XXV

Así que finalmente Ali había vuelto, siempre estaba volviendo, pero la realidad es que en cada regreso parte de ella se quedaba en el camino; regresaron pues a su casa pensando que era el comienzo definitivo, pero la realidad es que ya nunca hubo paz. Luz concibió la esperanza de que ahora las cosas se normalizarían, pero, tras la muerte de Augusto, no pudo evitar que Ali mantuviera el contacto con su familia, especialmente con su hermano, por las cuestiones relativas a la herencia de unas fincas que Augusto había dejado a sus hijos. Debido a estos asuntos que coleaban y a los que Ali no quería renunciar, tuvo que hablar a menudo con Lucio, que no había perdonado nada y cuyo odio se fue haciendo cada vez más duro y sin resquicios. La herencia lo empeoró todo y Lucio, clamando por su familia, que era una familia de verdad, clamando por su mujer y sus hijos, no estaba dispuesto a que Ali recibiera lo que le correspondía, si es que iba a compartirlo «con esa zorra que te tiene la cabeza comida»; y pasado el tiempo de duelo por el padre muerto, comenzó de nuevo a amenazar con denunciarlas, con hacer valer, ante un juez, el historial psiquiátrico de Ali para imposibilitarla legalmente, para que le nombraran a él tutor de su hermana, que no sabía lo que hacía y para que, por tanto, pudiera él decidir sobre la suerte de los bienes que eran de los dos. Lo más sensato hubiese sido renunciar a todo y evadirse así del cuerpo a cuerpo desigual con Lucio, y esa era la opinión de Luz, pero Ali, en un gesto de orgullo nacido en las entrañas, se negó a renunciar a lo que era suyo, y entonces se abrieron definitivamente las hostilidades. Desde el principio Aurelia se puso de parte de su hijo, y ambos hicieron causa común contra su hija y hermana, que con la muerte de Augusto había perdido su único asidero en aquella familia que ahora rezumaba un odio antiguo, alimentado, durante muchos años, por un rencor apenas contenido. Luz convenció a Ali para que contrataran a un abogado y evitaran así en lo posible tener que verse con su familia, pero había trámites en los que era inevitable que los hermanos se encontraran y allí Lucio gritaba, insultaba, dejaba salir toda la rabia que ya no ocultaba y que había suplantado a cualquier otro sentimiento que alguna vez hubiera podido albergar hacia su hermana.

Y ya no había remedio, no había descanso, un odio ciego crecía a su alrededor y lo inundaba todo, y el odio puede llegar a ahogar, y ahoga, tanto al sujeto como al objeto de ese odio, que no hay sentimiento más contaminante que ese, que no deja nada incólume. Las llamadas se sucedían y lo mismo daba que cambiaran el número de teléfono, que ellos siempre lo averiguaban, y si era Luz la que descolgaba el auricular, entonces la comunicación se cortaba, lo que no era otra cosa que la confirmación de que ellos seguían allí; y si era Ali la que cogía, entonces los gritos, las amenazas al otro lado del teléfono se escuchaban por toda la casa y tenían un efecto devastador en Ali, que quedaba paralizada, agarrada al auricular, y tenía que ser Luz quien se lo arrebatara de las manos y lo colgara. Había temporadas más tranquilas y otras peores, casi siempre después de encontrarse para firmar un papel o después de hacer cualquier gestión administrativa pero incluso en las temporadas más tranquilas, ellos siempre estaban presentes, estaban ahí, y era Ali la que estaba cada vez menos, cada vez más lejos de sí misma. Lucio insultaba, Aurelia lloraba y se dolía de la ingratitud de aquella hija que les avergonzaba y que les había robado la vida, la única vida que ella tenía y que hubiera deseado vivir en paz con Dios y con el mundo. A veces, después de una llamada de su madre, Luz encontraba a Ali hecha un ovillo en el sillón y llorando en silencio, a veces también la escuchaba llorar por la noche, cuando pensaba que Luz no la oía, pero Luz siempre la oía porque el único sonido de la casa era el llanto apagado de Ali, un llanto ahogado que no quería ser escuchado. Ali escribía con mano temblorosa en el cuaderno verde que la vida era dura y seca, y dolorosa, que le habían vuelto los dolores de cabeza y que había días en los que incluso volvían las voces que le hablaban y a las que ella no quería escuchar ni dar crédito alguno. La vida se hizo difícil, pero seguía, y aún siguió durante mucho tiempo.

