XXII

Cuando Luz lee ahora los cuadernos verdes de Ali ve que los únicos huecos que hay corresponden a las fechas de sus internamientos, cuando no podía escribir con libertad porque todo le era mirado, controlado, requisado. El hueco más largo es el del segundo periodo, cuando se fue de la ciudad nueve meses largos en los que Luz la buscó y se esforzó por encontrarla. Primero llamó a sus padres, pero le colgaron el teléfono en cuanto se identificó; la segunda vez cogió Lucio, que la amenazó con denunciarla; a la tercera, Lucio rugió como un perro, «nos has destrozado la vida, si vuelves a llamar a esta casa, te mato», y Luz tuvo miedo, y no era un miedo inconsistente, sino fundado, porque también ella podía acabar en un centro de internamiento, en la cárcel, en un hospital, que todo eso era por entonces posible, y ya no volvió a llamar. Entonces pidió unos meses sin sueldo y se fue a Valencia para buscar a Ali, porque sintió que eso es lo que ella querría que hiciera, porque pensaba que tenía que salvarla, que esa era su obligación; y salvarla de los demás y salvarla de sí misma se convirtió en su prioridad hasta el final, hasta que ya supo, sin lugar a dudas, que no había salvación posible.

Al llegar a la ciudad en la que ambas habían sido tan felices y tan desgraciadas no supo qué hacer salvo vagar por los lugares que habían recorrido de estudiantes y que ahora apenas eran ya reconocibles, porque las cosas cambian y las ciudades cambian también rápidamente; cambian en lo evidente y en lo más sutil, como los sonidos y los olores, y aunque era la misma ciudad que recordaba, era al mismo tiempo otra nueva en la que ya no sabía cómo moverse. Y después de pasar un día entero vagando sin saber dónde meterse, por las noches, en un hotel modesto que olía a sudor y a comida, Luz lloraba de miedo y soledad, porque lo que más temía era que Ali no apareciese nunca más, entonces ella se quedaría sola, colgada en medio de la nada y sin un solo ser humano en el mundo del que poder decir que la conocía. Pero luego, cada día que amanecía, con esa luz amarilla que es propia de allí, Luz se hacía con nuevas y renovadas fuerzas, porque la noche sirve para renovar los cuerpos y las intenciones, y se echaba a la calle, y se acercaba a la dirección donde sabía que vivían los Pueyo y allí se agazapaba temiendo siempre ser descubierta, mirando el portal por si veía a Ali entrar o salir, mirando a los balcones por si la veía asomarse, esperando siempre que un día saliese por aquella puerta y todo volviese a ser como antes. El dolor era un hueco que no podía llenar con nada, con ningún pensamiento consolador, porque no había reposo en la ausencia ni consuelo en el dolor de la pérdida y aunque lo que más dolía era la soledad, lo peor era que Ali le había sido arrebatada de golpe, sin un solo paliativo, sin poder prepararse ninguno de los consuelos habituales en los que nos refugiamos cuando perdemos a alguien; lo peor era el vacío al que se había visto arrojada de un día para otro, era la negrura de la muerte lo que cada tarde se le instalaba dentro del estómago y le pesaba hasta casi doblarla e impedirle caminar erguida.

