24
Lenka
Mi mundo se tornó negro cuando me enteré
del hundimiento del barco de Josef. Me consumió la pena.
Fue mi madre quien me dijo que había perdido
todo el color del rostro. Me instó a visitar al médico y me
envolvió no en uno, sino en dos abrigos. Estábamos a finales de
septiembre y la guerra había empezado de manera oficial. Dos largas
solapas pendían de mi pecho; mi vientre hacía imposible que cerrara
cualquiera de los dos abrigos.
El doctor Silberstein tomó un estetoscopio
de su bolso y lo sostuvo sobre la estirada piel de mi
abdomen.
—¿Cuándo fue la última vez que sintió algún
movimiento? —me preguntó. Mis ojos estaban llenos de lágrimas. No
podía responderle; desde el instante en que había leído del
hundimiento del Athenia había perdido
noción de todo.
—No lo recuerdo —le contesté—. ¿Es el bebé?
—Sentí que el piso se deslizaba bajo mis pies.
Hizo que me volviera a recostar y se esforzó
en encontrar el latido del corazón.
—No puedo escucharlo —me dijo—, pero podría
ser la posición en la que está el bebé. Regrese a casa y ya lo
sabremos en un par de días.
A la noche siguiente, me despertó un
torrente de sangre. Todo estaba deslizándose fuera de mi interior.
Mi marido estaba muerto y ahora mi bebé era una masa sanguinolenta
sobre las sábanas.
Lo único que quería era unírmeles.
Mi madre me bañó y cuidó de mí, y el doctor
tuvo la caridad de darme algo de morfina para que pudiera
dormir.
Dormí y dormí como si estuviera dirigiéndome
hacia mi muerte en mi ensueño. No soñé nada. Mis sueños eran
negros. Sin imágenes, sin recuerdos, sin pensamientos del futuro.
Cuando uno no sueña más que oscuridad, está poco menos que
muerto.
En los meses que siguieron, mi madre me
cuidó como si fuera una recién nacida. Me bañaba, me alimentaba y
me leía mientras yacía como mi propio hijo muerto. Sin vida, con
los ojos como vidrio esmerilado, en mi cama de infancia.

Mientras luchaba por hacerme a la idea de lo
que había perdido, las cosas empeoraron para mi familia y para toda
nuestra comunidad. Las libertades que antes jamás habíamos
concebido como tal se nos quitaron. Teníamos prohibido conducir un
auto, tener una mascota e, incluso, escuchar el radio. Se nos
dieron dos días para entregar nuestros radios y entre brumas
recuerdo a papá envolviendo el radio que le había comprado a mamá
años antes para entregarlo a las autoridades.
Parecía que Lucie era la única persona con
la que podíamos contar mientras nuestra vida anterior se derrumbaba
a nuestro alrededor. Nos visitaba cada lunes, haciendo su aparición
como un ángel, con huevos frescos y leche de la granja del hermano
de Petr. Estas visitas eran el único contacto que mamá tenía con el
mundo fuera del departamento. Estaba claro que nuestras
circunstancias habían dado un giro radical; en lugar de ofrecerle a
Lucie suntuosas comidas de sábado y regalos comisionados a la
costurera, Gizela, ahora nos limitábamos a aceptar humildemente lo
que trajera en su canasto esa semana.
La hija de Lucie, Eliška, empezaba a decir
sus primeras frases, y sus regordetas piernecitas y rostro de
muñeca hacían que mamá y Marta olvidaran su infelicidad por un
momento. Pero yo no toleraba ver a la niña. Miraba la sonrisa de
Lucie mientras Eliška bailaba haciendo girar su vestidito o cuando
mordisqueaba un trozo de pan y me inundaba una envidia que sólo
hacía que me detestara aún más. Era terrible sentir celos por la
criatura de otra persona, en especial la de alguien a quien tanto
había querido. Pero me sentía tan vacía que lo único en lo que
podía pensar era en las ansias por reemplazar lo que había
perdido.
Aun así, fue Lucie la que me salvó de mi
dolor. Una tarde llegó con su canasto de comida, pero también con
un pequeño paquete sólo para mí. Llevó su presente, envuelto en
papel de estraza e hilo, hasta mi cama.
—Lenka —me ordenó—, quiero que lo abras
ahora mismo..., no después.
Mis manos estaban débiles por falta de uso;
temblaban ligeramente al tratar de desatar el hilo y quitar el
papel. Dentro había una pequeña caja de lata con pasteles y un
pequeño cuaderno de dibujo.
—¿Recuerdas cómo solíamos dibujar
juntas?
Asentí con la cabeza.
—Empieza a hacerlo de nuevo. —Abrió las
cortinas junto a mi cama—. ¿Qué otra familia sigue teniendo tal
vista del Moldava?
