XVIII

Y entonces, por fin, comenzó el curso, que es para muchos como el comienzo de una vida que se ha mantenido medio muerta durante el verano. Comenzó aquel que fue el primer curso para ellas y terminó meses después, y comenzaron y terminaron otros cursos y la vida se encadenaba en un ritmo plácido a lo que ellas mismas hubieran calificado de buenos años, porque lo fueron. Ali siguió escribiendo tercamente en su cuaderno y casi siempre escribía de una vida tranquila en la que no vivían para otra cosa que para estar juntas, porque no tenían otra razón para vivir. Sus sueños se iban cumpliendo casi con disciplina, controlaban su presente y creían que también el futuro. La vida, como ocurre siempre, comenzó a tener su parte cotidiana también para ellas y en esa parte cotidiana, que para muchos es lo mejor de la vida y para otros es un pesado lastre, cada una iba a un instituto diferente y cada una procuraba allí no intimar con nadie, no hacer amistad, no dejar nada suyo al descubierto, porque nunca en todo ese tiempo dejaron de tener miedo. Y así se convirtieron en dos rocas que provocaban extrañeza entre los demás habitantes de un mundo real siempre lleno de cosas, de presencias, de palabras, de ruido.

Vivían en guardia y siempre con miedo de todo, de una palabra, de que alguien sospechara algo o de que pudiera producirse un encuentro que las descubriera, al fin y al cabo aquella era una ciudad muy pequeña en la que era fácil saber todo de todos. Ali hablaba con su familia a menudo y recibía cartas que hablaban de otra cotidianidad vivida muy lejos pero que ella siempre tenía presente, de achaques propios de la vejez, de catarros, de los negocios de Lucio que marchaban tan bien, del nacimiento de más sobrinos, a los que ella no fue a conocer, de las cosas pequeñas y grandes de los días, cuando los días no son gran cosa, sino los días corrientes de una gente corriente, de los disgustos, de las penas, y aunque al pasar el tiempo hubieran podido sentirse más seguras y hubieran podido dejar el miedo detrás de ellas, el miedo se quedó allí instalado como el tercer habitante de la casa aunque sólo se dejara ver de vez en cuando. Por lo demás, la vida era fácil y ligera. Se levantaban al alba para que Luz recorriera los kilómetros que la separaban del pueblo y desayunaban juntas y después Ali se quedaba un poco más en la casa, arreglándola, porque la ilusión de los primeros días por sus primeras cosas de adulta dueña de sí misma aún duraba y se esforzaba cada día en cuidar de sus muebles, de su ropa de casa, cuidaba de los objetos con amor enfermizo y limpiaba, lustraba, abrillantaba, ordenaba, con una fijación en las cosas que a Luz le daba miedo, aunque nunca dijera nada. La realidad de las cosas era para Ali la realidad del mundo y si el mundo existía y si era benévolo, y lo era por entonces, era sólo porque cada mañana ella podía ordenar y limpiar esa parte de la existencia, la única que le concernía. Luz acudía a su instituto en aquel poblachón en el que estaba destinada y a donde llegaban estudiantes de toda la comarca, de pueblos más pequeños a los que era imposible llegar por carretera. Y allí se dejaba las mañanas y parte de las tardes, en un pueblo que era como una mancha dejada caer en una planicie helada, una mancha cuyos límites se extendían sin orden ni concierto, dando lugar a barrios de chabolas construidas con ladrillos arrancados de otras casas, a casas baratas levantadas para albergar a los trabajadores de las dos industrias que tenían allí su domicilio, de calles que se asfaltaban encima de los campos de cultivo y que se tragaban a los campesinos, mientras que el centro, en cambio, de piedra vieja, se mantenía aislado por la muralla, temeroso todavía de Dios, silencioso, en donde se escuchaban y aún se entendían las campanas. En el colegio se enfrentaba a unos chicos educados y respetuosos, pero estultos en su mayor parte, obligados por sus familias a continuar estudiando cuando casi todos ellos sabían que seguir acudiendo al colegio no era otra cosa que retrasar su entrada en el mundo de los adultos al que tenían prisa por incorporarse, porque les esperaban los rebaños, los negocios, las tierras, y porque dentro de aquel edificio en el que recibían clases, no había nada que pudiera ser de su interés. Y allí estaban también los demás profesores, anclados ya en su mayoría a aquel terruño en el que allí habían hecho sus familias y levantado sus casas.

