XXI

Las cosas son como son y no pueden cambiarse, o eso es al menos el primer pensamiento que se le vino a la cabeza a Luz cuando volvió a casa y se dio cuenta de que Ali se había ido y cuando ya no le cupo ninguna duda de que se había ido con su familia, ¿con quién si no?, sin amigos ni conocidos, metida en casa, sin más interés que ella misma, que la casa, que la vida en común, no podía más que estar con su familia, donde quiera que esta la hubiera llevado. Que algo anormal ocurría lo percibió Luz en cuanto abrió la puerta de su casa porque era un aire, una sensación, algo indefinible, lo que la asaltó ya desde que puso un pie dentro porque, aunque la casa estaba siempre silenciosa, aquella tarde el silencio era más denso que de costumbre y desalentador. El vacío era absoluto en la atmósfera, y en ese momento cobró sentido para Luz la lucha que en los últimos meses a Ali se le transparentaba en la cara, y cuando, al entrar en el dormitorio, encontró su carta encima de la almohada, hacía tiempo que las lágrimas corrían por sus mejillas. La carta era breve:

Querida Luci:

Tengo que irme porque no creo que pueda aguantar más esta situación. No quiero vivir así, esta no es la clase de vida que deseo. Mi familia es lo único que tengo en esta vida, aparte de ti, claro, pero tú no debes formar parte de mi vida en la manera en que hasta ahora lo has hecho. No está bien, no es sano ni natural. No sé por qué somos como somos, condenadas a sufrir y a este extrañamiento permanente del mundo en el que vivimos. Con el tiempo, parece que tú te has acostumbrado y que has llegado a conformarte. Yo, según se pasa la vida, lo encuentro más difícil de aguantar. No es porque yo tenga fe y tú no por lo que ahora me voy, porque estoy convencida de que Dios no va a juzgarte con dureza. Tampoco a mí, estoy segura, porque Él sabe de mi sufrimiento. Más que el juicio divino me preocupa el juicio de los hombres, y creo que tengo que poner fin a todo esto. No sé si será posible, pero voy a intentarlo. En todo caso, lo que quiero que sepas es que te quiero mucho, que siempre te he querido, desde niña, y que por mucho que me cambien, lo que nunca podrán cambiar es el amor que te he tenido.

No había firma, ni una despedida. Eso era todo: a eso quedaban reducidos los años pasados, aquella ciudad a la que habían llegado huyendo y de la que ahora Ali había vuelto a huir; el amor y el deseo, las risas y los llantos, las tardes y los días, todo quedaba reducido al final a media cuartilla de infinita tristeza. Agarrada a ella Luz lloró en silencio y encogida toda la noche y el amanecer la sorprendió sentada en el sillón y pudo ver la luz entrar despacio y como pidiendo permiso por las ranuras de la persiana, amanecía después de todo y a pesar de todo, como siempre amanece y como continuará amaneciendo aun después de que hayamos muerto. Al hacerse de día se preparó un vaso de leche caliente y se fue a la cama tratando de mantener el dolor en cuarentena, luchando porque no explotase y se abriese dentro de ella como una bomba incendiaria que lo arrasase todo a su paso. Luchaba por mantenerlo ahí, agazapado en algún lugar de la conciencia en donde poder controlarlo mínimamente, y entonces se tumbó en la cama con el miedo al futuro agarrado a sus entrañas, con el mismo miedo que sintió quince años antes, cuando Ali desapareció por primera vez, pero ahora que Ali desaparecía de nuevo ella ya era una adulta que tenía sus recursos y que no pensaba dejarse morir en la espera. Consiguió por fin dormirse porque consiguió instalar en ella la certeza de que esta vez no iba a ser como en la anterior ocasión, que iba a luchar y a ganar y, gracias a eso, se quedó dormida, aunque durmió con el sueño pesado de la enfermedad y de la fiebre, con pesadillas y con una sensación de miedo sobrevolando su sueño. Luego, al despertar, casi a media tarde, se sintió como si el mundo, fuera de aquella habitación, hubiera explotado y ella fuera ahora la única habitante de la tierra, y se quedó en la cama, mirando al techo y sin pensar en nada. Así pasaron aún unas cuantas horas hasta que se levantó ya de anochecida con la idea de preparar un plan, de buscar a Ali y de encontrarla, porque pensar en hacer algo era la única manera de continuar viviendo y de dominar el dolor y la angustia y por eso se dijo que la encontraría estuviera donde estuviera y, además, estaba segura de que no podía estar muy lejos.

