UN SILENCIO REFULGENTE
Creo que lo más importante que me ha ocurrido en mi vida ha sido un viaje de cerca de un mes, a Italia, con mi abuelo. Mi abuelo conducía y yo, sentado a su lado, con un volante de plástico, fingía conducir también. El coche era un Nash de color rojo. Mi volante de plástico tenía, en el centro, una bola de goma. Al apretarla, la bola emitía un sonido que en mi fantasía era un claxon. El ruido del motor lo hacía con la boca, de tal forma que no había dudas de que era yo quien conducía el automóvil. De vez en cuando mi abuelo me hacía una caricia en el cuello. Es gracioso, pero aún siento sus dedos.
Durante los dos primeros días, el olor a gasolina me produjo náuseas y vomitaba en cucuruchos de papel. Parábamos en hoteles del camino. Me acuerdo de los helados que comí en Zaragoza, me acuerdo de haber visto a Luis Miguel Dominguín en Barcelona y de haber ido al teatro a ver a Carmen Sevilla. Estuve enamorado de ella hasta los doce años, momento en el que vi Los diez mandamientos y la cambié por Anne Baxter, la mujer del faraón. Ni Carmen Sevilla ni Anne Baxter me hicieron mucho caso. Los enamoramientos tardaban en pasarse en esa época, en que todo era lento. Días larguísimos, dientes que tardaban siglos en salir. Mi padrino me daba dinero por los dientes de leche. Si fuese tiburón me habría vuelto rico.
Después vino Francia. La torre Eiffel me pareció algo sin acabar, algo que solo existía dentro de los pisapapeles. Si se lo volcaba, un remolino de virutas doradas revoloteaban a su alrededor. Tal vez mi abuelo tuviese fuerzas para volcar la de París pero, por un motivo que se me escapa, no lo hizo, y por tanto no hubo virutas doradas de ninguna clase. Hasta pensé en pedírselo. Respeté su desinterés por los pisapapeles y, desilusionado, aparté el cuello cuando sus dedos se aproximaron. Enseguida, claro, me arrepentí: a ver si mi abuelo me volcaba a mí y me quedaba rodeado de virutas doradas. Al volver a Portugal me habría regalado al marido de la costurera y habría quedado bonito encima de la radio. Como me decían siempre
—Tan guapo, tan rubio
cumpliría sin duda, a las mil maravillas, una vocación de bibelot. Siguió después Suiza donde, en Berna, me atropelló una bicicleta, lo que me pareció una falta de grandeza. El tipo de la bicicleta, que creía conducir un camión, bajó del sillín para recoger mis restos. Para tranquilidad del marido de la costurera me encontraron intacto. El suizo
(hay suizos con alma)
se marchó pedaleando, con los pantalones sujetos con pinzas de ropa como los plateros de la feria de Nelas. Para imitarlos, amarillo de envidia, me ponía pinzas en los pantalones cortos antes de instalarme en el triciclo, y pensando en el triciclo llegué a Padua: con un volante de plástico y un claxon de goma se llega a Italia en un santiamén. Italia, al principio, me pareció el lugar donde los suizos echaban su basura, o sea una especie de Portugal con más piedras y las construcciones que los romanos se olvidaban de completar: unas columnas, un pedazo de techo, unos restos de mosaico, más o menos el jardín de mis padres después de haber andado yo por allí con un tirachinas. Al ver el Coliseo tuve la seguridad de que mi hermano Pedro ya había estado antes allí. Con un martillo. Me explicaron que lo había construido un tipo que inventó el arco y no fue capaz de parar. Nuestro objetivo, no obstante, era Padua, para la primera comunión en la iglesia del santo que llevaba mi nombre. Allí mi abuelo tocó la tumba con la mano y me mandó que tocase la tumba con la mano:
—Prométeme que cuando tengas un hijo lo traerás aquí.
Fue la única vez en que vi sus ojos llenos de lágrimas. Así, los dos solos. Me dio un abrazo, me besó, y nunca nadie volvió a abrazarme ni a besarme como él. A quien mirase de fuera le habría resultado un tanto extraño: un hombre abrazando a un niño y un volante de plástico. Para mí fue el momento de más intenso amor de mi vida.
Y después volvimos, y después el tiempo que era lento se puso a andar cada vez más deprisa. Hasta hoy. Cumplí dieciocho años y mi abuelo murió. Desde su muerte no me ha ocurrido nada importante. Quería decirle que no he tenido hijos, abuelo, he tenido hijas: juro que no ha sido mala voluntad. Y escribo, hecho que lo alarmaba sobremanera. Me llamó a su despacho, me preguntó con ese poder de síntesis propio de un oficial de caballería:
—¿No serás invertido?
Yo no sabía lo que era ser invertido. Por su cara se trataba de una palabra horrible y le aseguré de inmediato que no. Me miró desconfiado, murmurando. Le pregunté
—¿Qué ha dicho?
y él, murmurando
—Nada, puedes irte.
Lo espié desde la puerta: seguía murmurando. Después de algunas investigaciones en el diccionario y horas de reflexión perpleja, concluí que invertido tenía que ver con el pisapapeles volcado y lleno de virutas doradas que brillaban. Estoy escribiendo esto en París. Desde la ventana veo la torre Eiffel
la Gran Invertida
y cerré enseguida la persiana. No quiero que mi abuelo piense mal de mí. No me acerco a ella. La rehúyo, la evito. No dejo que me lleven allí. Puede ser que de esta manera me perdone el pecado de escribir. Mientras tanto, para mitigar sus sospechas, me niego a hacer el pino. Aquí estoy como una estaca, erguido, de pie sobre la alfombra. Si por televisión un intelectual habla de inversión de valores, apago enseguida el aparato. No vaya a ser que eso se pegue y yo acabe como pisapapeles del marido de la costurera.