6
Juanita Núñez se debatía entre la sospecha y la curiosidad. Sospecha porque desconfiaba y no simpatizaba con el vicepresidente de Seguridad del banco, Nolan Wainwright. Curiosidad porque se preguntaba para qué deseaba él verla, aparentemente en secreto.
No tenía nada de qué preocuparse personalmente, había asegurado Wainwright por teléfono, el día anterior, cuando la llamó a la sucursal central. Simplemente quería, había dicho, que ambos tuvieran una charla confidencial.
—Se trata de saber si quiere usted ayudar a otra persona.
—¿A usted?
—No exactamente.
—¿A quién entonces?
—Prefiero decírselo personalmente.
Por el tono de voz, Juanita percibió que Wainwright quería ser amable. No obstante, rechazó aquella amabilidad, recordando la dureza sin sentimientos que había mostrado cuando ella había sido acusada de robo. Ni siquiera las disculpas que le había pedido después habían logrado borrar el recuerdo. Dudaba que algo pudiera borrarlo jamás.
De todos modos, él era un funcionario importante del FMA y ella era una simple empleada.
—Bueno —había dicho Juanita— aquí estoy y la última vez que miré, el túnel seguía abierto —suponía que Wainwright iba a venir a verla desde la Torre de la Casa Central, o iba a decirle que ella se presentara allí. Pero tuvo una sorpresa.
—Es mejor que no nos veamos en el banco, mistress Núñez. Cuando le explique, entenderá el porqué. Puedo ir a buscarla esta noche a su casa, en mi coche. Daremos una vuelta y charlaremos.
—No puedo —estaba más desconfiada que nunca.
—¿Quiere usted decir que está ocupada esta noche?
—Sí.
—¿Y mañana?
Juanita quedó aturullada, procurando decidir.
—Tendría que ver…
—Está bien, llámeme mañana. Lo más temprano posible. Y, entretanto, le ruego que no mencione a nadie esta conversación —y Wainwright cortó.
Ahora era mañana… el martes de la tercera semana de septiembre. A mitad de la mañana Juanita comprendió que, si no llamaba a Wainwright, él volvería a llamarla.
Seguía inquieta. A veces, pensaba, ella tenía olfato para las dificultades, y ahora las olía. Un poco antes Juanita había pensado pedir consejos a mistress D’Orsey, a quien podía ver, en el otro extremo del banco, en su escritorio de gerente, sobre la plataforma. Pero vaciló recordando las palabras de cautela de Wainwright de que no dijera nada a nadie. Y eso, como todo lo demás, había aguijoneado su curiosidad.
Hoy Juanita trabajaba con unas cuentas nuevas. A su lado había un teléfono. Lo miró fijamente, lo tomó y marcó el número interno de la oficina de Seguridad.
Unos momentos después la voz profunda de Nolan Wainwright preguntaba:
—¿Podemos vernos esta noche?
La curiosidad ganó.
—Sí, pero no por mucho tiempo —explicó que podía dejar sola a Estela una media hora; no más.
—Es tiempo de sobra. ¿A qué hora y dónde nos encontramos?
Oscurecía ya cuando el Mustang de Nolan Wainwright se encaminó hacia la acera del edificio de apartamentos del Forum East donde vivía Juanita Núñez. Un momento después ella apareció por el zaguán de la entrada principal y cerró la puerta cuidadosamente tras de sí, Wainwright se inclinó sobre el volante para abrir la portezuela del coche y ella subió.
Él la ayudó a acomodarse en el asiento, luego dijo:
—Gracias por haber venido.
—Media hora —recordó Juanita—. Eso es todo —no intentó mostrarse amable, y ya estaba nerviosa por haber dejado sola a Estela.
El jefe de Seguridad del banco asintió mientras retiraba el coche de junto a la acera y se metía entre el tráfico. Marcharon dos manzanas en silencio, después giraron hacia una avenida de tráfico doble, ruidosa, iluminada por tiendas de luces brillantes y restaurantes. Siempre conduciendo, Wainwright dijo:
—Me he enterado de que Miles Eastin ha ido a verla.
Ella respondió cortante:
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo dijo él. También me dijo que usted le había perdonado.
—Si él se lo ha dicho, así será.
—Juanita… ¿puedo llamarla Juanita?
—Es mi nombre. Puede usarlo si gusta.