En aquel lugar Luz intentaba ser como una sombra sin conseguirlo del todo, porque era, se dio cuenta enseguida, una profesora luminosa a la que le gustaba enseñar y que, aunque intentaba no llamar la atención, no podía evitar brillar en clase e iba dejando huella en todos aquellos que la conocían. En aquel pueblo Luz se dio cuenta de que su vocación era enseñar, que le proporcionaba placer, estímulo intelectual, casi físico, que si llegaba el fin de semana o las vacaciones, añoraba las mañanas pasadas en las clases y en la sala de profesores, donde conoció en aquellos años a colegas con los que hubiera querido intimar porque los sentía próximos a ella, y conoció a mujeres de su edad con las que hubiera querido hacer amistad, porque no tenía una sola amiga ni la había tenido nunca; pero no podía compartir nada, ni dar ni ofrecer nada, y sólo miraba el ambiente de la sala de profesores desde lejos, sabiéndose condenada a estar excluida. En esa época comprendió que la soledad puede ser muy pesada, y también oscura y asfixiante. Escuchaba las conversaciones de unos profesores con otros acerca de algún alumno y hasta de aquellas conversaciones inocuas se quedaba aparte, porque no podía permitirse el lujo de abrir una ventana por la que alguien pudiera sentir deseos de echar un vistazo, porque ya les había pasado con Lorenzo Silva y lo habían pagado muy caro. Se lo había advertido a Ali al comienzo de su vida allí, pero a Ali no le hacía falta que le advirtiesen de nada porque ella no era como Luz, sino que era alguien que aborreció la enseñanza desde el momento en que se situó enfrente de una turba de chiquillos poco dispuestos a aprender nada y que la miraban en silencio, intimidándola desde el principio. Le gustaba ganar su propio dinero pero hubiera preferido trabajar en cualquier otra cosa en la que no tuviera que ponerse a la vista de nadie, y hubiera preferido también quedarse en casa, cuidando de sus cosas, mirando los escaparates, leyendo un libro en el parque, porque su carácter era de tal manera que cada vez que uno de aquellos niños levantaba una mano para hacerle una pregunta, ella tenía la íntima convicción de que no iba a saber responderla y algo se le revolvía por dentro y, por un instante, el pánico la ganaba. Mientras los niños hacían sus ejercicios y estaban en silencio, ella se sentaba en su mesa y miraba por la ventana que daba al jardín, y si estiraba el cuello podía ver su casa, en cuya fachada daba el sol casi desde la mañana hasta la noche. Veía el sol moverse, resbalando por la fachada de su salón y podía imaginar perfectamente las luces y las sombras que se dibujaban dentro y miraba impaciente el reloj y deseaba que ya llegase el sábado. A ella le asustaba el ambiente que reinaba en la sala de profesores donde se sentía una extraña, y lo era, porque no le interesaban las conversaciones que escuchaba a medias, ni se sentía aludida por los problemas que los demás comentaban, y la fortuna de aquellos chicos que le habían tocado en suerte no era cosa suya ni le importaba lo más mínimo, y respecto a los demás profesores, no quería que la vieran, ni que le hablaran, y si de ella hubiera dependido, hubiera preferido poder desaparecer para todas las miradas. El tiempo pasaba muy despacio.

Aun así eran muy felices, y eso era una certeza compartida por ambas de la que no les cabía ninguna duda, tan felices como habían imaginado que serían en el tiempo que habían pasado separadas, tiempo que habían gastado en imaginar cómo sería cuando estuviesen juntas. El pequeño piso que habían alquilado como tapadera les servía para que a él llegase el correo que Ali recibía de su familia, y allí acudía ella una vez a la semana venciendo el miedo que le tenía a la mirada inquisitiva de los vecinos, que debían preguntarse quién alquila un piso sólo para recibir cartas.

