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Nueva York

 

 

2000

 

LA noche anterior ella había deslizado el lienzo fuera del tubo para abrirlo como mapa. Durante más de sesenta años lo había llevado consigo a todas partes; primero oculto en una vieja maleta y, después, enrollado en un cilindro de metal y oculto bajo los tablones del piso para terminar, al paso del tiempo, detrás de un montón de cajas en el atestado clóset.
La pintura se componía de delgados trazos rojos y negros. A través de cada línea se vislumbraba una energía cinética: el artista esforzándose por capturar la escena con la mayor velocidad posible.
Siempre había sentido que era demasiado sagrado como para exhibirlo, como si la mera exposición a la luz o al aire o, tal vez peor, a las miradas de los visitantes, fueran demasiado para su delicada superficie. De modo que había permanecido en su estuche hermético, enclaustrado, al igual que los pensamientos de Lenka. Semanas antes, acostada en la cama, decidió que el lienzo sería su regalo de bodas para su nieta y su nuevo esposo.
Lenka

 

 

 

Cuando el Moldava se congela adquiere un color madreperla. De niña, llegué a mirar a unos hombres que rescataban a los cisnes atrapados en su congelada corriente, usando picos para liberar sus palmeadas patas.
Al nacer, mis padres me llamaron Lenka Josefina Maizel, hija mayor de un comerciante de vidrio en Praga. Vivíamos en la Smetanovo nábřeži, la ribera de Smetana, en un enorme departamento con un ventanal que daba al río y al puente. Tenía paredes forradas de terciopelo rojo y espejos con marcos dorados, un recibidor con muebles tallados y una madre maravillosa que olía a lirios del campo todo el año. Aún regreso a mi infancia como si fuese un sueño. Palačinka servidas con mermelada de chabacano, tazas de chocolate caliente y excursiones de patinaje en hielo sobre el Moldava. Mi cabello recogido dentro de un sombrero de piel de zorro cuando nevaba.
Podíamos ver nuestro reflejo en todas partes: en los espejos, en las ventanas, en el río que corría a nuestros pies y en la curva transparente de los objetos de vidrio que fabricaba mi padre. Mamá tenía un armario especial repleto de copas para cada ocasión. Había copas para champán grabadas con delicadas flores, copas especiales para vino con bordes dorados y tallos esmerilados e, incluso, copas de agua color rojo rubí que reflejaban una luz rosada cuando se les sostenía frente al sol.
Mi padre era un hombre que amaba la belleza y los objetos hermosos, y creía que su profesión generaba ambas con una alquimia de proporciones perfectas. Se necesitaba más que arena y cuarzo para crear vidrio. También eran necesarios el fuego y el aliento.
—Un soplador de vidrio es tanto amante como dador de vida —dijo en una ocasión ante una habitación llena de invitados a cenar. Levantó una de las copas de agua de la mesa del comedor—. La siguiente vez que beban de una copa, piensen en los labios que crearon la elegante y sutil forma con la que ahora deleitan sus bocas, así como en los muchos errores que se destruyeron y volvieron a fundir para hacer un juego perfecto de doce copas.
