Capítulo 57

El mérito corresponde al que empieza,

aunque el siguiente lo haga mejor.

Proverbio árabe

Año veinticinco del Horus Djoser…

Una larga procesión avanzaba desde Mennof-Ra. A la cabeza iba el gran sacerdote Sem, Imhotep, al que seguían más de trescientas mujeres con los ojos llorosos y los brazos cargados de ramos de flores. Detrás marchaba una veintena de guerreros que llevaban, a paso lento, una litera. En la litera reposaba un sarcófago de madera contrachapada recubierto de pan de oro. Una máscara finamente cincelada reproducía los rasgos del rey Djoser. Tras el ataúd venía el ka, doble espiritual del soberano difunto, esculpido en ébano, también decorado en oro. Una docena de guardias reales lo transportaban con respeto, la gravedad reflejada en sus rostros.

A cierta distancia, la corte observaba el ritmo cadencioso de los porteadores. A los cuarenta y cinco años, Tanis no había perdido ni un ápice de su belleza. Estaba rodeada por la familia real. El joven heredero, Ajti-Meri-Ptah, que debía reinar con el nombre de Sejem-Jet, caminaba a su lado, con la mirada endurecida para no exteriorizar su pesar. La pequeña Hetti, confundida por aquella ceremonia que no entendía del todo, le cogía de la mano. Inmediatamente detrás, Seschi, con los rasgos marcados por el dolor, sostenía a sus dos esposas, Neser-jet y Cleioné. Jirá se apoyaba en el brazo de Tash’Kor.

A continuación iban los príncipes y sus familias, Semuré e Inmaj, el fiel Moshem, que ya tenía el pelo gris, del brazo de Anjeri, y todos los grandes señores. Los nomarcas de todas las provincias estaban presentes, seguidos por criados con los brazos cargados de ofrendas.

Detrás de la corte venían las delegaciones de los diferentes templos, luego la multitud de artesanos y campesinos. En sus rostros el dolor no era fingido.

Tanis apenas notaba que las lágrimas le corriesen por las mejillas. La sincera pena que sentía toda aquella gente se impregnaba en ella, torturándola. Jamás habría imaginado que aquella ceremonia la afectara tanto. Habría querido ser fuerte, pero no podía resistir el dolor que la embargaba a pesar suyo. Un terrible nudo le oprimía la garganta. Aquella procesión fúnebre le recordaba demasiado las exequias por su hija, la pequeña Inja-Es, desaparecida antes de haber podido saborear los frutos de la vida.

Al término de una larga marcha silenciosa, la larga columna alcanzó la meseta de Saqqara. Entonces la pena se tiñó de estupefacción. Salvo los obreros que habían trabajado en su construcción, nadie había podido admirar todavía la ciudad sagrada por fin concluida.

La rodeaba Una imponente muralla con redientes, a semejanza de la que protegía la capital. Se extendía a lo largo de mil codos, con una altura de más de doce y un grosor de quinientos. A intervalos regulares se habían pintado puertas simuladas. Se sabía que había catorce. Sólo una, la número quince, situada en el ángulo sureste, permitía penetrar en el interior.

Pero lo más sorprendente era aquel edificio colosal, del que sólo se veía la cumbre desde fuera del recinto. La pirámide contaba ahora con seis niveles, y se elevaba a una altura de ciento treinta codos. Los niveles, que simbolizaban la escalera por la que el divino rey subiría a las estrellas, resplandecían con un blanco cegador. Aquellos «escalones» no eran horizontales, sino que tenían una pendiente de una relación de siete sobre dos. El gigantesco monumento había sido recubierto de una capa de mortero blanco, que reflejaba la luz del sol como una joya de tamaño colosal. Jamás desde los albores de la historia de Egipto se había erigido un edificio de aquellas dimensiones. Ningún otro en el mundo se le podía comparar ni en tamaño ni en belleza.

La muchedumbre, atónita, guardó un largo momento de silencio. No era solamente la tumba del gran Djoser lo que se alzaba en el corazón de la ciudad santuaria como un misterio insondable. Era también el símbolo de su poder, y el extraño lugar donde los dioses invisibles se encarnaban en el mundo de los humanos. Con orgullo y respeto, todos rindieron homenaje al espíritu fuera de lo común que había podido idear tal esplendor. Su nombre estaba en todas las bocas: Imhotep. Los obreros que habían trabajado en la construcción sintieron una suerte de exaltación al evocar aquel nombre, que se unía al del rey divino en sus corazones. No existía una sola familia en todo Mennof-Ra que no hubiera recurrido al menos una vez a su fabulosa ciencia para curar una herida o una enfermedad.

