Capítulo 21
Moshem no había olvidado a los dos príncipes chipriotas. Durante su anterior visita aún eran adolescentes, imposibles de distinguir el uno del otro por lo mucho que se parecían y porque les gustaba vestirse de manera idéntica. Ahora se habían convertido en hombres. Sus rasgos, marcados por la adversidad, les hacían parecer mayores de la edad que tenían, veintidós años. Finas patas de gallo surcaban el contorno de los ojos de uno de ellos, endureciendo su expresión. El otro, en cambio, tenía rostro más afable y mirada más dulce. Solamente estas particularidades permitían diferenciarlos, pues seguían llevando ropas parecidas.
Junto a ellos se hallaba un hombre mayor vestido con una larga túnica negra, de una delgadez ascética y mirada impasible. Moshem recordó haberlo visto cinco años atrás. Pero ignoraba qué papel desempeñaba junto a los gemelos. Se prometió ahondar en la cuestión. Desde la terraza, una joven mujer de belleza sensual y perturbadora le observaba con curiosidad. El color dorado de sus ojos le llamó la atención. Disimulando su asombro, declaró:
—Señores, traigo muy tristes noticias.
Cuando hubo explicado el motivo de su visita, Tash’Kor afirmó que no se oponía a que los guardias inspeccionasen la casa. Su hermano y él deseaban, por el contrario, ayudar al Horus en la búsqueda de un criminal tan vil como para matar a una niña. Ante la seguridad que denotaba su actitud, Moshem se vio inclinado a pensar que los chipriotas no cobijaban al fugitivo. Pero su presencia le intrigaba.
—No esperaba encontraros en Mennof-Ra, nobles señores. El rey no ha sido advertido de vuestra visita.
Tash’Kor, que seguía hablando por los dos, le explicó:
—Llegamos hace sólo tres días. Han pasado muchas cosas en Chipre desde nuestra última visita, señor Moshem. Esta vez no venimos en visita diplomática. Y de príncipes no conservamos más que el título. Nuestro padre… ya no reina en la isla. Pero es una larga historia, y temo importunarte si estás persiguiendo a ese criminal.
—En absoluto, mi señor. Será un placer oírla.
Tash’Kor invitó a Moshem a tomar asiento en un sillón, en la terraza que rodeaba el jardincito interior. Unos instantes después, unos criados traían vino egipcio y pastelitos rellenos de dátiles. Una esclava sirvió el vino en cubiletes.
—Hace cinco años, mi padre, mi hermano Polis y yo vinimos a solicitar la ayuda de vuestro rey. Ayuda que nos fue negada. Debo admitir que me enfadé con el rey Neteri-Jet, pero después supe de las catástrofes que asolaron Kemit, y mi resentimiento desapareció. El Horus Djoser actuó pensando en el bien de su pueblo y nosotros no podemos reprochárselo. Por desgracia, cuando regresamos a Chipre, un partido enemigo había aprovechado la ausencia de Mojtar-Ba para hacerse con el trono. El traidor se llamaba Judir. Luchamos contra él para intentar reconquistar nuestro palacio. Durante esos enfrentamientos nuestro padre resultó muerto. Polis y yo nos vimos obligados a huir. Durante dos años hemos luchado contra el usurpador. Conseguimos reunir a una gran parte de nuestro pueblo y derrocamos a Judir. Pero logró escapar y encontró apoyo entre los Pueblos del Mar. Les convenció para que se pusieran de su parte. Hace unos meses, nuestra capital, Alasia, cayó en sus manos y tuvimos que volver a huir. Solamente nos siguió un puñado de leales servidores. Primero fuimos a Ugarit, en las costas del Levante, después a Biblos, cuyo gobernador nos convenció de que viniéramos a buscar refugio en Mennof-Ra. Esa es la historia en pocas palabras, señor Moshem.