Ali había viajado hasta Valencia en medio del silencio sepulcral que era su alma y había mantenido ese mismo silencio en el momento de encontrarse con sus padres en la estación. Su madre había llorado al verla y le había dicho: «Somos tu familia, sólo queremos lo mejor para ti. Te queremos y tenemos la obligación de ayudarte si te pasa algo», y después el llanto se hizo más intenso, «todo esto te pasa porque yo me fui cuando eras niña. Las madres no abandonan a sus hijos», y ahora el llanto era ya incontenible y los tres comenzaron a caminar hasta el coche, al volante del cual estaba Lucio, que apenas la saludó, que se limitó a mover la cabeza cuando ella subió y que enfiló el coche hacia la misma clínica en la que había estado años atrás. Ali se dio cuenta de que apenas recordaba nada de aquel lugar en el que había estado varios meses aunque la mayor parte del tiempo inconsciente, quizá una visión general de la casa rodeada por los jardines que era como una postal en el recuerdo.

En recepción ya les esperaban como entonces y las enfermeras también sonreían como entonces y lo único que Ali hubiera querido hacer era formular una pregunta acerca de la mujer que veía gusanos en la comida para enterarse de cual había sido su destino final, pero calló porque de eso habían pasado muchos años, demasiados como para que nadie la recordara, ¿se habría curado igual que ella iba a curarse? La recepcionista tomó con mucho cuidado sus datos y después sacó una carpeta del archivo en la que se leía su nombre: Alicia Pueyo, la misma que ya había estado allí antes. Al marcharse le habían dicho que estaba curada, pero ahora volvía; por eso cuando la recepcionista abrió la carpeta verde, fue como si se abriera un abismo bajo sus pies, porque entendió que de la misma manera que no se había curado entonces, tampoco iba a curarse ahora y, en ese mismo instante, Ali hubiera querido marcharse, porque ya se estaba arrepintiendo de haber huido de su casa, y dijo en voz muy baja: «Luci», y todos se volvieron a mirarla. Pronunciar esa palabra fue un acto de desafío, de libertad, y significaba también que ahora comprendía lo que Luz decía, que no había nada de malo en que estuvieran juntas porque eso es lo que deseaban y no hacían daño a nadie, todo eso pensó, aunque era demasiado tarde, y en ese momento se volvió a sus padres y dijo: «Me marcho», pero ya no era posible porque la monja hizo sonar un timbre y apareció un enfermero que la cogió del brazo con esa misma sonrisa que parecía ser la marca de la casa. Entonces se dejó llevar y ya no dijo adiós a nadie ni miró atrás al avanzar por el pasillo porque en ese momento sentía que Luz era la única familia que había tenido.