Con el tiempo la familia de Ali cambió de táctica y de la exigencia pasó a la súplica y ahora era Aurelia la que llamaba más a menudo, instalada en la queja y buscando la compasión de su hija; suplicaba, lloraba, imploraba e iba deslizando a Ali hacia la locura. Un día, mientras Ali hablaba con ella, Luz le arrebató el teléfono y le gritó: «Déjenos en paz, déjenos vivir», y al otro lado del teléfono, primero se hizo el silencio y, después Aurelia le dijo con voz áspera y de repente recuperada: «Deja tú en paz a mi hija, déjala vivir», y colgó. Ali no parecía ser capaz de escapar de aquella situación ni de romper el círculo infernal en el que la estaban metiendo, porque a veces la llamada de su madre no era angustiosa, sino que se limitaba a comentar de las cosas cotidianas, a hablar de cosas tan nimias como el tiempo, la familia, los vecinos y conocidos, las cosas normales de la vida, y en esas ocasiones Ali se quedaba tan tranquila, tan sosegada, en tal estado de placidez, que parecía otra, y si en algún momento había estado a punto de rebelarse, bastaban un par de llamadas de teléfono pacíficas para que esa idea se le quitara de la cabeza. Durante años, Ali resistió aquellas presiones, aquellos llantos al otro lado del teléfono, los cantos de las sirenas de una vida normal que la esperaba con sólo que ella se decidiese a abrazarla, y hubo intentos de marcharse que no llegaron a nada y que terminaban cuando ella regresaba, después de un par de días, y se abrazaba a Luz y juraba que no volvería a pasar, que todo era producto de una obnubilación momentánea que siempre se le pasaba, y Luz tenía miedo de aquellas escapadas, pero más miedo tenía de que a veces Ali se olvidaba de las cosas o hacía referencia a sucesos que eran imaginarios, que dormía cada vez con más dificultad, y tenía miedo de todo, de los vecinos, del portero, de la gente con la que se cruzaba por la calle, y, sobre todo, de las voces que seguían dentro de su cabeza, aunque ella no quisiera hacerles caso. Y el mundo era cada vez más negro y Luz tenía cada vez más miedo, y cada tarde, cuando regresaba a casa, le cabía la duda de si encontraría a Ali en ella o si la encontraría vacía, con el silencio mortal que sería el augurio de que Ali se había ido para siempre.

