XIV
Una mañana de aquellas en las que Luz se levantaba pensando que había esperanza de sobra para el futuro porque sobraba tiempo, escuchó en la tienda de ultramarinos que la familia Pueyo se había marchado del pueblo; y esas palabras que pronunció una vecina preocupada por cosas que eran mucho más importantes para ella que la suerte que corriera la familia Pueyo, esas palabras que pronunció la vecina sin saber que eran como una espada de muerte para otra persona que escuchaba inerme, hicieron que a Luz se le vaciara de repente el estómago, como si la arrojaran por un precipicio. Y entonces, a pesar de las promesas que se había hecho de no pronunciar su nombre para que no se le notara la ansiedad, promesas que quedaban así rotas, preguntó por Ali, si alguien la había visto, si alguien sabía dónde habían ido, dónde podrían haber ido, si alguien sabía, o sospechaba, o siquiera intuía o tenía alguna idea de a dónde podría haber ido a parar la familia Pueyo. Benigna, que estaba con ella en la tienda, miró a su alrededor y después a su hija suplicando prudencia, pero las mujeres que estaban en la cola tenían, cada una de ellas, su propia explicación acerca de la misteriosa desaparición de la familia y no se resignaron a no darla, porque en los pueblos en los que los acontecimientos verdaderamente importantes son muy escasos, la gente se agarra a lo accesorio para no morir en medio de un tedio de muerte. Para unas, Ali era la causa de la partida de la familia entera: una universitaria se ahogaría en aquel pueblo, necesitaba espacio; para otras la causa de la partida es que la familia ya no tenía mucho que hacer por allí una vez que Lucio había hecho algún dinero con la ferretería y tenía esperanzas de ascenso social que pasaban por mandar a sus propias hijas a un buen colegio; era Lucio el que se ahogaba en aquel pueblo que ya le había dado todo lo que le tenía que dar, y ahora las cosas le irían mejor en la ciudad o en un pueblo más grande. En la cola de la tienda todas las vecinas aseguraban saber desde hacía tiempo que esa familia iba a marcharse tarde o temprano, porque muchas familias se iban ahora que era el momento del gran éxodo, lo cual era comprensible porque en los pueblos no quedaba gran cosa que se pudiera hacer y además, en este caso, y este era un aspecto que no debía dejarse de lado totalmente, Ali y su madre no se llevaban bien, no se entendían, todos sabían que Aurelia no le había perdonado que dejara a su novio como quien dice al pie del altar; y todas sabían también que Aurelia hubiera preferido que fuera Lucio el que estudiara y no la chica, cosas de madre, se decía. Al final las explicaciones dejaron paso a que todas las miradas se clavaran en Luz: «Tú eres muy amiga suya, ¿no?», como diciendo «tú sabrás». «No tan amigas», se apresuró a decir Benigna, «compañeras de estudios, eso sí, pero poco más». Poco más hubo, poco más se dijo porque nadie sabía nada por mucho que hablaran, que no será la primera vez que la mucha palabrería esconde ignorancia de la cuestión; y así fue aquella mañana en la que el espanto invadió a Luz y se instaló en su estómago, en sus nervios y en sus articulaciones. ¿Dónde había ido Ali sin avisarla? Y ¿por cuánto tiempo? Trató de razonar como hacía siempre, de tranquilizarse, no pasaba nada, en dos días volverían, una excursión, un pequeño viaje y, en todo caso, fuera lo que fuera, hubieran ido donde hubieran ido, Ali ya llamaría, porque no cabía en cabeza humana la posibilidad del silencio total. Esa explicación le bastó por unos días. Ella llamaría en cuanto pudiera, no importaba dónde hubieran ido.