El enfermero la condujo a una consulta en la que un médico le sonrió también con afabilidad. El enfermero le tendió el historial y el médico, sin dejar de mirarla y de sonreírle, lo examinó en silencio y con atención y aún pasaron varios minutos de silencio que Ali empleó en mirar el jardín por la ventana y en desear que la dejaran sola para sentarse un rato al sol. Al final el doctor levantó la vista y dijo: «Estas cosas de los nervios son difíciles de curar. No creo que sea más que eso, un desorden emocional que la conduce a buscar la compañía de esa mujer en la que usted cree haber encontrado a la madre ausente que le faltó durante su infancia y adolescencia. Pero todo eso tiene arreglo y usted podrá llevar una vida normal, casarse, tener hijos, ser una mujer completa. No se preocupe. Pero tiene que confiar en mi, Alicia. Y tiene que poner algo de su parte». Después sonrió aún más, quizá pensando que la sonrisa tiene propiedades curativas: «Es usted una mujer muy guapa y aún joven, con mucha vida por delante. Nosotros vamos a ayudarla». Y de nuevo tocó un timbre y de nuevo apareció el enfermero al que dijo: «Lleve a la señorita a la segunda planta». Pero Ali ya no quería ir a ningún sitio que no fuese su casa, y por eso inició un conato de rebeldía: «Soy una mujer mayor de edad y quiero marcharme de aquí. No me pasa nada. Creo que me equivoqué al venir». «Querida», contestó el joven médico de la perenne sonrisa, «no puedes marcharte ahora. Es por tu bien. Comprendo que esto te asuste, pero no te preocupes, todo va a salir bien y va a ser más rápido de lo que crees. Si colaboras, será todo más fácil, y en menos de lo que imaginas estarás con tus padres». «Pero no quiero. No pueden retenerme contra mi voluntad. Quiero marcharme de aquí ahora mismo», Ali casi gritaba, e hizo ademán de marcharse, pero el enfermero se lo impidió. «Ali, tu familia está en este momento hablando con un juez para hacerse cargo legalmente de ti. Tú no estás bien. Es mejor que tu familia que te quiere se ocupe de todo. Tus padres te adoran y quieren lo mejor para ti, y no te quepa duda de que es así y de que, entre todos, vamos a curarte. Vamos a cuidarte, y cuando te devolvamos al mundo, serás una persona nueva. Lo mejor es que colabores, sería todo más rápido y mejor».

El médico hablaba lenta y suavemente sin dejar de mirarla, y en ese momento Ali comprendió que tenía que quedarse porque no podía hacer otra cosa y pensó en Luz y sintió mucha pena porque se la imaginó en su casa, la casa de las dos, preguntándose qué había pasado, dónde estaba, y lo sintió mucho. Y aunque ahora pensaba que Luz tenía razón, y no sus padres, también pensaba que lo mejor para ella era entregarse y dejarse hacer esperando salir pronto, y en ese momento se prometió a sí misma que cuando saliera de allí no habría más dudas, ni más culpas y ya no le resultó tan difícil quedarse. Siguió entonces al enfermero dócilmente hasta una habitación individual en la segunda planta, y a su paso las monjas sonreían, las enfermas sonreían, y ella hizo todo lo que se la mandaba; se desnudó y se puso un camisón y una bata, y esperó, pero no tuvo que esperar mucho porque enseguida apareció una monja que, también sonriendo, le dio dos píldoras que Ali se tragó. Luego la monja le dijo que se echara a dormir, que necesitaba dormir mucho y como ella ya había pasado antes por aquello, sabía que era inútil resistirse al sueño inducido, así que se durmió y volvió a tener pesadillas, y ya por la mañana, tan pronto, ya no era la misma y ya no tenía fuerzas ni voluntad para enfrentarse a las pastillas, ni a nada.

Hubo una tarde en la que Ali soñó que estaba en la playa y que el aire olía a mar y que Luz estaba tumbada a su lado, aunque ya no puede recordar qué día era, ni siquiera qué hora era, ni cuántos días habían pasado desde su ingreso, ni quiénes eran los que vinieron y entraron en su habitación, pero debían ser médicos porque iban embutidos todos ellos en batas blancas y todos ellos le sonrieron cuando ella ya tenía ciertas dificultades para fijar la vista y para hablar. Mientras las olas sonaban tranquilas, los médicos hablaban entre ellos, o quizás hablaban con ella, y al mismo tiempo una monja le tomaba la tensión y el pulso, y después le sacaron sangre. Se esforzó en vano por entender lo que los médicos decían porque suponía que debía ser algo referido a ella, pero hablaban en voz tan baja que no pudo entender una palabra, aunque puede que fuera porque tenía dificultad para separar unas palabras de otras y puede que fuera también porque las olas sonaban cada vez con más fuerza, como si se estuviese preparando una tormenta.

