DÍA DE SAN ANTÓNIO
El día de san António era el del cumpleaños de la persona más importante de mi infancia, por consiguiente de mi vida. Aún hoy, cuando estoy inquieto o preocupado, converso con él, aún hoy no pasa una semana sin que lo recuerde, sin que lo vea nítidamente, sus manos, su sonrisa, su mirada, su voz. Era monárquico, católico, conservador, salazarista. Consideraba el hecho de que yo escribiese una mariconada tremenda. Fue hasta el último momento de su vida un oficial de Caballería autoritario y colérico. Trataba a los desconocidos de tú y de Teniente: sentado al lado del chófer gritaba a los otros automóviles
—Eh, Teniente, a ver qué haces con esa mierda
prevenía al chófer mencionado cuando se acercaba al parachoques del que iba delante
—¿Cuántas veces te he dicho que no le huelas el culo a los coches?
pero si yo me atrevía a pronunciar la palabra tío o la palabra coñazo se ponía furioso por mi mala educación. No le interesaba el arte, le interesaba el hockey. La placa del timbre del portón anunciaba con orgullo «Lobo Antunes» con mayúsculas grabadas, fue esnob, se enorgullecía de ser el descendiente del señor vizconde de Nazaré, me hacía sentir que ese honor me cabría más tarde, se irritaba porque el vizcondado no representase nada para mí y vivía rodeado del guardés, el jardinero, las criadas, una corte de mujicks para él natural y para mí rarísima y, a pesar de todo, no conocí a nadie tan valiente, tan generoso, tan profundamente bueno, tan honesto y tan tierno. Si alguna vanidad me queda es la de usar su nombre, si algún modelo me ha quedado es su ejemplo de seriedad y arrojo. Se jugó el pellejo y perdió el futuro en la revolución de Monsanto, y recomenzó sin un ochavo trabajando en una fábrica de conservas en Tánger. Hijo de una familia riquísima del látex de Brasil, a la que destruyeron la enfermedad de su padre y los cauchales de Brasil, resurgió de la nada con una tenacidad ejemplar. El último lamento que alguna vez le oí, él tan alegre siempre, tan enérgico, tan decididamente feliz, fue cuando, ya muy enfermo, llevó su mano a mi cuello
nunca nadie me hizo caricias como esa
y me sonrió, consumido y flaco y, no obstante, indestructible:
—Me da tanta pena dejaros a todos
y siguió sonriendo y habló de otra cosa. Después de su muerte encontré, guardados por orden en un cajón, mis dibujos infantiles, mis cuadernos del colegio, las cartas que le escribí, el examen del tercer curso que corrí a regalarle, debidamente dedicado
A mi abuelo, de António
y lo recibió con un silencio conmovido. Hace poco encontré al chófer
—¿Cuántas veces te he dicho que no les huelas el culo a los coches?
ahora viejo, que me habló de él llorando. Hace aún más tiempo, en la sala del señor José, el guardés, que me pidió que entrase insistiendo en que me bebiese una cerveza
—Una cerveza, muchacho
y le aceptase sus atenciones, me encontré con su foto entronizada en la pared, y la mujer del señor José, vanidosa, señalándolo con un orgullo de estampa piadosa
—Mi señor
de modo que hoy, día de san António, una vez más tuve nostalgia de él. Nostalgia de cuando estábamos en la Feria Popular, en el Coliseu, donde a la entrada lanzaba a los nietos su orden de capitán
—Todos a mear
en Padua, junto a la tumba de su santo
—Prométeme que traerás aquí a tu hijo
en el picadero del Séptimo de Caballería que yo detestaba, en los helados de Santini, en las terrazas donde permitía que yo mezclase zumo de naranja con mariscos, en las tías de Brasil hace tanto tiempo difuntas. De modo que hoy, una vez más, conversé con usted. Fui a la iglesia solo, a buscar su clavel, me puse el anillo del vizconde en el dedo, le sonreí a la fotografía
—Me da tanta pena que nos haya dejado a todos
y después, porque sé que detestaba los baboseos, seguí sonriendo y hablé de otra cosa. Si se fija bien, se dará cuenta de que no estoy triste. Quédese tranquilo: no soy ningún marica.