Pasaron los días y las semanas y, aunque vio a los miembros de la familia entrar y salir, hacer una vida normal, no vio a Ali en ningún momento, y como no podía preguntar sin levantar sospechas, la cabeza se le llenó de nubes y los pensamientos se atrepellaban unos a otros en una carrera que no la llevaba a ningún sitio. Entonces, porque no sabía qué hacer ni cómo soportarlo, ni por dónde empezar para buscar, volvió a la ciudad castellana y trató de que el dolor no se la llevase por delante y le impidiese pensar, y venciendo todas las prevenciones y la prudencia que siempre habían guiado su vida, miró en el periódico y se decidió a pedir cita en el único detective privado que se anunciaba en aquella ciudad pequeña en la que nunca pasaba nada, al menos nada que se viera: «Fraudes, desfalcos, infidelidades» era lo que rezaba el cartel luminoso en la calle del Pan Bendito. Una tarde radiante, que volvía las piedras rosas, tarde luminosa que incitaba a confiar en la bondad del mundo, Luz subió unas escaleras de madera que crujían bajo sus pies y llamó con miedo a una puerta sobre la que podía leerse en una placa dorada: «Santiago Padilla. Investigador privado». Quien abrió la puerta a su llamado fue el propio Santiago Padilla y no otro, ni otra tampoco, que a Luz le extrañó, y ciertamente le inquietó, que no ganase siquiera para poder pagarse una secretaria que abriera la puerta y atendiese las llamadas, todo lo cual le dio mala espina. En todo caso, el señor Padilla, fuesen cuales fuesen su fortuna y sus éxitos, la guio por un pasillo oscuro y largo hasta una habitación que parecía la consulta de un médico o de un abogado, una habitación que buscaba parecer un despacho profesional, con estanterías de madera de roble llenas de libros encuadernados en piel cubriendo las paredes, el decorado perfecto para infundir confianza a los clientes que, indecisos, pudieran arrepentirse en el último momento, que de esos había muchos, bien lo podría contar Santiago Padilla.

«Cuénteme, señorita… —Padilla buscaba en la ficha que tenía delante y que había rellenado en la primera llamada que Luz hizo para pedir hora, cuando ya se extrañó de que fuera un hombre quien contestara las llamadas y no una mujer, como era lo corriente al llamar a un médico, a un abogado, a cualquier profesional que no quisiese parecer un simple obrero— señorita Blanco», encontró al fin. Luz temblaba por dentro, y más aún cuando escuchó su falso apellido en boca de otro, porque la mentira se hacía palabra y parecía más grave ahora que mientras permanecía en el limbo indeterminado de lo que todavía no se ha pronunciado. Aun así, su voz salió firme de su garganta: «Es fácil, señor Padilla. Ojalá que pueda ayudarme. Soy soltera y no espero casarme. Pero soy una mujer ahorradora que gasta muy poco, así que he ahorrado algo de dinero desde que trabajo. Siempre pensé en poner un negocio con el que mantenerme bien en la vejez y con el que ganar lo suficiente como para poder darme algún capricho, especialmente viajar. Me gusta mucho viajar, ¿sabe usted?». La voz de Luz salía sin un solo titubeo y a ella misma le costaba reconocerla, reconocerse en esa que hablaba y mentía: «Pensé en una residencia para estudiantes femeninas, esa era mi ilusión. El caso es que había una chica de mi pueblo que también estudiaba para profesora y con la que coincidí mientras ambas estudiábamos en la universidad de Valencia. Nos hicimos muy amigas y cuando las dos sacamos las oposiciones y nos destinaron aquí, decidimos asociarnos, poner nuestro dinero juntas y ahorrar para poner la residencia. El caso es que esta chica está algo enferma, algo de los nervios. Las cosas han ido bien hasta hace un par de meses. Su familia vino a verla y después desapareció. Sin más pero con el dinero. Sacó el dinero del banco y se marchó. Yo la he buscado, pero es como si se la hubiera tragado la tierra, a ella y a su familia. Quiero que la encuentre».

Lo había dicho todo de un tirón y tuvo que tragar saliva y coger aire, no creía que el señor Padilla creyera ni una palabra de aquella mentira imposible, pero el señor Padilla, guapo y elegante, aunque de otra época, que parecía un actor de cine mudo, sonrió. «No se preocupe, la encontraré, ese es mi trabajo. Pero le costará dinero, como supongo que sabe. Estas cosas no son baratas aunque, claro, depende de lo que tarde en encontrarla». Luz le dio las señas de la familia, Padilla le dijo que era un muy buen comienzo, que en la mayoría de las «operaciones» —así las llamó— no disponía de dirección alguna y Luz sonrió porque la sonrisa del señor Padilla le calentó ligeramente el corazón con esperanza. Después se levantó y se dejó acompañar a la puerta, donde se dieron la mano antes de que Luz bajara la escalera sin haber podido decirle al señor Padilla que echaba de menos a Ali a todas horas y que la vida era como una caja vacía para ella, y en las dos o tres veces más que se vieron, Luz se esforzó por parecer una mujer capaz de poner y de regentar un negocio y, sobre todo, por parecer una solterona ignorante de todo lo que el cuerpo puede dar, que es mucho, como sabemos.