Otras veces, cuando las monjas se dirigían a ella, le parecía que de las bocas sólo salía un sonido único, como el sonido de una máquina, y desistía, pero aquella mañana quizá hablaban demasiado bajo, no se esforzó en entender, no le importaba. Unas horas después un enfermero vino a buscarla con una camilla, una monja le ayudó a subir y a tumbarse y después la taparon con la sábana blanca como si fuera una mortaja. No estaba muerta todavía, pero pronto querría estarlo. La condujeron a un quirófano en el que la trasladaron a otra camilla, esta fija en el centro de la sala y allí ella misma, con pudor, se tapó las piernas desnudas con una sábana verde y entonces los médicos, que continuaban sonriendo y que se esforzaban por pronunciar palabras tranquilizadoras le decían que se iba a poner bien y esas palabras sí que las entendió perfectamente porque eran de esperanza y de ilusión. Ali hubiera querido preguntar ¿qué me pasa?, pero las sílabas se le escurrían de entre los labios y de su boca sólo salió un sonido inaudible, como un soplido, como un silbido, como un estertor. Una enfermera le acarició la frente y después le pusieron unas ventosas conectadas a su cuerpo y a su cabeza, y las ventosas conectaban también a unas máquinas y alguien le ató las manos y los pies a la camilla y lo último que recuerda es que la enfermera más sonriente de todas le introdujo una cosa blanda de tela, entre los dientes, porque después vino la descarga, el dolor infinito, el nublarse de la conciencia entre convulsiones, desaparecer, morir sin acabar de morir, amarrada a aquella camilla, con el fuego quemándola por dentro y por fuera, que le parecía que la piel se la arrancaban a tiras. Los gritos no le salían de la boca con aquel bocado blando, pero los dientes se le quedaron allí clavados y las encías le sangraban. No sabe mucho más.

Después hubo luces y oscuridades, pero ya no pudo imaginar la playa. Las voces que la rodeaban se perdieron, sonaban y después se iban apagando, aunque las bocas continuaban abriéndose y cerrándose y pudo escuchar claramente su propia respiración y sus propios pulmones viviendo, empapándose de aire, como una planta recién regada después de días en la tierra seca, algo que no todo el mundo escucha a lo largo de su existencia, el sonido de la vida. Recuerda el ruido estruendoso de los pulmones esforzándose por respirar, los alvéolos, pobre carne tierna, tratando de atrapar un poco de aire, y las luces también, explotando dentro de las órbitas de sus ojos, los globos oculares a punto de estallar, y la sangre contaminada, quemada, llena de un líquido ardiente, recorriendo sus venas desde el último pelo de su cabeza a los dedos de los pies.

Un tiempo después se despertó en la cama después de haber estado de visita en el infierno, de haber visto el fuego crepitar, de haber visto el cielo volverse rojo de fuego, después de haber escuchado las voces de los muertos pidiendo auxilio. No sabe cuánto tiempo pasó pero despertó en la cama para reconocer que la luz del día ya le era insoportable de aguantar y para pedir a gritos que la libraran de aquella luminosidad. Una monja entró presurosa y ya no sonreía cuando le corrió de mala gana las cortinas. «Encima protesta», dijo. El ruido de la carretera cercana se le volvió de pronto insoportable, se le metía dentro, le explotaba dentro de la cabeza, o quizá fueran las demás corrientes que recibió después de la primera, porque después del primer día ya no distinguió uno de otro y ya sólo distinguía la luz que le quemaba los ojos y los ruidos, que le rompían los tímpanos. Una vez cree que vio a su padre y que le sonrió, pero lo más seguro es que fuera una alucinación, porque a veces las personas no eran personas, sino sueños y espíritus malignos que llegaban para hacerle daño, y a veces se confundía y sonreía, o gritaba y sus gritos los escuchaban todos en la segunda planta.

