21

—Miles —dijo Nate Nathanson con desusada rabia— sea quien sea el amigo que te está telefoneando, dile que este lugar no es para el personal, es para los socios.

—¿Qué amigo? —Miles Eastin había estado ausente del Double Seven parte de la mañana, ocupado en hacer encargos para el club; miró dudando al gerente.

—¿Cómo demonios voy a saberlo? Un tipo llamó cuatro veces, preguntando por ti. No quiso dejar nombre, ni mensaje. —Nathanson añadió con impaciencia—. ¿Dónde está la libreta de depósitos?

Miles se la tendió. Entre los encargos había habido uno a un banco, para depositar cheques.

—Un embarque de mercancías envasadas acaba de llegar —dijo Nathanson—. Los cajones están en el almacén; compruébalos con las facturas —entregó a Miles algunos papeles y una llave.

—Bien, Nate. Disculpe las llamadas.

Pero el gerente ya se había vuelto y se dirigía a su oficina del segundo piso. Miles le tenía alguna simpatía. Sabía que Tony «Oso» Marino y el ruso Ominsky, que poseían en conjunto el Double Seven, mortificaban bastante a Nathanson con quejas sobre el manejo del club.

Al dirigirse al almacén, que estaba en la planta baja, en la parte de atrás del edificio, Miles se preguntó qué podían significar esas llamadas. ¿Quién podía telefonearle? Y con insistencia. Dentro de lo que recordaba, solo tres personas relacionadas con su vida anterior sabían que él estaba aquí… el funcionario que le había otorgado la libertad condicional; Juanita; Nolan Wainwright. ¿El funcionario? Muy poco probable. La última vez que Miles había efectuado la debida visita mensual y dado su informe, el funcionario se había mostrado apresurado e indiferente; lo único que parecía importarle era que Miles no causara dificultades. El funcionario había tomado nota del lugar donde trabajaba Miles y eso era todo. ¿Juanita, entonces? No. Ella sabía que no debía hacerlo; además, Nathanson había dicho que era un hombre. Solo quedaba Nolan Wainwright.

Pero Wainwright no llamaría a menos… ¿O podía acaso llamar? Podía arriesgarse si había algo realmente urgente… como un aviso

—¿Un aviso de qué? ¿De que Miles estaba en peligro? ¿De que había sido descubierto como espía o podía serlo? Bruscamente un terror frío se apoderó de él. El corazón le latió con fuerza. Miles comprendió: últimamente había imaginado que se movía en la impunidad, había creído estar seguro. Pero en verdad no había aquí seguridad, nunca la había habido. Solo peligro… más grande ahora que al principio, porque él ya sabía demasiado.

Al acercarse al cobertizo, como la idea persistía, le temblaron las manos. Tuvo que tranquilizarse para poner la llave en la cerradura. Se preguntó: ¿se estaría asustando por nada, reaccionando cobardemente ante sombras? Quizá. Pero una intuición le previno… no. ¿Qué debía hacer pues? La persona que había telefoneado probablemente volvería a hacerlo. Pero, ¿era conveniente esperar? Miles decidió: riesgo o no, iba a llamar directamente a Wainwright.

Había abierto la puerta del cobertizo. Ahora empezó a cerrarla, para ir a un teléfono público cercano… el mismo por el que había telefoneado a Juanita hacía una semana. En aquel momento oyó actividad en el vestíbulo del club, en el otro extremo del corredor de la planta baja, que llegaba hasta el fondo. Varios hombres llegaban de la calle. Parecían tener prisa. Sin saber por qué Miles cambió de dirección y se metió en el cobertizo, fuera de la vista de ellos. Oyó voces mezcladas, después uno preguntó en voz alta:

—¿Dónde está ese pillastre de Eastin?

Reconoció la voz. Era Angelo, uno de los guardaespaldas de Marino.

—En la oficina, creo —era Jules La Rocca. Miles le oyó decir—: ¿Pero qué pasa con…?

—Tony el «Oso» quiere…

Las voces se apagaron y los hombres se precipitaron escaleras arriba. Pero Miles había oído bastante, y comprendía que lo que más había temido era realidad. Dentro de un minuto, quizá menos, Nate Nathanson iba a decir a Angelo y a los otros dónde estaba él. Volverían a buscarle.

