VII

El verano del 53 cayó como una losa sobre el pueblo y hacía tanto calor durante el día que hasta las chicharras estaban calladas dejando en la ausencia de su canto un silencio de muerte que no presagiaba nada bueno. Desde alto de la iglesia el mar se veía blanco, como una extensión de sal, y a los viejos les costaba respirar. Algunos murieron aquel verano asfixiante; la gente pasaba horas en la oscuridad de sus habitaciones, tumbados en la cama o sentados en las bodegas que, excavadas en la roca, aún guardaban algo de frescor. La noche era el momento de salir a la calle y la gente mayor sacaba las sillas y se sentaba formando corros, mientras que los jóvenes iban a la plaza y se sentaban en el bar; a veces llegaba el amanecer y la gente seguía charlando. El día no traía un respiro y las horas era mejor dormirlas durante la calorina. Cuando hace tanto calor el tiempo se espesa y transcurre con otro ritmo que no es el ritmo conocido y normal de las horas, sino otro mucho más lento, mucho más pesado en el que al tiempo le cuesta avanzar tanto como a las personas les cuesta dar un paso tras otro. Nadie se aventuraba a salir a la calle si no era un caso de emergencia porque quienes viven en ese clima ya saben que al calor hay que plegarse y que es inútil esforzarse en combatirlo; y eso lo saben en los pueblos, donde se adaptan a la realidad con sabiduría y donde de sobra saben que en verano el tiempo no pasa ni suena tampoco, sino que cae sobre las cabezas como la tapa de una tumba, con un ruido seco y sordo, de muerte.

Era el verano de la desesperanza, aquel en el que Ali iba a casarse, a convertirse en una esposa para parir después los hijos de aquel tendero, para tirar su destino por la borda e igualarlo a todos los destinos conocidos. La desesperanza es como una niebla húmeda, que lo impregna todo lenta y persistentemente; que parece que no cala al principio, pero que después deja el alma empapada. Cierto que ya no era el dolor aquel del principio, de los dieciséis años, sino que ahora era más bien una tristeza gris y profunda que paralizaba sus miembros y que la empujaba hacia la cama, hacia el sueño.

Pero dos días antes de la fecha fijada, a las tres de la tarde, la hora más terrible, se desató un incendio en la tierra que rodeaba a una acequia que estaba ya más que seca. Un cristal pudo prender una tierra cubierta de paja seca y el fuego creció sin control. No había nadie que diese la voz de alarma, nadie que se diera cuenta del desastre, y cuando el humo era claramente visible desde el pueblo entonces ya era demasiado tarde porque el suelo ardía como una tea. Y avanzó con rapidez crepitando en el silencio de la tarde, y sólo lo descubrieron cuando el olor a quemado se extendió por las calles blancas que olían a brezo y naranja, se metió en el interior de las casas y despertó a los que dormían confiados. Entonces todos salieron fuera entre gritos y desconcierto y corrieron hasta el final de la calle, donde algunos, los que tenían más presencia de ánimo, organizaron una cadena para llevar agua mientras los otros corrían al Ayuntamiento a llamar a los bomberos. Y Luz salió de su casa llamada por los gritos y por las carreras de los vecinos que corrían hacia el huerto que ardía, y al llegar allí donde el pueblo se acababa se vio sola, se vio débil, triste, desmayada, porque no le importaba el fuego, ni el calor, ni las carreras de todos aquellos que le eran tan ajenos. El fuego le hizo pensar en que aquellos que corrían de un lado para otro, atareados, asustados, no tenían nada que ver con ella y que todos ellos ignoraban que, a veces, el fuego ardía dentro de ella, escondido como un secreto.