Hechizaba a cada uno de sus invitados mientras giraba la copa bajo la luz; pero su intención no era ser un vendedor ni brindar un momento de entretenimiento para la velada. Verdaderamente amaba la manera en que un artesano podía crear un objeto que fuera fuerte y frágil a un mismo tiempo; transparente, pero capaz de reflejar colores. Creía que había una especial belleza tanto en las superficies más lisas de vidrio como en aquellas veteadas con ondas internas.
Su negocio lo llevaba a cada rincón de Europa, pero siempre entraba por la puerta principal de la casa de la misma manera en que se había ido: con su camisa blanca e impecable y su cuello con aroma a cedro y clavo.
—Milačku —decía en checo mientras tomaba a mi madre por la cintura con ambas manos—. Amor.
—Lasko Moje —respondía ella al besarlo—. Mi amor.
Incluso después de una década de matrimonio, papá seguía embelesado por sus encantos. Muchas veces regresaba a casa con regalos que compraba únicamente porque le recordaban a ella. Un ave miniatura de cloisonné, con sus alas delicadamente esmaltadas, podía aparecer junto a su copa de vino o quizás encontrara un relicario adornado con perlas cultivadas en un estuche de terciopelo sobre su almohada. Mi favorito fue un radio de madera con un impactante diseño a rayas que brotaban desde el centro y con el que sorprendió a mamá después de un viaje a Viena.
Si cerrara los ojos para recordar los primeros cinco años de mi vida, vería la mano de papá sobre la perilla de ese radio. Los finos vellos negros de sus dedos mientras ajustaba el sintonizador para encontrar alguna de las pocas estaciones que tocaba jazz, un sonido exótico y estimulante que se empezaba a transmitir por las ondas hertzianas en 1924.
Puedo ver su cabeza voltear para sonreír mientras extiende su mano hacia nosotras. Puedo sentir el calor de su mejilla cuando me levanta y coloca mis piernas en torno a su cintura, mientras su otra mano hacía girar a mi madre.
Puedo percibir el aroma del ponche de vino elevándose de las delicadas tazas en alguna fría noche de enero. Afuera, los altos ventanales de nuestro departamento están cubiertos de escarcha, pero por dentro el ambiente es tan cálido como los trópicos. Largos dedos de la luz naranja de las velas acarician los rostros de los hombres y las mujeres que atestan el recibidor para escuchar al cuarteto de cuerdas que papá invitó a tocar esa noche. Allí está mamá al centro, con sus largos brazos blancos estirándose para tomar algún canapé. Tiene un nuevo brazalete que rodea su muñeca. Un beso de papá, y yo, asomada desde mi recámara, deleitada por ver su glamur y comodidad.
También hay noches tranquilas. Los tres agazapados en torno a una pequeña mesa, escuchando a Chopin desde el tocadiscos. Mamá abanica sus cartas para que sólo yo pueda verlas. Tiene una sonrisa en los labios y papá frunce el ceño en broma mientras deja que mamá gane la partida.
Por las noches, mamá me arropa y me dice que cierre los ojos.
—Imagina el color del agua —susurra en mi oído. Otras noches, me sugiere el color del hielo. Otra más me indica que piense en el color de la nieve. Me quedo dormida con las imágenes de sus tonalidades cambiando y transformándose en la luz. Me enseña a imaginar los diversos tonos de azul, las delicadas vetas de lavanda, el más leve toque de blanco y, al hacerlo, mis sueños se ven invadidos por el misterio del cambio.
Lenka

