todos los otros; antes que la honradez, porque «los negocios, como siempre» eran lo más importante… —de pronto hubo emoción en la voz de Margot—. Y por eso seguirás procurando salvar el banco, Alex… antes que nada. Eso es lo que pasó contigo y con Celia. Y… —añadió lentamente— es lo que pasaría… si tuvieras que elegir, entre tú y yo.

Alex guardó silencio. ¿Qué puede uno decir, qué puede decir nadie, ante la verdad desnuda?

—Así que, en el fondo —dijo Margot— no eres tan distinto a Roscoe. O a Lewis —agarró con desagrado el D’Orsey Newsletter—. La estabilidad de los negocios, el dinero sólido, el oro, los altos precios de las acciones. Todo eso, primero. La gente… especialmente la gente pequeña, sin importancia… muy detrás. Es el gran abismo entre nosotros, Alex. Y siempre estará ahí…

Vio que ella lloraba.

Sonó un timbre en el pasadizo, más allá de la sala.

Alex exclamó:

—¡Malditas interrupciones!

Se dirigió a un teléfono interno que comunicaba con la portería.

—Sí, ¿qué pasa?

—Míster Vandervoort, aquí hay una señora que pregunta por usted, mistress Callaghan.

—No conozco a nadie… —se interrumpió—. ¿La secretaria de Heyward? Pregúntele si es del banco.

Una pausa.

—Sí, señor. Es del banco.

—Bien. Hágala subir.

Alex se lo dijo a Margot. Ambos esperaron curiosamente. Cuando oyó el ascensor en el rellano, se dirigió a la puerta del apartamento y la abrió.

—Pase, mistress Callaghan.

Dora Callaghan era una mujer atractiva, bien cuidada, cerca de la sesentena. Alex sabía que trabajaba en el FMA desde hacía muchos años, y que, por lo menos diez, los había pasado junto a Roscoe Heyward. Normalmente tenía dignidad y confianza en sí misma, pero esta noche parecía cansada y nerviosa.

Llevaba un abrigo de gamuza con adornos de piel y traía un portafolio de cuero. Alex lo reconoció como perteneciente al banco.

—Míster Vandervoort, perdone que le moleste…

—Estoy seguro de que tiene usted algún motivo importante para haber venido… —presentó a Margot. Después preguntó:

—¿Bebe algo?

—No me desagradaría.

Un Martini. Margot lo preparó. Alex le recogió el abrigo de gamuza. Todos se sentaron frente al fuego.

—Puede usted hablar libremente ante miss Bracken —dijo Alex.

—Gracias. —Dora Callaghan tomó un trago del Martini, luego dejó el vaso—. Míster Vandervoort, esta tarde he examinado el escritorio de míster Heyward. Pensé que había que retirar algunas cosas, quizá papeles que debían enviarse a otra persona —su voz se puso espesa y se detuvo—. Perdón —murmuró.

Alex le dijo, con suavidad:

—No se preocupe. Hable lentamente.

A medida que recobraba la compostura, ella siguió:

—Había algunos cajones cerrados con llave. Las llaves las teníamos míster Heyward y yo, aunque yo no he usado las mías con frecuencia. Hoy lo he hecho.

Nuevamente un silencio mientras esperaban.

—En uno de los cajones… míster Vandervoort, me enteré que los investigadores van a venir mañana por la mañana… Pensé… que era mejor que usted viera lo que encontré, ya que usted sin duda sabe, mejor que yo, lo que conviene hacer.

mistress Callaghan abrió el portafolio de cuero y sacó dos grandes sobres. Al tenderlos a Alex, él observó que los sobres habían sido abiertos previamente. Con curiosidad sacó el contenido.

El primer sobre contenía cuatro certificados de valores, de 500 acciones cada uno, de las Inversiones «Q», y estaban firmadas por G. G. Quartermain. Aunque eran certificados nominales, no cabía duda de que pertenecían a Heyward, pensó Alex. Recordó las afirmaciones del periodista del «Newsday» esa tarde. Esto era una confirmación. Se necesitarían mayores pruebas, lógicamente, si el asunto era llevado adelante, pero parecía evidente que Heyward, uno de los administradores, un funcionario de alto grado en el banco había aceptado un sórdido soborno. En caso de estar vivo, el descubrimiento hubiera implicado un juicio en lo criminal.

La primera depresión de Alex se agudizó. Nunca había simpatizado con Heyward. Eran enemigos, casi desde el momento en que Alex había ingresado en el FMA. Sin embargo nunca, en ningún instante, hasta hoy, había dudado de la integridad personal de Roscoe. Quedaba demostrado, pensó, que por más que uno crea conocer bien a un ser humano, realmente nunca es así.