Sintió que todo el cuerpo le temblaba, pero se esforzó en pensar. Salir por el vestíbulo del frente era imposible. Aun en el caso de que no encontrara a los hombres que bajaban, probablemente habrían dejado a alguno de guardia. ¿Por la salida de atrás, entonces? Rara vez se usaba y se abría junto a un edificio abandonado. Más allá había un descampado, y luego un paso de tren elevado. En el extremo de la línea ferroviaria había un laberinto de callejuelas miserables. Podía intentar escabullirse por esas calles, aunque la posibilidad de eludir la persecución era escasa. Podía haber varios perseguidores; algunos tendrían un auto, o autos; Miles no lo tenía. Su mente le mandó el mensaje: Tu única posibilidad. No pierdas tiempo. Vete ahora. Cerró de golpe la puerta del almacén y tomó la llave; tal vez los otros perdieran unos preciosos minutos echando la puerta abajo, al creer que él estaba dentro.

Después corrió.

Por la puertita trasera, luchando primero con un cerrojo… Afuera, se detuvo para cerrar la puerta; no tenía sentido mostrar por dónde había escapado… Siguió por el descampado hasta el edificio abandonado… el edificio había sido una fábrica alguna vez; el terreno estaba lleno de desperdicios, cajones viejos, latas, el mohoso esqueleto de un camión detrás de un abollado montacarga. Era como correr una carrera de obstáculos. Las ratas escapaban… a través del descampado, tropezando entre ladrillos, basura, un perro muerto… Una de las veces Miles perdió pie y sintió que se le torcía el tobillo; experimentó un dolor penetrante, pero continuó… hasta el momento no había oído que nadie lo siguiera… al llegar al arco del puente del ferrocarril, con la relativa seguridad de las calles al frente, oyó detrás ruido de pasos que corrían y un grito:

—¡Ahí está ese hijo de puta!

Miles se apresuró. Estaba ahora en el terreno más firme de las calles y las aceras. Torció por la primera vuelta, directamente hacia la izquierda; después a la derecha; casi inmediatamente otra vez hacia la izquierda. Detrás de él todavía podía oír el resonar de los pies… Las calles eran desconocidas para él, pero su sentido de la dirección le dijo que estaba camino del centro. Si podía llegar desaparecería entre la muchedumbre del mediodía, tendría tiempo para pensar, telefonear a Wainwright, quizá pedir socorro. Entretanto corría de prisa y bien, sin perder el aliento. El tobillo le dolía un poco; no demasiado. La salud de Miles, las horas pasadas en la cancha de pelota del Double Seven estaban dando su recompensa… El ruido de carreras detrás de él disminuyó, pero esta ausencia no le engañó. Aunque un auto no podía atravesar por el camino que él había seguido, por el terreno bloqueado y el descampado, había otros caminos alrededor. Una vuelta de varias manzanas para cruzar la línea ferroviaria crearía una demora. Pero no mucha. Probablemente, incluso ahora, alguien en un auto procuraba adivinar dónde estaba, para adelantársele. De nuevo dobló a la derecha y a la izquierda, esperando, como había esperado desde el principio, que pasara algún medio de transporte. Un autobús. Un taxi sería todavía mejor. Pero no venía nada… Cuando uno necesita desesperadamente un taxi, ¿por qué nunca se presenta?… ¿O un policía? Hubiera deseado que las calles que recorría estuvieran más frecuentadas. Al correr llamaba la atención, pero todavía no se atrevía a disminuir la marcha. Algunas personas le miraron con curiosidad, pero la gente de la ciudad está acostumbrada a no meterse en lo que no le importa.

La naturaleza de la zona cambiaba mientras corría. Ahora ya no era como un ghetto, aparecían signos de mayor prosperidad. Pasó frente a algunas tiendas grandes. Al frente había edificios todavía mayores, la línea de la ciudad empezaba a destacarse contra el cielo. Pero, antes de llegar allí, tenía que cruzar dos grandes avenidas de intersección. Ya podía ver la primera, amplia, llena de tráfico, dividida por un bulevar central. Después vio algo más, en el extremo del bulevar había un Cadillac negro, con ventanas oscuras, que cruzaba lentamente. El coche de Marino. Cuando el coche cruzaba la calle en la que estaba Miles, pareció vacilar, después se apresuró, se perdió rápidamente de vista. No había tenido tiempo para esconderse. ¿Le habrían visto? ¿Había salido el coche a recorrer los descampados o había tenido él suerte y les había perdido?