—El Horus Neteri-Jet (Vida, Fuerza, Salud) debe conocer vuestra presencia en la capital, nobles señores. Sin duda desearía recibiros. Lamentablemente, temo que la desgracia que le afecta en estos momentos os obligue a esperar un poco.
—Esperaremos, señor Moshem —concluyó Tash’Kor—. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Afortunadamente hemos conseguido salvaguardar una parte de nuestra fortuna. Con ella esperamos concertar alianzas que nos permitan derrocar a ese malvado Judir.
Tal como Moshem imaginaba, los guardias no encontraron nada. Cuando éstos terminaron su labor, se despidió de los chipriotas. Estaba casi seguro de que no tenían nada que ver con el crimen. En cambio, su presencia en Mennof-Ra era sorprendente. Era poco probable que Djoser les concediese una ayuda que había denegado a su padre cinco años antes. Sin embargo, su relato le parecía verídico, y confirmaba los rumores que le habían llegado de Chipre. No obstante, desconfiaba de Tash’Kor. Sentía vibrar en él un odio que desmentía sus apacibles palabras. ¿Pero era un odio dirigido contra aquel misterioso Judir, o contra otra persona?
En cuanto Moshem se hubo ido, Polis dijo a su hermano:
—No dejes que la cólera te ciegue, Tash’Kor. Este país es magnífico y acogedor, las muchachas son bonitas y poco remilgadas. ¿Por qué no pedir hospitalidad al Horas Djoser?
—¡Cállate! Sabes bien por qué hemos venido aquí. ¿Acaso has olvidado ya todo lo que hemos soportado desde nuestra última visita?
—Tú mismo lo has dicho: los egipcios también han sufrido. La sequía, el hambre y las epidemias también se cebaron en ellos.
—¡Qué más me da! Era el castigo que les infligieron los dioses. No habría sucedido nada si nos hubieran concedido su ayuda. ¿Debo recordarte la acogida que nos dispensaron cuando regresamos a casa con las manos vacías? ¿El pueblo furioso por nuestro fracaso, la invasión del palacio por la masa histérica, el saqueo, la horrible matanza que siguió? ¿Has olvidado la ignominiosa suerte de nuestro padre, Mojtar-Ba, ensartado como un vulgar cordero, asado en la plaza y devorado por las mujeres y los viejos? Nosotros sólo pudimos salvar la vida gracias a nuestros amigos, que se dejaron matar para facilitarnos la huida.
Apretó los dientes. Los acontecimientos no se habían desarrollado exactamente como se los había contado a Moshem. A pesar de los años transcurridos, no podía borrar de su memoria el horror que había seguido a su regreso a Chipre. Tras el fracaso de Mojtar-Ba, el pueblo se había sublevado e invadido el palacio real, conducido por varios jefes de banda, sedientos de sangre y muerte. Los almacenes reales habían sido saqueados por los insurgentes. Pero, cuando habían descubierto que estaban prácticamente vacíos, la furia de los rebeldes no tuvo límites. Una ola de demencia se apoderó de los hambrientos beligerantes. En su mente estaban grabadas unas imágenes atroces: criadas violadas y asesinadas, esclavos arrastrados por los pies, empalados y asados como cerdos. El mismo rey había corrido idéntica suerte. A aquel perro de Judir no le había costado mucho reunir a los descontentos y a los Pueblos del Mar.
