I
«Soy demasiado vieja para ti, niña». Y se mira al decirlo el cuerpo vencido, desnudo sobre las sábanas, pero no se ve vieja, ni se siente vieja, sino que son palabras que utiliza como un mantra tranquilizador, algo que se dice porque algo hay que decir en esa situación que no es corriente, que ni siquiera está permitida, pero no cree que su cuerpo haya envejecido demasiado cuando se mira al espejo. En realidad, hasta hace poco se sentía como hibernada, como si el tiempo no pasara sobre ella, que está desde hace tanto en el mismo lugar; tanto tiempo que ya no recuerda, y le parece imposible que haya tenido una vida antes de llegar a esta ciudad, antes de detenerse como se detuvo mientras que las cosas seguían moviéndose a su alrededor; quizá por eso no haya envejecido como podría esperarse de su edad. «Soy demasiado vieja», repite en voz alta, aunque sabe que nadie la escucha. «El tiempo ha pasado», dice, «mi tiempo», aunque no tiene conciencia clara de que eso que se dice en voz alta sea algo más que un tópico de los muchos que se dicen respecto de la edad, o puede que sí sea cierto, que el tiempo ha pasado y ha dejado sus marcas, y que haya entonces perdido la posibilidad de tener una perspectiva real sobre las cosas y ya sólo sea una persona más de las muchas que se engañan respecto de ese tema sensible que es la edad, más aún cuando la edad tiene que ver con el sexo, el deseo, con el cuerpo en definitiva, con el cuerpo usado para el placer. Y mira al techo intentando concentrarse en los sonidos de los relojes que tiene repartidos por toda la casa: relojes de pared y de mesa, de pulsera, útiles y de adorno. Todos los tic-tac sonando desacompasadamente con la única función de distraer los oídos humanos del ruido incesante de la circunvalación que entra por las cuatro ventanas de la casa, dos al norte, dos al sur, cuatro habitaciones pequeñas para un piso que siempre le pareció demasiado grande para ella sola y que no tuvo nunca intención de llenar ni de convertir en otra cosa que no fuera lo que es, un lugar inhóspito en el que dejarse caer, cuando tiene que ponerse a resguardo del mundo. Dos de las ventanas dan a un paisaje de bloques iguales, pisos y pisos de hormigón; las otras dos dan directamente a la autopista, y más allá del precipicio, más allá del mar de cemento que tiene vida propia y movimiento, la ciudad, que su barrio no es propiamente la ciudad, sino que queda fuera, aunque lo suficientemente cerca como para tenerla por todo horizonte.
«Es demasiado tarde», recuerda Luz las palabras dichas antes de la siesta, se puede decir que se durmió con esa cantinela. En realidad no sabe si es demasiado tarde o no, porque para saberlo tendría que tener conciencia del tiempo que ha pasado y de lo que queda por pasar, una medida exacta en donde situar este momento concreto del que dice que es demasiado tarde, pero que no reconoce como tal, y tendría también que poder medir su tiempo, porque se encuentra descentrada respecto a él. La vida de Luz está en ese lugar impreciso. «La vida de Luz» es una frase que se dice a veces para ocultar otras cosas que no quiere decir ni quiere pensar; «la vida de Luz», se dice, y se lo dice porque le gusta el vértigo que le produce la frase, como si se lanzara por la pendiente del recuerdo y no encontrara donde asirse, todo es caer al recordar primero, y sobre todas las cosas, el miedo, y después tantas otras sensaciones, agradables y terribles, todo lo que cabe en una vida que es la suya; por eso le gusta tanto esa frase, «la vida de Luz». «La vida de Luz» tiene sentido, la pronuncie ella u otra persona; tiene sentido en sí misma, consistencia, significado por sí sola, aunque fuera una frase pronunciada por otros, pero ¿quién la conoce lo suficiente como para pronunciar esas palabras tan personales? La vida de Luz, quiera decir lo que quiera decir, ha llegado a un momento en el que ella, única que puede pronunciar esas palabras solemnes, se da cuenta de que esa vida, lejos de descansar, como le correspondería por su edad, parece que va a lanzar un órdago final y, ante el cansancio que le produce la sola idea de lo que se avecina, prefiere no pensar, dejar que hablen sólo los relojes, y los coches como sonido final que acompaña la respiración inevitable. «Soy demasiado vieja para ti» es un susurro que comienza como una caricia leve, pero que se queda a medias, interrumpida sobre la piel, sobre esa piel que ya no es como ayer, eso es cierto, es más áspera, más oscura, podría parecer la piel de otra si nos quedáramos sólo en la superficie, en la piel precisamente, porque en cuanto a lo que late bajo ella, en cuanto al deseo, este es blanco como al principio, es un agujero por el que todo se cuela.