Pero los días pasaron y Ali no llamó ni nadie sabía nada de ellos y ese fue el momento en el que Luz se dio cuenta, con horror, de lo poco que sabía de aquella familia, de que más allá de padre, madre, hermano, no sabía si Ali tenía primos lejanos, ni sabía dónde vivían los amigos de la familia, ni a dónde irían en caso de marchar del pueblo, como había sido el caso; más allá del círculo más cercano Luz no sabía nada, una nada desoladora, consecuencia sin duda de que sus dos mundos se habían replegado el uno sobre el otro para cerrar el paso a todo lo que viniera del exterior y no les gustara, y casi nada les gustaba y, por tanto, nada de fuera había entrado hasta donde estaban ellas. Ahora estaba sola.
Luz se acercaba de tarde en tarde a casa de Ali y la veía siempre igual, cerrada. Y el aspecto que tenía aquella casa ahora que nadie la habitaba era el de una casa pequeña y pobre, apenas más que una chabola, una casa a la que nadie querría regresar. Allí no habían vuelto, nadie sabía nada. Entonces volvía a su casa llorando por dentro, sufriendo como si un cáncer doloroso se le hubiera agarrado al estómago, sin resuello, sin vida, sin esperanza, como cuando Ali dijo que se casaba y dejó de verla, aunque entonces por lo menos tenía su lejana presencia, una esperanza, no el vacío sin remedio de ahora. El dolor era absoluto, la sensación de vaciamiento también, y según los días pasaban y nadie llamaba, y nadie sabía nada, y ella misma no imaginaba manera humana de dar con Ali, fue cerrándose en sí misma hacia dentro, dejando la vida fuera. Y no comía, ni abría los ojos, ni despertaba sino para llorar, y no decía una palabra porque no era capaz de decir nada, ni hubiera sabido qué decir. Dormía o se quedaba en la cama todo el día. Benigna apenas podía levantarla para comer dos bocados y las únicas palabras que salían de su boca eran para pedir que la dejaran en paz. Los pensamientos se le volvieron negros porque ahora la razón le decía que la explicación más fácil era la más probable y la más probable de todas las explicaciones era la de que Ali había querido romper con ella para siempre. Que después de su paso por la comisaría se había dado cuenta que no quería seguir por ese camino, que había querido dejar atrás el miedo y la vida escondida, que había querido vivir como todos los demás; y como era débil —Luz sabía que era débil— había decidido cortar toda relación con ella y el pasado de la única manera posible para ella, marchándose sin decir palabra para no poder después arrepentirse. Y su familia, después de recibir la carta de la ignominia, también había decidido marcharse de allí con ella y buscar un futuro algo mejor donde quiera que estuviesen. La marcha de Ali le dolía no sólo por su ausencia, le dolía también la decisión de no decírselo, era la traición, era la intención de dejar que los actos hablasen por ella, era la dejadez de no dar importancia a los actos que se cometen y que matan. El verano que habían pensado dedicar a estudiar las oposiciones se convirtió en el primer infierno, después vendrían muchos más.
Las noches eran las horas negras dedicadas al recuerdo, porque la noche es el hogar del recuerdo, el momento en que este se dibuja con la nitidez con que el día le impide dibujarse; los recuerdos dulces y los amargos, los que quería y los que no quería recordar. El día era para el dolor y la presencia perdida, pero la noche era para el cuerpo, eso siempre fue así y siempre se supo, por eso los enemigos del cuerpo temen a la noche y no al día, y por eso Luz pasaba las noches en una duermevela no deseada en la que no podía evitar revivir aquella parte de su relación que las convertía en delincuentes y en pecadoras, en enfermas. El secreto. El secreto de sus dos cuerpos juntos, apretados, y de sus propias manos, siempre más valientes que sus intenciones, buscando en el cuerpo de Ali aquellos lugares que ya conocía y que hacían que se retorciese y se entregase y entregase el miedo que durante el día la torturaba. Y bien sabía Ali, a pesar de todo su miedo, qué pedir y cómo pedirlo. Después venía la felicidad que no lograban de otra manera. La felicidad total que ahora, de noche, era como una tumba, como ver su propia tumba desde arriba. Ali era el hambre saciada y la calma, un cuerpo blanco y pequeño que se abandonaba, pero que a veces la buscaba. Y en esas noches, cuando quería llorar de miedo por no saber qué la esperaba, por no saber dónde había ido a parar todo aquello, sólo lloraba por el abrazo perdido y se culpaba