Como Luz le había dicho, como le había enseñado e insistido, ella sonreía amable y, haciendo un esfuerzo que a veces rozaba lo sobrehumano, intentaba hablar del tiempo o de cualquier otra cosa, porque mostrarse natural era la consigna, que su comportamiento no resultase sospechoso bajo ningún punto de vista. Y así subía a aquella casa fría que habían amueblado procurando no gastar dinero y allí recibía las cartas familiares, pero también las oficiales, las procedentes del Ministerio, las que le enviara el banco, la propaganda que hacían algunas editoriales a los profesores, y también recibía allí, en un sobre cerrado, las recetas de las pastillas para dormir que seguía recibiendo del hospital y sin las que no hubiera podido vivir, aunque ese era un secreto que le ocultaba a Luz. Era el segundo secreto de su vida y el que cargaba en absoluta soledad y por eso le pesaba especialmente. Por eso aquella casa, a la que Luz jamás iba, era también el pequeño almacén de sus temores y de su debilidad, y por eso, cuando salía de allí un día a la semana, siempre estaba triste, porque seguir tomando sus pastillas era el único engaño que se permitía con Luz; eso y escribir en su cuaderno, aunque esto último no parecía muy grave.

Pero en aquellos primeros años, en los que aún era tan joven, la tristeza le duraba sólo lo que tardaba en dejar el barrio de su piso-tapadera y entrar en su casa, dejándose invadir por la felicidad ya desde que entraba en el portal y antes de meterse en el ascensor. La felicidad regresaba a ella renovada cada tarde al entrar en su piso, y se le estremecía el alma, pero también el cuerpo cuando Luz levantaba la mirada de su libro y le sonreía y se besaban, y a veces, todavía, terminaban haciendo el amor en la cama de una de las dos. Sólo en esos instantes Ali era completamente feliz, feliz sin mancha, feliz sin que nada le nublase la felicidad, feliz sin miedo, porque el resto del tiempo el miedo era una presencia constante de la que no pudo deshacerse: miedo a que el portero, los vecinos, los paseantes con los que se cruzaban por la calle, notasen algo, pensasen algo, sospechasen algo. Pero como el tiempo transcurría y no pasaba nada, el miedo, finalmente, se fue diluyendo junto con el resto del mundo, que era cada vez más un escenario lejano del que se mantenían ausentes, porque nadie tenía nada que decir de dos mujeres solteras, profesoras ambas que compartían piso.

Y con el tiempo también las cartas de la familia comenzaron a parecerle a Ali muy lejanas, llenas de acontecimientos de otros, hasta el punto de que podía parecer que no quedaba nadie en el mundo a quien les importara su pasado, y mucho menos su presente, así que el miedo se fue haciendo cada vez más delgado y la vida comenzó a engordar a su costa. Cuando hasta ese miedo desapareció, los días se hicieron más alegres aunque estuviesen nublados, y hasta los inviernos se hicieron soportables. Porque los primeros años se vieron sorprendidas por el frío del invierno, que las había paralizado y sobrecogido como si una bomba las hubiera sorprendido caminando por la calle. Cuando llegó, descubrieron que era algo muy distinto a lo que ellas llamaban hasta ese momento «frío», porque era un espíritu que se colaba por debajo de la ropa y paralizaba los músculos, algo que se agazapaba en cualquier esquina para sorprenderlas en cuanto daban la vuelta. Era terrible por las mañanas, cuando Luz se dirigía al pueblo y aún era noche cerrada, y la carretera brillaba y el campo a los lados estaba blanco de escarcha y después, ya metidos en el invierno, blanco de nieve. Esos días, Luz, mientras daba las clases, miraba por la ventana y veía caer los copos y le invadía una sensación de soledad que después se le extendía por las venas y le enfriaba todo el cuerpo, y hasta los mismos chicos estaban esos días distraídos mirando también por la ventana, porque el espectáculo de la nieve cayendo no deja indiferente a nadie, aunque se esté acostumbrado. Y si la nevada era grande o era la primera del año, había que dejarles salir al patio porque eso era mejor que luchar vanamente por mantener el control de la clase. Les dejaba salir y ella se quedaba dentro, sola en el aula mientras los profesores se reunían en la sala de profesores y se contaban unos a otros lo que hacían en casa, durante los fines de semana, en vacaciones; y en aquel tiempo uno o dos tuvieron hijos y todos los compañeros acudieron al hospital a conocer a los recién nacidos; alguno también se casó en aquellos años y también fueron los compañeros a la boda, como era lo natural y se suele hacer, y a veces también organizaban cenas entre unos pocos, o quedaban para ir al teatro o al cine en la ciudad, pero Luz jamás quedó con nadie, y siempre que alguien hablaba de ir a la capital en grupo ella tenía miedo incluso de que la vieran por la calle y ese día procuraba no salir de casa.