El cuerpo no la engaña porque el cuerpo desnudo se muestra como es y no existe posibilidad de esconder nada; y el cuerpo le dice que es demasiado viejo para una niña de diecisiete años, pero que, sin embargo, es un cuerpo vivo y palpitante por más que a veces haya parecido que estaba muerto; pero esa es la enseñanza aunque parezca vulgar, que mientras no se muere, se vive y se palpita exactamente igual que los relojes, que no miden el tiempo sino que van con él. Una se deja llevar por el tic-tac y cuando vuelve en sí, lo mismo han pasado dos horas que cinco minutos. Igual que el sonido de los coches o la visión de las olas del mar, que de tanto mirarlas, de tanto escucharlos, terminan por adormecer, obnubilar, engañar a los sentidos con una paz que no se sabe si es falsa o verdadera, y si es tranquilidad o si la rabia ruge por dentro y se revuelve para explotar. Han pasado dos horas desde que Luz se derrumbó en su cama, muerta del tedio de la tarde de un sábado cualquiera, y no espera ya que pase nada en lo que queda de día, ni de noche, ni de fin de semana siquiera, en lo que le queda de vida; se tumbó esperando que el sonido de fondo se la llevara y la devolviera mucho más allá, cuando ya estuviera su vida tocando a su final, que a veces tiene ganas de dar ese salto y librarse así de tantas tardes, de tantos días vacíos. Pero después del sueño siempre se despierta en el mismo lugar, el sueño no conduce a ningún sitio, otro engaño de los sentidos, y Luz se ha despertado en la misma cama y con el mismo pensamiento que antes de la siesta: llamar a Fátima. Porque ya nada le puede hacer ningún daño, y si algo la frena es que no sabe, no está segura de que los signos que Fátima ha estado emitiendo no los haya ella malinterpretado; al fin y al cabo no ha vivido Luz lo suficiente como para aprender de ese juego que se juega ahora, y puede que siempre, pero del que ella ha estado extrañada. Demasiado tarde ahora para incorporarse al juego de las señales que dicen sin querer decir o que parece que no dicen, pero dicen.
Y después de algunos años de tranquilidad, en los que ha vivido como sin vivir; respirando, desde luego, aunque casi sin sentir, sin sufrir en todo caso, en los que ha dejado que los días pasaran lenta y suavemente, después de aquello, se ha visto sacudida de nuevo, hace un par de meses y a su edad, por el deseo; por un deseo inesperado pero que creía tan extinguido como un volcán antiguo y seco, muerto, acabado. Pero ha vuelto, está aquí de nuevo, como si nunca se hubiese ido; el viejo deseo que era como el infierno cuando era joven —y que la condujo al mismo infierno— y que después, con los años, las desgracias, la vida vivida, se fue apaciguando como si alguien se hubiera dedicado a regarlo con agua helada. Lo malo es que después del agua helada a veces sale el sol para secar y dar vida, y al final todo vuelve a crecer, aunque sea venenosa la nueva planta. Ha vuelto como una jauría de perros que ladraran en su estómago, como una maldita hidra que se la comiera por dentro. Por dentro, siempre por dentro, donde crece el hambre, donde el calor se expande por las venas y extiende el placer por la piel, de dentro hacia fuera como crecen las cosas importantes. Después de tanto tiempo, cuando parecía que ya no le quedaba nada, cuando le parecía que podría vivir tranquila el resto de su vida, cuando había sepultado los recuerdos porque esa era la única manera de vivir, cuando podía dejar pasar los días mirando el horizonte con los ojos abiertos y no sentía siquiera la fealdad del paisaje, cuando su piel ya no percibía ni el frío ni el calor, ahora que el ruido de la autopista llegaba amortiguado hasta sus oídos y no la hacía sufrir, ella, que de siempre amó el silencio, ahora descubre por la vía de los hechos o, peor aún, por la vía del calor que se le fija en esas partes de su cuerpo a las que nunca nombra, que la vida no se ha alejado de ella, porque la vida no se va sino definitivamente. Y no lo ha hecho, aunque ese era su deseo más profundo: que la vida se fuera extinguiendo poco a poco y sin dolor.
