55
Lenka
Regresé a Praga en la primavera de 1945.
Carl no pudo acompañarme porque no le dieron permiso para abandonar
Alemania, pero le insistí en que estaba lo suficientemente fuerte
como para viajar sola y no tuvo más remedio que dejarme ir.
Qué extraño fue viajar a través de una
Alemania devastada por la guerra para después llegar a Praga, que
había sufrido muchos menos daños por los bombardeos y ataques que
habían destruido a gran parte del resto de Europa. Aquí estaba mi
vieja ciudad, aparentemente intacta. Las lilas estaban floreciendo
y la intensidad de su perfume llevó lágrimas a mis ojos.
Caminé como en un trance hasta nuestro viejo
departamento en la ribera del Smetana y descubrí que estaba
habitado por una familia de funcionarios del Gobierno. La esposa,
que abrió la puerta, tenía una expresión cercana al horror.
—Ahora, este es nuestro departamento —dijo,
sin invitarme a entrar—. Tendrá que hablar con el comité de
reubicación para que le consigan otra vivienda.
No sabía adónde dirigirme para pasar la
noche y ya empezaba a hacer frío. Y, entonces, recordé a mi amada
Lucie.
Caminé de vuelta a la estación y tomé el
primer tren a su pueblo en las afueras de Praga.

En una casa pequeña cercana a la estación,
no me recibió Lucie, sino su hija Eliška, tocaya de mi madre, que
ahora ya tenía casi diez años. La pequeña era la viva imagen de
Lucie, con la misma piel blanca y el mismo cabello negro. Con esos
mismos ojos almendrados.
—Tu madre y yo fuimos amigas... —Mi voz
empezó a quebrarse mientras trababa de explicarme—. Te dieron el
mismo nombre de mi madre —dije sollozando.
La chiquilla asintió con la cabeza y me
condujo hasta la pequeña sala. Sobre el marco de la chimenea estaba
el retrato de bodas de Lucie y Petr. Había pequeños platos pintados
a mano en una vitrina y un pequeño crucifijo de madera colgado en
una de las paredes.
Eliška me ofreció algo de té en lo que
esperaba a su madre y yo acepté. No pude evitar mirarla fijamente
mientras prendía la estufa y sacaba algunas galletas de una lata.
En el tiempo en que nosotros pasamos la guerra muriendo en campos
de concentración, ella había pasado de ser una pequeña que aprendía
a caminar a convertirse en una niña al borde de la adolescencia. No
sentí amargura, pero de todos modos quedé pasmada ante su
transformación.
No fue sino hasta una hora después, cuando
Lucie entró por la puerta, que me percaté de lo mucho que había
cambiado yo misma. Lucie se quedó parada en la entrada de su sala y
me miró como si estuviera viendo a alguien que se había levantado
de entre los muertos.
—¿Lenka? ¿Lenka? —repetía una y otra vez,
como si no creyera lo que veía. Se cubrió el rostro con las manos y
la pude escuchar tratando de sofocar su llanto.
—Sí, Lucie, soy yo —dije al levantarme para
saludarla.
Caminé hasta ella y retiré sus manos de su
rostro, tomándolas en las mías. La piel era la de una mujer mayor,
aunque su rostro seguía siendo el de mi querida Lucie, con sus
ángulos aún más pronunciados.
—Todas las noches recé por que tú y tu
familia regresaran a salvo —dijo a través de sus sollozos—. Debes
creerme. Espero que hayan recibido los paquetes que les envié a
Terezín.
No tuve la menor duda de que nos había
tratado de enviar provisiones, pero, a decir verdad, era frecuente
que robaran dichos paquetes y jamás recibimos ni tan sólo uno de
ellos.
—¿Tu madre, tu padre y Marta? —preguntó—.
Por favor, dime que están a salvo y bien...
Negué con la cabeza, a lo que ella emitió un
grito ahogado.
—No. No. No. —repitió vez tras vez—. Dime
que no es así.
Nos sentamos una junto a la otra y nos
tomamos de las manos. Le pregunté acerca de Petr, de sus padres y
sus hermanos, y me dijo que habían tenido dificultades durante la
guerra, pero que todos estaban vivos y con bien.
—Jamás olvidé mi promesa a tu familia
—agregó. Se levantó y caminó hasta su habitación; cuando regresó
traía la canasta en la que con tanto cuidado había colocado las
joyas de mi madre años atrás—. Todavía tengo las cosas de tu
madre... y las tuyas, Lenka. Ahora todas te pertenecen —afirmó,
colocándolas entre mis manos.
La pequeñita de Lucie se acercó y se sentó
junto a ella mientras yo desenvolvía las piezas una a una. Las
preciosas alianza y gargantilla de mi madre, el relicario de la
madre de Josef y mi propio anillo de bodas de oro, con la
inscripción que llevaba dentro.
—Gracias, Lucie —dije al abrazarla. Jamás
pensé que volvería a tener nada que le perteneciera a mi
madre.
Ella no podía pronunciar palabra y la vi
mirando en repetidas ocasiones hacia su hija.
—Te pusimos el nombre de la madre de Lenka
—le dijo finalmente—. Esta noche le cederás tu cama y dejarás que
Lenka duerma en tu habitación, Eliška.
La pequeñita parecía confundida por mi
presencia. Era evidente que no tenía recuerdo alguno de quién era
yo, y mucho menos de cómo, hacía tan sólo algunos años, la había
mirado andar sus primeros pasos.
—Es un honor tenerte aquí, Lenka, y quiero
que te quedes el tiempo que necesites.

