CÓMO EMPEZÓ MI NOVIAZGO

Todos los días tendía la ropa en la cuerda, daba de comer al periquito y encendía la radio. Se quedaba allí un rato, en la cocina, sin oírlo, sin oír nada. Cuando se daba cuenta de que no oía nada, comenzaba a fregar los platos de la víspera. El periquito hinchaba el pecho en vano, abría mucho los ojos. La hembra había muerto unos meses antes: una mañana, después de tender la ropa en la cuerda, al llegar a la jaula con el cartucho de la comida, se fijó en el pájaro quieto. Lo cogió de un ala y lo tiró en el cubo que se abría al abrir el armario, junto a la lavadora. Minutos después, el animal estaba cubierto de cáscaras y restos. El macho pasó unas semanas intrigado, cojeando por el suelo de la jaula con un andar de marinero. Con el afán de consolarlo, subió el volumen de la radio.

En cuanto su madre intuía que había terminado de lavar los platos, la llamaba desde la habitación. Era una señora asmática y, como todos los asmáticos, sus preguntas parecían transformarse en silbidos de odio debido al esfuerzo de los pulmones. Bebía el té muy despacio, sustituyendo las palabras por gestos angustiosos en los que se enredaba un rosario. Había marcas de dientes en la crucecita del rosario, de cuando la madre se irritaba con su destino. Su hermano, que vivía en Coimbra, telefoneaba los viernes, interesado en los progresos del asma; la madre, contenta con la voz de su hijo, susurraba rezongos por teléfono, con los ojos fijos en nada, buscando un apoyo en el aire. El aire nunca la apoyaba en nada. Había ocasiones en que le apetecía coger la manga de su madre y tirarla también al cubo: con unas cáscaras y unos restos encima nadie la notaría.

Las conocí hace cosa de un año. Una o dos veces por semana pasaba por el apartamento a saludarlas. En cuanto tocaba el timbre bajaba el volumen de la radio. La madre, apuntalada con almohadas, jadeaba saludos y desconfianzas. La crucecita del rosario caía sin fuerzas en la sábana. Los edificios que se veían desde la ventana eran diferentes de los mismos edificios vistos desde la calle: daba la impresión de que nos apretaban la cabeza. El periquito se acercaba a las rejas y articulaba un beso inútil. La hija se cambiaba de vestido y se peinaba. Nos quedábamos en la sala buscando palabras. A veces le cogía la mano y me quedaba con sus dedos inútiles entre los míos. Juraría que siempre tenía menos dedos que los dedos que suelen tener las personas. En uno de ellos un anillito con una piedra azul. De repente la mano se acordaba de que existía y escapaba de mí. Unos segundos después, había estruendo de cosas en la cocina y subía el volumen de la radio. La madre tosía indignaciones al fondo.

Las conocí hace cosa de un año, al pedirle a la empresa en la que trabajo que les tasase unos muebles. La madre incluso logró soltar

—Tenemos cómodas de más en esta casa

y apoyó el rosario en el pecho exhausto, apaciguando las venas del cuello. Fue la frase más larga que le he oído alguna vez:

—Tenemos cómodas de más en esta casa

y la única que en todos esos meses comprendí de cabo a rabo. Las cómodas se llenaban de jarrones sin flores, la hija me aclaraba

—Es por el asma, ¿comprende?

Jarrones sin flores, envases de medicamentos, cartuchos de comida del periquito. El anillito con una piedra azul empujó un cubo atrás de un sofá, disimulando. Enlazó disculpas con una sonrisa

—No he tenido tiempo de ordenar la casa

y en cuanto la sonrisa se deshizo la cara se quedó huérfana. Me atreví a cogerle la mano. Al principio todos los dedos estaban allí y después ella tomó conciencia de que eran dedos de más y escondió algunos en el delantal. Me conformó con un pulgarcito mustio y el anillo inerte, esperando. Como no sabía qué hacer con el anillo dije que volvería la semana siguiente con un presupuesto. Le dije también a mi jefe que las cómodas no servían.

—¿Qué tal la muchacha?

preguntó el jefe. Quise responderle pero, por más que me esforzase, no me acordaba de ella.

Ahora está frente a mí contándome la muerte del periquito, la manera en que se encontró con el pájaro quieto. Es difícil describirla. El tiempo le ha borrado parte de las facciones con una goma. Aún se nota una de las comisuras de los labios, la parte de una ceja, las gafas. Usa gafas como yo, una blusa con cuello de encaje, junta las piernas tirando del dobladillo de la falda para taparse las rodillas. Giró el botón de la radio en busca de una emisora con música bailable, mientras yo invento una disculpa por no haber traído el presupuesto para las cómodas de más. Mientras la invento, le acaricio la mano en la que creo que hay más dedos que las otras veces. Casi cinco en cada mano, cuatro por lo menos, que me producen un asomo de cosquillas en la muñeca. No sé si es el periquito o yo quien articula un beso. Debo de ser yo porque me coge por la manga y en vez de tirarme en el cubo que se abre al abrir el armario junto a la lavadora, me suelta en el felpudo del rellano. Me quedo allí un rato dudando de si tocaré de nuevo el timbre, hasta que la luz automática se apaga. Si alguien subiese ahora las escaleras seguramente tropezaría conmigo, de cuclillas en el escalón y el mentón apoyado en la palma. A la espera. Seguro que la crucecita del rosario se balancea, convenciendo a la hija de que no soy una mala persona.

Segundo libro de crónicas
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