Hasta hace dos meses Luz Ortega se levantaba por las mañanas con cierto convencimiento interior de que lo había logrado, que había controlado el dolor, la amargura y se dio cuenta de que, al mirar al futuro, ya no tenía miedo ni veía los días que se avecinaban como una amenaza; y el ligero orgullo, bienestar quizá sería más exacto, que ese sentimiento, o pensamiento, le proporcionaban, no era ya sino un síntoma, aunque ella no se diera cuenta, de que las cosas regresaban a ella, porque quien no siente el dolor no lucha por encontrar la paz, y cuando se busca la paz ya se está buscando una forma de felicidad. Hay un momento en el que, para bien de los humanos, las furias —todas las furias— se calman y dejan de reclamar su ración. El deseo se convierte en un sabor desvaído en la memoria, el miedo pierde intensidad, como si todo diera lo mismo, la esperanza se hace transparente, tanto que no puede verse, y uno no quiere ni siquiera vengarse; la venganza pierde interés, ya no importa. Puede decirse que Luz se encontraba en ese estado cuando, de repente, la luz creció hasta producirle dolor en sus ojos de miope que miraban sin ver; los olores se intensificaron hasta provocarle una sensación parecida a la que le inundaba cuando estaba drogada por las pastillas, los días le parecían unos muy largos, otros muy cortos, y la angustia regresó entonces para agarrarse de nuevo a sus entrañas. Y todo eso, cuando no lo esperaba, se lo produce una niña de diecisiete años recién cumplidos, que se llama Fátima. Y sabe que no podrá soportarlo, que no podrá volver a simular que no pasa nada, que esa niña no le altera todos los sentidos cuando pasa, que no tiene el poder de cambiar sus días y sus noches, que ha alterado su vida.
Los esfuerzos de los primeros días, ese obligarse a no dirigirle la mirada en todo el día, ni en clase, ni en el comedor, ni en el patio, la dejaron exhausta y con el sentido de la realidad alterado porque es difícil no mirar hacia el único sitio que se quiere mirar, o no pronunciar las únicas palabras que una quiere que salgan de su boca; y ese esfuerzo es agotador porque quien no tiene práctica y además tiene miedo, piensa que todos se dan cuenta de lo que está pasando y que todos perciben esa revolución interior. Además está el calor del verano y las niñas de ahora van medio desnudas, con las piernas al aire, con las faldas apenas cubriendo las nalgas, con esas camisetas apretadas, y todo ello hace que se les note demasiado que hace mucho que dejaron de ser niñas. No sabe en qué momento las alumnas han comenzado a vestirse de esa manera que a ella le resulta tan difícil de soportar, y eso que lleva toda su vida viendo adolescentes; ocho años casi en Madrid, desde que saliera de la ciudad mesetaria, y en todo ese tiempo no ha habido muchas ocasiones en las que se haya puesto nerviosa porque una niña se le haya metido entre ceja y ceja. Y es que hablamos de temas muy peligrosos, de profesoras y alumnas, de niñas y adultas, lo más prohibido, lo más peligroso, aquello de lo que no puede hablarse, ni siquiera mencionarse, aquello que hay que hacer como que no existe, y que para ella no ha existido, excepto en dos o tres fogonazos sin importancia, hasta que ahora se sabe definitivamente atrapada. Y la cabeza, que a veces le duele y se le abre en dos como una fruta madura, le advierte siempre de que las cosas finalmente se estropean. La cabeza, con esa tensión siempre presente, con ese temblor que se le reproduce en las sienes, con ese sonido final, que es casi como el que se cuela en su casa a todas horas y que viene de la carretera; la cabeza le dice que tiene que tranquilizarse, sentarse, tomarse las cosas con calma, no excitarse, porque el rumor puede convertirse en un trueno. Y el trueno puede que desate la tormenta.