por eso, porque quería imaginar su cara y porque terminaba viendo la cintura estrecha a la que se abrazaba, y los senos que había descubierto tan diferentes a los suyos como si fueran de dos razas distintas, cuando ella había creído antes que todas las mujeres los tenían iguales. La noche pasaba en un infierno de ausencia y llegaba el día con la soledad, con sus horas inacabables llenas de gente, de luz, de calor, de obligaciones, de recuerdos, de ideas que acababan en nada. A veces un vecino comentaba algo que la hacía salir del marasmo y correr a la puerta que Benigna quería cerrar de prisa. No era nada, nunca era nada, nadie sabía nada. «Habrán ido con los parientes de Aurelia, habrán ido buscando algo mejor para los dos hijos, ¿quién querría quedarse aquí?», decían. «¿De dónde es la familia de Aurelia?», preguntaba Luz abriéndose a una nueva esperanza, pero nadie sabía decirle exactamente. Nadie sabía de dónde venía Aurelia, ni dónde estaba ahora la tienda de Lucio: «Vete tú a saber, a esa familia no le gusta contar nada».
Luz se acercaba casi cada tarde a la casa de los Pueyo para verla siempre cerrada a cal y canto y al buzón no llegaba nunca ninguna carta que pudiera dar alguna explicación. No habían dado razón a nadie porque a nadie se la debían. Los días los pasaba Luz intentando sobrevivir, los días eran un esfuerzo, una exigencia para contener el miedo, intentar respirar y conseguirlo, buscar razones para hacerlo y, sobre todo, esperar. A veces la racionalidad se abría paso, no debía ceder a aquella angustia porque no había pasado ni siquiera un mes y aquello era lo que habían hablado tantas veces, que no se verían ni se hablarían en un tiempo y, por tanto, no era lo más extraño que Ali se hubiese ido con su familia a donde fuese, a visitar a un familiar enfermo por ejemplo. Cuando la razón contenía al terror su corazón recuperaba un ritmo normal y se permitía salir a pasear por los naranjales y oler el aroma de las naranjas calientes caídas en el suelo. El miedo ganaba, en cambio, cuando la encontraba débil, y se apoderaba de ella y la vencía y la doblaba.
Aquel verano, mientras ella sufría, su padre se fue muriendo en silencio y sin quejarse. No se moría de viejo, aunque pareciese mucho más viejo de lo que era, se moría de no tener nada más que hacer en la vida, de aburrimiento, de frustración, la peor manera de morirse, o quizá la mejor según se mire, la del que muere sin querer vivir un poco más. Se dejaba ir lentamente, ya no tenía opinión sobre nada ni nada le interesaba y ya apenas se hablaba con su hija. Murió una mañana mientras desayunaba, murió a medio café y sin comer siquiera una galleta. Luz aún dormía cuando ocurrió y Benigna estaba calentando la leche en la cocina. El grito de su madre despertó a Luz y la obligó a bajar las escaleras corriendo. Su padre estaba caído sobre la taza, el café se había derramado por su pecho y Benigna lloraba inconsolable. Entre las dos no fueron capaces de llevarle hasta la cama y se tuvieron que contentar con procurar que su cabeza mantuviera una posición más digna. Le limpiaron la leche y Benigna se empeñó en ponerle una camisa limpia, y Luz tuvo que ir al bar para llamar al médico que tardó cuatro horas en llegar. La espera del médico, con aquel calor, se convirtió en un infierno, y Luz ya no podrá olvidar nunca aquel olor del que era imposible escapar, y eso que se escondió en su cuarto y abrió la ventana, y después se metió en el baño y se puso algodón en la nariz, y más adelante impregnó los algodones de colonia, de jabón, de talco; pero el olor continuaba allí y, cuando ya no lo pudo soportar más, salió al patio y vomitó y se sintió culpable por vomitar cuando todos parecían resistir estoicamente. Al enterrarle, esa misma tarde, corriendo a causa del calor, lo que sintió fue un gran alivio, el que sienten los vivos cuando por fin se deshacen de los muertos, qué engorro los muertos, que una no sabe nunca qué hacer con ellos, y aliviada también porque, de un plumazo, de un golpe de suerte o mala suerte, pasaba a ser mayor de edad, dependía de ella misma para todo. No sintió nada fuera de esas dos emociones, no sintió pena, quizá porque estaba blindada ante cualquier otro sentimiento que no fuera el del dolor por Ali. Pensó también en que ahora su madre se quedaba sola en la vida, pero no sintió lástima por ella y pensó también en sí misma y se dijo que se estaba convirtiendo en alguien sin sentimientos. Aquella noche durmió algo más liberada, ansiaba quedarse sola del todo.
