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Josef
Unos cuantos meses antes de la boda de mi
nieto, decidí poner mis asuntos en orden. Ya había cumplido los
ochenta y cinco años. Mi cabello era gris, mi piel manchada por
demasiados años bajo el sol y mis manos tan arrugadas que casi no
podía reconocerlas. Durante cierto tiempo había pensado que sería
incorrecto que mis hijos encontraran mis viejas cartas a Lenka.
Estaba seguro de que cambiaría lo que sentían por mí. Cuestionarían
mi matrimonio con Amalia y me despreciarían por amar al fantasma y
no a la mujer, su devota madre, quien me había servido la cena
durante treinta y ocho años.
De modo que saqué la caja que contenía las
cartas a Lenka que me habían devuelto y que había guardado debajo
de la cama durante tanto tiempo.
Quité la liga que había mantenido las cartas
juntas y guardé las tres que me había enviado mientras estuve en
Suffolk.
Los sobres blancos estaban amarillentos,
pero el sello en alemán que indicaba a la oficina postal
«Devuélvase al remitente» aún era del color de la sangre.
Las cartas no se habían abierto en casi
sesenta años. Mi intención era leer cada una, prender la parrilla
de la estufa y quemarlas después.
No prendí el tocadiscos. Leería cada carta
en silencio, una tras otra. Sería mi kadish a Lenka, una manera de llevar a cabo el
ritual del duelo por ella que, de una manera u otra, había evitado
todos estos años.
Tomé la primera:
Querida Lenka:
Ruego a Dios que hayas recibido mi última
carta en la que te describí cómo me rescataron cerca de las costas
de Irlanda. Las personas del pueblo adonde nos llevaron fueron
increíblemente amables. Cuando llegó el barco, nos dieron la
bienvenida con comida y ropa, y ofrecieron alojarnos en sus casas.
Esperé tres días para recibir noticias de mamá, papá y Věruška,
pero mis peores temores se vieron confirmados cuando el capellán
del pueblo me informó que la hélice del Knute
Nelson, el barco que había acudido a salvarnos, había
destruido su bote salvavidas. No puedo describirte lo mucho que he
llorado en estos tres días. Todos se han ido y mi soledad se siente
como una negrura que amenaza con tragarme entero. Mi único consuelo
es saber que estás a salvo. Ruego a Dios que nuestro niño esté
creciendo y esté sano. Cierro los ojos y te imagino con tus
mejillas sonrosadas, tu largo cabello negro suelto y tu vientre
abultado. Es la imagen que me arrulla, mi único tesoro.
Ya estoy en Nueva York. Sé que han pasado
semanas y que seguramente estás exhausta de preocupación, pero no
gastes tus energías en tales pensamientos. Estoy bien y me
esforzaré lo más que pueda para traerte a ti y a toda tu familia
hasta acá lo más pronto posible. El primo de mi padre me ha ayudado
a conseguir un empleo en una escuela y necesito ahorrar dinero para
comprobar que cuento con los medios para mantenerlos a todos.
Confía en mí; trabajaré como jamás antes lo había hecho.
Te mando todo mi amor y mi devoción
eterna.
Tuyo por siempre,
J.
Prendo la estufa, la flama azul se eleva
como una espada con la punta anaranjada. Fuego.
Las demás cartas habían sido un tanto de lo
mismo. «Lenka», escribo, a pesar de que devuelven todas mis cartas.
Otros han recibido respuestas de sus seres amados en Europa, aunque
gran parte de lo que escribieron está tachado por los censores.
Pero las mías seguían regresando.
«Estoy perdiendo las esperanzas».
Fuego.
«¿Te está llegando alguna de mis
cartas?».
Fuego.
«Estoy preocupado».
Fuego.
Y está la última carta que escribí poco
antes de conocer a Amalia, fechada en agosto de 1945.
Amadísima Lenka:
No he sabido de ti en casi seis años. Es
gracioso lo obstinado que es el espíritu. Probablemente podría
seguirte escribiendo por toda la eternidad si pensara que mis
palabras pudieran llegar a ti de alguna manera. Sigues viva en mi
memoria, Lenka.
Me arrepiento tanto de tantas cosas, mi
amor. Ahora me queda más claro que nunca que jamás debí haberte
dejado. Fuiste tan valiente, pero debí insistirte en venir conmigo
o haberme quedado hasta que todos pudiéramos marcharnos. Ese error
me tortura todos los días.