Deseando que nada de esto hubiera sucedido, Alex sacó el contenido del otro sobre. Eran fotografías ampliadas de un grupo de gente junto a una piscina… cuatro mujeres y dos hombres desnudos, y Roscoe Heyward, vestido. En una adivinación instantánea Alex supo que las fotos eran un recuerdo del cacareado viaje de Heyward a las Bahamas, con George Quartermain. Alex contó doce fotografías al tenderlas sobre una mesita de café, mientras Margot y mistress Callaghan miraban. Vio, de reojo, la cara de Dora Callaghan. Tenía las mejillas rojas; estaba ruborizada. ¿Ruborizada? Él creía que ya nadie se ruborizaba.

Mientras examinaba las fotos tuvo tentaciones de reír. Todos los fotografiados parecían ridículos, no había otra palabra para expresarlo. Roscoe, en una de las instantáneas, miraba fascinado a las mujeres desnudas; en otra era besado por una de ellas, mientras sus dedos le acariciaban los pechos. Harold Austin mostraba un cuerpo blando, un pene caído y una sonrisa tonta. Otro hombre, dando el trasero a la cámara, enfrentaba a las mujeres. En cuanto a las mujeres… bueno, pensó Alex, algunos las deben considerar atractivas. Personalmente prefería a Margot, con la ropa puesta, todos los días.

Sin embargo no rio por deferencia hacia Dora Callaghan, que había terminado su Martini y se había puesto de pie.

—Míster Vandervoort, es mejor que me vaya.

—Ha hecho bien en traerme esto —le dijo él—. Se lo agradezco y me ocuparé de la cosa personalmente.

—Yo la acompañaré —dijo Margot. Ayudó a mistress Callaghan a ponerse el abrigo y la acompañó hasta el ascensor.

Alex estaba junto a una ventana, mirando las luces de la ciudad, cuando volvió Margot.

—Una mujer simpática —decidió ella— y leal.

—Sí —dijo él, y pensó: fueran cuales fueran los cambios que se hicieran mañana y los días siguientes, se iba a encargar de que mistress Callaghan fuera tratada con consideración. También había otra gente en quien debía pensar. Alex iba a promover inmediatamente a Tom Straughan al puesto previo del mismo Alex, como vicepresidente ejecutivo. Orville Young podía muy bien ponerse los zapatos de Heyward. Edwina D’Orsey pasaría al cargo de vicepresidente y estaría encargada del departamento de depósitos; era un cargo que Alex había pensado desde hacía tiempo para Edwina, y pronto esperaba hacerla ascender más. Entretanto debía ser nombrada, inmediatamente, miembro de la Dirección.

De pronto se dio cuenta: daba por sentado que iba a aceptar la presidencia del banco. Bueno, Margot se lo acababa de decir. Evidentemente ella tenía razón.

Se apartó de la ventana y de la oscuridad exterior. Margot estaba de pie junto a la mesita para el café, mirando las fotos. Bruscamente se rio, y entonces él hizo lo que tenía ganas de hacer y rio junto con ella.

—¡Por Dios! —dijo Margot—. ¡Es grotescamente triste!

Cuando dejaron de reír él se inclinó, recogió las fotos y las metió en el sobre. Tuvo tentación de tirar el sobre al fuego, pero comprendió que no debía hacerlo. Era destruir una prueba que podía ser necesaria. Pero iba a hacer todo lo posible para impedir que las fotos fueran vistas por otros ojos… en memoria de Roscoe.

—Grotescamente triste —repitió Margot—. ¿Es eso todo?

—Sí —asintió él y, en aquel momento, comprendió que la necesitaba, que siempre iba a necesitarla.

Le tomó las manos, recordando lo que habían estado hablando cuando llegó mistress Callaghan.

—No importan los abismos entre nosotros —dijo Alex, con premura—, también contamos con una buena cantidad de puentes. Tú y yo nos hacemos bien mutuamente. Vivamos juntos permanentemente, Bracken, a partir de ahora.

Ella objetó.

—Probablemente no dará resultado o no durará. Las posibilidades están en contra.

—Entonces procuraremos demostrar que se equivocan.

—Naturalmente hay una cosa a nuestro favor —los ojos de Margot chispearon con travesura—. La mayoría de las parejas que se comprometen «a amarse y respetarse hasta que la muerte los separe» terminan ante los tribunales de divorcio antes de un año. Tal vez si empezamos sin creer o esperar mucho, nos irá mejor que a los demás.

En el momento de estrecharla entre sus brazos, le dijo:

—A veces los banqueros y los abogados hablan de más.