El tiempo se detuvo y dejó de transcurrir con su cadencia habitual, ahora se detenía de repente como un coche parado en seco y el cuerpo percibía el frenazo, pero a veces los minutos pasaban tan deprisa que los escuchaba silbar junto a su oído. Por las noches escuchaba los pasos de las monjas por el pasillo, de los vigilantes, y escuchaba también las voces de los locos que gritaban en sus celdas porque había algunos que tenían celdas acolchadas para que no rompieran la cabeza al golpearla contra la pared y, sabiendo todo eso, a ella le decían que tenía que considerarse afortunada porque estaba en una cama limpia que a veces ella misma ensuciaba sin poder evitarlo y cuando eso ocurría, lloraba porque no se había dado cuenta y porque no podía controlarse, y pedía perdón a pesar de que nadie la culpaba de nada. Un día se dio cuenta de que no estaba limpia, sino bañada en excrementos y el hedor de su cuerpo le producía náuseas, y entonces gritó hasta que llegaron las enfermeras y le aseguraron que la cama estaba limpia, que olía a recién bañada y entonces calló pero en cuanto las enfermeras salieron de la habitación, Ali se tiró de la cama y comenzó a golpearse la cabeza contra los barrotes hasta que la sangre corrió por su frente sobre los ojos y le nubló la vista. El ruido era sordo y rítmico, como el de su corazón, el dolor apenas era dolor y la sangre sabía dulce; y estaba a punto de marcharse, de dejarse ir, cuando llegaron y ya no pudo volver a hacerlo porque la ataron a la cama, desde ese día en adelante.

Y entonces aprendió a asentir a lo que decían los médicos, los psicólogos, las monjas, las enfermeras, los enfermeros, porque sólo quería librarse del dolor de las descargas, de la tremenda jaqueca que le sobrevenía en medio de la noche, cuando la despertaba un ruido que le nacía dentro de la cabeza y cuando lo único que quería en el mundo, sólo eso si le hubieran dado a elegir, es que le dieran más pastillas, porque las pastillas la ayudaban y porque enseguida descubrió lo que todos ellos, psicólogos, monjas, enfermeras y enfermeros, querían que ella dijese, y aprendió a decirlo, y ella misma terminó creyendo en sus palabras porque la ausencia de dolor era, si se portaba como querían, algo que podía más o menos controlar. En algún momento de todo aquel proceso se perdió en sí misma. Sus padres no iban a verla porque eso es lo que los médicos encontraban más conveniente, pero enviaban cartas que le leía una monja en las que parecían contentos y la animaban a que continuase así. «Lo estás haciendo muy bien», le decían y también que Lucio no escribía porque estaba muy ocupado con sus negocios, que marchaban prósperamente, según le dijeron.

Fueron casi siete meses de internamiento, aunque esa no es la cuenta que llevó ella, que al segundo o tercer día ya no pudo contar más, que olvidó las semanas que llevaba allí dentro hasta darle la impresión de que llevaba allí toda la vida y le costaba recordar que hubiera vivido toda una vida en el exterior, aunque así era. Una noche en la que el ruido de la autopista se escuchaba a lo lejos, se despertó sin dolor de cabeza, lo cual era extraño, simplemente con una necesidad inexplicable, como hambre sin ser hambre y bajó, sin darse cuenta de lo que hacía, la mano por su vientre y la llevó entre las piernas, a ese lugar que Luz acariciaba, y así fue como volvió a la vida y como volvió ese momento en el que tuvo que recordar a Luz y que pensar en su cuerpo, a pesar de que eso era probablemente lo más prohibido y a pesar de que sabía que tenía que arrancarse a Luz de su memoria o jamás saldría de allí. Las manos de Luz acariciándola llenaron su imaginación y entonces el placer se hizo dolor y un aullido desgarrador salió de su garganta, y por eso después lloró durante horas, porque comprendió que ella estaría buscándola, que estaría sufriendo y que no podía hacer nada por evitarle el sufrimiento. No podían ayudarse la una a la otra. Después escuchó unas voces dentro de su cabeza que le pedían que no gritara más y calló para que nadie acudiese, pero continuó llorando en silencio, aunque ella se escuchaba por dentro.

Y en los meses siguientes siguió con las terapias y las consultas, las pastillas y las voces que le decían lo que tenía que hacer y que eran voces buenas porque la llevaban por un camino suave y porque le decían cómo vivir sin sufrimiento, así que era fácil seguir sus instrucciones. Las voces le decían que se guardara las cosas y que no contara siempre la verdad ni a los médicos ni a sus padres. Las voces le enseñaron a ser más reservada, las voces consiguieron que mintiera.