No quería otra cosa más que olvidar el vacío
de mi vientre, el dolor de algo que ya no estaba allí; pero había
permanecido como herida que no tenía curación, como grito ahogado
que no podía liberarse.
Lucie me había dado un regalo: el recuerdo
de que todavía tenía mi vista y mis manos. Esa tarde empecé a
dibujar de nuevo.
Al principio, luché por recuperar la mano.
Mis dedos asían el lápiz, la punta sobre el papel, pero no podía
conectar mi mano con mi cabeza. Pero, lentamente, recordé lo que
había olvidado y empecé a concentrarme. Comencé haciendo bosquejos
de pequeños objetos alrededor de mi habitación. El mero acto de ver
cosas que no había notado en meses me alimentaba. El ave de vidrio
sobre mi escritorio, el silbato de madera de mi infancia, la muñeca
de porcelana que había sido un regalo de cumpleaños.
Cada semana, Lucie regresaba con más cosas y
hallé que un estuche de carboncillos y un cuaderno de dibujo hacían
mucho sanando mis heridas. Yo era como una pintura plasmada en
blanco y negro; pero después de varios días pude añadir los
primeros toques de color.
Mi pena todavía tenía una vida propia.
Cuando miraba por la ventana y veía a las mujeres no judías que
daban un paseo con sus relucientes carriolas negras, con el sol
reluciendo sobre los sombreritos de sus bebés, todavía quería
enroscarme como ovillo para llorar.
En otras ocasiones, acostada en mi cama por
las noches, sentía tal dolor en mi vientre que no podía estar
segura de si era el aborto —dado que jamás había siquiera visto los
ojos de la criatura, ni había sentido la presión de sus dedos— o la
pérdida de la posibilidad de concebir algún día un hijo con Josef.
Ahora se había ido, al igual que cualquier conexión que alguna vez
podría tener con él. Apenas había empezado a llorar por él al
recibir la noticia de su muerte cuando había sucedido el aborto;
pero ahora la rotundidad de su muerte me embargaba.
No obstante, con el paso de las semanas, se
redujeron mis accesos de llanto y pude distraerme cada vez más con
mis dibujos. Recordé cómo solía encerrarme en esa misma habitación
durante mi primer año de estudios y observaba mis piernas o los
tendones de mis manos y me consolaba saber que había cosas que
nadie me podía quitar.
Empecé a acurrucarme en el asiento de la
ventana de mi habitación con mi cuaderno sobre las rodillas y a
dibujar el techo del castillo, el puente afuera del departamento y
la jovencita que brincaba a las orillas del Moldava como yo misma
lo había hecho tantas veces de niña. Dibujaba hasta que mis dedos
se entumían y el delantal de mi vestido quedaba totalmente
embarrado del polvo de mis pasteles.
A menudo, mi madre llamaba a mi puerta y me
pedía que la acompañara a la sala para tomar té y comer alguna
galletita si Lucie había logrado llevar algo de mantequilla esa
semana. Ahora la sala era una sombra de lo que antes había sido.
Semanas antes, nos habían obligado a entregar lo poco que nos
quedaba de valor y cederlo al Protectorado de Bohemia y Moravia.
Marta y yo habíamos llevado los candelabros de plata de la familia
y las pocas figuritas de porcelana y adornos que quedaban al centro
de almacenamiento de la sinagoga española, donde se habían
registrado para enviarse al Reich.
Creo que una de las razones por las que
estaba tan a gusto encerrada en mi habitación de infancia dibujando
era que podía aislarme de la soledad y el vacío del resto del
departamento. Sentarse en una habitación desierta que alguna vez
había estado tan llena de vida y color resultaba intolerable. No
era que añorara los estantes repletos de copas, ni las decoraciones
mismas. Era la sensación de vacío que se extendía por las paredes,
una sensación que se agudizaba ante la escena de mamá sentada en el
ahora deshilachado sofá con sus dos hijas haciendo el intento por
fingir que una sola galleta era una extravagancia que ninguna de
las dos merecía.
Durante la mayor parte de ese año, pasé cada
día dibujando. De hecho, instalé un pequeño caballete junto a mi
ventana. La escasez de óleos me obligó a concentrarme más de lo que
lo había hecho en la Academia. Empecé a aplicar cada brochazo en mi
cabeza, imaginándolo sobre el lienzo mucho antes de que lo colocara
en realidad para asegurarme de que fuera apropiado, ya que sabía lo
valioso que resultaba cada centímetro de color.
En el otoño de 1941, se ordenó a todos los
judíos que portáramos estrellas de David amarillas.
