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—Habla el sargento Gladstone de la Oficina Central de Comunicaciones de la Policía de la Ciudad —anunció la voz nasal e impersonal en el teléfono—. Dijeron que notificara en seguida si Juanita Núñez o su hija, Estela, eran localizadas.

El agente especial Innes se sentó, tenso y erguido. Instintivamente acercó el teléfono:

—¿Qué noticias tiene, sargento?

—La radio de un coche acaba de informar. Una mujer y una niña que responden a la descripción y nombres han sido encontradas en la unión de Cheviot Township y Shawnee Lake Road. Están bajo custodia protectora. Los oficiales las llevan ahora al Puesto Doce.

Innes cubrió el teléfono con la mano. Dijo con suavidad a Nolan Wainwright, sentado frente al escritorio en el cuartel general del FBI:

—La policía local. Han encontrado a Juanita Núñez y a su hija.

Wainwright apretó con fuerza el borde del escritorio.

—Pregunte en qué condiciones están.

—Sargento —dijo Innes— ¿están bien?

—Le he dicho todo lo que sé, jefe. Si quiere más noticias llamé al Puesto Doce.

Innes anotó el número del Puesto Doce y llamó. Se comunicó con el teniente Fazackerly.

—Sí, estamos enterados —reconoció cortante Fazackerly—. No corte. Siga el informe telefónico que acaba de llegar.

El hombre del FBI esperó.

—Según nuestros hombres la mujer ha sido algo castigada —dijo Fazackerly—. Tiene la cara amoratada y cortes. La chica tiene una fea quemadura en la mano. Los oficiales les han prestado los primeros auxilios. No informan de más daños.

Innes trasmitió las noticias a Wainwright, que se cubrió la cara con la mano, como si rezara.

El teniente volvió a hablar:

—Pero pasa algo raro.

—¿Qué es?

—Los oficiales del coche dicen que la mujer Núñez no quiere hablar. Lo único que quiere es un lápiz y un papel. Se los han dado. Está escribiendo como loca. Dijo algo sobre cosas que tenía en la memoria y que debía anotar.

El agente especial Innes suspiró:

—¡Cristo! —recordaba la pérdida de dinero en la caja del banco, la historia detrás, la increíble agudeza de memoria de Juanita Núñez.

—Oiga —dijo—. Escuche lo que le digo, se lo explicaré después; vamos para allá. Pero comuníquese por radio con el coche, en seguida. Dígale a sus oficiales que no dirijan la palabra a la Núñez, que no la molesten, que le den todo lo que pida. Y cuando llegue al lugar, que hagan lo mismo. Háganle caso. Dejen que siga escribiendo si quiere. Trátenla como a algo especial.

Se detuvo y añadió:

—Cosa que por otra parte, es.

Breve marcha atrás. Desde el garaje.

Adelante. 8 segundos. Casi se detiene (¿Camino de entrada?)

Vuelta a la izquierda. 10 segundos. Velocidad media.

Vuelta a la derecha. 3 segundos.

Vuelta a la izquierda. 55 segundos. Marcha suave, rápida.

Parada. 4 segundos. (¿Luz de tráfico?)

En línea recta. 10 segundos. Velocidad media.

Vuelta a la derecha. Camino no asfaltado (breve distancia) después asfalto. 18 segundos.

Disminuye la marcha. Se detiene. Parte de inmediato. Curva a la derecha. Se detiene y parte. 25 segundos.

Vuelta a la izquierda. Línea recta, marcha suave. 47 segundos.

Lento. Vuelta a la derecha…

El resumen de Juanita al terminar era de siete páginas escritas a mano.

Trabajaron intensamente durante una hora en un cuarto trasero, en el puesto de policía, usando mapas en gran escala, pero el resultado no fue decisivo.

Las notas garabateadas de Juanita les habían sorprendido a todos… a Innes y a Dalrymple, a Jordan y a Quimby del Servicio Secreto que se habían unido a los otros tras una llamada urgente, y a Nolan Wainwright. Las notas eran increíblemente completas y, según decía Juanita, totalmente exactas. Explicó que nunca creía poder recordar lo que se guardaba en la mente, hasta que llegaba el momento. Pero, una vez hecho el esfuerzo, sabía con certeza si el recuerdo era correcto. Estaba segura de que era así en este caso.

Además de las notas tenían pista para guiarse; el kilometraje.

Las mordazas y las vendas de los ojos habían sido quitadas a Juanita y a Estela unos momentos antes de ser empujadas fuera del coche en un camino suburbano. Con deliberada torpeza y suerte, Juanita se las arregló para echar otra mirada al cuentakilómetros. 25738,5. Habían viajado 23,7 millas.