Y como lo que mucho se teme siempre termina por ocurrir, un día por fin el silencio imaginado se convirtió en realidad. No había nadie al abrir la puerta, otra vez se había ido y otra vez había dejado una nota escueta: «No puedo más. Me estoy volviendo loca, me voy a casa. Mamá está enferma y me necesita». Pero en esta ocasión, cuando pasaron los días y Ali no regresó, Luz ya no se movió de su casa, sino que telefoneó a la de la familia Pueyo. Fue Aurelia quien contestó a la llamada —«Quiero hablar con Ali, haga el favor de pasármela»—: «No quiere hablar contigo. Lo que quiere es que la dejes en paz. Además no está aquí, está fuera». Después, la voz de Aurelia bajó de tono por miedo a los vecinos y se convirtió en un susurro, casi en una súplica: «¿Por qué quieres destrozarle la vida? ¿No te das cuenta del daño que le haces? Ali está enferma. Nosotros somos su familia y la cuidamos». Luz tragó saliva porque cuando hacían referencia al sufrimiento de Ali siempre había un momento en el que estaba tentada de abandonar. «Si lo que dice es cierto, que me lo diga ella». Luz estaba mareada, estaba muy cansada, agotada y casi deseando colgar y no llamar más, no preocuparse, acabar con todo aquel sufrimiento y, sobre todo, librarse de lo que ella pensaba que era lo peor de todo: la incertidumbre, el no saber nunca qué iba a pasar mañana, el no saber cuánto tiempo podrían vivir tranquilas antes de que Ali tuviese una recaída. Fue un instante del que se recompuso enseguida: «Ali no está enferma. Ustedes la están volviendo loca». Y ya iba a colgar, pero después pensó que Ali estaría seguramente cerca, deseando hablar con ella y por eso insistió: «Sólo quiero hablar con ella un momento, sólo un momento». Pero Aurelia no estaba dispuesta y colgó el teléfono, no sin antes decir: «No vuelvas a llamar. Si es verdad que la quieres, deja que se cure con nosotros y que vuelva a ser una persona normal». Y en el momento en el que se hizo el silencio al otro lado de la línea, Luz casi deseó que de verdad aquella fuese la última vez, que Ali no llamase, ni volviese, porque con ella volvía siempre la locura. Pero Ali llamó poco después, por la noche y en susurros.

Durante el día estaba decidida a darle a su madre, en sus últimos años, lo que esta siempre le había estado demandando, la satisfacción de verla convertida en la hija que nunca había sido, una hija de la que poder sentirse orgullosa. Ante la cercanía de la muerte, que trastoca la vida de todos, Ali estaba decidida a intentarlo, y las tardes se le iban en hacer compañía a su madre, sentadas las dos en el salón, quejándose Aurelia de su comportamiento, fuera cual fuera, quejándose siempre de que era demasiado tarde para convertirse en una buena hija, quejándose del sufrimiento pasado, quejándose. Los días eran un continuo lamento que Ali soportaba tomando cada vez más pastillas y sólo así conseguía poner buena cara a todas las recriminaciones familiares, así se conformaba, iba a la iglesia, paseaba por el barrio, pero en todos aquellos momentos no era ella la que hablaba, la que rezaba, la que actuaba, era otra que se había metido dentro de ella y que esperaba. Simplemente Ali estaba dormida por efecto de las pastillas y su cuerpo había quedado libre para la voluntad que quisiera tomarlo y esa voluntad era la de Aurelia, que cuando la veía al límite de sus fuerzas y pensando ya en marcharse, le hablaba con voz suave, como cuando era una niña, y la acariciaba, y le decía también lo orgulloso que su padre se sentiría de que ella estuviese luchando de aquella manera contra la enfermedad y entonces Ali decidía intentarlo un poco más, aunque por las noches, procurando que nadie la oyera, llamaba por teléfono a Luz y, entre susurros, le pedía que tuviese paciencia, que iba a volver, que aquella separación era sólo temporal y buena para las dos. Por el día, en cambio, le prometía a su madre que no volvería a la vida de antes, y de verdad quería romper con ella; pero llegaba la noche y extrañaba a Luz casi como si fuera su propia sangre la que le había sido arrebatada, y comenzó a tener ganas de morirse, ganas de dejar atrás toda aquella lucha sin cuartel que se había llevado por delante su vida. Luz apenas decía nada, ni contestaba a lo que Ali decía, ni discutía, pero bebía su voz y respiraba con el aliento entrecortado que escuchaba al otro lado del teléfono y, cuando colgaba el auricular, el silencio de la casa se hacía tan profundo que hasta su propia respiración se escuchaba chocando contra las paredes, y daba incluso miedo pronunciar en voz alta alguna palabra, cosa que hacía a veces para comprobar que el mundo seguía teniendo un sonido propio.