Salió de su casa y comenzó a andar en dirección contraria a la mayoría, subiendo la calle empinada con paso tranquilo hasta llegar al cobertizo del jardín de la escuela, donde acudía a veces de niña con Ali para mirarlo todo desde arriba. Luz subió al tejado por la escalera de detrás que no permite ver lo que hay delante, sino sólo la pared verde de moho. Y al llegar arriba lo que vio fue su espalda vuelta hacia el horizonte como lo habían estado mirando las dos unos años antes. Al escuchar a Luz, Ali se dio la vuelta y la vio, y luego volvió a mirar hacia delante. «Hacía años que no subía aquí. ¿Tú vienes mucho?». Luz no contestó, quizá porque hacía mucho que la voz de Ali no se dirigía a ella; hacía mucho que no le hacía una pregunta, ni le contaba nada, ni la miraba, y desde esa falta de costumbre, desde la extrañeza, tuvo miedo de que aquella fuese la última vez que la hablara, porque la boda estaba cerca, y se sabe cuándo es la primera vez de cualquier cosa, pero se ignora casi siempre cuándo es la última. Así que aquello podía ser la despedida definitiva, el final, el adiós a los últimos restos de su vida pasada, a su niñez vivida en aquel pueblo, al mutuo descubrimiento, al placer que no tenía nombre, y tal fue la congoja que le llenó el pecho, que no pudo contestar porque la voz se le atragantaba en la garganta, allí donde hubiera querido preguntarle cosas que no podían formularse; le pareció que era una escena irreal, con ellas dos juntas de nuevo, mirando el horizonte abierto y ahora cercado por el fuego. Tuvo mucho miedo del futuro porque pensó que estaría sola, y supo que sería difícil, aunque aún no sabía cuánto. Luz miraba en silencio los baldíos esfuerzos de los vecinos por apagar un fuego que era mucho más grande que ellos y que se apagaría cuando quisiera apagarse, o cuando la lluvia lo hiciera, o cuando se hubiera comido todo lo combustible que encontrara por delante, que era todo el pueblo, las casas y los huertos, y que una vez apagado se encendería cada vez que quisiera encenderse, constantemente, siempre que hiciera calor. Los vecinos se agotaban en el esfuerzo y ella también estaba cansada de todos los esfuerzos baldíos que había hecho, porque pensar en Ali había sido hasta ese momento un esfuerzo condenado a la nada, como acarrear un balde de agua para sofocar una hoguera, como llenar de agua un cesto de mimbre. «Han pasado muchas cosas. Mi vida ha cambiado mucho en poco tiempo». Ali hablaba con la voz del que sabe que se le escucha, y Luz respondió temblando: «Es un buen chico, será una buena vida», aunque sabía que no sería una buena vida, para ninguna de ellas, y sabía, supo esa tarde, que para ellas sería siempre difícil, y siempre ha dicho y ha pensado que lo supo entonces, aquella noche sobre el tejado, aunque no supiera el porqué de aquella certidumbre. Ali volvió la cara hacia ella y la tenía llena de lágrimas. ¿Cómo soportar aquellas lágrimas? ¿Cómo aguantar entonces todo lo que se le vino encima? Todo el tiempo pasado y el vacío que había sentido, ahora, con aquellas lágrimas, se le estaba llenando de golpe, como una inundación, pero una inundación bendita y esperada, y por eso, porque era bienvenida, tuvo que acercar su boca a la cara de Ali y besar aquellas lágrimas que se deslizaban saladas y brillantes por su piel blanca y tuvo que beberlas; lágrimas que primero fueron de tristeza y se derramaron porque también Ali supo que su vida sería difícil, pero que después fueron de alegría y las derramaron las dos porque estaban juntas de nuevo. Besó su cara y después la besó en la boca con unos labios inexpertos, suaves, temerosos y húmedos que Ali recibió temblando, como se recibe siempre el primer beso, y después se abrazaron con la firme convicción de que ya no se volverían a separar, porque las dos vieron, pudieron sentir claramente, cómo sus pulmones se abrían a la vida y a la respiración después de años de oclusión, aunque Ali sintió al mismo tiempo una tristeza infinita, como una marea baja pero podrida que la llenó por dentro y se le metió en las venas y le llegó hasta lo más profundo. No pudo evitar estar allí esa tarde, no pudo evitar besar a Luz, no pudo evitar nada de lo que ocurrió allí, nadie hubiera podido impedirlo, pero al mismo tiempo se sintió triste porque aquello significaba dejar atrás a aquel buen chico, Manuel Meneses, que la quería y que había prometido que cuidaría siempre de ella; defraudar a su padre, que tanto confiaba en ella, las ilusiones de su madre, los nietos, las esperanzas de toda la familia, las que se habían forjado a base de esfuerzo y que había llegado a creerse; todo quedaba atrás porque ella lo tiraba por la borda, como una loca, como una necia, como una ciega. Se abrazaron y se besaron, y Ali lloraba en medio de los besos con un llanto hondo que Luz no se paraba a escuchar, ocupada como estaba en limpiarle las lágrimas con más besos, y así hasta que al final se hizo de noche y tuvieron que bajar antes de que los demás comenzaran a buscarlas.

