XXX
Los días pasan muy despacio, tan despacio que a Luz le parece a veces que ha regresado a la niñez en donde la morosidad del tiempo es la tónica y no una excepción, que el tiempo pasa más deprisa cuanto mayores somos, y más se acelera cuanto más quisiéramos nosotros que se retarde, pero es así y nada hay que podamos hacer salvo acoplarnos y entregarnos, que es lo que ha hecho Luz; y sin lástima, porque lo que más desea es acordar su cuerpo al ritmo de las cosas, porque sólo así se descansa, cuando el cuerpo deja de pesar. Ahora, a su edad, Luz descubre como si fuera una adolescente que el suave pasar de las tardes es posible, igual que una mañana radiante que la coge por sorpresa y la transporta, y sospecha que la culpable de ese desequilibrio temporal y casi diría que hormonal es Fátima. Luz y el tiempo aguardan cada tarde que llegue la mañana, y lo hacen dejando que las horas se escurran tan silenciosas que no se las sienta pasar ni a ella respirar. La tarde así vivida es como si no fuera más que una espera suave que se va sin estridencias y, cuando se quiere dar cuenta, cuando ha respirado, cantado, pensado en el cuerpo moreno de Fátima, cuando se ha pegado a las sábanas frías y ha dormido un poco, entonces ya está aquí de nuevo la mañana con su luz agresiva en la que no caben las sombras ni la duda y, con ella, el sonido del timbre de la puerta y Fátima que entra en su casa cada vez con más seguridad y ríe también con más seguridad porque cada día tiene un motivo nuevo para estar contenta, porque para ella todo es un descubrimiento gozoso, todo le gusta y lo vive, tiene confianza y esperanza porque es joven.
Disfruta con lo que ve y con lo que hacen, porque es nuevo, con lo que hablan, porque no había escuchado nada semejante, y entre medias de todo eso tiene sus motivos secretos para estar contenta, razones que no ha contado a nadie, ni a las amigas del instituto, porque si lo cuenta puede desaparecerle entre las manos. Percibe cómo se altera la respiración de Luz cuando ella entra, ve cómo le cambia la mirada, cómo le tiemblan las manos y se atropella, y hay poca gente, joven o vieja, que no sea sensible al efecto que producimos en los otros, especialmente si ese efecto es el deseo, que todos buscamos provocar, por lo que cambiaríamos cualquier cosa y por lo que podemos llegar a pensar, incluso, que nuestra vida tiene sentido, hasta tal punto es posible que nos nuble la razón.
Pasan los días del verano y Fátima parece tranquila, aceptando lo que venga porque no tiene prisa ni piensa mucho en ello porque su tiempo se extiende como una pradera ante su vista y no se le ve el final. Las clases han quedado a un lado, ya no hay más que un juego tenso entre las dos. Y Luz se acuesta y se despierta con el cuerpo dolorido de tanto desear porque el deseo duele y se hace notar en los órganos, y se despierta con sed por la mañana y a veces gritaría por la noche, pero se contiene porque sabe que no va a ninguna parte y que este dolor es todo lo que tendrá nunca de Fátima; dolor que es soportable porque a veces es calmado y saciado por una sensación intensa de felicidad que la deja como si la marea le hubiera pasado por encima, suavizando, igualando, humedeciendo, limpiando la suciedad de la noche. Ahora Fátima es más ligera que antes, tiene la palabra más fácil porque ha ido abandonando la timidez y ahora es ella misma la que habla y se atreve, que antes estaba más bien oculta detrás de una chica que siempre ha tenido cosas que guardar; ahora las cosas se van descubriendo junto con la sensación segura de que es a ella, a ella y no a otra, a la que Luz espera por la mañana, y con la sensación de que todo lo que dice, todo lo que hace, su risa cuando se ríe e incluso el silencio cuando calla, tiene valor, porque lo tiene sin duda para Luz, y esa seguridad es tan poderosa que sirve para apuntalar cualquier vida, por frágil que sea. Ahora sabe que ella es valiosa y eso hace que camine diferente, que se mueva por el mundo con una confianza que nunca ha tenido, con superioridad sobre sus compañeras, que son unas niñas, que no tienen nada, a las que nada les espera más allá de lo mismo que se encontraron sus madres, una vida gris y perdida, y ese no es un destino que nadie pueda apetecer, que todos queremos ser dioses, que todos queremos reinar, aunque sea en un reino pequeño. Luz a veces llora de frío y también de miedo, sobre todo por las noches, y en sueños a veces sigue viendo a Ali. Ali se aparece en sueños como si siguiera junto a ella, y en sus sueños las dos hacen las cosas más cotidianas, como tener una conversación a la hora de la comida, o hablar de comprar unas cortinas. La ciudad color tierra, la ciudad triste, la ciudad plantada en medio de la Meseta sigue silenciosa porque nada la haría hablar, ni siquiera un sueño en el que ellas dos viven tranquilas, como debió ser si hubiera podido ser.