Aurelia murió un día como cualquier otro, fue en octubre, pero hubiera dado lo mismo cualquier otra estación, que ningún momento es bueno para morir. Murió siendo ya muy vieja y sin lamentarse por haber querido tanto a Lucio y tan poco a Ali. Su agonía fue larga y difícil porque era una vieja agarrada a la vida, y Ali la cuidó en todo aquel tiempo en el que Aurelia no dejó de decir que su hija había sido una desgracia para una familia que siempre tuvo mala suerte; y a pesar de los cuidados, de la ternura que Ali quiso darle a su madre, Aurelia no quiso en su final regalarle ni una sola palabra de consuelo y especialmente en sus últimos días, en los que Ali puso todo su empeño en cuidarla, en quererla y en darle todo aquello que pidiera y que estuviese en su mano ofrecerle, Aurelia echó por su boca todas las palabras amargas que antes no había pronunciado y que la cercanía de la muerte hizo más fáciles. No perdonó, ni buscó dejar a su hija un buen recuerdo de ella, sino que, lúcida como estaba y consciente de que se moría y teniendo miedo y no queriendo morirse, que nadie acepta que le ha llegado la hora, culpó a Ali de muchas desgracias pasadas, de mucha felicidad abortada, de una vida en la vergüenza, y amenazó, culpó, echó un odio atroz sobre su hija, y Lucio y ella, en unidad ahora indestructible, se turnaron para escupir todo su desprecio por Ali y para hacer un recuento de agravios pasados, y para echarle en cara —todavía— que no quiso casarse con aquel novio que hubiese ahorrado a su familia muchos años viviendo en la pobreza, y porque hubieran llegado a ser alguien en el pueblo y, quien sabe, a lo mejor no se hubieran tenido que marchar. El mismo Lucio volvía ahora a recordar cómo tuvo que aguantar la humillación de aquel comportamiento que nadie en el pueblo había tenido que aguantar antes que él y cómo había tenido que escuchar cosas que nadie hubiera querido escuchar y cómo, finalmente, los actos de Ali habían caído sobre toda la familia como una maldición, cegando la buena suerte que el destino les hubiera tenido preparada. Su mujer le había dejado hacía unos meses y él echaba la culpa a Ali, a su capacidad para atraer la desgracia sobre la familia, a su incapacidad para conformarse con lo que le correspondía, a su arrogancia, y a que no le importó bajarles a todos a los infiernos; y lo que costó después mandarla a la universidad, todo lo que se quitaron de otros gastos, cómo Augusto sólo quería que ella estudiase, como si eso fuera lo único que importaba en este mundo, mientras su pobre madre se rompía el lomo trabajando en Francia para que su hijo tuviese una buena vida, mientras su marido lo desperdiciaba todo con una hija ingrata. Y Lucio decía que todo aquel sacrificio no había servido de nada porque ahora ella se había llevado su parte de la herencia como si se la mereciese y aún le tocaría también la parte de su madre. Aurelia murió matando, llamando a Lucio e insultando a Ali con palabras irrepetibles. Era octubre de un día frío y gris cuando los dos hermanos sin hablarse, sin mirarse, odiando incluso tener que respirar el mismo aire, enterraron a su madre y, al día siguiente, Ali regresó con Luz porque no tenía otro sitio donde ir, pero lo hizo llevando un frío helador en el pecho, más frío del que había tenido nunca, si es que eso era posible.

Y la vida se reanudó si es que puede reanudarse la vida cuando una parte de ella está definitivamente muerta y enferma y ya hay órganos fundamentales que no funcionan y que no van a volver a funcionar porque han sido extirpados, como la esperanza, o la posibilidad de la felicidad. Y había temporadas, más o menos largas, en las que Ali estaba en paz consigo misma y otras en cambio en las que aquella vieja pesadilla en la que se veía poseída por fuerzas extrañas y ocultas parecía haberse hecho realidad, y de verdad parecía que el mismo diablo la habitaba. Entonces por las noches lloraba y por el día estaba hosca y encerrada en un mutismo extraño que era el comienzo de todos los días que podía pasar sin hablar con nadie, tampoco con Luz, encerrada en una negrura sin un resquicio de luz y sin un mínimo de paz. Hablaba sola o con sus voces, tomaba pastillas hasta que no era capaz de tenerse en pie y al final todo eso explotaba en una crisis en la que amenazaba con tirarse por la ventana, o se cortaba con un cuchillo, o se golpeaba la cabeza contra la pared y Luz no sabía con quien vivía.