Con el padre muerto el silencio se hizo aún mayor dentro de la casa, la espera era densa y caliente como el verano, y la eterna cantinela de los grillos parecía dedicada a las horas muertas, caídas y sin utilidad. Y Luz seguía esperando. La espera era en la cama, en el patio, en la hamaca, en la cocina o en el pueblo, de arriba a abajo por la Calle Mayor. Una tarde en la que se acercó como siempre a casa de Ali, esta apareció violada, la puerta semiabierta, la contraventana de la cocina movida, las hierbas de la entrada pisadas, la verja con el cerrojo a medio pasar, alguien había estado dentro y Luz corrió a preguntar en la casa de al lado. «Una camioneta vino ayer y lo sacaron todo, no vino nadie de la familia, sólo los que lo cargaban». A las preguntas de los curiosos, y no hay nadie más curioso que un vecino, contestaron que se lo llevaban todo a Valencia, por orden de la familia, no había mucho que salvar de la casa, apenas algunos muebles, la vajilla y alguna ropa, lo demás ahí quedaba. «Dónde, dónde de Valencia», eso no lo preguntaron, la calle exacta qué importaba. «Para cuánto tiempo», para mucho era de suponer, si no, no se deshace la casa. Entonces ya supo que no tenía ni siquiera las pocas fuerzas que una lejana esperanza le había estado prestando en esos días y la necesidad de aullar de dolor la llevó a su habitación, donde lloró y se golpeó la cabeza contra las paredes. Todos creyeron que era por el padre muerto, pero era por Ali y por el futuro arrancado de raíz.
El verano se alargó aquel año y el calor no se iba durante el día. No había caído una sola gota en varios meses y el campo crujía al pisarlo de seco que estaba. Entonces, en una fecha tan tardía como el 28 de octubre sopló una brisa polvorienta que lo volvió todo blanco y aún más difícil. Durante el día no se pudo estar al aire porque el polvo se metía en la nariz y en la boca e impedía respirar a los humanos. Los ojos estaban enrojecidos y llorosos y el paisaje se volvió todo gris hasta más allá del horizonte. Desde lo alto, el mar dejó de verse y se confundía con el cielo que parecía como que quisiera descargar algo de peso, pero no había nubes. Cada uno llevaba el peso del día en su propio pecho, y el pueblo estuvo aquel día más silencioso que de costumbre. Hasta que llegó la noche y cierto alivio tenso. Estaban cenando cuando se escucharon unos gritos que Benigna reconoció enseguida, era un incendio. Sólo que en esta ocasión parecía más grave que otras veces. Al salir fuera no se veía el fuego, pero se olía, y se escuchaba a la gente correr y gritar. Lo normal era ir a ayudar o, si no, volver a casa, y eso es lo que Luz y Benigna hicieron, esperar a que acabara.