Wainwright suspiró.
—Juanita, ya le he pedido perdón por la manera en que se presentaron una vez las cosas entre nosotros. Si todavía me guarda rencor, no se lo reprocho.
Ella se ablandó, levemente.
—Bueno, es mejor que me diga para qué quería verme.
—Quiero saber si está usted dispuesta a ayudar a Eastin.
—¡Entonces él es la persona!
—Sí.
—¿Por qué voy a ayudarlo? ¿No basta con que lo haya perdonado?
—Si quiere usted conocer mi opinión… es más que suficiente. Pero fue él quien sugirió que quizás usted…
Ella interrumpió:
—¿Qué clase de ayuda?
—Antes que se lo diga tiene que prometerme que lo que voy a contar esta noche va a quedar entre usted y yo.
Ella se encogió de hombros.
—No tengo a nadie a quién contárselo. Pero se lo prometo de todos modos.
—Eastin va a hacer un trabajo de investigación. Es para el banco, aunque no oficialmente. Si triunfa tal vez logre rehabilitarse, que es lo que él desea… —Wainwright hizo una pausa mientras el coche dejaba atrás un lento camión-tractor. Continuó—: Es un trabajo arriesgado. Sería todavía más si Eastin se comunicara directamente conmigo. Lo que ambos necesitamos es alguien que lleve mensajes entre nosotros… un intermediario.
—¿Y usted ha decidido que yo soy esa persona?
—Nadie ha decidido nada. Depende de usted. Si es así, ayudará a Eastin a ayudarse a sí mismo.
—¿Es Miles la única persona a quien esto puede ayudar?
—No —reconoció Wainwright— también me ayudará a mí; y también al banco.
—De alguna manera eso es lo que creía.
Habían dejado las luces brillantes y cruzaron el río por un puente; en la creciente oscuridad el agua brillaba negra allá abajo. La superficie del camino era metálica y las ruedas del coche zumbaban. Al fin del puente se abría un camino interestatal. Wainwright avanzó por allí.
—La investigación de la que usted habla —dijo Juanita—. Dígame algo más… —su voz era baja, inexpresiva.
—Bien —y describió cómo Miles iba a trabajar encubierto, utilizando los contactos que había hecho en la cárcel y el tipo de pruebas que Miles iba a buscar. Era inútil, decidió Wainwright, ocultar nada, porque, lo que no dijera ahora a Juanita, probablemente ella lo iba a averiguar más adelante. Por lo tanto, añadió la información sobre el asesinato de Vic, aunque omitió los detalles más desagradables.
—No digo que vaya a pasarle lo mismo a Eastin —concluyó—. Haré todo lo posible para impedir que así sea. Pero le digo a usted el riesgo que él corre, y él también lo sabe. Si usted quiere ayudarlo, como le repito, para él sería más seguro.
—¿Y quién me va a asegurar a mí?
—Para usted virtualmente no hay riesgos. Solo tendrá contacto con Eastin y conmigo. Nadie más lo sabrá y usted no estará comprometida. Nos encargaremos de esto.
—Si está tan seguro, ¿por qué nos hemos entrevistado de esta manera?
—Una simple precaución. Para estar seguros de que no nos han visto juntos y que no nos pueden oír.
Juanita esperó y preguntó luego:
—¿Y eso es todo? ¿No tiene nada más que decirme?
Wainwright dijo:
—Creo que eso es todo.
Estaban ahora en el camino y él mantuvo el coche a una velocidad media, apartándose a la derecha para dejar pasar a otros coches. Al lado opuesto del camino tres hileras de luces corrieron hacia ellos, pasaron en una confusión. Pronto él iba a doblar por la rampa de salida para regresar por el mismo camino. Entretanto Juanita seguía sentada a su lado en silencio, con los ojos fijos al frente.
Él se preguntó qué estaría pensando ella y cuál iba a ser su respuesta. Esperaba que dijera que sí. Como en otras ocasiones, aquella muchacha pequeña, con aire de elfo, le pareció provocativa y sensualmente atractiva. La enemistad de ella formaba parte de su atracción; y también su olor… la presencia de un cuerpo femenino en el pequeño coche cerrado. Habían pasado pocas mujeres por la vida de Nolan Wainwright desde su divorcio y, en cualquier otro momento, hubiera probado suerte. Pero lo que deseaba de Juanita era demasiado importante para arriesgarse.