 

 

 

Una mañana, llegó Lucie portando una carta. Le entregó el sobre a papá, quien la leyó en voz alta a mi madre. «La chica no tiene experiencia como niñera», le había escrito un colega, «pero tiene un talento natural para manejar a los niños y es más que confiable».
Mi primer recuerdo de Lucie es que parecía mucho más joven que sus dieciocho años. Casi infantil, su cuerpo parecía perderse dentro del vestido y abrigo largos que usaba. Pero cuando primero se hincó para saludarme, me vi impactada de inmediato por la calidez que fluía de su mano. Cada mañana, cuando llegaba a la casa, portaba consigo un leve aroma a canela y nuez moscada, como si la hubiesen horneado apenas esa mañana y la hubieran entregado tibia y fragante; un envoltorio exquisito imposible de rechazar.
Lucie no era ninguna belleza. Era como una arista trazada por un arquitecto: toda ella líneas rectas y ángulos. Sus duros pómulos parecían como martillados con un cincel; sus ojos eran grandes y negros, sus labios pequeñísimos y delgados. Pero como oscura ninfa del bosque tomada de las páginas de algún antiguo cuento de hadas, Lucie poseía una magia propia. Después de sólo unos cuantos días de trabajar con mi familia, todos nos sentimos encantados con ella. Cuando narraba alguna historia, sus dedos se agitaban en el aire, como una arpista que tañe cuerdas imaginarias. Si había quehaceres que llevar a cabo, murmuraba canciones que había escuchado cantar a su propia madre.
Mis padres no trataban a Lucie como sirvienta, sino como miembro de nuestra extensa familia. Comía todos sus alimentos con nosotros, sentada a la enorme mesa de comedor, siempre atestada con demasiada comida. Y aunque no seguíamos las reglas del kósher, nunca bebíamos leche cuando comíamos algún platillo que contuviera carne. La primera semana que trabajó en la casa, Lucie cometió el error de servirme un vaso de leche con mi goulash de res y mamá debe de haberle dicho después que nunca mezclábamos las dos cosas, ya que no recuerdo que jamás haya vuelto a cometer el mismo error.
Mi mundo se volvió menos estrecho y, ciertamente, mucho más divertido después de la llegada de Lucie. Me enseñó cosas como la forma de atrapar una rana de árbol o cómo pescar desde uno de los puentes que cruzaban el Moldava. Era una cuentista maestra y creaba un reparto de personajes con las diversas personas con las que nos topábamos durante el día. A la hora de la cama, podía aparecer el hombre que nos vendía helados junto al reloj de la Plaza de la Ciudad Vieja transformado en hechicero. Una mujer a la que habíamos comprado manzanas en el mercado podía surgir como princesa envejecida que jamás se había recuperado de un corazón roto.
A menudo me he preguntado si fue Lucie o mi madre quien primero descubrió que tenía talento para el dibujo. En mi recuerdo es mamá quien me entrega mi primer estuche de lápices a colores y es Lucie, más adelante, quien me compra mi primer estuche de pinturas.
Sé que fue Lucie quien me empezó a llevar al parque con mi cuaderno de dibujo y mis lápices. Se recostaba sobre una cobija cerca del estanque en el que los niños lanzaban sus barquitos de papel y miraba las nubes mientras yo hacía dibujo tras dibujo.
Al principio, dibujaba pequeños animales: conejos, ardillas, un pájaro con el pecho rojo. Pero pronto empecé a tratar de dibujar a Lucie y, después, a un hombre que leía su periódico. Más adelante, me atreví a dibujar composiciones más complejas, como una madre que empujaba una carriola. Ninguno de mis primeros intentos fue bueno, pero como cualquier chiquillo que empieza a dibujar, me esmeraba en hacerlo una y otra vez. Con el paso del tiempo, mis observaciones empezaron a conectarse con mi mano.
Después de dibujar por horas, Lucie enrollaba mis bosquejos y los llevaba al departamento. Mi mamá nos preguntaba cómo habíamos pasado el día y Lucie tomaba los dibujos que más le gustaban y los fijaba con tachuelas a la pared de la cocina. Mamá analizaba mi trabajo con todo detalle y después me envolvía en sus brazos. Debo de haber tenido cerca de seis años la primera vez que la escuché decir:
—¿Sabes, Lenka? Yo era igual a tu edad: siempre con un lápiz y un papel en mis manos.
Fue la primera vez que escuché que mi madre hiciera una comparación entre las dos y puedo afirmar que, como niña con el oscuro cabello y pálidos ojos que se asemejaba más a su padre que a su elegante madre, la emoción de que las dos compartiéramos algo me llenó de alegría el corazón.

