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Lenka

 

 

 

En Terezín reinaba la hambruna. Reinaba la enfermedad. Reinaban el agotamiento y el hacinamiento. Pero a pesar de las condiciones terribles y el abrumador sentimiento de desesperación, logramos crear arte de alguna manera.
Los nazis habían prohibido traer instrumentos musicales al interior del campo, ya que no los consideraban necesarios. Karel Frölich había logrado llevar su violín y su viola, Kurt Maier un acordeón. Después, estaba la leyenda del chelo: su dueño, antes de que lo transportaran, lo había desmantelado en una docena de piezas; una vez dentro de Terezín, lo había vuelto a armar. Se descubrió un viejo piano con una sola pata. Estaba recargado contra una pared, sostenido con materiales adicionales y, bajo los diestros dedos de Bernard Koff, regresó a la vida.
Al paso del tiempo, los músicos de Terezín se volvieron más rebeldes. Flotaban rumores alrededor del campo de que Rafael Schachter, uno de los directores musicales más talentosos y queridos del gueto, estaba organizando una presentación del Réquiem de Verdi.
—Un réquiem es una misa de difuntos —me dijo Otto, moviendo la cabeza en un gesto de desaprobación—. ¿Habrá perdido la razón?
—Está siendo valiente —le respondí—. Está protestando contra la injusticia de su aprisionamiento.
—Le van a meter una bala en la cabeza. Eso es lo que se va a ganar si persiste con esto.
—No hicieron nada cuando los niños escenificaron Brundibár.
—Esto es diferente, Lenka. Esto es el equivalente musical de un levantamiento.
No sabía qué creer. Lo que sí sabía era que el Consejo de Mayores se había enterado de la idea de Schachter y no estaban muy de acuerdo con que un coro judío hiciera una representación de una misa católica. Argumentaron que Terezín era el único lugar bajo control nazi en el que todavía se podía representar cualquier obra judía; algo que se había prohibido en todas partes.
Schachter no se dejó disuadir.
—Es una de las pocas libertades que nos quedan —dijo en defensa propia—. Los alemanes cantan sus lemas nazis, sus marchas. Hagamos nuestro réquiem en nuestros propios términos. Nuestras voces elevadas y unidas.
Schachter hizo campaña a favor del apoyo de las personas dentro del campo y muchos se le unieron. Su representación de La novia vendida era legendaria. Había dirigido la ópera de pie ante el piano destartalado, con el instrumento apoyado sobre diversas cajas de madera apiladas. Yo estuve entre el público cuando se llevó a cabo la representación de la ópera; la noche había sido tan fría que el agua que se había dejado dentro de las ollas se había congelado y los asistentes habían tenido que apiñarse para mantenerse calientes, pero recuerdo que la representación nos embelesó. Incluso muchas personas lloraron de agradecimiento. En contraste con la austeridad a nuestro alrededor, el sonido de esas voces evocó tal tormenta de emoción que cuando eché un vistazo al público no sólo pude ver lágrimas de alegría, sino también lágrimas de esperanza y de éxtasis.
Los cantantes del coro de Schachter le eran salvajemente leales. Una vez que obtuvo el permiso del Consejo de Mayores para realizar el réquiem, empezó a trabajar en lo que se transformaría en una verdadera obra maestra teatral. Sería su propio acto de rebeldía contra la tiranía de los nazis, acompañada por la música de Verdi.
Ciento veinte cantantes eligieron prestar sus voces en apoyo a la causa de Schachter. Durante uno de los ensayos, reunió a sus cantantes y les dijo:
—Son unos valientes por unírseme. Sí, somos judíos cantando un texto católico —respiró profundamente—, pero este no es un réquiem cualquiera; esto es algo que cantaremos en honor a todos nuestros hermanos y hermanas caídos, por nuestras madres y padres. Por nuestros amigos... que ya han perecido en sus manos.

 

En los días anteriores a la presentación, Petr elaboró carteles en tinta negra y oro que anunciaban la producción. Le ayudé a pegar los carteles alrededor del campo. Me embriaga la emoción de escucharla.
Mis frágiles padres ven esta ocasión como una gran velada de celebración. Mamá hace lo que puede para mejorar su apariencia, mordiéndose los resecos labios para colorearlos y pellizcándose las mejillas para darse rubor. Pero no vamos a un teatro nacional decorado con oro, no hay un vestido de terciopelo con un collar de perlas para mamá, ni un traje negro con chaleco de seda para papá. Mamá está en sus harapos, su cabello es totalmente blanco. Son dos ancianos, sombras transparentes de lo que alguna vez fueron.
Esa noche, mis padres, mi hermana y yo nos amontonamos con cientos de otros alrededor del escenario improvisado. El piano de una pata está en el centro del escenario y revive bajo las expertas manos de Gideon Kein. Frölich se yergue con su violín, acariciando sus cuerdas para hacerlo cantar, rivalizando incluso con las mejores voces del coro.
Incluso ahora, que soy una vieja, cuando escucho a un violinista, no existe ningún otro que me haga llorar de la manera en que lo hizo Karel Frölich la noche en que tocó en Terezín. Cuando lo vi esa noche, con el instrumento acurrucado entre su cuello y su huesudo hombro, sus ojos cerrados y su mejilla ahuecada presionada contra su madera, hombre y violín parecían fundidos en un abrazo eterno.
Estoy segura de que no fui la única que sintió escalofríos por todo el cuerpo. Con las manos unidas, esas ciento veinte personas cantaron más bellamente, más poderosamente que cualesquiera otras que jamás haya oído antes o después.
Pero unos pocos días después de esa representación nos dimos cuenta de que los nazis no habían ignorado el mensaje que habían enviado. Cada uno de los cantantes que había participado en el coro partió en el primer transporte al este. Rafael Schachter permaneció en Terezín.
Schachter repitió su presentación y, de nuevo, todos los ciento veinte miembros del nuevo coro fueron trasladados al este.
La tercera y última vez que se representó el réquiem en el campo Schachter sólo logró reunir a sesenta cantantes para la presentación.
La ironía de la situación no se pasó por alto.
Cada persona que había participado en el coro para el réquiem había estado cantando una misa para su propia muerte.