Pero, ¿era una dirección recta o el coche había retrocedido a veces, haciendo que el viaje pareciera más largo de lo que era, simplemente para confundirla? Incluso con el informe de Juanita era imposible tener la certeza. Hicieron todo lo posible, trabajando penosamente para establecer el recorrido, calculando si el coche había tomado tal dirección o tal otra, si había doblado aquí o allá, si había viajado hasta tal distancia en tal camino. Pero todos sabían que la cosa era muy inexacta, ya que la velocidad solo podía ser adivinada, y los sentidos de Juanita, cuando estaba con los ojos vendados, podían haberla engañado, de manera que un error podía acumularse sobre otro error, y volver inútil la tarea actual, convertirla en una pérdida de tiempo. Pero había una posibilidad de que pudieran rastrear el camino de vuelta hacia donde ella había estado presa, o muy cerca del lugar. Y, de manera significativa, una consistencia general existía entre las varias posibilidades que se presentaban hasta ahora.

Fue el agente Jordan, del Servicio Secreto, quien hizo una afirmación para todos. En un mapa de la zona trazó una serie de líneas que representaban las posibles direcciones por las que había atravesado el auto que llevaba a Juanita y a Estela. Después, en el principio de las líneas, trazó un círculo.

—Aquí —señaló con el dedo—. Aquí, en algún punto.

En el silencio siguiente Wainwright oyó el ruido del estómago de Jordan, como siempre que le había visto. Wainwright se preguntó cómo era posible que Jordan aceptara tareas en las que tenía que permanecer escondido y en silencio. ¿O acaso su ruidoso estómago le excluía de esa clase de trabajos?

—Esta zona —señaló Dalrymple— es de lo menos cinco millas cuadradas.

—Entonces investiguémosla —contestó Jordan—. En grupos, en autos. Nuestra organización y la de ustedes, y pediremos también ayuda a la policía municipal.

El teniente Fazackerly, que se les había unido, preguntó:

—¿Y qué es lo que debemos buscar, señores?

—Si quiere que le diga la verdad —dijo Jordan—, maldito si lo sé.

Juanita viajaba en un coche del FBI con Innes y Wainwright. Wainwright conducía, dejando a Innes en libertad para manejar dos radios, una unidad portátil, de las cinco suministradas por el FBI, que podía comunicarse directamente con los otros autos, y un transmisor regular enlazado directamente con el Cuartel General del FBI.

Antes, bajo la dirección del comisario de policía de la ciudad, habían localizado el área y cinco coches la cruzaban ahora. Dos eran del FBI, uno del Servicio Secreto, y dos de la policía municipal. El personal se había dividido. Jordan y Dalrymple viajaban cada uno con un detective de la policía, y daban detalles a los recién llegados a medida que avanzaban. Si era necesario, otras patrullas de la policía municipal vendrían en su ayuda.

Todos estaban seguros de una cosa: el sitio donde había estado secuestrada Juanita era el centro donde se hacía moneda falsa. La descripción general hecha por ella y algunos detalles que había percibido volvían la cosa casi cierta. Por lo tanto las instrucciones a todas las unidades especiales eran las mismas: buscar e informar de cualquier actividad desusada que pudiera relacionarse con un centro criminal especializado en falsificaciones. Todos estuvieron de acuerdo en que las instrucciones eran vagas, pero nadie había podido suministrar algo más específico. Como decía Innes:

—¿Qué otra cosa nos queda?

Juanita estaba sentada en el asiento trasero del coche del FBI.

Habían pasado casi dos horas desde que ella y Estela habían sido dejadas bruscamente, dándoles órdenes de que volvieran la cara, y el Ford verde oscuro había desaparecido con un chirrido de goma quemada. Desde entonces Juanita había rehusado todo tratamiento —como no fueran los primeros auxilios inmediatos— para la cara malamente amoratada y cortada, y para las heridas y desgarraduras de las piernas. Sabía que tenía un aspecto horrible, con las ropas manchadas y rotas, pero sabía también que, si quería llegar a tiempo para salvar a Miles, todo lo demás debía esperar, incluso la atención que debía prestar a Estela, que había sido llevada a un hospital para curarle la herida y ponerla en observación. Mientras Juanita hacía lo que debía, Margot Bracken —que había llegado al destacamento policial poco después de Wainwright y el FBI— atendía a Estela.

Era la media tarde.