Esos días, después de soñar con una vida corriente que nunca tuvieron, con una vida imposible que no ha tenido con Ali, con una vida sin angustia, como podría haber sido, esos días ni siquiera quiere ver a Fátima, porque el dolor todavía la dobla en dos y la desborda. Despertar a Fátima fue caer en el sueño de Ali, cuando el sueño estaba más que muerto, como Ali, y si en estos años ha conseguido no pensar en ella es porque ha aprendido a controlar el dolor a modo de terapia, que eso fue lo que le dijeron los médicos, que tenía que controlar el dolor; pero las compuertas se abren para todo, para la alegría y para el dolor y no hay quien decida qué es lo que pasa y qué es lo que se queda fuera. Y las compuertas se abrieron definitivamente cuando apareció Fátima, que llama o se presenta, que se ríe o que cuenta una historia, que pregunta por algo o manifiesta un deseo.
Un día de septiembre, quizá porque el calor está muriendo y se prepara el cambio de estación, que siempre altera los cuerpos, decide alquilar un coche y llevar a la niña a la ciudad en la que vivió con Ali, que parecía tan lejos y que está ahora tan cerca, que parece mentira que nunca llegaran hasta Madrid en todos aquellos años, que ahora ha quedado a dos horas de coche. Parece mentira que cuando vivían allí tuviesen la sensación, o la certeza, de que no había nada alrededor ni más allá, más que una llanura de silencio. El viaje emociona a Fátima que sale pocas veces de Madrid y que se ríe, que canta, que manifiesta alegría y que enreda a Luz con su felicidad un poco sin sentido, un poco vacía. El viaje lo hacen cantando y en silencio y Luz comprueba que el campo ha cambiado tanto como ella, y se pregunta si Ali hubiera cambiado también como el resto del mundo o hubiera permanecido enquistada en sus miedos, en su oscuridad, y los pensamientos tristes recorren el páramo como si formaran parte del paisaje o como si fueran árboles aislados plantados en medio de una tierra seca que no da para más. Fátima lo nota, nota cuando el humor de Luz cambia hacia el negro y siempre que eso ocurre se asusta y busca la manera de alejar los malditos pensamientos, sean los que sean y por eso ahora hace algo que nunca ha hecho, poner su mano sobre la mano de Luz que tiembla con el contacto, mientras los ojos se le llenan de lágrimas que lucha por contener y mientras todos sus órganos internos lloran con gritos que nadie escucha. La mano de Fátima en su mano, a pesar de que es un gesto que tiene significado en sí mismo, le hace recordar a Luz otros gestos, otras personas, la carne caliente, el cuerpo tibio de Ali, y llora porque sabe que no habrá otro cuerpo ni más carne, porque Fátima no es una posibilidad sino un espejismo, y ahora hubiera querido regresar a Madrid, pero sigue conduciendo en línea recta porque ya no sabría cómo decírselo ni cómo volver atrás.
Ahora el día se espesa y la mano de Fátima en la suya ha dejado un surco de piel deseante que Luz apenas puede acallar. En realidad, piensa que le gustaría detener el coche y salir corriendo, dejar a Fátima dentro, volver a unos meses atrás, cuando aún no se permitía hablar con ella, cuando era sólo un sueño o una posibilidad en el futuro. Fátima no es nadie, no la conoce, no le ha contado nada en realidad, lo que le ha dicho puede ser mentira, la mira de reojo y ve a una sombra que puede evaporarse, y lo que ve no es más que el reflejo de su propio deseo de volver a la vida, que se ha burlado de ella. Fátima no le ha contado si tiene, o si ha tenido, novio, quiénes son en clase sus amigas, qué piensa hacer en el futuro, qué piensa de tantas cosas, ¿de qué han estado hablando en estas semanas? Intenta recordarlo y los recuerdos se le aparecen turbios, seguramente no hayan hablando de nada, o si han hablado ella no ha escuchado porque estaba pensando en construirse su propia imagen, todo ha sido un sueño y ahora ese paisaje tan triste que ve pasar se presenta ante ellas con un silencio que parece demostrar que no ha habido más que sueños, sueños hace años y ahora, cuando regresa.
