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Lenka
Teresa corre por Oskar. Él y yo cargamos a
Rita hasta el dispensario. Allí, el bebé nace dos meses antes de
tiempo entre los enfermos y miserables. El varoncito de Rita tiene
un cuerpecito no mayor al de un cachorrito recién nacido.
Está vivo, pero apenas. Está de color azul y
cabría en la palma de mi mano. Cuando lo acerca a su pecho, no
tiene leche que darle.
Jamás olvidaré el sonido de su llanto. Un
quejido agudo, pero tan bajo que es casi imperceptible. Pero
incluso en su debilidad, en la desesperación del bebé por vivir, el
sonido es atronador.

Oskar está junto a la cama de Rita. Su piel
es de color ceniciento y me recuerda al color de una gaviota. Sus
ojos cafés están llenos de lágrimas.
Llaman a uno de los rabinos, que sugiere que
al bebé le pongan Adi, que en hebreo significa: «mi testigo». Rita
lo sostiene contra su pecho, convencida de que sus chupeteos pueden
hacer que brote su leche.
Me marcho para respetar su privacidad, pero
antes de que transcurra una hora veo a uno de los amigos de Oskar
frente a mí.
—Quieren que dibujes al bebé —me dice.
Respira jadeante por haber corrido a encontrarme.
—Es urgente —exclama—. No hay mucho
tiempo.
Corro a mi barraca y encuentro un trozo de
papel. Es el más grande que tengo, pero aun así no es más grande
que un plato. Las orillas están desiguales, pero está limpio y no
tiene marca alguna. En mi bolsillo, meto dos trozos pequeñísimos de
carboncillo. No tengo nada más, ya que le he dado todo a mamá,
Friedl y los niños.
Cuando llego al dispensario, el bebé sigue
aferrado a su pecho vacío.
—No tengo leche —me dice Rita, llorando.
Bajo mi hoja de papel y me acerco para abrazarla. Beso su frente y,
después, la de Adi. Me siento y los contemplo a ambos. Mi bella
Rita, con su cabello rubio empapado de sudor, sus mejillas
encendidas, sus ojos inundados de lágrimas. Los rasgos del bebé,
sin el beneficio de la grasa de bebé, son idénticos a los de Rita,
pero en relieve afilado. La elevada frente inclinada, la nariz
afilada y respingona, los pómulos en forma de hoz. El rostro de
Rita está inclinado hacia Adi, con su minúsculo cuerpo envuelto en
los temblorosos brazos de su madre.
El rostro de la criatura es exquisito y
delicado; su piel sigue rosada por el poco sustento que Rita pudo
darle dentro de su vientre; pero, con cada minuto que pasa, el
color del cuerpecito empieza a desvanecerse. Aparece un tono
azulado en la punta de sus dedos que se extiende a sus extremidades
y, después, a su cara. Puedo ver cómo el rostro de Rita se tensa
por el dolor mientras trata de acercarlo más hacia ella para
calentarlo.
—¡Se está poniendo azul! —grita—. ¡Oskar,
está helado! ¿No tenemos nada con qué cubrirlo? —chilla como animal
asustado.
Oskar se quita su sucia camisa y trata de
colocarla sobre el bebé. Veo que Rita hace una mueca. La mugre en
la camisa es más que evidente, como probablemente también lo es su
olor. Aquí no hay cobijitas bordadas como las que recuerdo
envolvieron a Marta. Este triste trozo de tela será el primero, y
quizás el último, que toque la piel del bebé.
Ahora Rita está más allá de la desesperación
a medida que la respiración del bebé se vuelve cada vez más
laboriosa, su color ya no es azul, sino blanco porcelana.
Empiezo a dibujarlos. Veo que las primeras
líneas se consolidan en una imagen de madre e hijo, sus rostros
surgiendo en un trozo precioso de papel robado. Dibujo la cara de
Rita acurrucada cerca de la de su hijo: la mejilla de este contra
su pecho, sus rasgos tan idénticos como dos gotas de agua. Quiero
capturar su vida con la adición del más leve toque de color, pero
no tengo ni un solo pastel ni un tubo de pintura. El carboncillo
que sostengo entre mis dedos ya no es más que polvo en mi mano. Y
entonces me viene una idea en un acto de desesperación casi
primitiva. Veo mis descuidadas manos, mis cutículas quebradizas, y
empiezo a jalarlas. Rasgo la piel hasta que brota sangre de las
orillas de mis dedos. Exprimo las gotas de sangre sobre diversas
partes del dibujo: las mejillas, boca y senos de Rita y las
extremidades del bebé. Mi dibujo, que primero tenía la intención de
mostrar el amor entre madre e hijo, ahora se convierte en un grito
desafiante, plasmado en negro y rojo.