Poco a poco la muralla que había levantado se fue endureciendo y se acostumbró a esa manera clandestina de vivir y ya no le costaba estar callada ni le costaba ningún esfuerzo mantener la boca cerrada en medio de las conversaciones. Su único contacto con la vida eran los alumnos y, especialmente, las alumnas, de las que siempre tenía una preferida, que cambiaba de año en año, y que le gustaba un poco más que las otras. Esa era su pequeña compensación cotidiana por levantarse tan temprano, por sentirse tan sola durante todo un largo día, por vivir en ese silencio que a veces hacía que le pitasen los oídos, fijarse en una alumna, pensar en ella cuando avanzaba por la carretera en sombras, saber que la vería al día siguiente. En los años en los que estuvo dando clase en aquel pueblo fueron dos o tres las estudiantes que lograron que los días no fuesen todos exactamente iguales y que encontrase siempre un motivo para esforzarse en las clases. Por ellas Luz se abría cuando daba las clases, por ellas se volvía brillante, locuaz, simpática; y eso hizo que algunas alumnas la admirasen, y como era una extraña mezcla de claridad y oscuridad, de persona locuaz y silenciosa al mismo tiempo, adquirió fama de ser muy rara, alguien que podía ser callada y habladora, gris y brillante. Como nunca antes había estado en contacto con adolescentes, aquellas sensaciones eran desconocidas para ella, y eso hizo que los primeros meses se sintiese extraña y que se asombrara de sí misma, que tuviera miedo y después alegría, y si en un primer momento había pensado que coquetear con las alumnas era algo muy peligroso, enseguida se dio cuenta de que, en realidad, no había ningún peligro mientras no traspasase la línea, que era más bien un foso inmenso, porque lo que hacía era innombrable, inimaginable y, por tanto, invisible; y así, hablaba mucho con sus alumnas, discutía con ellas sobre libros, o películas, o sobre los estudios, sobre la vida, sobre todo, y en el tiempo del recreo se la podía ver paseando y dando vueltas al patio acompañada siempre por una pequeña cohorte de incondicionales. Luz sabía que lo que le atraía de aquellas chicas era el movimiento de sus caderas, los muslos que quedaban al aire cuando se ponían el uniforme de gimnasia, y a los que ella se esforzaba por no mirar para finalmente terminar mirando sin poder evitarlo; y después fue más lejos y se convirtió en espectadora habitual de la clase de gimnasia durante la que se sentaba en las gradas para ver a sus chicas correr hacia el potro y, con todos los músculos tensos, saltarlo haciendo una pirueta en el aire que las depositaba en el suelo sobre dos piernas fuertes. En ese tiempo la clase de gimnasia se convirtió en el momento culminante del día, pero le gustaba también volver a casa y encontrarse con Ali que vivía para esperarla, que vivía sólo para regresar, para tenerlo todo ordenado, para sentirse protegida y para olvidar el miedo que sentía cuando estaba fuera, el miedo a cualquier pregunta inconveniente que la descubriera, que descubriera algo suyo, cualquier cosa.

