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Algunos versículos del Génesis, como la propaganda subliminal, relampagueaban a intervalos en la mente de Roscoe Heyward: De todo árbol del jardín comerás, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no probarás; porque en el momento que comas ciertamente morirás.
En los últimos días Heyward había estado obsesionado con el interrogante: ¿acaso su relación sexual ilícita con Avril, iniciada en aquella noche memorable a la luz de la luna en las Bahamas se había convertido en su propio árbol del mal, del cual iba a cosechar el más amargo de los frutos? ¿Y todo lo adverso que sucedía ahora, la súbita y alarmante debilidad de la Supranational, que podía desbaratar sus ambiciones con respecto al banco, era algo que Dios hacía para castigarle personalmente?
Por el contrario: si cortaba todos los lazos con Avril decisiva e inmediatamente, si la arrojaba de sus pensamientos: ¿Iba Dios a perdonarle? ¿Acaso Él, con todo su saber, devolvería fuerza a la Supranational y reavivaría la fortuna de Su siervo, Roscoe? Recordaba a Nehemías: … Eres un Dios dispuesto a perdonar, gracioso y misericordioso, lento para la ira, y de gran bondad… Heyward creía que esto era posible.
Lo malo es que no había manera de estar seguro.
También, como fuerte argumento en contra de separarse de Avril, estaba el hecho de que ella llegaría a la ciudad el martes, como habían convenido la semana anterior. En medio del tumulto habitual de problemas, Heyward ansiaba que Avril viniera.
Todo el lunes y la mañana del martes en su despacho, vaciló, sabiendo que podía telefonear a Nueva York y detenerla. Pero el martes, a mitad de la mañana, al enterarse del horario de vuelos desde Nueva York, comprendió que era demasiado tarde y se sintió aliviado al no tener que tomar ninguna decisión.
Avril llamó al caer la tarde, por el teléfono no registrado en guía que comunicaba directamente con el escritorio de Roscoe.
—Eh, Roscoe… estoy en el hotel. Suite 432. El champagne está en el hielo… pero yo estoy caliente esperándote.
Él deseó haber sugerido un cuarto en lugar de una suite, ya que ahora le correspondía pagar a él. Por el mismo motivo el champagne le pareció un gasto innecesario, y se preguntó si sería poco amable sugerir que lo devolviera. Pensó que así debía ser.
—Iré a verte en seguida, querida —dijo.
Logró hacer una pequeña economía utilizando un coche y un chófer del banco, que le llevaron al Columbia Hilton. Heyward dijo al chófer:
—No me espere.
Cuando entró en la Suite 432 los brazos de Avril le rodearon inmediatamente, y sus ávidos labios llenos comieron ávidamente los suyos. La estrechó con fuerza, su cuerpo reaccionó en seguida, con la excitación que había llegado a conocer y ansiar. A través de la tela de los pantalones pudo sentir los largos muslos esbeltos y las piernas de Avril, moviéndose contra él, provocando, apartándose, prometiendo, hasta que toda su persona pareció concentrada en unas pocas pulgadas de su físico. Luego, tras unos momentos, Avril se soltó, le acarició la mejilla y se apartó.
—Roscoe, ¿por qué no hacemos el acuerdo comercial en seguida? Después podremos descansar tranquilos y no preocuparnos más.
El súbito sentido práctico de ella le sacudió. Se preguntó: ¿era esta la manera en que sucedían las cosas… primero el dinero, después la realización? De todos modos tenía sentido. Si las cosas quedaban para más tarde, el cliente, con el apetito saciado y la premura desaparecida, podía sentir tentaciones de no pagar.
—Está bien —dijo. Había metido doscientos dólares en un sobre y lo tendió a Avril. Ella sacó el dinero y empezó a contarlo; él preguntó:
—¿No me tienes confianza?
—Deja que yo te haga otra pregunta —dijo Avril—. Si yo llevo dinero a tu banco y lo entrego… ¿acaso no hay alguien que lo contará?
—Lógicamente.
—Bueno, Roscoe, la gente tiene tanto derecho como los bancos a defenderse —terminó de contar y dijo, con decisión—: Estos doscientos son para mí. Además está mi pasaje aéreo y los taxis, que suman ciento veinte dólares; el costo de la suite es de ochenta y cinco dólares; y el champagne y la propina son veinticinco. Digamos unos doscientos cincuenta más, aproximadamente. Eso lo cubrirá todo.
Sacudido por el total de la suma, él protestó:
—Es mucho dinero.
—Y yo soy una mujer que vale mucho. Es menos de lo que gasta la Supranational cuando es ella quien paga, y entonces no pareció importarte tanto. Además, cuando se quiere lo mejor, cuesta caro.
Su voz tenía un tono directo, sin ningún mimo, y él comprendió que estaba frente a otra Avril, más audaz y dura que la criatura entregada y ávida de agradar de un momento antes. De mala gana, Heyward sacó doscientos cincuenta dólares de su billetera y se los tendió.
Avril colocó toda la suma en un bolsillo interior de su bolso.
—Bueno, ¡terminados los negocios! Ahora ocupémonos del amor.