Al venir aquí buscaba huir o, más que huir, renunciar. Eso es lo que buscaba, lo que quería, lo que tenía en la cabeza, renunciar, dejarlo todo atrás sin saber que abdicar de estar viva sin morir es imposible, por más que una crea que no le queda ni una gota de savia en su interior. Llegó a Madrid porque aquí parecía más fácil confundirse y porque, de todas formas, era un viejo y antiguo sueño. Se instaló esperando que el resto de sus días transcurriesen como un continuo sin sobresaltos, esperando que el cuerpo permaneciese ya para siempre adormecido, y se encontró con que el cuerpo puede permanecer vivo hasta el final. Y el final no ha venido tan rápido como pensaba, sino que, por el contrario, una vez restañadas y limpias las heridas, el cuerpo se ha despertado alerta, vivo, caliente, igual que cuando tenía diecisiete años, con las furias pidiendo su ración. Y no puede imaginar mayor dolor que ese, y no puede imaginar tampoco mayor placer que ese.
Deja que el cuerpo descanse sobre la cama, que goce en la levedad del no esfuerzo, que se eleve en la ingravidez cuando lleva horas allí tumbado, sin tensión muscular, en el ejercicio de darle un imposible descanso, cuando ya no existe más que la cabeza, que nunca descansa, y ese rumor profundo e intenso entre las piernas, que se agudiza según avanza la tarde. Todo lo demás duerme y Luz lo deja dormir. Y entre las piernas crece la tensión de Fátima, y Fátima tensa también los pliegues de la piel, allí donde nadie ha llegado desde hace años; y Fátima le produce un tormento interior, es cierto, pero también le da paz; una paz muerta, fría y blanca, que le ha permitido pasarse las horas de la tarde del sábado tumbada en la cama, cuando antes todo era salir, escapar a la calle, escapar del barrio inmundo de San Bernardo, hecho para pobres sin capacidad de rebelarse, porque ningún ser humano que conservara algo de furia en su interior aceptaría vivir en semejante sitio donde ninguna vida puede construirse con dignidad. Lo normal es que la gente, si puede, trate de escapar hacia esos lugares de las afueras en los que hay muchos jardines, pero para Luz lo normal sería vivir en el centro donde las calles son a veces tan estrechas que los coches resultan unos extraños, y no como allí en su barrio, que son las personas las que resultan extrañas al asfalto. Todos los sábados, desde que llegó de la ciudad castellana, cuando se sentía muerta pero no lo suficiente como para no escuchar el inclemente ruido de la circunvalación, se echaba a la calle al ponerse el sol; hasta ese momento dormía. Dormía ayudada por las pastillas que le recetaba su médico de cabecera, un buen hombre que la miraba con cara de conmiseración.