Nuevamente el miedo se apoderó de él. Aunque estaba sudando, Miles se estremeció, pero siguió adelante. No le quedaba otra cosa que hacer. Avanzaba cerca de los edificios, disminuyendo la marcha todo lo que osaba hacerlo. Un minuto y medio más tarde, con el cruce a solo unos cincuenta metros, un Cadillac, el mismo coche, dio la vuelta a la esquina.

Comprendió que la suerte le había abandonado. Quien fuera que estuviera dentro del coche, muy probablemente Angelo, no podía dejar de verle, probablemente ya le había visto. ¿Había algo que ganar resistiendo? ¿No era más sencillo rendirse, dejar que le apresaran, permitir que lo que iba a pasar, pasara? No. Porque conocía bastante a Tony «Oso» Marino y a su gente, les había visto en la cárcel y después, y sabía lo que pasaba a las personas que incurrían en su venganza. El coche negro se detenía. Le habían visto. Desesperación.

Una de las tiendas que Miles había notado unos momentos antes estaba inmediatamente al lado. Bruscamente interrumpió las zancadas, giró a la izquierda, empujó una puerta de cristal y entró. Dentro vio que era una tienda de artículos deportivos. Un empleado flaco y pálido, más o menos de la edad de Miles, se adelantó:

—Buenos día, señor. ¿Desea ver algo?

—Eh… sí… —dijo lo primero que le pasó por la cabeza—. Quiero ver una de esas esferas para jugar a los bolos.

—Muy bien. ¿De qué precio y peso?

—Las mejores. De unas dieciséis libras.

—¿Qué color?

—No importa.

Miles observaba los pocos metros de la acera ante la puerta. Algunos transeúntes pasaban. Nadie se había detenido a mirar hacia adentro.

—Acompáñeme, le mostraré lo que tenemos.

Siguió al empleado entre rejillas con esquíes, cajas de vidrio, un despliegue de revólveres de mano. Después, mirando hacia atrás, Miles vio la silueta de una única figura que se había detenido fuera y espiaba desde el escaparate, una segunda figura se unió a la primera. Permanecieron juntos, sin dejar el frente de la tienda. Miles se preguntó: ¿podría escapar por detrás? En el momento mismo en que se le ocurrió la idea, la desechó.

Los hombres que le perseguían no iban a cometer dos veces el mismo error. Cualquier salida trasera ya debía de estar localizada y custodiada.

—Esta es excelente. Vale cuarenta y dos dólares.

—Me la llevo.

—Necesitamos la medida de su mano para…

—No importa.

Podía intentar telefonear a Wainwright desde aquí. Pero Miles comprendió que, si se acercaba a un teléfono, los hombres de afuera entrarían inmediatamente.

El empleado pareció intrigado:

—¿No quiere usted que…?

—He dicho que no importa.

—Como usted quiera, señor. ¿No desea una bolsa para llevarla? ¿Y unos zapatos para jugar a los bolos?

—Sí —dijo Miles— sí, muy bien —aquello demoraría el momento de salir a la calle. Sin casi darse cuenta de lo que estaba haciendo, examinó las bolsas que le mostraban, eligió una al azar, se sentó y se probó unos zapatos. Mientras se los calzaba se le ocurrió la idea. La tarjeta de crédito que Wainwright le había enviado por intermedio de Juanita… la tarjeta a nombre de H.E. Lyncolp… HELP[2].

Señaló la bola, la bolsa y los zapatos que había elegido.

—¿Cuánto es?

El empleado miró una factura.

—Ochenta y seis dólares y noventa centavos, más el impuesto.

—Vea —dijo Miles— quiero anotarlo en mi tarjeta de crédito. Sacó la billetera y tendió la tarjeta con el nombre de Lyncolp, procurando que no le temblara la mano.

—Está bien, pero…

—Ya sé que necesita autorización. Adelante. Telefonee.

El empleado llevó la tarjeta y la factura a una zona de oficinas de cristal. Permaneció allí unos minutos y regresó.

Miles preguntó, ansioso:

—¿Ha logrado comunicarse?

—Claro. Todo está en orden, míster Lyncolp.

Miles se preguntó qué estaría pasando ahora en el Centro de Tarjetas Clave en la Torre de la Casa Central del FMA.

¿Iban a ayudarle? ¿Podía ayudarle algo?… En seguida recordó la segunda instrucción dada por Juanita: «Después de usar la tarjeta demórate lo más posible. Hay que dar a Wainwright tiempo para que actúe.»