Al morir Aurelia, Luz había pensado que parte de la pesadilla había terminado definitivamente porque Lucio no llamaba ya casi nunca y parecía por fin muerto en la memoria de Ali, que no quería siquiera pronunciar su nombre; y es cierto que al morir Aurelia y poder romper con las ataduras del pasado Ali se recobró en parte, pero otra parte suya, la que esperaba y necesitaba ser perdonada, esa, en cambio, se murió también definitivamente porque desapareció la posibilidad del perdón. Y una tarde de verano, mientras el aire del exterior era dorado y el de dentro era plácido y fresco, y mientras las dos leían sentadas en el sofá, Ali levantó de repente la vista del libro y dijo que quería morirse porque no podía soportar el dolor que siempre llevaba consigo, «como un tumor maligno, siempre ahí, pudriendo la carne de alrededor», dijo. Luz pensó en ese momento que aquella ciudad a la que habían venido huyendo y para estar juntas ya había dado de sí todo lo que tenía que dar, y que había llegado el momento de mudarse a otra ciudad más grande y más cosmopolita, a Madrid quizá, porque las cosas estaban cambiando muy rápidamente y ella, que leía y se informaba, sabía que ahora los médicos ya no querían curar a las personas como ellas, y se le volvió a ocurrir la idea de buscar a alguien que ayudara a Ali, que la curara de su enfermedad, que era muy distinta de aquella enfermedad que le habían diagnosticado, que era en realidad producto de aquellos diagnósticos. Consiguió con facilidad la dirección de un médico en Barcelona al que escribió sobre su caso, igual que décadas antes su propio padre escribiera a otro médico de Valencia también sobre su caso. Ahora ella contaba a este médico, en primera persona, lo que había sido su vida y la de Ali, lo que habían vivido y cómo lo habían vivido, y esperó la respuesta sin decir nada porque Luz sabía que, si había un asunto que no podía tocarse en aquella casa, era ese al que ambas se referían como «lo suyo»; porque Ali había crecido sin darle nombre, y quizá porque nunca lo había nombrado es por lo que había podido vivir con ello, porque, cuando no se le da nombre, incluso el peor de los crímenes parece más leve. La respuesta a la carta de Luz llegó al apartado de correos en un sobre grueso lleno de folios; algunos escritos a mano, otros eran copia de algunos artículos aparecidos en revistas extranjeras, casi todos estaban en inglés. La lectura de aquella carta hizo llorar a Luz, que no se la enseñó a nadie, que no habló de ella con nadie y que la destruyó después de leerla cuidadosamente, aunque su contenido lo llevó siempre consigo por más que, una vez que la hubo leído, se tuvo que confesar que hubiera preferido no recibirla, no escribir la suya nunca, porque fue capaz de ver a través de aquella carta cómo sería el futuro y porque no hay peor noticia que aquella que echa por tierra, cuando es demasiado tarde, los pilares sobre los que se ha construido la única realidad que conocemos, aunque esta realidad sea el sufrimiento. Luz supo que en poco tiempo todo aquel sufrimiento vivido durante una vida entera, no tendría sentido y no sería conocido y ni siquiera recordado y supo que era mejor no decir nada de aquello a Ali, que jamás entendería ni aceptaría otra explicación que la de siempre, porque Ali se había quedado en el único tiempo en el que se había sentido bien consigo misma, varada en su juventud, cuando las amenazas del mundo exterior se las podía tomar a broma porque se sentía con fuerza para afrontarlo todo. Luz supo que estaba envejeciendo, que ambas estaban envejeciendo en un mundo que estaba cambiando muy deprisa y al que nunca podrían incorporarse. Ali hablaba cada vez más de la muerte, pero la muerte no llega cuando se la reclama, sino cuando ella quiere, así que esa era otra de las razones para irse.

