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Josef

 

 

 

La semana antes de la boda de mi nieto no logro conciliar el sueño.
El insomnio es la habitación de los inquietos. Quítate las cobijas y saca las piernas. Voltea el reloj hacia la pared y ni siquiera prendas la luz, porque siempre puedes ver tus problemas con más nitidez en la oscuridad.
Si aquellos a los que amamos nos visitan en nuestros sueños, aquellos que nos atormentan casi siempre acuden a nosotros en nuestro despertar.
Y en esas noches en vela aparecen todos ellos. No, no Lenka; pero sí mi padre; mi madre; Věruška.
A menudo puedo anticipar su llegada, en especial cuando se ha de establecer un parteaguas en la familia: la noche anterior a mi boda con Amalia, el día antes de la ceremonia de circuncisión de mi hijo, en el Bar y Bat Mitzvá de mis hijos, en la boda de Rebekkah y, ahora, en la de su hijo.
En otras ocasiones, aparecen sin razón alguna. Tres figuras que se ven iguales a como se veían diez, veinte y, ahora, sesenta años atrás.
A aquellos que creen que los muertos no los visitan les digo que tienen cataratas en el alma. Soy un hombre de ciencia, pero creo en los ángeles de la guarda y en el acoso de los fantasmas. Con mis propios ojos he experimentado el milagro de la vida, la complejidad de la gestación y, de todos modos, creo que algo tan perfecto como lo es un bebé no puede crearse sin la asistencia de Dios.
Por ende, cuando los muertos vienen a visitarme, no hago ni el intento de cerrar los ojos. Me incorporo en la cama y les doy la bienvenida. Aunque mi habitación permanece en total oscuridad, los veo tan claramente como si estuvieran en mi sala, con la luz de la lámpara de pie iluminándolos.
Papá. Un traje gris. Los lentes rotos sobre la frente. Su cabeza calva y sus ojos arrugados.
En sus manos perfectamente lozanas sostiene un libro que me leyó cuando yo era un niño, La historia de Otesánek.
Mamá. Trae puesto un traje negro con botones dorados. Alrededor de su cuello cuelga un largo collar de perlas. En sus manos sostiene una caja de fotografías. Contiene una de mí montado a caballo en Karlovy Vary cuando era un niño y otra de mi Bar Mitzvá. Siempre me he preguntado si alguna vez colocó una de Lenka y de mí después de nuestra boda con las demás fotos de la familia que contenía esa caja.
Věruška.. Envuelta en tafeta color escarlata. Sus ojos oscuros y relucientes. Siempre lleva con ella algo que no puedo discernir del todo. Hay marcas sobre un papel, pero no puedo determinar si es algo que está escrito o imágenes trazadas en un cuaderno. Hay mañanas en las que estoy convencido de que es un carnet de baile con unos cuantos nombres escritos en él. En otras ocasiones me digo que es un pequeño cuaderno de dibujo con un bosquejo para alguna de sus pinturas. En todas las ocasiones en que me visita veo su rostro libre de arrugas y quiero tomarla de la mano y platicar con ella.
Věruška., mi hermana, bailando y riéndose por los pasillos de nuestro departamento atestado de libros, con el dobladillo de su falda por encima de sus rodillas.
Muchas noches de insomnio me pregunté si no debía llamarlos por sus nombres, pero siempre temí que los niños pudieran escucharme o que, incluso, Amalia, con todo y lo compasiva que era, se preocupara de que yo hubiera perdido finalmente la razón.
Pero no importaba; no era necesario que les hablara. Porque eso es la esencia de las apariciones de estos espectros: casi nunca se comunican a través de las palabras.
Cada vez que me visitaba mi familia, sabía que volvería a venir. La única excepción fue cuando aparecieron dos noches antes de la boda de Jason. Tuve la clara sensación de que era la última ocasión en que vendrían.
Intuí que era su visita final porque, al aparecer, todos estaban sonriendo. Incluso los ojos de mi hermanita tempestuosa brillaban de alegría.
Me quedé recostado en la cama, con mi piyama húmeda por mi sudor de anciano, y los estudié una última vez.
Papá se colocó los lentes sobre la nariz y ya no estaban rotos. Mamá abrió su caja frente a mí y, al tope, estaba nuestra foto familiar de bodas que mostraba a Lenka, la novia reluciente.
Y Věruška. volteó su papel hacia mí y reveló un dibujo de dos manos entrelazadas.
Intento levantarme para tocarlos. Me parecen increíblemente reales mientras relucen en medio de la noche. Al estirar mi mano para tocarlos, veo que ahora soy más viejo que el fantasma de papá y percatarme de ese hecho me impacta profundamente.
¿Cómo es posible que un hijo sea mayor que el fantasma de su padre? ¿Cómo es que una madre sigue consolando a su anciano hijo desde su tumba submarina? ¿Y cómo es que una amada hermana alguna vez pudiera perdonar a su hermano cuando es tan evidente que la decepcionó?
Tiemblo; me convulsiono. Me pregunto si esta visita es señal de que estoy a punto de morir.
Trato de levantarme y mis piernas se estremecen mientras trato de acercarme a donde se encuentran parados.
Recuerdo el sonido del golpe seco de mi cuerpo al caer sobre la alfombra. Tengo un vago recuerdo de la puerta que se abre, de las pesadas pisadas de mi hijo que se acerca a mí y de la sensación de sus brazos al levantarme.
—Papá —susurra—, ¿estás bien?
Le digo que lo estoy. Le pido un vaso de agua y me deja para ir por él.
No recuerdo haberlo visto regresar, pero cuando despierto el vaso está allí.
Soñé que no era mi hijo quien me regresaba a la cama, sino los tres miembros de mi familia. Que se habían reunido a mi alrededor y me habían colocado sobre el colchón, que me habían arropado con las cobijas y me habían arrullado para que conciliara el sueño.
Y supe que desde ese momento, si alguno de ellos volviera a visitarme, no padecería de otra noche de insomnio; que sería como cuando Lenka viene a mí... en sueños.