EL OLOR QUE DESPIDEN LAS OLAS EN EL INSTANTE EN QUE EL AIRE ES MÁS FRÍO QUE EL AGUA

Normalmente es en el tercer minuto a partir del crepúsculo cuando el aire de la playa es más frío que el agua. No en el segundo ni en el cuarto: en el tercero y durante once segundos, lo que requiere discernimiento, atención y paciencia. Lo mejor es apoyarse en la muralla, con la palma en el mentón, vigilar a las gaviotas, contemplar el cambio de color en el horizonte y en eso, apenas comienza el tercer minuto, se aparta la palma del mentón para que el aire se pose en ella y ya está: se coge el aire de la playa, se mete en el bolsillo y andando, rumbo a casa sin dejar que se escape. Hay que utilizarlo al punto ya que al día siguiente, a partir de las diez, el aire se habrá calentado. Se lo saca con cuidado del bolsillo y se respira poco a poco. Casi siempre, entonces, los pinos se estremecen y parece que hubiera, en las mujeres de la familia, como unas ganas de llorar. No de tristeza, claro, sino del hecho de que exista para siempre, dentro de ellas, una caracola conmovida. No he conocido a otro hombre con las manos tan impregnadas de nubes como las suyas: don José, duro campesino de Trás-os-Montes, en el jardín de mis padres, que hacía crecer una flor con dedos humildes, suaves sus huesos como la leche, despaciosos, certeros. Debería haber tenido el buen tino de morir antes que él para que me cerrase los ojos para siempre. Pero me dejé estar y el señor José está allí, en el cementerio, humilde, deteriorado, agreste, formando cuerpo con la tierra. Su sonrisa sin dientes, su bondad, el pobre y consumido cuerpo destrozado. ¿Qué dirá ahora la lengua de piedra? Nació en São Martinho de Anta, me llamaba

—Niño

y era mucho más elegante de alma que yo, de una delicadeza

iba a escribir aristocrática, escribo aristocrática

que no he poseído nunca: estoy hecho de cardos y hay palabras que dejé secar dentro de mí o las secó la vida. Claro que sigo escribiendo, respirando, hasta me ocurre, a veces, lagrimear. Pero lo oculto. Antes me encerraba con llave en el cuarto de baño para no verme desesperado. Después abría la puerta y salía silbando. Hay momentos en que silbar cuesta horrores. Hacía un esfuerzo y lo lograba.

—¿Cómo te encuentras?

Interrumpía el silbido:

—Me encuentro muy bien

y la noche alzaba, sin que nadie lo notase, un revoloteo tímido de lágrimas. Podían ser mirlos o palomas o algo así, insistía

—Son mirlos o palomas o algo así

pero eran lágrimas. Las lágrimas también pueden hacer nido en los árboles o en los caballetes de los tejados. Y no obstante cualquier mirada me descubría como se descubren los dedos: pétalo a pétalo. Tened paciencia, no habléis conmigo ahora. Dejad que los grillos comiencen a arder. Don José. Al quitarse el sombrero, le quedaba siempre la marca en la cabeza. Qué indignidad haber sido feliz, que yo sea a veces feliz. En agosto pasado me quedé oyendo a un culantrillo contra el muro y pensando en ti. Después se mitigó. Un culantrillo seco, casi disecado, un sonido mustio, persistente. Volví a silbar un poco.

Ahora es casi de noche. No hay nadie conmigo, los sonidos comienzan, poco a poco, a transformarse. Qué pena que no haya olivos en esta calle. Descubrí uno, en una esquina del hospital Miguel Bombarda. De vez en cuando me detengo frente a él, apoyo la mano en el tronco, el olivo me llama

—Niño

distingo claramente que me llama

—Niño

no señor, claro, señor de qué, nunca he sido señor ni cuando vagamente lo era, me llama

—Niño

y no sé responderle. Don José sabría. De modo que finjo que no me entero, me demoro por allí un rato, por timidez, por delicadeza, me marcho. Ha de llegar un día en que no me marche. Tú, a quien no conozco o imagino que no conozco, ayúdame a quedarme. Ocupo poco espacio, casi no hago ruido, nunca grito, no molesto a nadie. Llévame contigo y ayúdame a quedarme. Tengo llana la ternura aunque con nudos. Como tus uñas son más largas que las mías, hazme el favor, desátame. Manos impregnadas de nubes, suaves sus huesos como la leche, despaciosos, certeros. Es bueno nacer en el instante en que el aire es más frío que el agua. Lo he traído en el bolsillo para ti. Ha de estar, en algún sitio, mi última casa y don José a lo lejos

—Niño

en el tercer minuto a partir del crepúsculo, pero no en el segundo ni en el cuarto, don José a lo lejos inventando una flor. Si no te importa, cuéntame una historia en la que las personas se casen al final.

Segundo libro de crónicas
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