 

El primer invierno que Lucie estuvo con nosotros, mamá quiso darle un regalo que mostrara su gratitud. Recuerdo que lo discutió con papá.
—Haz lo que creas conveniente, Milačku —dijo distraído mientras leía el periódico. Siempre le daba total libertad cuando se trataba de dar regalos, pero ella siempre sintió que debía pedir su autorización antes de hacer cualquier compra. Al final, mandó a hacer una bellísima capa corta en lana azul rematada en terciopelo. Aún puedo ver la cara de Lucie cuando abrió el paquete; al principio, dudó en aceptar el regalo y se sintió casi avergonzada por esa extravagancia.
—A Lenka también le va a tocar una —dijo mamá con gentileza—. Qué par tan hermoso van a hacer cuando vayan a patinar en el Moldava.
Esa noche, mamá me pescó observando a Lucie desde mi ventana mientras caminaba en dirección al tranvía.
—Supongo que tendré que mandar a hacerte una capa el día de mañana —dijo, con su mano sobre mi hombro.
Ambas sonreímos al ver a Lucie, cuyo cuerpo parecía haber crecido varios centímetros, mientras, elegante, se adentraba en la noche.

 

Aunque nuestro hogar estaba perennemente colmado de la melodía de copas que chocaban y de los colores de mis dibujos, también existía una tristeza silenciosa pero palpable que se albergaba entre nuestras paredes. Cuando Lucie se marchaba por las noches y la cocinera recogía su bolso para irse, nuestro enorme departamento parecía demasiado grande para nuestra pequeña familia. La habitación desocupada junto a la mía se llenó gradualmente con paquetes, canastas y pilas de libros viejos. Incluso mi cuna y mi carriola viejas quedaron silenciosas en una esquina, cubiertas por una gran sábana blanca, olvidadas y fuera de lugar, como dos viejos fantasmas.
Había periodos de días, parches de tiempo, en que sólo recuerdo haber visto a Lucie. Mi madre tomaba casi todos sus alimentos en su habitación y, cuando aparecía, se veía pálida y con los ojos inflamados. Su rostro evidenciaba claramente que había estado llorando. Mi padre regresaba a casa y calladamente le preguntaba a la sirvienta cómo se había sentido mi madre. Miraba la bandeja fuera de su habitación con el plato de comida sin tocar —la taza llena de té frío— y parecía desesperado por volver a llevar la luz a su oscurecido hogar.
Recuerdo que Lucie me indicaba que no preguntara nada acerca de estos episodios. Llegaba más temprano de lo habitual por las mañanas y trataba de distraerme con algunas cosas que traía de su casa. Algunos días, sacaba de su canasta una fotografía donde aparecía con seis años, junto a un caballito. En otras ocasiones, traía una sarta de cuentas de vidrio que trenzaba en mi cabello como una guirnalda de hiedra. Ponía un cinto de seda azul alrededor de mi cintura y yo imaginaba que era una princesa que gobernaba un reino en el que todo el mundo tenía que hablar en murmullos. El único sonido que nos permitíamos era el susurro de nuestras faldas mientras bailábamos por la habitación.
A la noche, nos visitaba el médico de la familia, que silenciosamente cerraba la puerta de la habitación de mamá, descansaba la mano sobre el hombro de mi padre y le hablaba por lo bajo. Yo los observaba sin lograr discernir qué enfermedad era la que aquejaba a mi madre y que le impedía aparecer durante el día.
A medida que fui creciendo, empecé a comprender que estas sombras de mi infancia tenían que ver con las dificultades de mis padres para concebir otra criatura. Evitábamos hablar de familias donde había muchos niños y aprendí a no pedir un hermanito o hermanita porque, en aquellas ocasiones en que lo hice, sólo logré hacer que los ojos de mi madre se colmaran de lágrimas.