Estaba a punto de romper el silencio cuando Juanita lo enfrentó. Incluso en la semioscuridad él percibió que sus ojos ardían.
—¡Usted debe estar loco, loco, loco! —dijo su voz excitada—. ¿Cree usted que soy una idiota? ¿Una boba, una tonta? ¡Dice que no habrá peligro para mí! ¡Claro que lo hay, y lo tendré que correr del todo! ¿Y por qué? ¡Para la gloria del Señor Seguridad Wainwright y de su banco!
—Espere…
Ella no prestó atención a la interrupción, y siguió furiosa, con una rabia que brotaba como lava:
—¿Me cree tan fácil de convencer? ¿Se cree que porque estoy sola o soy portorriqueña puede permitirse todo lo que quiera? ¡A usted no le importa a quién usa, ni como lo usa! Lléveme a casa. ¿Qué clase de pendejada es esta?
—¡Basta! —dijo Wainwright; la reacción lo había sorprendido—. ¿Qué es una pendejada?
—¡Una imbecilidad! Es una pendejada que usted juegue la vida de un hombre por unas egoístas tarjetas de crédito. Y es una pendejada que Miles haya consentido en hacerlo…
—Vino a verme pidiendo ayuda. Yo no fui a buscarlo.
—¿Y llama a eso ayuda?
—Se le pagará por lo que haga. También lo necesita. Y fue él quien sugirió que la buscáramos a usted.
—¿Entonces por qué no me pide él mismo la cosa? ¿Acaso no tiene lengua? ¿O está avergonzado y escondido debajo de sus faldas?
—Bueno, bueno —protestó Wainwright—. Comprendo. La llevaré a casa —una rampa de salida estaba cerca; él marchó hacia allí, cruzó un sendero y volvió a encaminarse hacia la ciudad.
Juanita siguió quieta, enfurecida.
En el primer momento había procurado considerar con calma lo que Wainwright le había sugerido. Pero, mientras él hablaba y ella escuchaba, se había sentido asaltada por dudas e interrogantes; después, al considerar las cosas, su enojo y su emoción crecieron, hasta que finalmente había estallado. Unido a su estallido había renovado odio y asco por el hombre que estaba a su lado. Todos los dolorosos sentimientos de su primera experiencia con él volvían ahora, aumentados. Y estaba enojada, no solo por sí misma, sino por el uso que Wainwright y el banco se proponían hacer de Miles.
Al mismo tiempo Juanita sentía resentimiento contra Miles. ¿Por qué no la había entrevistado él directamente? ¿No era acaso bastante hombre? Ella se acordaba de que, menos de tres semanas antes, había admirado su coraje en acercarse a ella, mirarla humildemente y pedirle perdón. Pero ahora sus acciones, el método de convencerla a través de otra persona, se parecía más a su primera actitud, cuando la culpó de su propio delito. Rápidamente su pensamiento viró. ¿Se estaría mostrando injusta? Mirando para sus adentros, Juanita preguntó: ¿No sería parte de su frustración en este momento, una desilusión de que Miles no había vuelto después del encuentro en su departamento? ¿Y no habría —exacerbando esa desilusión aquí y ahora— un resentimiento de que Miles, a quien ella quería a pesar de todo, estaba representado por Nolan Wainwright, a quien ella no quería?
Su enojo, nunca de largo aliento, disminuyó. Fue sustituido por la duda. Preguntó a Wainwright:
—¿Y qué va a hacer ahora?
—Cualquier cosa que decida, puede tener la certeza de que no se la diré —el tono era cortante, la tentativa de ser amable había desaparecido.
Con súbita alarma Juanita se preguntó si no se había mostrado innecesariamente combativa. Podía haber rechazado el pedido sin los insultos. ¿Era posible que Wainwright encontrara la manera de vengarse dentro del banco? ¿Acaso había comprometido su empleo?… El empleo del que dependía para mantener a Estela. La ansiedad de Juanita se acrecentó. Tuvo finalmente la sensación de estar atrapada.
Y comprendió, también, otra cosa: si pensaba con sinceridad, cosa que procuraba hacer, tenía que confesarse que lamentaba la decisión tomada, porque representaba no ver más a Miles.
El coche disminuía la marcha. Estaban cerca de la curva que iba a llevarlos nuevamente al puente sobre el río.