Cada mañana, cuando despierto, y cada noche,
cuando me acuesto, me pregunto si estás viva y si tenemos un hijo.
Ruego a Dios que sea sano y fuerte. Que tenga tus ojos azules, tu
piel blanca y esa boca tuya, tan perfecta que incluso ahora, al
cerrar los ojos, puedo imaginar sus besos.
Estarás feliz de saber que después de pasar
dos años en la escuela nocturna, ahora puedo hablar, leer y
escribir en inglés lo suficientemente bien como para ingresar a la
escuela de Medicina. Estoy repitiendo muchos de los cursos que tomé
en Praga, pero es una bendición poder volver a estudiar, aprender y
prepararme para el futuro, sea el que sea.
Estoy pensando especializarme en
obstetricia, en parte por respeto a mi padre y en parte porque la
idea de traer vida a este mundo me brinda un enorme consuelo.
Amada mía, ruego que esta carta te
encuentre. He perdido toda esperanza, pero, al mismo tiempo, no
puedo aceptar que le esté escribiendo a un fantasma. Te amo.
Tuyo por siempre,
J
El aroma a papel quemado. Las puntas de mis
dedos casi quemadas mientras las orillas del papel se ennegrecen y
se rizan.
Fuego.
Deseaba que esa fuera la última carta, pero
sabía que existía una más. Era la última del montón. El sobre
todavía estaba intacto. No había un sello que indicara «Devuélvase
al remitente. Dirección desconocida». Ni siquiera tenía un sello
postal. Jamás la había enviado.
Mi amada Lenka:
No cuento con una dirección adonde enviar
esta carta, pero la estoy escribiendo de todos modos porque es la
única manera en que puedo despedirme. Han pasado seis años desde
que recibí noticias de ti. Las tres cartas tuyas que me llegaron
hasta Inglaterra son el único tesoro de mi vida. Cada noche, antes
de acostarme, las vuelvo a leer y trato de imaginar el sonido de tu
voz.
A pesar de cada día, mes y año que han
pasado, jamás desapareciste de mi corazón, pero cada vez se hace
más difícil recordar el suave sonido de tu respiración junto a mí,
la cadencia de tus palabras o el aroma de tu cabello.
Aun así, los recuerdos también pueden ser
amables. Eres eternamente bella a mis ojos; puedo recordar con la
misma claridad de siempre la simetría de tu rostro, el color rosado
de tus labios, la gentil curvatura de tu barbilla.
La Cruz Roja me informa que has muerto en un
sitio llamado Auschwitz. Dijeron que llegaste en uno de los últimos
transportes desde un lugar llamado Terezín con tu madre, tu padre y
tu hermana.
Terezín y Auschwitz son nombres que he visto
en los diarios. Las imágenes que se han publicado son tan
terroríficas que mi mente no puede creer que el hombre pudiera
concebir algo así de malvado. No puedo imaginar que tú, mi
amadísima Lenka, hayas perecido en un lugar como ese. No escribiré
en este papel que te encuentras entre las pilas de cadáveres, entre
las ráfagas de cenizas negras. Sólo me permitiré pensar en ti
esperándome. Mi prometida. Tú, Lenka, la chica en la estación de
trenes de Praga, con el prendedor de mi madre en la palma de tu
mano.
Sé que me estoy engañando, pero sólo eso
puedo hacer si he de sobrevivir.
Tuyo por siempre,
Josef
La había colocado en un sobre en el que
únicamente había escrito: «Lenka Kohn».
Ahora, el sobre estaba abierto y la carta
temblaba en mi mano. Sobre la flama humeante, recité el kadish.
Yitgadal veyitkadash
Shemé Rabá.
Bealmá di brá
Jireuté
Veyamlij Maljuté
bejayejón ubeyomejón
Ubejayei dejol Beit
Yisrael
Baagalá ubizman kariv
veimru
Amén. Ye’he Sheme Rabá
mevaraj
Leolam ulealméi
almayá...
Dejo caer esta última carta en el fuego y
pienso en Lenka. A medida que flotan las cenizas del papel, la veo
vestida de novia entre mis brazos y, finalmente, dejo que flote en
los cielos como un ángel. Trato de no evocar la imagen de mis
hijos, ya que no necesitaban conocer el dolor de corazón que
antecedió a su madre. Es sólo mío para cargar, para llevar a la
tumba; para incinerarlo en una sola flama que arde.