Finalmente llegan por fin a la ciudad cuando Luz tiembla de dolor y cuando ya quiere deshacerse de Fátima, que no entiende el silencio hosco en el que Luz se ha sumido de repente, cuando salieron de casa tan contentas con la idea de un día de campo, son dos extrañas que no tienen nada que decirse porque están muy lejos la una de la otra. Luz echa a andar por las calles como si fuera sola, porque va sola en realidad, porque ahora Ali está presente y porque no hay dolor comparable al de la traición. La tarde cae y es la misma que entonces, los olores, los sonidos, el color de las calles y del aire, nada ha cambiado y el alma está encogida, apenas puede respirar, apenas puede ver lo que tiene delante, camina guiada por una determinación ciega y sin sentido que la lleva a los lugares en los que vivieron, mira la ventana de lo que fue su dormitorio, se vuelve y mira a Fátima, pero no la ve porque se ha vuelto transparente, y es que el mundo entero es de papel y tiembla con el aire. Al fin se echa la noche sobre ellas y sobre una asustada Fátima que no sabe qué pasa, porque estaba presente y ha dejado de estarlo, porque Luz se ha vuelto hacia ella como si no la conociera, como si no la quisiera allí, y la niña que es frágil se resiente, y se dobla, y a veces parece que va a desaparecer y que Luz podrá mirar a través de ella.
El ánimo de Luz va cambiando con la luz de la tarde, y cuando el sol termina por caer, entonces ya no importa, y algo dentro de ella se recobra porque la noche siempre es el alivio de ver que se cierra una puerta, aunque otra se abra. Entonces decide que las dos pernocten en esa ciudad porque está cansada y no tiene tiempo de volver. «No hay problema —dice Fátima—, llamaré a mis padres, les parecerá bien». Hacen la llamada y se dirigen al mismo hotel en el que ella se alojó cuando llegó hace tantos años, que habitó en una espera que preveía dulce y que fue dulce, más dulce de lo que hubiera imaginado. Es el mismo hotel, pero no son las mismas personas que entonces, ni siquiera ella es la misma persona que entonces, y Fátima no podrá nunca ser Ali. Pide dos habitaciones, y Fátima la mira y le dice en un aparte que a ella no le importa compartir la habitación, le parece un dispendio sin sentido que cada una vaya a una habitación, el hotel es caro y está intimidada. Luz está encontrándose con Ali en algún sitio y no escucha ni quiere saber, apenas oye las palabras de Fátima; además, quiere estar sola y ya es hora. Y después cada una va a su habitación, y se duchan y descansan un rato, después han quedado para cenar aunque ahora Luz sólo siente incomodidad por la presencia de Fátima, y arrepentimiento, porque hubiera querido regresar sola a este lugar al que, en todo caso, no hubiera debido volver nunca, y donde ahora se encuentra acompañada de una alumna que no la deja sumirse del todo en el pasado, que está ahí detrás de una cortina casi transparente. La cena transcurre casi en silencio porque Fátima se ha dado cuenta de que el humor de Luz no la llama a la conversación, mucho menos a la alegría de otras veces, y calla y Luz calla también, arrepentida de todo y, sobre todo, de tener compañía, una compañía que no le permite hundirse como quisiera en el magma tibio del recuerdo que la espera cuando suba a su habitación y pueda por fin quedarse sola.