Me quedé toda una semana, y en ese tiempo
averigüé que el joven que había trabajado con mi madre, Willy
Groag, había salido liberado de Terezín. Había regresado a la
ciudad con dos maletas llenas de dibujos infantiles que la colega
de mi madre Friedl le había confiado a otra colega, Rosa, la noche
antes de que la enviaran a Auschwitz. Eran cuatro mil quinientos
dibujos.
Leo Haas también había sobrevivido a
Auschwitz y había regresado a Terezín para sacar sus dibujos de los
lugares donde los había ocultado. Él junto con el ingeniero Jíří,
quien también había sobrevivido a la guerra, habían ido a la
llanura en la que estaban enterrados los dibujos de Fritta y habían
cavado con palas hasta localizar el tubo de aluminio que contenía
todo el trabajo de este último.
Años después, me reuní con Haas y me enteré
de que él y su esposa habían adoptado al hijo de Fritta, que había
quedado huérfano después de la guerra. Haas parecía menos rígido de
lo que había sido en Terezín. Ya nada quedaba del tono displicente
que yo recordaba; ahora hablaba como si fuéramos iguales, como si
nos hubiésemos transformado en tales simplemente por haber
sobrevivido. Mientras tomábamos té, me contó de cómo había cargado
a Fritta, enfermo y frágil a causa de la disentería, del vagón para
ganado al llegar a Auschwitz y cómo él y un colega habían tratado
de cuidarlo para que recuperara la salud.
—Fritta sólo duró ocho días oculto en una de
las barracas —me contó—. Un médico amigo nuestro trató de
administrarle líquidos con un gotero, pero murió en mis
brazos.
—¿Petr y Otto? —Dije sus nombres de manera
tentativa, como si mis recuerdos de ellos estuvieran a punto de
estrellarse entre mis manos.
—A Petr y a su esposa los gasearon pocos
días después de que llegaron.
—¿Y Otto? —Mi voz se estaba quebrando.
—Otto... —Negó con la cabeza—. La última vez
que lo vieron vivo fue en Buchenwald, pero murió unos cuantos días
antes de la liberación. —Haas, que jamás había mostrado sus
emociones, hizo un esfuerzo por recobrar la compostura.
—La última imagen que alguien dice haber
tenido de Otto fue hincado a un lado del camino con un trozo de
carbón en su mano izquierda mientras la otra caía inerte a su lado.
Estaba tratando de hacer bosquejos de los cadáveres a su alrededor
sobre un trozo de papel no mayor a este tamaño... —Haas trazó un
círculo alrededor de la palma de su mano.
Levanté mi propia mano hacia mi boca.
Haas simplemente se limitó a negar con la
cabeza.
Dado que jamás habíamos sido íntimos, no le
conté mi propia historia. La historia de cómo había regresado a
Terezín unos pocos meses después de la liberación.
Después de despedirme de Lucie, tomé un tren
que siguió la misma ruta que había llevado a mi familia hasta
Bohušovice años antes. Aunque ahora no llevaba una mochila, sino
sólo una pequeña bolsa de lona, el peso de los fantasmas de mis
padres y de mi hermana pesaban tanto como una tonelada de ladrillos
atada a mis espaldas.
Caminé en silencio por el camino de tierra
hasta llegar a las rejas del gueto. Sentí como si regresara a un
extraño sueño, a un sueño recurrente acerca de una obra de teatro;
en esta versión, la escenografía era la misma, pero había
desaparecido todo el elenco. No estaba la escena familiar de Petr
caminando por la calle con su cuaderno de dibujo y su bote de
tinta. No quedaba rastro de la imagen alguna vez omnipresente del
carretón que cargaba una montaña de maletas o un grupo de ancianos
que ya no podía caminar. Por el contrario, prácticamente no había
una sola persona en este sitio antes abarrotado.
Tuve que parpadear varias veces para
adaptarme a la vista de un Terezín vacío. El gueto se había
convertido en un pueblo fantasma.
Las barracas también estaban totalmente
vacías y sólo había algunos soldados aliados que patrullaban las
calles.
—¿Qué está haciendo aquí? —me preguntó uno
de ellos.
Me congelé de inmediato, repentinamente
aterrada, con la adrenalina fluyendo por todo mi cuerpo. Me
llevaría toda una vida deshacerme de ese terror. Aunque ahora,
técnicamente, era una mujer libre, aún no lo podía creer del
todo.
—Dejé algo aquí —Mi voz temblaba. Metí la
mano en mi bolso para mostrarle la tarjeta de identificación que me
habían dado al momento de la liberación—. Estuve presa aquí y
quiero ver si todavía está aquí lo que estoy buscando.
—¿Es algo de valor? —preguntó el soldado.
Tenía una sonrisa chueca y le faltaba uno de sus dientes
inferiores.
—Lo es para mí. Es un dibujo que hice.
Se encogió de hombros, evidentemente
desinteresado.
—Pase, pero no se lleve todo el día.
Asentí con la cabeza y me apresuré a caminar
hasta la barraca Hamburgo.