Al contrario que Luz, Ali procuraba en clase pasar lo más inadvertida posible y cada día que pasaba le gustaba menos la enseñanza, para la que se dio cuenta de que no estaba hecha porque comprendió que hay que ser un poco exhibicionista para ponerse frente a una clase y tratar de seducirla, y abrigaba la esperanza, nunca confesada ni explicitada, de que, más adelante, podría buscarse otra ocupación. Y el tiempo fue pasando con un ritmo diferente, consciente de sí, de cada atardecer, de cada amanecer, quizá porque las vidas que transcurren en silencio parecen más lentas, o así se lo parecía a ellas, y las cosas se fueron colocando en su lugar, y un día sintieron que sus vidas habían encajado la una en la otra y las dos en el ritmo de las cosas, y les pareció que ellas dos vivían en una especie de silencio cósmico que terminó por resultar agradable.

Un día Ali recibió una carta de su padre en la que le decía que estaba viejo y enfermo y que su madre y él mismo querrían verla, pasar un tiempo con ella, que Lucio vendría también ahora que el negocio marchaba solo y que su mujer podía quedarse al frente. Al leer esas letras el corazón se le aceleró de tal manera que Luz, que estaba sentada con ella en el salón, casi lo oyó y levantó la cabeza del libro. «¿Qué pasa? ¿Es tu familia? Estás colorada», preguntó con miedo de escuchar la respuesta. «¡Dios mío, dice que quieren venir! Es de mi padre, dice que viene a pasar una temporada —los ojos de Ali se habían llenado de lágrimas—. ¿Qué vamos a hacer? Van a descubrirlo y me llevarán de nuevo al hospital». Agarraba la carta con una mano cuyo temblor no podía reprimir, y entonces comenzó a repetir: «Dios mío, Dios mío», mientras miraba a Luz con expresión angustiada; y después de eso ya sólo acertó a decir: «Estábamos tan bien…». «Estamos bien y vamos a seguir estándolo», intentó tranquilizarla Luz. «No pasa nada, no te derrumbes, Ali, por Dios. Antes eras una niña menor de edad, ahora eres una mujer que tiene un trabajo y nadie tiene nada que decir. Además, no van a saberlo. Para eso tenemos alquilada una casa desde hace años. No va a pasar nada, todo va a salir bien», pero mientras pronunciaba esas últimas palabras, «todo va a salir bien», las dos se acordaron de la primera vez que Luz las había pronunciado con la intención de tranquilizarla, cuando las llevaron a la comisaría y después regresaron a la residencia y Ali tenía pánico a cruzar la puerta. Desde ese momento Luz las había pronunciado para tranquilizarla en infinidad de ocasiones y Ali siempre se las había creído porque le parecía que había algo mágico en ellas cuando era Luz quien las pronunciaba, algo que impedía que el mal se desencadenase a su alrededor, algo que lo mantenía a raya, y por eso se sintió ligeramente confortada ahora que las escuchó de nuevo, y pensó que el futuro no sería nunca tan terrible como ella secretamente lo imaginaba y luchó por mantenerse fuerte.

Al día siguiente por la mañana acudió a Teléfonos para llamar a su padre. Lo había venido haciendo a menudo en esos años, aunque siempre le dijo que prefería las cartas y que en todo caso era difícil poner teléfono en casa en aquella ciudad, eran otros tiempos. Aquella mañana Augusto pareció muy contento de escucharla e incluso le pareció a Ali que se le quebraba la voz de la emoción, «Ha envejecido», pensó y eso le pareció una buena señal, envejecer es ablandarse, dejarse ir, unirse a las cosas y no empecinarse en oponerse a nada. Entonces ella también sintió alegría por escuchar a su padre, del que no parecía poder venir ningún peligro, y tuvo ganas de abrazar a su madre y a Lucio. Cuando salió de Teléfonos, Ali tenía ganas de verlos.