Sorprendiéndose a sí misma, Juanita dijo con una vocecita inexpresiva.
—Está bien. Lo haré.
—¿Hará qué…?
—Seré… lo que sea… una interm…
—Intermediaria. —Wainwright le lanzó una mirada de reojo—. ¿Está segura?
—Sí, estoy segura.
Por segunda vez él suspiró.
—Usted es un caso raro.
—Soy una mujer.
—Sí —dijo él y algo de la amabilidad volvió— ya me he dado cuenta.
A una manzana y media del Forum East, Wainwright detuvo el coche, sin parar el motor. Sacó dos sobres de un bolsillo interior —uno repleto, el otro no tanto— y tendió el primero a Juanita.
—Es dinero para Eastin. Guárdelo hasta que él se ponga en contacto con usted —el sobre, explicó luego, contenía cuatrocientos cincuenta dólares al contado… el sueldo mensual convenido, menos cincuenta dólares de adelanto que Wainwright había dado a Miles la semana pasada.
—Más adelante esta semana —añadió— Eastin me telefoneará y yo le anunciaré una palabra código en la que estamos de acuerdo. Su nombre no será mencionado. Pero él comprenderá que debe ponerse en contacto con usted, cosa que hará.
Juanita asintió, concentrándose, guardando la información.
—Después de esa llamada telefónica, Eastin y yo no volveremos a estar en contacto directo. Nuestros mensajes, en ambos sentidos, se harán a través de usted. Será mejor que no los escriba, sino que los aprenda de memoria. Recuerdo que su memoria es buena.
Wainwright sonrió al decir esto y, bruscamente, Juanita rio. ¡Era irónico que su notable memoria, que una vez había sido causa de dificultades con Nolan Wainwright y con el banco, le inspirara ahora a él confianza!
—A propósito —dijo él—. Deme su número de teléfono. No lo encontré en la guía.
—Es porque no tengo teléfono. Es demasiado caro.
—De todos modos, necesita uno. Tal vez Eastin necesite llamarla, o yo. Si hace instalar de inmediato un teléfono haré que el banco se lo reembolse.
—Procuraré. Pero me he enterado por otros que se tarda tiempo para conseguir un teléfono en el Forum East.
—Entonces deje que yo arregle la cosa. Mañana llamaré a la compañía telefónica. Le garantizo que lo tendrá pronto.
—Bien.
Ahora Nolan Wainwright abrió el segundo sobre, el más liviano.
—Cuando entregue el dinero a Eastin, dele también esto.
«Esto» era una tarjeta de crédito clave, a nombre de H. E. Lyncolp. En la parte de atrás de la tarjeta había un espacio en blanco para la firma.
—Que Eastin firme la tarjeta con ese nombre, con su escritura normal. Dígale que el nombre es inventado, aunque, si mira las iniciales y la última letra, verá que se escribe la palabra H-E-L-P* Para eso está la tarjeta.
El jefe de Seguridad del banco explicó que la computadora había sido arreglada de tal manera que, si aquella tarjeta era presentada en cualquier parte, se aprobaría una compra de hasta doscientos dólares, pero simultáneamente una alarma automática resonaría dentro del banco. Esto notificaría a Wainwright que Eastin necesitaba ayuda, y dónde se encontraba.
—Podrá usar la tarjeta si está en algún lío bravo y necesita auxilio, o si sabe que está en peligro. Según lo que haya pasado hasta entonces decidiré lo que haya que hacer. Dígale que compre algo que valga más de cincuenta dólares, para que la tienda telefonee al banco pidiendo confirmación. Después de la llamada deberá demorarse todo lo posible, para darme tiempo a actuar.
A pedido de Wainwright, Juanita repitió las instrucciones casi palabra por palabra. Él la miró con admiración:
—Es usted muy inteligente.
—¿De qué me vale, muerta?
—¿Qué significa eso?
Ella vaciló, luego tradujo:
—Deje de preocuparse —desde el otro extremo del coche tendió la mano y tocó levemente las manos que ella tenía cruzadas—. Le prometo que todo marchará bien.
En aquel momento su confianza era contagiosa. Pero más tarde, de vuelta en el apartamento, mientras Estela dormía, el instinto de Juanita acerca de futuras amenazas volvió, con persistencia.