—¡Qué tiempos hemos vivido todos! ¡Cuánto sufrimiento en balde! —exclamó el doctor Villarreal cuando Luz llegó con su historia médica debajo del brazo. Aún tiene que acudir de vez en cuando a la consulta si quiere esas pastillas; esas píldoras blancas que la sumen en el olvido y que le eran imprescindibles al principio, sin las cuales no hubiera conocido el descanso. El doctor es un buen hombre, o eso le parece, un hombre que debe tener la misma edad que ella, que ha pasado por lo mismo se supone, aunque no sea exactamente lo mismo, que conoce lo que hubo y cómo eran las cosas, que sabe, por tanto, de lo que Luz habla cuando habla de aquellos años y que quizá porque lo sabe y lo conoce y lo ha vivido y puede que lo haya sufrido, sea por lo que jamás le ha regateado una receta, no como le sucedía a veces antes, que se encontraba con médicos que pretendían curarla y por curarla entendían devolverla a la vida, como si la vida tuviera algo que ofrecerle, o como si ella quisiera volver. Villarreal no quiere convencerla de nada, no le pide que viva ni que se alegre, no trata de llenarla, como otros, de esperanza; por eso piensa Luz que es un buen médico y quizá mejor hombre que médico. Villarreal la dejó desde el primer momento con sus pastillas y sus heridas, y sin hacer muchas preguntas, le dio la paz fría de las píldoras, justo lo que ella necesitaba en aquel momento, lo que deseaba; porque preguntarle a un paciente qué es lo que desea debería ser la primera pregunta que formularan los médicos y no dar por hecho, como lo hacen, que son ellos los que saben lo que necesita cada persona que acude en busca de ayuda.
Para Luz las píldoras fueron el comienzo y sin ellas hubiera muerto y en este caso «muerto» quiere decir eso y nada más que eso, hubiera desaparecido de la faz de la tierra, probablemente por su propia mano; y si pensamos, como suele pensar la gente, y los médicos mucho más, que mientras uno aún tiene tiempo, es mejor permanecer sobre la tierra que desaparecer, entonces las pastillas fueron lo que a Luz le hicieron quedarse. Y dando por hecho que es mejor no matarse que matarse, cosa que ya es aventurado suponer y que podría ser discutible, no se entiende cómo al mismo tiempo le ponían tan difícil, y suelen ponérselo tan difícil a muchos otros, conseguir esas pastillas que hacen que el dolor se diluya en el magma blanco de la inconsciencia. Y después de los largos meses de pastillas y cuando comenzó a recuperar la facultad del habla, entonces la ayudaron los paseos que también daba por prescripción facultativa y que la sacaban de casa y que duraban hasta que las piernas ya no la sostenían; gracias a ese cansancio podía después pasar largas horas durmiendo. Y las cosas ocurren unas en función de las otras en una concatenación maldita o afortunada, pues los paseos le abrieron el hambre. Los paseos ensancharon sus pulmones, porque en invierno el frío cortante se le metía dentro y la rajaba en dos. Los paseos le despejaron un poco la mente, porque tenía que estar despierta cuando paseaba y así, poco a poco, descansando, paseando, sintiendo que volvía el apetito y que respiraba sin tanta dificultad, fue cambiando sin darse cuenta.
Hasta que una tarde de diciembre las niñas quisieron poner el árbol de Navidad en el colegio y ella le dijo a Fátima que subiera a poner la estrella en lo más alto. Y le es imposible ahora decir si en aquella orden ya estaba el germen de lo que vendría después o si fue completamente inesperado porque aunque lo ha pensado no consigue acordarse; y es que puede que se trate de un caso de esos que llaman «memoria selectiva», que no sería raro. Todas querían subir, pero sólo Fátima tenía la estrella en la mano y ella dijo «sube tú, Fátima» y abrió las patas de la escalera para que esta resultara lo más segura posible. La niña ascendió por los peldaños con su falda corta, y Luz, desde abajo, entrevió el interior de los muslos de Fátima, esa parte que permanece siempre a cubierto y, más arriba, las bragas blancas de algodón. Y parece mentira, porque verdaderamente en ese tiempo, en esos años que han pasado desde que vino, ha visto a muchas niñas, y antes también había visto a niñas, lleva toda su vida viendo niñas. Y ha visto de todo en la televisión, y en el cine, en las revistas, y sin embargo, la visión de las bragas de Fátima, de sus piernas, produjo en ella el deshielo definitivo que no esperaba, ni buscaba y ni siquiera deseaba. En ese momento tan sólo apartó la vista, azorada ante su propio temblor; pero más adelante, durante las horas de clase, no pudo pensar en otra cosa que en mirarla cuando ella no la miraba, en verla abrir el cuaderno, reírse con sus compañeras, permanecer pensativa mirando por la ventana, y en esa sonrisa suya cuando responde con seguridad a todas las preguntas.