Es el final de una vida, piensa Luz, de la suya, que nunca tuvo una oportunidad o que, si la tuvo, la dejó pasar. Pero no quiere compadecerse porque eso le han dicho y se han esforzado en enseñarle; escapar de la autocompasión es lo que mejor ha aprendido a hacer y no quiere ahora regresar al seno blando de la lástima por sí misma. Lucha y se esfuerza, llora en silencio y golpea las paredes, y cuando golpea se da cuenta que no golpea por Ali, que está muerta, sino por Fátima que está en la habitación de al lado y que está más allá de ella. El aire de la habitación es granate oscuro, como la sangre, y espeso, como si llevara miles de años sin ventilar y por eso se mete en las venas y emborracha y por eso es tan difícil de respirar, porque es espeso como todo lo que habita por dentro, sobre todo un oscuro deseo que surge desde abajo y que se abre hacia arriba, hasta no dejar ni un centímetro de piel libre. Ya está, no es más que eso y lo sabía, que no es Ali, ni el pasado, ni el recuerdo, sino la frustración de ahora, de no poder llamar a Fátima y tumbarla en la cama y hacerse con su cuerpo, que sería como hacerse con las riendas de la vida, de la que piensa que se le ha dado tan poco que se cree con derecho a exigir que se le pague algo antes de que se agote para siempre. Tentada está de llamarla, porque está furiosa, de despertar a Fátima, si es que está dormida, y de salir del hotel para volver a su casa incluso a estas horas; tentada está de decir que no vuelva, que las clases no van por buen camino, que no le aprovechan, que está distraída y que tiene la cabeza en otras cosas que serán, seguramente, más importantes, tentada está de llamar a la madre de Fátima y de decirle que se olvide de que su hija estudie, de que entierre cualquier sueño respecto a ella porque los sueños no son más que eso y no se cumplen, y que la realidad es la que es y no se puede cambiar. Tentada está de coger el teléfono, pero finalmente pone la televisión y se pregunta algo que siempre ha estado en su cabeza, si las cosas hubiesen sido distintas para Ali y para ella de haber existido entonces la televisión, pensamiento este que no es tan baladí como podría suponerse, porque la televisión hace que lo denso del mundo se disuelva como azúcar en agua y su poder es inmenso, todo puede rebajarse de espesor en contacto con la televisión. Siempre lo ha pensado, que de haber vuelto a casa Ali torturada con sus negros dolores y haber podido poner la televisión y haber dejado así entrar en su alma ese otro mundo ligero y vano pero brillante, puede que también se hubiera disuelto el dolor o la negrura, es muy posible que eso hubiera ocurrido, como le ocurre ahora a ella misma, que la visión de la pantalla le parece que suaviza las aristas, que templa y rebaja la exaltación de hace un momento.
Entonces ya se siente más tranquila, o puede que resignada, y en ese momento en el que se dispone a meterse en la cama, suena la puerta con dos golpes pequeños que no pueden ser sino de Fátima, porque sólo una niña tímida llamaría de esa manera a una puerta, con tantas dudas, las mismas que tiene ella sobre si abrir o hacerse la dormida, que es bien tarde y sería perfectamente posible fingir y decir al día siguiente que no recuerda nada. Pero abre finalmente, que las historias a veces tienen sesgos inesperados incluso para los mismos protagonistas que esperan hasta el último minuto para enterarse de lo que todos los demás ya saben desde hace mucho, y así ocurre con Luz, que en el momento de abrir la puerta ignora para qué la abre, o qué la espera al otro lado, y ni siquiera quiere pensar qué es lo que Fátima puede querer de ella a esas horas de la noche. «No me gusta dormir sola, y menos en un hotel. No lo he hecho nunca y me siento rara en la habitación. No te lo he dicho, pero es la primera vez en mi vida que estoy en un hotel. Pensé que estaríamos juntas, me siento rara y sola allí», dice Fátima con voz suplicante, y ante estos argumentos Luz sabe que no tiene más remedio que dejarla pasar, aunque intuye también que este es el momento en que tendría que decir que no, en que tendría que pensar en lo que va a hacer a partir de ahora, a partir de este momento exacto en el que tiene ya que adivinar qué es lo que Fátima tiene en la cabeza. Y sobre todo, lo que tiene ella misma en la cabeza. «No hay más que una cama ¿no te importa dormir conmigo? ¿No estarías mejor sola?». Por supuesto que no, ya sabía la respuesta. «Pensé que estaríamos juntas», repite Fátima sin que Luz alcance a discernir exactamente lo que quiere decir con esta frase que ya ha dicho antes y que le da miedo, porque es una frase que la deja al borde mismo del abismo. Fátima entra y se sienta en la cama. Está vestida con una bata y un camisón debajo, va en zapatillas. Luz se queda parada en medio de la habitación, sin saber hacia dónde tiene que moverse, no desea nada, ni pide nada a la vida en ese momento y lo único que de verdad quiere es que la situación vaya en una u otra dirección porque siente que está caminando por un bosque impenetrable, por un suelo enfangado, por un terreno resbaladizo. Fátima, sentada en la cama, la mira con seriedad y espera, aunque de pronto deja de esperar y comienza a reírse. Entonces se quita la bata y las zapatillas y se mete entre las sábanas con la sonrisa en los labios y mirando a Luz acaricia la sábana y le dice: «Vamos, entra, no te quedes ahí».