Al poner sobre el papel las secuencias de su viaje, al liberar la mente como purgándola de un centro sobrecargado, había quedado exhausta. De todos modos había contestado a lo que parecían preguntas interminables de los hombres del FBI y del Servicio Secreto, que insistían en averiguar los menores detalles de su experiencia con la esperanza de que algún fragmento olvidado les acercara más a lo que todos deseaban: a un lugar determinado. Hasta ese momento no se había producido nada.

Pero no era en los detalles en lo que pensaba ahora Juanita, sentada detrás de Wainwright y de Innes, sino en Miles tal como le había visto. La imagen permanecía grabada —con sentimientos de culpabilidad y angustia— agudamente en su mente. Dudaba que pudiera desaparecer nunca. La pregunta la perseguía: si se descubría el centro de falsificación, ¿sería ya demasiado tarde para salvar a Miles? ¿O, quizás, ya era demasiado tarde?

La zona que había trazado el agente Jordan —situada en el borde oriental de la ciudad— era un barrio populoso y mezclado. En parte era comercial, con algunas fábricas, galpones y una gran avenida dedicada a la industria ligera. Esta —considerada la zona más probable— era el segmento al que prestaban mayor atención las fuerzas patrulleras. Había varias zonas comerciales. El resto era residencial, y presentaba toda la gama de viviendas desde las de tipo bungalow hasta casas amplias, de tipo mansión.

Para la docena de buscadores que daban vueltas y se comunicaban frecuentemente por las radios portátiles, la actividad en todas partes parecía común y de rutina. Incluso algunos pocos acontecimientos fuera de lo ordinario tenían un tono común.

En uno de los distritos comerciales un hombre que había comprado un equipo de seguridad para pintor había tropezado con el instrumento y se había roto una pierna. Un poco más lejos, un coche con el acelerador trabado se había metido en el vestíbulo vacío de un teatro.

—A lo mejor creía que era una película para meterse dentro —dijo Innes, pero nadie rio. En la avenida industrial el departamento de bomberos había acudido ante el fuego en una pequeña fábrica y rápidamente lo había apagado. La fábrica estaba rodeada de charcos; uno de los inspectores de policía fue a mirar, para cerciorarse. En una mansión residencial se iniciaba un té de caridad. En otra, un camión tractor cargaba muebles domésticos. Entre los bungalows un grupo de obreros reparaba una cañería. Dos vecinos habían discutido y se habían liado a puñetazos en la acera. El agente Jordan, del Servicio Secreto, bajó y los separó.

Y eso era todo.

Por una hora. Al terminar no habían adelantado, estaban como al principio.

—Tengo una sensación rara —dijo Wainwright—. La sensación que acostumbraba tener cuando trabajaba para la policía y algo se me pasaba por alto.

Innes lo miró de reojo.

—Comprendo lo que usted dice. Usted cree que tiene algo ante las narices, pero que no lo ve.

—Juanita —dijo Wainwright por encima del hombro—, ¿hay algo, algún detalle pequeño que le haya podido pasar por alto?

Ella dijo con firmeza:

—Lo he dicho todo.

—Entonces vamos a repetirlo otra vez.

Después de un rato, Wainwright dijo:

—En el momento en que Eastin dejó de gritar y cuando usted todavía estaba atada, dijo que había oído mucho ruido en el lugar.

Ella corrigió:

No ruido, una conmoción. Ruido y actividad. Oí gente que se movía, cosas que levantaban, cajones que se abrían y se cerraban, ese tipo de cosa.

—Tal vez buscaban algo —sugirió Innes—. Pero… ¿qué?

—Cuando usted salía —preguntó Wainwright—, ¿tuvo alguna idea de lo que representaba esa actividad?

—Por última vez, no lo sé. —Juanita movió la cabeza—. Les he dicho que me sentía demasiado aterrada al ver a Miles para percibir otra cosa… —vaciló—. Bueno, estaban aquellos hombres en el garaje moviendo esos muebles raros.

—Sí —dijo Innes—, ya nos lo ha dicho. Es raro, pero todavía no hemos encontrado la explicación de eso.

—¡Un momento! Tal vez la haya…

Innes y Juanita miraron a Wainwright. Él fruncía el ceño. Parecía concentrado, meditaba.

—Esa actividad que Juanita oyó… supongamos que no buscaban algo, sino que estaban empaquetando, que se disponían a mudarse…

—Pudiera ser —reconoció Innes—. Pero lo que movían debían ser maquinarias. Máquinas grabadoras, repuestos. No muebles.

—A menos —dijo Wainwright— que los muebles fueran una cubierta. Muebles huecos.

Se miraron entre sí. La respuesta llegó a ambos al mismo tiempo.