Las dos estaban envejeciendo. El futuro no era largo como antes sino mucho más breve. La ilusión era tan corta como los días, que ahora pasaban tan deprisa que casi ni se les sentía. Luz, que había temido de joven a la muerte, había dejado de temerla como suele ocurrir según te acercas a ella, y ahora sus cuerpos acusaban el cansancio de los años y no eran capaces de sostenerlas con la fuerza de antes, y se reían porque ya no podían trepar por un risco ni andar durante horas por el monte, eso iba quedando atrás como muchas otras cosas. Y sobre todo se impuso un miedo que oscurecía todo lo demás, el miedo de Ali a hundirse definitivamente en la locura, el miedo a extraviarse en el abismo oscuro donde la consciencia se ha perdido y no puede recuperarse, donde mandan las voces; el miedo de que, si eso sucedía, no fuera nunca más capaz de valerse por sí misma y dependiera para todo de Luz; el miedo a perder definitivamente el contacto con el mundo real, porque muchas veces se encontraba en el borde del mundo de las sombras. Y Luz, por su parte, estaba convencida de que marcharse a un escenario completamente nuevo, donde no hubiera recuerdos de juventud, donde de verdad pudieran enfrentarse a los días sintiendo que estos estaban por descubrir, donde las noches no llegaran desde un tiempo ya desde mucho antes vivido, sería bueno para ellas dos, y especialmente para Ali.

Y entonces comenzó un periplo administrativo para conseguir que la trasladaran a otra ciudad, con la esperanza, con la ilusión, de poder empezar de nuevo, porque ella nunca se dio por vencida. Pero el traslado se hacía esperar y, mientras, la ciudad aquella se iba transformando en una cárcel y ya no la podía reconocer como suya a pesar de que llevaba allí ya media vida. Algunas tardes, al despertarse de una siesta dormida en el sillón, en ese momento de la duermevela en el que las cosas reales se confunden con los sueños, Luz pensaba que tenía veinte años y alguna vez, incluso ahora, en ese sueño ligero se había visto asaltada por ensoñaciones que podíamos calificar de eróticas, que habían venido a humedecerla igual que cuando tenía veinte años, y se había levantado entonces, todavía, buscando a Ali, deseando su cuerpo igual que entonces, con las mismas ganas, el mismo calor, y se iba a buscarla, y en el camino se había quizá dado cuenta de los años que habían pasado desde aquellas otras tardes en las que se había despertado de la siesta con la misma sensación y había ido a buscarla y la había encontrado. Ahora, por el pasillo, rumbo a la habitación en la que Ali dormía, pensaba en que quizá podrían reencontrar algo de aquello, pero eso sólo duraba hasta que la despertaba con sus besos y la escuchaba quejarse, quejarse de todo. Además, según pasaban los años, el cuidado que Ali ponía en que nadie sospechase nada, cuando la realidad es que nadie sospechaba nada, era mayor, y ahora, cada vez más, estaba obsesionada por cualquier persona que pudiese siquiera sospechar, decir, comentar, pensar de ellas, cuando era verdaderamente imposible que nadie pensase nada de dos mujeres de mediana edad, grises, casi mudas e invisibles que llevaban siglos viviendo juntas. Ese miedo, siempre presente alrededor como el oxígeno, hizo que Luz se cerrase a los demás y se convirtiese en una sombra para sus compañeros, que tenían dificultades incluso para verla, y ya no era más que una extraña y vieja profesora para sus alumnos. Cuando quiso por fin salir de allí se encontró con que no podía, la ciudad no la dejaba, estaba presa de aquella ciudad provinciana, terrible, fría y silenciosa que se echó sobre ella como la tapa de una tumba que se cierra para no volverse a abrir.