Los días de Ali en el hospital estaban destinados a ser menos de los que fueron, pero cuando las voces comenzaron a decirle cosas y Luz volvió a su recuerdo, y por más que hiciera no podía borrarla, entonces una mañana, pensando que jamás podría curarse como le decían que tenía que curarse, se dirigió al cuarto de baño y consiguió romper el vaso de plástico que tenía para el cepillo de dientes y se hizo así con un pedazo de plástico lo suficientemente duro como para cortar. Se sentó en la cama y, con paciencia infinita, comenzó a cortarse la carne con los pedazos del vaso. Se rajó los brazos y las muñecas, se rajó los pechos alrededor de los pezones —lo que constituyó un gran escándalo— y se hizo dos enormes cortes en las mejillas, aunque ningún corte de aquellos era profundo, porque lo cierto es que el plástico no daba para mucho y sólo consiguió que salieran unas gotas de sangre que corrían como en un dibujo de tinta sobre su piel. Sentía dolor, pero el dolor era un alivio. Dolerse en la carne era una manera de dar salida al dolor del alma, a ese dolor al que es imposible llegar, al que no admite cura, ni se puede tocar, por eso ella comprendió que frente al dolor del alma, el dolor del cuerpo puede volver el primero tangible y soportable, como cuando se explota una ampolla para que salga el pus, lo único que hizo fue dejar que la tensión saliera. Pero después entraron los enfermeros y la encontraron desnuda en la cama con las mejillas, los brazos y los pechos ensangrentados y también vinieron las monjas corriendo y las voces de todos ellos en la habitación se escuchaban por todo el corredor, y algunas internas movían la cabeza y lo sentían por Ali, porque se decía que iba a salir pronto, pero ya no saldría.

Ya no salió inmediatamente, sino que después de aquello volvieron una serie de descargas y un periodo menos doloroso que el anterior porque perdió un poco la noción de sí misma y tuvo la suerte de hundirse en una inconsciencia suave y blanca como la leche; y después siguieron unos meses en los que todo lo eclipsaba ya el dolor de cabeza, que no le dejaba pensar. Las voces hablaban ahora de otras cosas y a veces se asustaba, pero ya no decía nada, no hacía nada, se estaba quieta porque si una está quieta, nadie se fija. Estarse quieta, asentir, sonreír de vez en cuando, dejar el cuerpo en calma, como muerto, era lo que esperaban que hiciera y lo que hizo hasta que se acostumbró a esa inmovilidad y ya no hubiera sabido estar de otra manera. Poco a poco entonces, los ruidos fueron haciéndose más soportables y las luces dejaron de herir sus pupilas, el tiempo cambió en el exterior y ella pudo darse cuenta de que el jardín tenía otro color y un olor diferente y la cabeza no le dolía tanto y sólo las pesadillas continuaban interrumpiendo sus sueños.

No se acordaba de nadie, pero reconocía a las monjas y a los médicos y volvió a ver a sus padres y les sonrió cuando le dijeron quienes eran, porque los padres son importantes, eso lo sabe cualquiera, y merecen nuestro respeto, y sonrió aún más cuando su padre le acarició la frente y le dijo que estaba contento de verla tan bien. Después, cada vez le resultaba más fácil hablar, y las palabras que salían de su boca parecían tener sentido, y entonces fue cuando la llevaron a un grupo de mujeres que hablaban sentadas en círculo de sus madres, de sus padres, de sus maridos y ella también habló de todo eso, aunque no habló de Luz, no hubiera podido pronunciar su nombre en aquel lugar. Otros días era ella sola la que bajaba a la consulta del médico y allí también hablaba en voz muy baja de sus pesadillas. Y cuando cogió algo de peso y cuando todas las palabras que pronunciaba eran comprensibles para los que la escuchaban y cuando hacía ya algún tiempo que no le administraban las descargas, entonces su padre vino a buscarla y se la llevó a casa.