Algo cambió en nuestro hogar después de que cumplí los siete años. Mamá pasó semanas con lo que parecía alguna dolencia estomacal y después, repentinamente, el color regresó a sus mejillas. En las semanas siguientes, dejó de vestirse con las faldas y sacos ceñidos que estaban a la moda y empezó a preferir prendas más amplias y sueltas. Se le veía serena y sus movimientos se volvieron más lentos y cuidadosos, pero no fue sino hasta que su vientre adquirió un gentil abultamiento que ella y papá anunciaron que iban a tener otro bebé.
Se habría pensado que, después de todos estos años, mamá y papá celebrarían la noticia de que me darían un hermanito o hermanita, pero abordaron el tema con gran cautela, temiendo que cualquier muestra de emoción o júbilo pusiera en peligro el embarazo.
Por supuesto, esta era una costumbre judía: el temor de atraer alguna maldición que pudiera arruinar nuestra buena fortuna. Al principio, Lucie se sintió confundida por ello. Cada vez que trataba de tocar el tema del embarazo, mi madre no le respondía de manera directa.
—Qué bella y saludable se le ve —le decía a mamá.
A lo que ella simplemente sonreía y asentía con la cabeza.
—Dicen por allí que si tiene antojo de queso es que va a tener una niña —proseguía Lucie—, y que si tiene antojo de carne es que será varón.
De nuevo, nada más que una sonrisa y un movimiento de la cabeza por parte de mamá.
Incluso, Lucie se ofreció a preparar el cuarto del bebé de antemano, ante lo que mi madre finalmente tuvo que explicarle sus dudas de hacer cualquier cosa hasta que el bebé hubiera nacido.
—Te agradecemos todos tus buenos deseos y tus ofertas de ayuda —explicó mamá suavemente—, pero no queremos atraer ninguna atención al nacimiento del bebé por el momento.
El rostro de Lucie pareció registrar de inmediato lo que estaba tratando de comunicarle mamá.
—Hay gente en el campo que cree eso mismo —dijo Lucie, como si el comportamiento de mamá finalmente tuviera sentido.
Aun así, Lucie intentó expresar su alegría ante la buena nueva de mis padres sin mencionarla de manera directa. Esa primavera, cuando las lilas empezaron a florear, llegaba con montones de las fragantes flores, con sus tallos cuidadosamente envueltos en tiras de muselina mojada, y los disponía en floreros por toda la casa. Recuerdo ver a mamá, con su vientre cada vez más abultado, caminando por las habitaciones con una sonrisa en la boca, como si el perfume de las flores la hubiera colocado en un trance.
En ocasiones, Lucie traía una canasta llena de pan negro que su madre había horneado y lo dejaba sobre la mesa de la cocina con un frasco de miel casera.
Pero no fue sino hasta el nacimiento del bebé que llegó el regalo más bello de todos.
Mi hermana Marta nació al anochecer. El médico entró a la sala donde papá y yo nos encontrábamos sentados en el sofá y Lucie en una de las sillas de terciopelo rojo.
—Tiene usted otra bella hija más —le anunció a mi padre.
Papá estrechó sus manos y corrió a la habitación. Lucie tomó su lugar en el sofá y asió mi mano.
—Así que tienes una hermanita nueva —dijo gentilmente—. Qué regalo.
Esperamos hasta que papá nos indicara que podíamos entrar en la habitación.
Después de unos minutos, regresó para decirnos que podíamos entrar a verlas a las dos.
—Lenka, ven a conocer a tu nueva hermanita.
Lucie me dio un empujoncito, totalmente innecesario ya que estaba lista para saltar de mi asiento. Lo único que quería era correr al cuarto de mi madre para besarla a ella y a la nueva bebé.
—Lenka —mi madre levantó la vista del envoltorio que sostenía entre sus brazos y me sonrió al verme en la puerta—, ven. —Dio unas palmaditas en la cama con su mano libre mientras sostenía a la bebé envuelta con el otro brazo.
Quedé pasmada al contemplarlas, pero recuerdo el pinchazo de celos que sentí en mi corazón cuando me asomé para ver los mechones rojos de cabello sobre la cabeza de esa bebé que era mi hermana.