Después de tomar aquella decisión tenían que irse lo antes posible, porque Ali se casaba la semana entrante y porque ninguna novia de aquel pueblo, ni de otros pueblos que se conocieran, había dejado al novio casi al pie del altar como iba a hacer ella. Tenían que irse pues, eso estaba cantado y las cosas sólo tardaron un día en moverse y definirse; ya el mismo día siguiente fue el día del espanto, el que no podrían olvidar nunca, que fue tan difícil para ellas y para otra mucha gente, aunque sea casi imposible medir el dolor ajeno porque el dolor es algo secreto que cada uno lleva en su interior a su manera. El día siguiente fue terrible, sólo comparable a algunos días terribles que vivirían años después y eso que todavía nadie en casa de Ali sabía la verdad, ni la sospechaba siquiera, porque la verdad era oscura, la verdad era odiosa, la verdad no podía contarse, era negra y pegajosa. Cuando Ali dijo en su casa que no se casaba y se negó a dar ninguna explicación de sus motivos, cuando no se conmovió ante el llanto de su madre, ni ante los gritos de su padre, el mundo se le vino encima a aquella familia que nunca había dado que hablar. Augusto le pegó hasta hartarse, mientras Aurelia gritaba y Lucio se esforzaba en detenerle la mano. Los padres de Ali vivían guardando un persistente rencor al mundo, por haber tenido que separarse, por ser pobres, por haber visto frustradas sus esperanzas primeras, las que se conciben cuando la vida empieza y uno no se imagina que será negra, y por todo eso deseaban vivamente que Ali se casase con un tendero, porque siempre habrá tiendas y siempre tendremos los humanos que comprar y también porque el honor es mucho para los que no tienen nada y el deshonor se extiende no sólo sobre el que comete la deshonra, sino también sobre sus familiares. Ahora la niña traía la vergüenza a aquella familia desgraciada, de tan mala suerte, y esa vergüenza vendría quizá a impedir también la boda de Lucio porque ¿quién querría ahora emparentar con una familia como esa? La familia del novio se echaría sobre ellos y a Augusto le acusarían de ser un mal padre, un padre que no sabía educar a su hija, ni guiarla por el camino recto, y de Aurelia dirían que la culpa la tenía ella por haberse ido sin su marido, por haberse ido sola, y de Ali que una buena hija no avergüenza a sus padres de esa manera, no les hace pasar por eso, se sacrifica por ellos y por la buena boda de su hermano. Por eso el padre le daba con el cinturón mientras ella lloraba sobre su cama. Pero dijo que no se casaba y que aguantaría lo que tuviera que aguantar y no se casó y aguantó.

En casa de Luz, en cambio, no hubo escándalo ni disgusto, lo que es normal ya que no era ella la que había roto su compromiso matrimonial; por eso todo transcurrió por un camino de mayor tranquilidad y allí fue únicamente Benigna la que lloró la pena por la hija que se marchaba cuando aún era demasiado joven, mientras que Ortega bien sabía que había rallado en algo y se culpaba a sí mismo. Cuando Luz dijo en su casa que se marchaba al acabar el verano y que se iba con Ali, sus padres supieron que las desgracias no habían hecho sino comenzar pero no intentaron detenerla porque ¿quién hubiera querido después del escándalo que se quedaran allí, dando que hablar, provocando comentarios, no dejando que la herida de los Meneses se cerrase, que la vida de Lucio se normalizase, que las aguas del río se amansaran y volvieran a fluir tranquilas, como era lo deseable? Que hicieran una carrera, si ese era su empeño, que se quitaran de en medio.