—¡Dios me valga —gritó Innes— ese camión de mudanzas…!

Wainwright ya había empezado a dar la vuelta al coche, girando el volante en una vuelta rápida, apretada.

Innes se apoderó de la radio portátil. Transmitió tenso:

—Grupo dirigente a todas las unidades especiales. Converger hacia la gran casa gris que está en el fondo, al Este, en Earlham Avenue. Busquen un camión de mudanzas. Detengan y arresten a los ocupantes. Policía Municipal, llame a todos los coches en las cercanías. Código 10-13.

Código 10-13 significaba: máximo de velocidad, a todo lo que daba, con luces y sirenas. Innes puso en marcha su propia sirena. Wainwright apretó con fuerza el acelerador.

—Dios —dijo Innes, que estaba a punto de llorar—, hemos pasado dos veces al lado. Y la última vez casi habían terminado de cargar.

—Cuando salgas de aquí —ordenó Marino al conductor del camión tractor— dirígete hacia la West Coast. Marcha sin prisa, haz todo lo que harías con un cargamento normal y descansa todas las noches. Pero no pierdas el contacto, ya sabes a dónde tienes que llamar. Y, si no recibes nuevas órdenes en camino, las recibirás en Los Angeles.

—Bien, míster Marino —dijo el chófer. Era un tipo de confianza que conocía la tarea, y también que iba a recibir un premio regio por el riesgo personal que corría. Había hecho el mismo trabajo otras veces, en una ocasión en que Tony el «Oso» había mantenido el centro de falsificaciones en carretera, librando de daños a las máquinas, marchando por el campo y manteniéndose a flote hasta que todo tumulto desapareció.

—Bueno, entonces —dijo el chófer—, ya que todo está cargado, es mejor que me vaya. Hasta pronto, míster Marino.

Tony el «Oso» asintió, sintiéndose aliviado. Había estado inquieto durante el empaquetamiento y la operación de carga, sentimiento que le había clavado allí, supervisando y manteniendo la presión, aunque sabía que no era inteligente quedarse.

Generalmente se mantenía a salvadora distancia del frente de trabajo de cualquiera de sus operaciones, y se aseguraba de que no quedaran pruebas que lo relacionaran con el asunto si algo se embrollaba. Pagaba a otros para que corrieran esos riesgos y recibieran los golpes si era menester. La cosa era que, la falsificación, que se había iniciado como una insignificancia, se había convertido con el tiempo en tal fábrica de dinero —en el sentido real— que, de ser alguna vez el menor de sus intereses, figuraba ahora casi en lo alto de la lista. La buena organización había hecho la cosa; eso y el tomar ultra precauciones —calificación que agradaba a Tony el «Oso»— como la de mudarse ahora.

Estrictamente hablando no creía que esta mudanza fuera necesaria —por lo menos tan pronto—; estaba seguro de que Eastin había mentido cuando dijo que Danny Kerrigan le había dicho dónde estaba situada la casa, y había pasado la información.

El «Oso» Tony creía en esto a Kerrigan, aunque el viejo borracho había hablado demasiado, y pronto iba a tener algunas sorpresas desagradables, que le curarían de tener la lengua tan suelta. Si Eastin hubiera sabido lo que había dicho saber, y hubiera pasado la información, los policías y los empleados de Seguridad del banco habrían venido como un enjambre, hacía tiempo. Tony el «Oso» no se había sorprendido ante la mentira. Sabía que la gente bajo la tortura pasaba por diferentes puertas de desesperación mental, saltando de la mentira a la verdad y volviendo después a mentir si creían que los torturadores querían oír algo. Siempre era un juego interesante el adivinar. Tony el «Oso» se divertía con esta clase de juegos.

Pese a todo, mudarse, usando los acuerdos de emergencia establecidos con la compañía de camiones, era lo que convenía hacer. Como siempre… ultra inteligente. En la duda, mudarse.

Y ahora que el cargamento había terminado, era tiempo de librarse de lo que quedaba del espía Eastin. Basura. Un detalle del que se encargaría Angelo. Entretanto, decidió el «Oso» Tony, ya era hora de que él saliera de aquí disparado. Con excepcional buen humor tuvo una risita. Ultra inteligente.

Fue entonces cuando oyó el débil y creciente sonido de las sirenas, que convergían y, unos minutos después, comprendió que lo que había hecho no era en modo alguno inteligente.

—Es mejor que te des prisa, Harry —dijo el joven ayudante de la ambulancia al chófer—. ¡Este no tiene tiempo que perder!