—¡Felicidades! —exclamó Lucie al entrar y besar ambas mejillas de mi madre.
Unos cuantos minutos después regresó cargando un fardo de ropa de cama bordada. Sus orillas estaban adornadas con festones de hilo color de rosa.
—Las escondí en el ropero —dijo Lucie—. Bordé unas en rosa y otras en azul, por si acaso.
Mi madre rio.
—Piensas en todo, Lucie —dijo mientras Lucie colocaba la ropa de cama sobre la mesa de noche de mi madre.
—Las dejo solas unos minutos con la bebé —sonrió y me dio una palmadita en la cabeza.
Admiré a mi nueva hermana. Era mamá en miniatura. El pequeño mentón redondo, los lechosos ojos verdes y el mismo cabello.
Sin embargo, mi reacción no fue la que yo había anticipado. Los ojos se me llenaron de lágrimas y sentí que se me cerraba la garganta. Incluso, sentí que alguien metía sus manos en mi pecho y estrujaba mi corazón con todas sus fuerzas. Lo único que podía pensar era que me reemplazarían, que me olvidarían, y que ahora todas las atenciones de mis padres estarían centradas en esta criaturita con la cara de ángel y sus pequeñísimas manos.
Por supuesto que esa no era la realidad, pero el temor se apoderó de mí y supongo que esa fue la razón por la que me aferré tanto a Lucie durante los primeros meses de la vida de Marta.
Poco a poco me di cuenta de que la llegada de Marta no significaba que tomaría mi lugar. Pronto empecé a sostenerla entre mis brazos; comencé a leerle mis libros favoritos y le canté las mismas canciones de cuna que me habían arrullado.
También descubrí que mi nueva hermanita era la modelo perfecta para mis ambiciosos esfuerzos como retratista. Utilicé los primeros hitos de su vida para inspirarme. Empecé con ella dormida en su carriola y, después, la dibujé mientras gateaba en la playa durante el verano. Me fascinaba hacer bosquejos de ella al pastel. La suavidad con la que se mezclaban estos pigmentos me facilitaba plasmar la curva de sus mejillas y la longitud de sus crecientes extremidades.
También me fascinaba pintarla. La piel de Marta era del color blanco mate de la crema espesa y su cabello era del rojo profundo de la páprika. Aquellos rasgos que se habían presentado desde su infancia se pronunciaron aún más a medida que se disolvían sus rollitos infantiles. Marta tenía la misma frente alta que mamá, así como la pequeña nariz recta y boca sonriente. A medida que observaba a Marta crecer frente a mí, fue casi como si pudiera ver la transformación de mi madre de la infancia a la niñez.
Marta se volvía más independiente con cada día que pasaba. Lucie ya no tenía que hincarse frente a ella para ayudarla a ponerse los zapatos ni cambiarla constantemente porque se había manchado el vestido. Su cuerpo antes regordete se estiró y también crecieron sus deseos por expresar su opinión.
Pero, a medida que Marta fue creciendo, nuestra relación empezó a cambiar. Dejó de ser la muñequita a la que podía vestir y a la que pretendía tener controlada. Nos convertimos en rivales no sólo de la atención de mis padres, sino también de la de Lucie. Y aunque había más de siete años de diferencia entre nosotras, peleábamos por trivialidades y Marta a menudo tenía pataletas si no se hacían las cosas como ella quería.
Aun así, una vez que Marta cumplió los ocho años, había una cosa que teníamos en común y que nos fascinaba discutir más que cualquier otra cosa: la vida amorosa de Lucie. Al regreso de la escuela, podíamos pasarnos horas tratando de averiguar si tenía novio. Yo la interrogaba acerca de quién le había regalado la delgada cadena de oro que repentinamente había aparecido alrededor de su cuello, o la nueva mascada de seda que guardaba bajo el cuello de su capa. Y Marta le preguntaba si era guapo y rico antes de romper en llanto y rogarle a Lucie que le prometiera que, sin importar lo que pasara, nunca nos dejaría.