Si las sombras poseyeran un aroma, sería el
del olor de Terezín. Todavía podía oler el hedor desesperado de los
cuerpos hacinados, de las paredes húmedas, de los pisos de tierra.
Pero mientras bajaba por las escaleras al sótano del barracón, se
me ocurrió que esta era la primera vez en que escuchaba el sonido
de mis propias pisadas dentro de Terezín. Repentinamente me sentí
helada, el mismo eco de mis zapatos reforzaba lo sola que realmente
estaba.
Traté de pensar en Carl para calmar mis
nervios. Traté de escuchar su voz en mi cabeza diciéndome que me
mantuviera firme. Acudiría aquí y encontraría mi dibujo, y una vez
que lo tuviera en mis manos, abandonaría este lugar para
siempre.

Había entrado en una antecámara en el
sótano, justo como me la había descrito Jíří. Me quedé parada un
momento, como una niña en una casa de espejos, sin saber dónde
buscar ni dónde empezar a cavar. Pateé el piso de tierra con la
punta de mi zapato. El piso se sentía duro y compacto.
Metí la mano en mi bolso y saqué una pequeña
pala que había tomado prestada de Lucie. Me levanté la falda y me
puse de rodillas, como un animal que busca algo perdido en la
tierra.
Me dije que no dejaría de cavar hasta que lo
encontrara. No me detendría un solo momento. Desenterraría el
dibujo de Rita y Adi de la misma manera en que lo había creado, con
las cutículas rotas, las manos cansadas y la piel resquebrajada, mi
propia sangre hundiéndose en la tierra.

Me tomó casi dos horas encontrar el dibujo.
Allí estaba, justo como lo había prometido Jíří, dentro de un
delgado tubo de metal.