Solamente los sacerdotes y sacerdotisas tenían derecho a entrar en el recinto sagrado. Sin embargo, se habían erigido estatuas de las diferentes divinidades en el exterior, a lo largo del muro oriental, para que todo el mundo pudiera venerarlas.

Detrás de Imhotep, el cortejo penetró en el interior de la ciudad.

Siguieron por un pasillo flanqueado de columnas estriadas, cuya anchura no sobrepasaba los cuatro codos. El pasaje desembocó en una amplia plaza interior, al fondo de la cual se alzaba la pirámide. A pesar de la tristeza que encogía los corazones, nadie pudo dejar de admirar las perfectas proporciones del edificio, cuya mole imponente dominaba la meseta. La hilera occidental de once pozos que daban a las galerías subterráneas de las tumbas reales había sido tapada, y no quedaba más que la imponente mole del edificio cuya blancura deslumbrante obligaba a guiñar los ojos. No cabía duda de que se trataba de un monumento hecho a imagen de los dioses. Su majestuosa belleza desconcertó a los asistentes, hasta el punto de que por un momento se olvidó la solemnidad del acto. Pero una mirada de Imhotep recordó a los participantes el rito sagrado de la ceremonia.

En el grosor de la muralla meridional se abría un conducto que llevaba a un pozo. Los guardias se dirigieron hacia allí, y desaparecieron en él seguidos por el gran sacerdote Sem. Siguieron los portadores de jarros de alabastro, arcones y, por último, los guerreros que llevaban el ka. El doble del rey difunto iba a tomar posesión de su nuevo reino, y velar así sobre sus tesoros.

Mientras bajaban el sarcófago a las cámaras secretas del laberinto, la muchedumbre salmodiaba las palabras rituales en honor a la memoria del rey. Después, los maestros de los diferentes templos ordenaron al gentío que rodeara la gran plaza para dirigirse a la avenida de las capillas divinas, alineadas paralelamente a la muralla oriental. La gente descubrió entonces una decena de monumentos, adornado cada uno con tres columnas estriadas imbricadas en la construcción, y flanqueados por estrados de piedra a los que se accedía por unas escaleras. Bajo los techos redondeados, todos diferentes, se hallaban los nichos donde se habían instalado las efigies de las diez divinidades más importantes de los Dos Países. Unas jóvenes sacerdotisas estaban aguardando ya, perfectamente inmóviles, en sus suntuosas ropas de lino blanco que revelaban las líneas juveniles, de sus cuerpos.

Poco a poco la muchedumbre se fue instalando, todos con el corazón en un puño. La segunda parte de la ceremonia iba a empezar. Cuando todo el mundo ocupó su sitio, Imhotep reapareció a la entrada de la avenida y levantó el brazo.

—Pueblo de Egipto, según la tradición, el ritual del Heb-Sed ha visto hoy morir a su bienamado rey, el gran Neteri-Jet, el Sol Dorado. Se ha unido a los dioses. Pero éstos le han permitido renacer a la vida.

Apenas hubo pronunciado estas palabras una silueta apareció en el otro extremo de la avenida de las capillas. Aunque todo el mundo supiera que el ritual sagrado no era más que una puesta en escena, habían creído tanto en la muerte del rey que habían terminado por convencerse de que realmente se había unido a su padre Osiris.

Sin embargo, Djoser estaba vivo. Avanzó con paso lento hacia Imhotep. Según la tradición, dado que había vuelto a la vida, no llevaba puesta prenda alguna. Una oleada de alegría recorrió a la muchedumbre. Intensamente emocionada, Tanis derramó de nuevo lágrimas, pero esta vez de alivio.

La tradición del Heb-Sed era muy antigua y se remontaba a mucho antes de la unificación del Alto y el Bajo Egipto debida al gran Menes. Su origen se perdía en la noche de los tiempos, pero el rey Udimuh, dos siglos antes, la había hecho oficial. Según la costumbre, el rey, en su vigésimo quinto año de reinado, debía aceptar morir de manera simbólica y sufrir una serie de pruebas a fin de demostrar que aún era capaz de dirigir a su pueblo. Así se explicaban los funerales ficticios durante los cuales se habían introducido en el cenotafio de la muralla sur un sarcófago vacío, un ka y múltiples ofrendas.

Antes del reinado de Djoser, esta ceremonia requería la construcción de capillas y edificios de caña que después se destruían. Imhotep había ideado incluir en la ciudad santuaria perdurables monumentos de piedra, destinados al ritual del Heb-Sed.

Según la costumbre, Djoser, en primer lugar, tenía que rendir homenaje a cada uno de los dioses principales de Egipto, a fin de que éstos lo reconociesen como uno de los suyos. Ante cada una de las capillas tuvo que pronunciar las frases rituales y depositar ofrendas. Cada una de las diez capillas estaba ocupada por la efigie de un néter.

