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Josef
En el funeral de Amalia, Isaac tocó el
Kol Nidrei. Ahora, me parecía un anciano.
Había encanecido por completo; su cabello alguna vez negro ahora
parecía un montón de hojas marchitas cubiertas de nieve. Pero su
delgado cuerpo seguía siendo elegante y derecho. Estaba vestido con
un pulcro traje negro, el que había usado cuando Amalia y yo
habíamos ido a oírlo tocar en el Carnegie Hall años antes. Cuando
el rabino dijo su nombre, se levantó de la banca detrás de mí y
caminó con respeto a la bimá, con el
violín a su lado al bajar por las escaleras y el arco sostenido
cuidadosamente junto a su corazón.
Se hizo un completo silencio cuando se quedó
quieto, el arca dorada estaba detrás de él y los rollos de la Torá
con los Diez Mandamientos a cada lado. Sólo había un puñado de
deudos a nuestro alrededor, aquellas pocas personas que se habían
convertido en amistades al paso de los años: la familia de
Benjamín, mis dos hijos, mi nieto y algunos pocos pacientes con los
que había entablado una relación cercana.
Se quedó quieto lo que pareció un lapso de
varios segundos, mirando más allá de las bancas como si estuviera
tratando de ver a alguien que él esperaba en vano que se encontrara
allí. Yo me quedé sentado con las manos cruzadas, mirándolo, cuando
respiró profundamente y cerró los ojos. Finalmente puso su
instrumento en su hombro y lo posó en la barbilla; después, levantó
el arco.
Tocó mejor que nunca: la música resonando
como un corazón abierto de par en par, cada nota elevándose al
cielo sobre alas de oro. La piel de sus mejillas se estremeció
mientras tocaba; las pestañas sellaban su mirada. Pero me fue
evidente mientras lo observaba —casi como si hubiera tenido una
epifanía a través de su música— que siempre había estado enamorado
de Amalia. Que todos esos años en que se había sentado en silencio
en nuestra pequeña cocina, mirándonos, habían sido una manera de
estar cerca de ella.
Rebekkah sollozó con su música, su delicado
cuerpo temblaba y se estremecía, incapaz de contener su dolor. Mi
hijo miraba al frente, con sus claros ojos etéreos en su duelo y
una sola lágrima recorriendo su rostro.
Y, al final, mis lágrimas también surgieron
a medida que la música lenta y dolorosa se elevaba y caía como olas
en el mar. Lloré porque sí, extrañaba a Amalia, pero también porque
me había quedado más que claro que mi mejor amigo la había amado
como yo jamás había podido hacerlo.
El kadish que tocó
consistió en notas que provenían de mi corazón, de mi añoranza por
un amor eternamente perdido, pero no por la mujer que ahora yacía
en su féretro de pino ante mí. Fue por una mujer a la que yo había
dejado cuarenta y cinco años atrás en una atestada estación de
trenes en Praga, que jamás había tenido un funeral digno. Si yo
hubiera podido tocar ese violín, mi pesar ante su pérdida hubiera
sonado exactamente como el de Isaac por Amalia. Cada nota
representaba evocadoramente la profundidad de su tristeza; cada
acorde, su soledad ante su partida.