En los días siguientes en el pueblo no se habló de otra cosa que de la boda fallida y tanto se habló que ellas optaron por esconderse y por no verse más que de lejos. La vergüenza cayó sobre la familia Pueyo y la boda de Lucio se fue al traste, en todas las casas, en todos los corros no se hablaba de otra cosa, y Ali y Luz procuraron en esas pocas semanas que les quedaban no acercarse la una a la otra, no hablarse ni saludarse siquiera, pero ya no les hacía falta como antes estar juntas a todas horas, porque la esperanza de futuro ya había echado en ellas sus raíces y ahora todo era cuestión nada más que de paciencia. La esperanza es como una luz clara que no admite sombras. Y a pesar de que la alegría es siempre un poco inconsciente y un poco temeraria y de que la felicidad no entiende de prudencia, aun así Luz sabía que tenía que ir despacio; con cuidado, porque Ali no era como ella, segura de ser diferente, sino que era frágil, temerosa del mundo y de ella misma; a Ali a veces le costaba entenderse y la ignorancia la asustaba, mientras que Luz estaba tan segura como si alguien se hubiese detenido a explicárselo todo y ella hubiera podido entenderlo.

El verano, con la prudencia de que tuvieron que hacer gala, transcurrió como si no fuese verano. Aunque nunca estaban juntas, los mayores murmuraban a su paso. El padre volvió a pescar aunque sin éxito, Aurelia musitaba su venganza, y Lucio comenzó a odiar a Luz Ortega con tanta intensidad que tuvieron que alejarle de ella. Él pensaba que Luz tenía la culpa de la vergüenza que había caído sobre todos ellos y comenzó a rumiar y a alimentar un odio seco por Luz que no se le curaría nunca. Había roto con su novia, pero no le fue difícil encontrar otra de un pueblo cercano, era un chico bien parecido y su empeño en poner una ferretería hubiera sido seductor para cualquiera. En cuanto a ellas, con dieciocho años, el mundo estaba abierto y era ancho como su alegría.

Una noche de calor asfixiante, una de las últimas noches, cuando ya la partida estaba muy próxima, Ali salió a dar un paseo más allá del pueblo porque tenía el pecho presa de una inquietud que la asfixiaba. Al llegar al límite de la calle, donde el adoquín se hace tierra, miró atrás y vio su pequeño pueblo iluminado. Entonces sintió una dolorosa nostalgia por las vidas que transcurrían apaciblemente en aquellas casas, sin más anhelos que los que pueden cumplirse; sintió nostalgia de la normalidad también, de los padres y los hijos, de casarse con un buen chico y después tener hijos, de mandarlos al colegio y acompañarles a hacer la comunión, de verles crecer. Tener hijos y nietos como los tiene todo el mundo para no estar solos a la hora de morir y para pensar que se ha hecho algo bueno en esta tierra, y por esa nostalgia le dolió el pecho con una punzada profunda y afilada, y el estómago se le llenó de aire, y de una sensación de miedo. Miedo de lo que ya había hecho y de lo que iba a hacer. Al pensar en Luz el miedo disminuyó pero no desapareció, pensó en su hermano que siempre la advertía contra ella, pensó en la posibilidad de que Lucio tuviera algo de razón. La noche era muy oscura y era posible imaginar que nunca más amanecería. Entonces no fue miedo, fue pánico. Tuvo una breve visión del futuro y se asustó y, si hubiera podido, en ese momento hubiera dado marcha atrás pero ya no era posible, con la boda desbaratada, con el futuro casi acordado; poco a poco se tranquilizó, regresó, se conformó. Luz estaba, a esa misma hora, tumbada en su patio mirando el cielo. Para ella, en cambio, el futuro era tan grande como lo que se abría ante su vista, ilimitado, y el pecho se le expandía también sólo con pensarlo. Así eran esas dos, diferentes, y hubieran debido recorrer sus vidas por caminos diferentes, pero se empeñaron en ir por el mismo y eso fue un error, aunque nadie hubiera podido evitarlo.