—Firme aquí, por favor, míster Lyncolp —rellenó una hoja de tarjetas de crédito por la suma que había gastado. Miles se inclinó sobre el mostrador y echó una firma.

Al enderezarse sintió que una mano le tocaba levemente en el hombro. Una voz dijo con suavidad:

—Miles…

Cuando se volvió, Jules La Rocca dijo:

—No armes lío. No te servirá de nada y te lastimarás más.

Detrás de La Rocca, con caras impávidas, estaban Angelo y Lou y un cuarto hombre, también de tipo bestial, que Miles no conocía. El cuarto se le acercó, le agarró, le sujetó los brazos.

—Muévete, mierda —la orden provenía de Angelo, y la dio en voz baja.

Miles pensó gritar, pero: ¿quién iba a ayudarle? El delicuescente empleado, que miraba con la boca abierta, no podía hacer nada. La cacería había terminado. La presión en los brazos se acentuó. Sintió que le empujaban inexorablemente hacia la puerta de la entrada.

El atónito empleado corrió tras ellos.

—¡Míster Lyncolp! ¡Olvida usted su pelota!

Fue La Rocca quien contestó:

—¡Guárdatela, chillón! ¡Este tipo no necesita las pelotas que tiene!

El Cadillac estaba estacionado a unos metros de distancia. Empujaron brutalmente a Miles dentro y se alejaron.

Los negocios en el centro de tarjetas de crédito alcanzaban su punto culminante. Una cantidad normal de cincuenta operadores estaban ocupados en el centro, en una semipenumbra, como una auditoría, cada uno sentado ante un tablero con una especie de tubo de rayos catódicos, una especie de TV, encima.

Para la joven operadora que recibió la llamada, la solicitud de crédito de H. E. LYNCOLP era simplemente uno más entre los miles que trataba como rutina en un día de trabajo. Todas las tarjetas eran completamente impersonales. Ni ella ni los muchos que trabajaban como ella sabían en general de dónde provenían las llamadas, de qué ciudad o de qué estado. El crédito buscado podía ser para pagar la cuenta de almacén de un ama de casa en Nueva York; para proporcionar ropas a un granjero de Kansas; para permitir a una rica heredera de Chicago cargarse de joyas innecesarias, para adelantar los costos de graduación de un estudiante de Princeton, o para ayudar a un alcohólico de Cleveland a comprar una botella de alcohol que finalmente iba a matarle. Pero el operador nunca recibía detalles. Si era necesario más adelante podían rastrearse, aunque rara vez sucedía; porque a nadie le importaba. El dinero contaba, el dinero que cambiaba de manos, la habilidad para pagar el crédito concedido; eso era todo.

La llamada se inició con una luz relampagueante en la consola de la operadora. Ella tocó un timbre y habló por su micrófono.

—¿Cuál es el número de su comprador?

El que llamaba, el empleado de la tienda de artículos deportivos que había atendido a Miles, lo dio. Al hacerlo, la operadora tecleó el número. Simultáneamente apareció en su pantalla.

Ella preguntó:

—¿Número de la tarjeta y fecha del vencimiento?

Otra respuesta. De nuevo, detalles en la pantalla.

—¿Cantidad de la compra?

—Noventa dólares, cuarenta y tres centavos.

Escrito. En la pantalla. La operadora apretó una llave, alertando a la computadora, varios pisos abajo.

En una milésima de segundo la computadora dirigió la información, buscó en sus archivos y lanzó una respuesta:

APROBADO.

No. 74 16984

URGENTE… EMERGENCIA… NO LO HAGA REPITO NO LO HAGA

AVISE AL COMERCIANTE… AVISE AL SUPERVISOR…

EJECUTE INMEDIATAMENTE LA INSTRUCCIÓN DE EMERGENCIA 17…

—La compra está aprobada —dijo la operadora al que llamaba—. Número de autorización…

Hablaba con más lentitud que de costumbre. Incluso antes de que empezara, había lanzado una señal a una casilla de supervisores. En la casilla otra mujer joven, una de los seis supervisores que cumplían tareas, leía ya su propio duplicado del mensaje de la pantalla. Buscó un índice de tarjetas en busca de la instrucción de emergencia número 17.