Volvió a su casa y esperó la noche, esperó que llegara el día, otro día, otro, y que llegaran noticias, y como no llegaron, fue al médico con las ojeras moradas y la tez cetrina, y le explicó que, cuando salía a la calle, tenía la impresión de que el cielo iba a desplomarse sobre ella, y como le costaba sacar la voz y explicar las cosas y encontrar los pensamientos porque por momentos tenía la impresión de que el cerebro se le volvía agua y que las ideas vagaban entre los charcos de su cabeza, el médico movió la cabeza de un lado a otro: «Las mujeres y los nervios» dijo, «los nervios de las mujeres, qué cosa tan frágil». Le recomendó descansar unos días y la mandó a su casa, en donde Luz se dispuso a esperar, y pasados unos días regresó a dar clases como una muerta y todos pudieron ver, al encontrarse con ella, que no era la misma, que la enfermedad se había adueñado de ella y se había instalado en su interior, porque ya nada era como era antes, ni su piel, ni sus gestos, ni sus ojos, y ahora ya no atendía a sus alumnas con la ilusión con la que lo hacía antes, ahora parecía estar siempre en otra parte y parecía también que nada de aquello le importaba. Algunas tardes se pasaba por la oficina de Santiago Padilla, siempre a última hora, cuando no esperaba que nadie pudiese reconocerla y allí el señor Padilla le informaba de sus avances, y siempre comenzaba diciendo que había mucho y bueno que esperar de las próximas semanas pero que la investigación era muy cara porque tenía que pasar largas temporadas en Valencia, vigilando de cerca a la familia Pueyo de la que, a esas alturas, ya lo sabía todo: cuándo entraban y salían, a dónde iban a cada momento, con quién se relacionaban, aunque en todos aquellos meses, y a pesar de tanto rastrear, no pudo ver que ninguno de ellos fuese a ningún lugar en donde Ali estuviese. En el buzón estaba su nombre, pero no llegaba ninguna carta que fuese para ella y en el vecindario nadie sabía nada tampoco, era como si se la hubiese tragado la tierra, aunque eso no fuera posible.

Una tarde de verano en la que al sol le costaba ocultarse, Luz estaba en casa tumbada en un sillón, dejando que el tiempo de la tarde se le cayese encima. Nunca le ha gustado a Luz el verano porque es una estación en la que los atardeceres son agónicos y porque se tiene la sensación, en esas tardes, de que la luz se agarra a las cosas para no morir, siendo como es inútil esa resistencia, ya que la luz muere siempre finalmente. Se acostumbró así a no encender la luz eléctrica hasta que era noche cerrada, y esperaba el doloroso tránsito dejando que también el interior de su casa se contagiase de la tristeza del crepúsculo. Tumbada como estaba en el sillón, con la vista fija en la pared —el libro se le había caído y ni siquiera se había dado cuenta—, tuvo la impresión de que el pecho se le abría en dos de un tajo y de que todo el dolor acumulado en aquellos meses se derramaba fuera, y entonces, sólo entonces, lloró y lloró hasta que ya no tuvo más lágrimas. Ella piensa ahora que lloraba por los meses pasados en ausencia de Ali, pero también por toda su vida, por el miedo, las humillaciones, la desesperación, la felicidad tantas veces desperdiciada, y lloró y odió, y el odio se le volvió como una cascada que le llevó a volverse contra todo lo que tenía por delante y, presa de una ira descomunal, Luz lo tiró todo, los libros de la estantería y los platos del aparador; arrancó los cuadros de las paredes y los dejó caer al suelo con estruendo, y después se dirigió a la cama de Ali y arrancó también las sábanas que no había cambiado desde que ella se fuera, se desgarró las ropas que llevaba, se tiró sobre la cama y lloró a gritos, golpeando el colchón. Tuvo plena conciencia de la vida robada.