—Por lo que he visto del tipo —dijo el chófer, que mantenía los ojos hacia delante, usando luces y tocando la sirena para avanzar en medio del tráfico de esta hora—, por lo que he visto, haríamos un favor al pobre hombre si nos detuviéramos a tomar una cerveza.

—Rápido, Harry —el ayudante, que tenía título de enfermero, miró hacia Juanita. Ella estaba sentada en el asiento, se volvía, para ver a Miles, con la cara tensa, moviendo los labios.

—Perdón, señorita. Nos olvidamos que usted estaba aquí. En este trabajo uno se vuelve un poco duro.

Ella tardó un momento en comprender lo que le habían dicho. Luego preguntó:

—¿Cómo está?

—Muy mal. Es inútil engañarla —el joven enfermero había inyectado morfina subcutáneamente, y había tomado la presión. Ahora echaba agua en la cara de Miles. Miles estaba semiconsciente y, pese a la morfina, se quejaba dolorido. El ayudante no paraba de hablar—. Tiene un shock. Eso puede matarlo, si no le matan las quemaduras. Esta agua es para quitarle el ácido, aunque ya es tarde. En cuanto a los ojos, no quisiera… Eh, ¿qué ha pasado aquí?

Juanita movió la cabeza, porque no quería perder tiempo y hacer el esfuerzo de hablar. Tendió la mano para tocar a Miles, a través de la manta que lo cubría. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Suplicó, sin saber si la escuchaba:

—Perdón… perdón…

—¿Es su marido? —preguntó el enfermero. Empezó a colocar palillos, asegurados por vendas de algodón, en las manos de Miles.

—No.

—¿Su amigo?

—Sí —las lágrimas corrieron más aprisa. ¿Era todavía su amigo? ¿Necesitaba haberle traicionado? Aquí, en seguida, quería que la perdonara, como ella le había perdonado una vez… parecía aquello tan lejano, aunque no era así. Y también sabía que todo era inútil.

—Tenga esto —dijo el enfermero. Colocó una máscara sobre la cara de Miles y tendió a Juanita una botella portátil de oxígeno. Ella sintió un silbido cuando salió el oxígeno y se aferró a la botella como si, con el contacto, pudiera comunicarse, como había querido comunicarse desde que encontraron a Miles inconsciente, sangrando, quemado, todavía clavado a la mesa en aquella casa.

Juanita y Nolan Wainwright habían seguido a los agentes federales y a la policía local a la gran mansión gris, y Wainwright la había detenido hasta que estuvo seguro que no iba a haber un tiroteo. No lo hubo; ni siquiera resistencia aparente, ya que la gente que estaba dentro había decidido que estaban rodeados y que los sobrepasaban en número.

Fue Wainwright, con la cara más contraída de lo que ella había visto nunca, quien, con cuidado, lo más suavemente posible, aflojó los clavos y soltó las mutiladas manos de Miles. Dalrymple, de color ceniza, diciendo palabrotas en voz baja, había sostenido a Eastin mientras, uno por uno, iban saliendo los clavos… Juanita había sido vagamente consciente de la presencia de otros hombres que habían estado en la casa, alineados y esposados, pero ya no le importaba. Cuando llegó la ambulancia se mantuvo junto a la camilla que habían traído para Miles. La siguió y entró en la ambulancia. Nadie intentó detenerla.

Ahora rezaba, con palabras olvidadas hacía tiempo:

Acordaos oh piadosísima Virgen María, de que nunca ha habido nadie que haya solicitado tu protección, implorado tu ayuda o buscado tu intercesión y Tú no hayas escuchado sus ruegos. Inspirada en esta confianza acudo a ti

Algo que había dicho el enfermero, pero que ella apenas había oído, se agitaba en el fondo de su mente. Los ojos de Miles. ¿Se habían quemado con el resto de la cara? Su voz tembló:

—¿Quedará ciego?

—Eso lo dirán los especialistas. En cuanto lleguemos a la Asistencia le darán el mejor tratamiento. Yo no puedo hacer aquí mucho más.

Juanita pensó: tampoco ella podía hacer mucho. Fuera de seguir junto a Miles, como iba a hacerlo, con amor y devoción, mientras él la quisiera y la necesitara. Eso, y rezar… Oh, Virgen de las Vírgenes, acudo a Ti, ante Ti me postro, pecadora y arrepentida. Oh, Madre del Verbo encarnado, no desdeñes mi súplica, óyeme y contéstame. Amén.

Apareció un edificio de columnas.

—Casi hemos llegado —dijo el enfermero. Tomó el pulso a Miles—. Todavía vive…