La operadora originaria tropezó deliberadamente en el número de autorización y empezó de nuevo. Las señales de emergencia no brillaban con frecuencia, pero, cuando sucedía, había procedimientos corrientes que los operadores conocían. Demorar las cosas era uno. En el pasado se habían atrapado asesinos, se había salvado a la víctima de un secuestro, se habían recobrado obras de arte robadas, un hijo había llegado al lecho de su madre moribunda, todo porque una computadora había sido alertada ante la posibilidad de que una tarjeta especial de crédito podía ser usada y, cuando y si se hacía, era esencial una acción rápida. En tales momentos, mientras otros realizaban las acciones requeridas, algunos segundos de demora de un operador podían ayudar de manera significativa.

La supervisora estaba ya poniendo en marcha la instrucción 17 que le informaba que N. Wainwright, vicepresidente de Seguridad, debía ser avisado inmediatamente por teléfono de que la tarjeta especial a nombre de H. E. LYNCOLP había sido presentada y dónde. Apretando llaves en su tablero la supervisora logró de la computadora la información adicional:

Y una dirección. Mientras tanto, ella había marcado el número de la oficina de Wainwright, que contestó personalmente. Su interés fue inmediato. Respondió crispadamente a la información de la supervisora, y ella percibió su nerviosismo mientras él anotaba los detalles.

Unos segundos después, para la supervisora de las tarjetas, la operadora y la computadora, la breve emergencia había pasado.

Pero no para Nolan Wainwright.

Tras el explosivo encuentro de hacía hora y media con Alex Vandervoort, cuando se enteró de la desaparición de Juanita Núñez y de su hijita, Wainwright se había mantenido tensa y constantemente ante el teléfono, a veces en dos teléfonos a la vez. Había intentado cuatro veces comunicarse con Miles Eastin en el club Double Seven, para avisarle que estaba en peligro. Había consultado con el FBI y el Servicio Secreto. Como resultado el FBI investigaba ahora activamente el aparente secuestro de Juanita Núñez, y había alertado a la policía estatal y de la ciudad con descripciones de las dos personas desaparecidas. Se había acordado que una supervisora del FBI vigilaría las idas y venidas en el Double Seven en cuanto pudiera disponerse de hombres, probablemente aquella tarde.

Eso era todo lo que iba a hacerse respecto al Double Seven por el momento. Como expresó el agente especial del FBI, Innes: «Si vamos allí con preguntas, demostraremos que conocemos la vinculación y, para investigar, no tenemos motivos para solicitar una orden de registro. Además, según nuestro hombre, Eastin, en general es un lugar de reunión donde no pasa nada ilegal… como no sea un poco de juego…»

Innes estuvo de acuerdo con Wainwright en que no habían llevado al Double Seven a Juanita Núñez y a su hija.

El Servicio Secreto, con menos facilidades que el FBI, actuaba por lo bajo, poniéndose en contacto con espías, averiguando cualquier detalle minúsculo y cualquier rumor que pudiera servir para ser usado por las agencias combinadas de la ley. Por el momento, desusadamente, la rivalidad entre ambas fuerzas y las envidias habían sido dejadas de lado.

Cuando Wainwright recibió la tarjeta de H. E. Lyncolp, telefoneó inmediatamente al FBI. Los agentes especiales Innes y Dalrymple habían salido, le dijeron, pero podían ser localizados por radio. Wainwright dictó un mensaje urgente y esperó. La respuesta llegó: los agentes estaban en las afueras, no lejos de la dirección dada, y se dirigían hacia allá. ¿Quería Wainwright acompañarles?

Actuar fue un alivio. Salió a toda prisa y atravesó el edificio en dirección a su coche.

Frente a la tienda Pete’s Artículos Deportivos, Innes interrogaba a los paseantes cuando llegó Wainwright. Dalrymple estaba todavía dentro, completando una declaración del empleado. Innes se apartó y se unió al jefe de Seguridad del banco.

—Un punto muerto —dijo sombrío—, todo había terminado cuando llegamos —y relató lo poco que había podido averiguar.

Wainwright preguntó:

—¿Alguna descripción?

El hombre del FBI movió la cabeza.

—El empleado de la tienda que atendió a Eastin estaba tan asustado que no sabe si entraron tres o cuatro hombres. Dice que todo pasó tan rápido que no puede describir o identificar a nadie. Y nadie, ni dentro ni fuera de la tienda, recuerda haber visto un auto.

La cara de Wainwright estaba tensa, la angustia y el problema de conciencia eran claros.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Usted ha sido policía —dijo Innes—. Ya sabe cómo son las cosas en la vida real. Esperaremos, deseando que suceda algo.