El tiempo pasó deprisa y despacio al mismo tiempo esas pocas semanas que les quedaban, pero llegó el final porque siempre llega, y con él el comienzo de su nueva vida y Luz y Ali prepararon su marcha a la ciudad con hondura en el alma, con plena consciencia de lo que hacían. No era lo normal que dos chicas de pueblo salieran de sus casas para estudiar lejos, por eso no podían evitar pensar, mientras hacían las maletas, en que su destino, para bien o para mal, era excepcional. Luz pensaba en Ali y al hacerlo le asaltaban pensamientos oscuros que le ponían la piel de gallina, toda erizada, y que se le agarraban al estómago. Ali pensaba en Luz con amor y ternura, con necesidad de ella, de su protección, de no sentirse por más tiempo tan sola como a veces se sentía en medio del mundo, pensaba en su familia también, en no defraudarla, en Lucio que se sentía responsable de ella, que cada vez era más hombre y que era como son los hombres, protector y autoritario. Y las dos recogieron sus cosas en silencio y las dejaron preparadas para la mañana siguiente en que saldrían hacia Valencia al alba. Después ninguna pudo dormir porque lo que se avecinaba era demasiado importante para ambas, y las dos intentaron, cada una en su casa, retener de su habitación, de sus casas, lo más que pudieran, llevarse algo ya fuera en el corazón o en las retinas.

Benigna lloró aquella noche porque no había podido, ni sabido, ser mejor madre, porque Ortega no le había dejado nunca ni la más mínima oportunidad con su hija, porque esa noche se dio cuenta de que no era nadie ni nada en aquella casa en la que el padre y su hija habían ocupado todo el espacio. Ortega se negaba a reconocer el fracaso porque nadie quiere pensar en que ha sido vencido por las circunstancias, y como nadie quiere pensar en que ha sido vencido, también él pensaba que las cosas mejorarían y que Luz sería finalmente lo que él había soñado que fuese; y estaba seguro de que aquella relación morbosa terminaría cuando llegasen las responsabilidades de verdad. Nadie durmió pues aquella noche y todos estaban despiertos antes de que el amanecer despuntara por fin. Así se levantaron, en silencio, conscientes de que era un final y era un principio, doloroso como todos los finales y alegre como todos los principios. Luz se negó a que la acompañaran a la parada del autobús y se despidió de sus padres con un breve beso en la puerta, desde donde ambos la vieron dirigirse hacia la plaza arrastrando una pequeña maleta de cartón. Ali pensó que no tenía nada que ponerse para entrar en la ciudad en la que no había estado nunca y lloró un poco hasta que Lucio sacó un dinero del cajón de sus ahorros y se lo dio para que se comprase ropa y no pareciese una paleta. Además del dinero le dio un beso y le dijo «siempre serás mi hermana pequeña», lo cual sonó como una amenaza. Las dos salieron solas de sus casas, se encontraron a medio camino y se sonrieron. Sólo ellas dos se subieron al autobús cuando este llegó procedente de otros pueblos, lleno de gente que dormía contra las ventanillas. Las dos se sentaron con el corazón a punto de salírseles del pecho, y cuando el autobús empezó a andar y vieron que el pueblo se alejaba, Luz puso su mano sobre el muslo de Alicia y lo apretó suavemente. «¿Tienes miedo?», preguntó. «No, contigo no tengo miedo. Pero tengo pena. Pena si pienso que no voy a volver. Pena por dejar todo esto atrás. Y yo no sé si quería dejarlo». Y Luz dijo entonces con toda la seguridad de que fue capaz: «Sí que querías dejarlo, claro que querías dejarlo. No había nada para ti en este pueblo, ni para mí. Ahora podremos hacer lo que pensábamos hacer cuando éramos pequeñas, ¿te acuerdas?». Ali sí se acordaba, pero recordaba también muchas otras cosas que no quiso decirle a Luz, como la sensación de nadar en medio de la nada, y el miedo que eso daba y como le hubiera gustado retroceder y tener más tiempo para pensárselo. Pero ahora la luz entraba plena por la ventanilla del autobús y como estaba muy cansada apoyó la cabeza en el hombro de Luz y se durmió, mientras que esta tuvo que contener la respiración cuando el olor a manzanilla del pelo de Ali le inundó los pulmones de una intensa felicidad.