Se inclinó así ante Atón, el dios creador del universo. Su nombre, simbolizado por el signo sagrado del trineo, significaba la regla fundamental que rige la creación, el origen misterioso de toda vida. Atón se había engendrado a sí mismo a partir del Nun, el caos primordial. Su efigie, plasmada en un hombre con cabeza de carnero coronada con el escarabajo Jepri, ocupaba la primera capilla.

De su simiente habían nacido Shu, el aire, el vacío que separaba la tierra del cielo y Tefnut, su esposa, diosa del agua. Con Atón constituían, según los sacerdotes de On, la primera tríada divina. Ambos habían engendrado después a Geb, dios de la tierra, y a Nut, diosa del cielo.

Durante los días epagómenos que clausuraban el año, Geb y Nut habían dado a luz a cuatro hijos: Osiris, soberano del reino de los muertos y néter de la agricultura; Isis, su esposa, la Maga, la gran Iniciadora, la Madre de Egipto; el tercer día había aparecido Set, hermano de Osiris, su enemigo, su reflejo oscuro, el destructor que engendra la vida por el milagro de la resurrección, dios inquietante del que se decía que había reventado el costado de su madre para escapar. El quinto día había visto la aparición de la dulce Neftis, hermana y amante de Osiris, madre de Anubis, el de la cabeza de lobo.

Por último, para completar la Gran Enéada, una décima capilla albergaba al magnífico dios nacido el cuarto día: Ra-Horus, el dios solar de cabeza de halcón, señor de las estrellas, dios supremo de quien él era la encarnación viva[35], y que sintetizaba a todos los demás dioses en su persona.

Cuando hubo realizado este primer recorrido, Djoser tuvo que demostrar su buen estado físico. Inició entonces una carrera simbólica que lo llevó desde el patio de las capillas hasta la plaza principal. Debía efectuar diez vueltas, bajo la atenta mirada del gentío. Pero su ágil zancada, acompañada por las acompasadas palabras rituales de los sacerdotes, no daba pie a ninguna preocupación. A los cuarenta y siete años, el rey se hallaba en excelente forma. La carrera terminó en medio de la plaza principal, entre dos pilares en forma de D, que representaban la frontera entre los dos reinos del Alto y el Bajo Egipto.

Jadeando un poco, aguardó la llegada de Imhotep, que le guió hacia otro lugar de la ciudad, situado más allá de la avenida de las capillas. La muchedumbre se desplazó para asistir a la continuación de la ceremonia. Frente a frente se habían erigido dos monumentos que simbolizaban el Alto y el Bajo Egipto. El del sur representaba el Alto Egipto, reino del Loto, el del norte el Bajo Egipto, la región del Delta, reino del Papiro. La ligazón simbólica de ambas plantas reflejaba la unión de ambos reinos. Altas columnas estriadas con adornos de loto en la casa del sur, y de papiros en la casa del norte, sostenían un tejado en arcada. Dos puertas desplazadas hacia la izquierda formaban la entrada de ambos templos.

Djoser se inclinó primero ante la Casa del Sur. Según el rito, Imhotep le impuso la primera corona, la blanca, emblema de su autoridad sobre el Alto Egipto. Luego, ante la Casa del Norte, recibió la corona roja del Bajo Egipto. En la base de ésta se erguía el ureo, la cobra hembra sagrada, imagen de la ira del rey contra sus enemigos, y símbolo de Sejmet, hija de Ra. A continuación le ajustaron en el mentón la barba postiza de cuero trenzado. Luego recibió el Heq y el Nejeka, el cayado y el flagelo, que cruzó sobre su pecho. Por último, se puso un faldellín blanco, tejido con el lino más fino, provisto en la parte delantera de una funda, labrada y decorada, para proteger los genitales. Entonces, majestuosamente, subió los pocos escalones de un dosel bajo el cual habían instalado su trono, cuyos pies tenían forma de patas de toro, y los brazos de cabeza de león. Lo recibió una inmensa ovación.

La ceremonia prosiguió con el sacrificio de un toro blanco, cuya sangre estaba destinada a purificar los Dos Reinos y cuya carne sería ofrecida a los sacerdotes. Erigieron a continuación un pilar Djed, que simbolizaba la resurrección del rey. Después Djoser tuvo que recibir, uno a uno, a los nomarcas de todas las provincias del sur y del norte, que le ofrecían su homenaje y sus presentes.

No fue hasta mucho después, cuando la muchedumbre de gobernadores había ya desfilado ante el soberano, que Djoser pudo por fin abandonar la ciudad sagrada, junto a su esposa Tanis, sacerdotisa de la hermosísima Hator. A su paso, le dedicaron cálidos cumplidos, deseándole, según la tradición, que viviera un millón de Heb-Sed, es decir, la eternidad[36].