Se volvió hacia él y lo besó con ardor, y al mismo tiempo sus largos dedos hábiles acariciaron levemente su pelo. El apetito que él sentía por ella, brevemente apagado, empezó a renacer.
—Roscoe, querido —murmuró Avril—, cuando llegaste parecías cansado y preocupado.
—Últimamente he tenido algunos problemas en el banco.
—Entonces habrá que tranquilizarte. Primero un poquito de champagne, después me tomarás a mí… —hábilmente abrió la botella, que estaba en un balde de hielo, y llenó dos vasos. Juntos bebieron, y esta vez Heyward no se preocupó de recordar que era abstemio. Pronto Avril empezó a desnudarlo, y a desnudarse ella.
Cuanto estaban en la cama, ella murmuraba constantemente mimos, frases de aliento:
—Oh, Roscoe… eres tan grande y tan fuerte… ¡Qué hombre!… Despacio, querido… despacio… Nos has llevado al paraíso… Ay, si esto pudiera durar para siempre…
Su habilidad no solo le despertaba físicamente, sino que lo hacía sentirse hombre como nunca se había sentido. Nunca, en todos sus descosidos acoplamientos con Beatrice, había él imaginado aquella plenitud de sensaciones, una progresión gloriosa hacia una realización tan completa en todos los sentidos.
—Casi lista, Roscoe… cuando digas… Sí, querido… por favor, sí…
Quizá parte de la respuesta de Avril fuera una comedia. Sospechaba que así era, pero ya no le importaba. Lo que contaba era la profunda, rica, dichosa sensualidad que había descubierto en él, por intermedio de ella.
El crescendo pasó. Iba a quedar, pensó Roscoe Heyward, como otro recuerdo exquisito. Ahora estaban echados, dulcemente lánguidos, mientras que, fuera del hotel, el crepúsculo se convertía en oscuridad y parpadeaban las luces de la ciudad. Avril se movió primero. Pasó del dormitorio de la suite a la sala y volvió con dos vasos llenos de champagne, que bebieron, sentados en la cama y charlando.
Después de un rato, Avril dijo:
—Roscoe, quiero pedirte un consejo.
—¿Con respecto a qué? —¿Qué clase de confidencia femenina estaba él a punto de compartir?
—¿Crees que debo vender mis acciones de la Supranational?
Sorprendido, él preguntó:
—¿Tienes muchas?
—Quinientas acciones. Ya sé, para ti, eso no es mucho. Pero lo son para mí… es una tercera parte de mis ahorros.
Él calculó con rapidez que los «ahorros» de Avril eran aproximadamente siete veces más que los suyos propios.
—¿Qué has oído de la SuNatCo? ¿Por qué lo preguntas?
—En primer lugar han reducido mucho los entretenimientos, me han dicho que les hace falta dinero, y hay cuentas que no han pagado. A algunas de las otras chicas les aconsejaron que vendieran sus acciones, pero yo no he vendido las mías, porque se están negociando mucho más bajo que cuando las compré.
—¿Has consultado con Quartermain?
—Ninguna de nosotras le ha visto últimamente. Rayo de Luna… ¿te acuerdas de Rayo de Luna?
—Sí. —Heyward recordaba que el Gran George había ofrecido mandar a su cuarto la exquisita muchacha japonesa. Se preguntó cómo habría sido su encuentro.
—Rayo de Luna dice que George se ha ido a Costa Rica y que probablemente se quedará allí. Y dice que él vendió muchas de las acciones de la SuNatCo que poseía antes de irse.
Oh, ¿por qué no había usado semanas atrás a Avril como fuente de información?
—Si estuviera en tu caso —dijo él— vendería mañana mismo esas acciones. Incluso con pérdida.
Ella suspiró.
—Es bastante difícil ganar dinero. Y más difícil todavía conservarlo.
—Querida, acabas de enunciar una verdad financiera fundamental.
Hubo un silencio, después Avril dijo:
—Te voy a recordar como a un hombre muy simpático, Roscoe.
—Gracias. Yo también pensaré en ti de manera especial.
Ella le abrazó.
—¿Otra vez?
Él cerró los ojos, entregado al placer, mientras ella le acariciaba. Como siempre, ella era una experta. Él pensó: ambos aceptaban tácitamente que aquella era la última vez que iban a verse. Había una razón práctica: él no podía pagar a Avril. Además, estaba la sensación de acontecimientos que se agitaban, de cambios inminentes, de cierta crisis que llegaba a la cúspide. ¿Quién sabía qué iba a pasar?
Antes de hacer el amor, él recordó su preocupación de antes acerca de la ira de Dios. Bueno, quizá Dios… el padre de Cristo, que conocía la debilidad humana, que caminaba y hablaba con pecadores y que había muerto entre ladrones… comprendería. Comprendería y olvidaría la verdad… que en la vida de Roscoe Heyward los escasos y dulces momentos de felicidad más intensa, habían sido en compañía de una prostituta.
Al salir del hotel, Heyward compró un periódico vespertino. Un encabezamiento a dos columnas, a la mitad de la primera página, le llamó la atención:
INQUIETUD EN LA SUPRANATIONAL
¿HASTA QUE PUNTO ES SOLVENTE EL
GIGANTE MUNDIAL?