Poco después la Guardia Civil recorrió el pueblo con unos altavoces sacando a la gente de las casas, lo cual lo convertía en el incendio más grave de los que habían vivido, nunca antes habían tenido que dejar sus casas. Los que se iban lloraban y se resistían porque todo lo suyo quedaba dentro, pero Luz y Benigna salieron sin lástima de su casa. Se reunieron en la plaza con todos los demás y ahora, al fondo de la calle, hacia la montaña, lejos, se veía una línea roja que jamás se había visto tan cerca. El aire de repente era denso y no podía respirarse, la gente comenzó a toser. La Guardia Civil repartió mantas y todos los vecinos subieron a unos autocares que llegaron de repente a la plaza. Benigna y Luz subieron, y al marcharse creyeron que dejaban atrás el pueblo para siempre, y no lo sintieron, ni sintieron curiosidad tampoco por su destino, ni por su suerte ni nada. Ahora sí se podía escuchar el ruido terrible del monte ardiendo y retorciéndose como ella de dolor; Luz reconocía el sonido y lo sentía en el fondo de su alma como propio. Las llevaron a un pueblo cercano y las instalaron en un almacén desde donde los vecinos miraban el horizonte ardiente entre lágrimas. No estaban sino las mujeres, los viejos y los niños porque los hombres estaban intentando apagar las llamas, algunos no habían querido moverse de sus casas, otros habían obligado al conductor del autocar a detenerse a medio camino y habían salido corriendo de vuelta hacia el fuego.
Para muchos aquella fue la más terrible batalla de sus vidas, pero algunos otros hicieron el amor entre las mantas, respirando aire ardiente, otros se encontraron con sus vidas frente a frente y no pudieron esquivarlas por más tiempo, algunos decidieron que no querían seguir por ese camino, y otros dedicaron la noche entera a rezar. Había guardias por todas partes y había también hombres vestidos con monos azules de trabajo armados con ramas. Había mujeres que bajaban con bidones de agua para los niños y los viejos. Todos los que se detenían un momento a descansar lloraban, ya fueran hombres o mujeres, o ancianos que lo habían perdido todo. La única que no lloraba era Luz. Llevaba varios meses sumida en un dolor que era como un pozo abierto en sus entrañas, la vida se abría como un infierno ante ella y no podía siquiera atisbar un poco de paz; aquella noche el cielo rojo le pareció que estaba ahí puesto para ella. Era la necesidad de dejar de existir allí mismo y en aquel mismo instante. Y no había consuelo. Por fin, sus lágrimas salieron porque nadie la miraba y porque era natural llorar en aquellas circunstancias, quizá por eso las dejó salir después de tanto tiempo de reprimirlas. Apretó los puños y se clavó las uñas en las palmas de las manos hasta hacerse sangre, pero no le dolió porque ahora el dolor por fin fluía tranquilo por sus venas, había encontrado cauce y llegaba hasta sus terminaciones nerviosas. Luz sabía ahora cómo pueden doler las horas, los minutos, la respiración, tragar, defecar, vestirse, ver amanecer, y aun así seguir viviendo. Por eso aquella noche supo que seguiría viviendo, como todos aquellos que esa noche podían perderlo todo. Esa noche le sirvió para ordenar los pensamientos anteriores, cosa que hizo, y para poner los pies en el suelo y en el día en que estaba, y para notar que el peso se estaba levantando poco a poco de su pecho y que la respiración se ensanchaba. Se sintió un poco huérfana al pensar en que ese dolor se levantaría, y un poco rara al pensar en que era posible que la vida se normalizara; sintió que se estaba quedando sin nada, como tantos otros a los que el fuego se lo robaba todo. Esa noche el fuego no llegó finalmente al pueblo, pero dos chicos murieron luchando contra él y para ellos no hubo más futuro, así que la vuelta a casa no fue alegre sino fúnebre para los vecinos. Al día siguiente, entre el olor a quemado, el autocar les llevó de vuelta y así volvieron todos, con el dolor contenido y las lágrimas secas, y volvieron recorriendo una carretera que se internaba por un monte que estaba negro y aún humeaba. El blanco se había convertido en gris y Luz pudo en esa mañana sentirse en comunión con el resto de los habitantes de su pueblo para comenzar de nuevo. Cada verano había un incendio, pero aquel les costaría mucho olvidarlo.