Varios miembros de la familia real habían conseguido huir y habían sobrevivido ocultándose, perseguidos por los asesinos a sueldo del traidor, denunciados por los campesinos que morían de hambre y que habrían hecho cualquier cosa por un poco de comida. Tash’Kor tampoco podía perdonar la muerte de su madre, a la que había visto apagarse, debilitarse cada día un poco más. Su hermano y él habían subsistido en medio del hambre y la pobreza hasta el momento en que Judir fue derrocado a su vez, porque el país se había sumido en un caos total. En diferentes ciudades pequeñas, unos desconocidos se habían proclamado reyes y reclutado ejércitos fantasmas de campesinos embrutecidos por la enfermedad y el hambre. Entre las provincias se habían producido sanguinarios enfrentamientos, ocasionando al menos tantos muertos como la misma muerte negra. Aprovechando la confusión, los gemelos habían reunido un ejército invitando a los enemigos de ayer a unirse en vez de luchar entre sí. Guiados por Jokán y sus sabios consejos, habían reconquistado la capital, Alasia, en el momento en que la sequía y su secuela de desastres estaban terminando. Tras la victoria, Tash’Kor había sido ungido rey. Había tomado a su hermano como virrey. Polis se interesaba mucho más por las mujeres, la música y las justas armadas que por el gobierno del país, pero siempre había sido así. Polis dejaba a Tash’Kor el trabajo de pensar por los dos. Pero, a cambio, le aportaba el grano de locura que le faltaba. Y además, Tash’Kor siempre lo había compartido todo con Polis: los juegos, las mujeres y la comida cuando ésta escaseaba.
Durante los dos años siguientes, dirigieron el país, redistribuyendo las tierras confiscadas por los pequeños señores de la guerra, contra cuyas hordas vengativas habían tenido que luchar. Pero Tash’Kor no olvidó el odio que sentía hacia Djoser y su hija, la bella y pérfida Jirá, que lo había rechazado como a un vulgar hidalgüelo sin importancia. Se había enamorado locamente de ella. Desde su regreso de Kemit, no había pasado ni un día sin que la recordara. No le perdonaba el desprecio con que le había tratado. No pararía hasta vengarse por la afrenta sufrida, y por las catástrofes subsiguientes.
Tash’Kor no había mentido mucho a Moshem. Había tenido que luchar de nuevo contra Judir, que concertó una alianza con los piratas que infestaban las costas de Chipre. Tropas de mercenarios sin escrúpulos habían ayudado al usurpador a reconquistar Alasia. Una vez más, los gemelos habían tenido que huir. Después de apoderarse de la nave real, se dirigieron primero a Ugarit, una pequeña ciudad al norte de Biblos, donde vivían ya algunos nobles chipriotas exiliados. Se llevaban la pequeña fortuna amasada por Jokán en previsión de un posible cambio de destino.
Polis dijo:
—¿Qué quieres demostrar, hermano? Después de todo no estamos tan mal en este país.
—¡Eso no importa! Jamás olvido las afrentas que recibo. Quiero hacérselas pagar al rey de este maldito país, y sobre todo a su hija, esa perra que me rechazó como a un vulgar campesino. Algún día Djoser recibirá su cabeza dentro de una cesta. Y sabrá que fui yo quien la mató.
La chica de ojos dorados se apretó contra él con una sonrisa seductora. Polis se echó a reír.
—¡Tienes que amar mucho a esa Jirá para odiarla hasta ese punto!
—¡Cállate! —aulló Tash’Kor—. He venido aquí para vengarme, y nada me hará retroceder.
Polis no se atrevió a responder. A veces su hermano le asustaba. Siempre había sido el más fuerte, el más audaz, el más sombrío también. Desde las terribles experiencias que habían vivido, no veía más que el lado malo de la vida. Polis lo conocía demasiado para tomarse sus intenciones a la ligera. Por otra parte, ¿qué sucedía exactamente con la noticia transmitida por Moshem, según la cual la princesa real había sido asesinada? Le sobrecogió una angustia brutal. Tash’Kor no siempre le tenía al corriente de lo que hacía. Y aquella tarde se había ausentado largo rato. Al volver parecía muy nervioso. Por supuesto, no podía ni imaginar que él hubiera matado a la niña. Pero ¿no habría pagado a un mercenario para realizar esa tarea en su lugar? Sin embargo, no había dado en el blanco, Jirá. Era su hermana pequeña, Inja-Es, la que había caído.
Desazonado, Polis le preguntó:
—¿Qué has hecho, hermano?