Desde ese día, los paseos de los sábados son otra cosa porque ya no pretende alienarse, sino simplemente cansarse, porque las pastillas ya no son suficientes para lo que ahora tiene dentro, hasta el punto de que últimamente las pastillas las toma sólo para dormir, pero ya no para vivir porque para vivir le basta con las ganas o con el deseo, que a veces aparece confundido con otros sentimientos como el amor, con el que no es raro que se mezcle, y que otras veces aparece solo y descarnado, y entonces es como una cuchilla que la partiera en dos. Luz desea a Fátima hasta que le duele el cuerpo, como ocurría antes; Luz desea a esa niña como hay que desear, con dolor; pero el deseo también necesita de una pizca de esperanza sin la cual se pudre como una fruta que no se recoge a tiempo: negra, maloliente por causa del sol. Así lo siente a veces, como algo oscuro y peligroso que crece dentro de ella, como un intruso, como un monstruo que quisiera arrancar de sí.
Después de toda la tarde tumbada como un Cristo en la cruz, con las manos bien alejadas de su cuerpo, las manos quietas, por miedo, por falta de costumbre, ha perdido la noción del tiempo. No tiene hambre, excepto de Fátima, ni sed, ni siente que el cuerpo le pida otra cosa que la presencia de la niña, y el tiempo ha pasado sin que se haya dado cuenta de que la tarde ha muerto. Ha llegado la noche y ahí sigue, inmóvil, sin fuerzas más que para sí misma, concentrada en sentir, que ya es bastante. Y llega la noche y los ruidos cambian de intensidad. El mar de la autopista deja de ser un murmullo que se escucha aunque no quiera escucharse y se convierte en un silencio intermitente, quebrado por disparos, coches que atraviesan el barrio como un trueno. Es entonces, cuando el murmullo deja de adormecerla, cuando vuelve en sí, cansada, sudorosa, con el cuerpo anegado en el deseo antes desechado, desperdiciado, y se levanta para cenar. Al llegar a la cocina, única habitación de la casa que mira al norte, cierra la persiana en un intento de separarse de todo lo exterior y pone la radio. En ese momento escucha en las noticias que Madrid vive una de las peores tormentas de los últimos años y se extraña de no haber escuchado la lluvia golpeando los cristales. «Es por los coches», se dice, «ni siquiera dejan escuchar la lluvia». Entonces corre al salón y abre el balcón, y por el hueco recién abierto entra un aire bien distinto del de ayer y del que ha entrado desde que llegó el verano, un aire fresco y limpio que parece venido de lejos. Coge el teléfono y llama a Fátima deseando que sea ella quien descuelgue y no sus padres, y, quizá la buena suerte de la enamorada, es ella la que responde y Luz pronuncia las palabras mágicas, o prohibidas, «Ven, necesito verte. Ven a pasar la noche; a tu madre dile cualquier cosa, que vamos a repasar, cualquier cosa. Ven, Fátima». Al otro lado, Fátima respira hondo mientras Luz se queda sin respiración esperando la respuesta, porque ella ya lo ha dicho todo. Después la voz responde, «Voy para allá, pero tardaré, está lloviendo». Cuando cuelga el auricular, Luz se sienta en el sofá, coge los cuadernos verdes en los que Ali dejó escrita su desesperación y llora en silencio durante un rato.