El día en que Ali abandonó el hospital y se la llevaron a casa fue el mismo día en que el detective Santiago Padilla la vio por primera vez después de tanto esperarla. Estaba husmeando por la calle, como hacía siempre que iba a Valencia para cumplir aquel encargo extraño de aquella mujer extraña de la que no había que creer todo lo que decía. Aquel era de esos trabajos alimenticios que no le daban más satisfacción que el dinero que le sacaba al cliente, ninguna emoción, ninguna distracción, ninguna diversión, nada más que horas y horas de aburrimiento mirando un portal y después de tanto tiempo él también había llegado a pensar que aquella Alicia estaba muerta o que se había marchado al extranjero porque nadie en el vecindario sabía de ella ni nadie la había visto en los últimos meses. Eso fue así hasta que un día apareció como un espectro, sostenida de las axilas por sus padres que tenían que ayudarla a caminar, cosa que hacía arrastrando los pies y con la mirada llena de agua. No era una persona normal la que estaba contemplando, no una persona sana, sino una mujer vencida que no parecía una defraudadora, sino una enferma, pero eso no era asunto suyo, que había hecho su trabajo y podía darle esa satisfacción a su clienta que, por otra parte, había pagado las facturas sin rechistar. La llamó por teléfono y le dijo: «Está aquí. Acaban de traerla y no parece que pueda ir a ningún sitio. Parece enferma y muy débil. Si a usted le parece, yo aquí doy por concluido mi trabajo. Le pasaré la última cuenta de gastos y le explicaré todo cuando nos veamos». Después de la primera frase, Luz no escuchó ninguna de las otras palabras que le siguieron, dijo que ella misma iba para allí y corrió a hacer su maleta. Esa misma noche cogía el Talgo hacia Madrid para después coger el tren hacia Valencia por la mañana. No se sentía con fuerzas para coger el coche y conducir, prefería dejarse llevar, porque el dolor en lugar de levantarse de su pecho se transformó en más dolor, porque la esperanza y la alegría también duelen y porque el cuerpo humano es un recipiente pequeño y frágil para las emociones desmedidas, que no caben dentro y que estallan hacia afuera.

Al llegar a Valencia se encontró en un café con Santiago Padilla. Se sentaron, se dieron la mano cortésmente: «No parece una persona que haya cometido un delito, a decir verdad. Parece estar enferma, parece en las últimas». «Le pagaré la última cuenta». Luz sacó el talonario de cheques, pero el señor Padilla no tenía intención de callarse tan pronto. «Vamos, usted me mintió. Esa mujer no le ha robado nada. ¿Por qué no me cuenta lo que ocurre exactamente?». Era fácil darse cuenta de que él ya sabía lo que ocurría exactamente, y porque pensó que él lo sabía, Luz sintió un fogonazo de miedo, de inseguridad, de estar caminando sobre una cuerda floja, pero se obligó a responder todo lo firme que pudo: «No es asunto suyo. Ha hecho su trabajo, yo le pago y aquí acaba nuestra relación. Se lo agradezco, ha sido un buen trabajo, pero ya está». El detective Padilla se rio con unos dientes amarillos y descuidados: «Mire, ha tenido suerte porque la cláusula de confidencialidad es para mí más importante que nada, más importante que las leyes y, si me apura, más importante que la moral. Es la base de mi trabajo. Pero ustedes no podrán estar nunca tranquilas porque se han situado al margen de la sociedad, la sociedad tiene sus leyes, es normal. Su amiga está enferma, no hay más que verla. Yo que usted la dejaría en paz». Luz no dijo nada, simplemente le dio el cheque y se quedó sola en aquel café sin saber qué hacer ni cómo llegar a Ali.