Recuerdo la tarde de septiembre en que nos
registramos en la oficina de la Gestapo para que nos entregaran
nuestras estrellas. Los cuatro regresamos a casa para encontrar a
Lucie y a Eliška esperándonos. Lucie tenía su propia llave, había
entrado al departamento y había empezado a hacer panqueques con la
harina y huevos que había traído.
Apresuradamente, habíamos metido las
estrellas de fieltro amarillo en nuestros bolsillos para sentarnos
a comer con Lucie y Eliška. Nuestros rostros estaban tensos; pude
ver las lágrimas que nadaban en los ojos de mamá mientras observaba
la dulce y rosada carita de su tocaya. Papá estaba sentado muy
derecho, observando el gran reloj de pie, y Marta y yo tratamos de
olvidarnos de las estrellas que nos estaban quemando los bolsillos
para dedicarnos a disfrutar de los deliciosos panqueques de Lucie,
con los que nos había engordado cuando niñas.
Fue la estrella de mamá la que cayó al piso
cuando Lucie la abrazó al momento de despedirse. Estaba detrás de
las dos y vi la estrella caer al tapete, su silencioso descenso fue
más poderoso que el grito más estridente. Mamá la recogió en
silencio y la volvió a meter en su bolsillo, colocando su mano
sobre el mismo como para ocultarla de la hijita de Lucie. Pero
Eliška ya la había advertido.
—¡Mira, mamá!, la tía Liška tiene estrellas
en el bolsillo. ¡Qué suerte tiene!
Mamá se hincó en el piso y le besó la
frente.
—Las estrellas pertenecen al firmamento,
querida. Recuérdalo.
Los ojos de Lucie se llenaron de lágrimas
cuando se acercó a mamá. Tomó la mano de su hija en la suya y la
besó. Deseaba tanto que también tomara la mía; recordaba bien la
sensación de seguridad que me había proporcionado esa mano. Los
cálidos cojinetes de su palma cuando me sostenía, la seguridad
tranquilizadora que me había proporcionado cuando de niña
caminábamos por la calle. El recuerdo de mi propia infancia cuando,
como dijo mamá, las únicas estrellas eran aquellas que relucían en
el cielo nocturno.

Una tarde, fui a la tienda de abarrotes a
comprar lo que pudiera con mis cupones de raciones. Sólo había unas
cuantas horas del día durante las cuales podían ir de compras los
judíos. Las filas eran largas y casi no había nada que comprar
sobre los estantes. Sin embargo, en ese día, tuve la suerte de
conseguir algo de harina y mantequilla, unos cuantos rábanos y dos
manzanas.
De camino a casa, me topé con una chica que
había estado en la clase superior a la mía en la Academia, Dina
Giottliebová. No portaba una estrella amarilla y me sorprendió
cuando se detuvo a platicar conmigo.
—Acabo de ver Blancanieves —me dijo—. Me quité la estrella para
poder ir a verla.
Me quedé pasmada; jamás se me hubiera
ocurrido tomar un riesgo de esa magnitud.
—No puedes imaginarte los dibujos que
hicieron que la película fuera posible. —Estaba que no cabía en sí
de la emoción—. Los personajes eran tan realistas..., los colores
tan saturados. Quiero correr a casa y pintar la noche entera.
Por unos segundos había olvidado la estrella
pegada a mi abrigo y a mis hambrientos padres y hermana que me
esperaban en el departamento. Estaba cautivada por el aspecto y voz
de mi antigua compañera de clase mientras describía una película
con tal entusiasmo.
Hablamos algunos minutos más, antes de que
la aparición de un oficial alemán que caminaba en nuestra dirección
me hiciera temer sobre seguir nuestra conversación.
Cómo quería quedarme allí con ella. Su
energía era contagiosa y admiraba su valentía, pero ahora ella era
la que tenía una estrella amarilla en el bolsillo, mientras que la
mía estaba cosida claramente en mi solapa. El que las dos
estuviésemos platicando de manera tan abierta sólo ocasionaría
problemas.
—Dina —toqué su brazo con gentileza—, no
sabes el gusto que me dio verte, pero debo regresar a casa para
llevar la comida, por más poca que sea, a casa para mi madre.
Asintió con la cabeza y sonrió de tal modo
que me comunicó que comprendía por qué me había puesto tan
nerviosa.
—Ojalá nos podamos ver de nuevo pronto —dijo
antes de tomar su camino.

Esa noche, mientras cenábamos una aguada
sopa con dumplings y dos manzanas
cortadas en cuartos, imaginé lo que se sentiría estar sentada en
una oscura sala de cine para ver una película animada. Reírse ante
las vivaces imágenes que danzaban por la pantalla, con mi estrella
amarilla oculta en las profundidades de mi bolsillo.