Capítulo 44

El camino que conducía a Emria, pocas veces utilizado, serpenteaba entre un amasijo de árboles y matorrales de espinos impenetrables que dificultaban el avance. Subía y bajaba, tejiendo a veces auténticas redes destinadas a salvar los desprendimientos. Seschi tenía prisa por reunirse con su gente. Pese a su carácter optimista, la actitud de Cleioné alimentaba su angustia. Desde el último temblor de tierra, la joven permanecía en silencio y caminaba a paso rápido.

De pronto, se oyó un ruido insólito, una especie de martilleo sofocado que se intensificaba.

—¿Qué es eso? —preguntó Seschi.

Cleioné no tuvo tiempo de contestar y se puso a gritar. Un segundo después, apareció una multitud de criaturas grises entre la maleza, saltando de las rocas desprendidas.

—¡Ratas! —exclamó Seschi.

Levantó a su compañera en volandas y sólo tuvo tiempo para refugiarse detrás de una gran roca para evitar que la ola de roedores le atropellase. Pero éstos no les prestaron atención. Corrían como flechas, sin emitir el menor chillido, lo cual hacía su huida aún más estremecedora. Cruzaron el sendero y desaparecieron cual oscura ola tragada por los matorrales situados en la parte más baja, en dirección al mar. Atónitos, Seschi y Cleioné salieron de su refugio.

—¿Por qué se comportan así? —preguntó el joven.

—No… no lo sé —contestó ella, aún temblando de miedo.

Una vez más Seschi adivinó que ella le mentía para no asustarlo. Cleioné sabía sin duda el significado de aquella huida desesperada de las ratas. Se obstinó:

—¡Sí lo sabes! ¡Dímelo!

—¡No! Nunca… nunca había sucedido desde mi nacimiento. —Esta vez decía la verdad.

—Pero sucedió en el pasado, ¿no es así?

—Los viejos cuentan muchas tonterías —contestó ella con una sonrisa crispada.

—Estas ratas tienen miedo de algo —insistió Seschi— y tú también.

Cleioné inspiró profundamente para dominar su nerviosismo y reanudó la marcha sin contestarle.

Tuvo que seguirla a la fuerza. Comprendió que temía la cólera de la Dama de Fuego. Pero ¿qué forma podía ésta adoptar? Ahora Cleioné iba casi corriendo, tanto como se lo permitía la senda. A Seschi le costaba mantenerse detrás de ella.

Ya casi anochecía cuando llegaron a Emria, donde los demás les estaban esperando con ansiedad. Jirá dirigió un virulento reproche a su hermano.

—¿Dónde os habíais metido? Estaba muerta de miedo, ¡os fuisteis al amanecer! La tierra ha temblado.

—También nosotros lo hemos notado.

—No parece que preocupe mucho a la gente de aquí. Dicen que sucede a menudo.

Seschi no respondió. En realidad, la sacudida no habría inquietado mucho a Cleioné si, aquella misma mañana, no hubiera observado el aumento del lago de lava. Y también estaba el episodio de la desbandada de las ratas. Esa vez sí la había notado trastornada.

La buscó con los ojos, pero la joven había desaparecido. La halló en compañía de Marano, el jefe del pueblo y de algunos viejos artesanos. Contemplaban con aire perplejo la cumbre de la montaña, iluminada por los últimos reflejos del sol poniente. Todo parecía en calma. Sin embargo, cuando quiso hacerles preguntas, ellos dieron media vuelta sin contestarle. Volviendo hacia las viviendas trogloditas que los lugareños les habían cedido, Seschi intentó sonsacar a Cleioné, pero ésta eludió sus preguntas.

—Todo esto no significa nada —respondió ella de manera lacónica.

—Temes la manifestación de la cólera de la diosa, ¿no es así?

Ella vaciló, pero al cabo respondió:

—Lo que preocupa a los ancianos es la huida de las ratas. Los asnos, las cabras y los muflones también han huido. Sólo se han quedado los perros, porque dependen de nosotros. Los ancianos dicen que ya sucedió hace mucho tiempo. Y poco después la Dama de Fuego entró en erupción. Un mar de lava destruyó el bosque y una parte del pueblo.

—Deberíamos irnos mientras estemos a tiempo.

—Ellos afirman que eso sería peligroso. Les he explicado lo que he visto en la montaña, las fumarolas sofocantes que se elevaban del suelo. Temen algo más terrorífico aún.

—¿El qué?

—No puedo decirte más; no quieren hablar de ello. Pero aseguran que la única manera de protegernos es quedarnos en el pueblo, refugiados en las cuevas. Los que intentasen huir ahora estarían condenados. Van a apostar centinelas para vigilar el volcán.

—Pero estamos lejos de la cumbre. Hay al menos dos millas de aquí al cráter.

—Marano dice que la ira de Terá nos caerá encima más deprisa que el viento más veloz.

—Se niega a abandonar su pueblo, de acuerdo. Puedo entenderlo, pero también está poniendo nuestra vida en peligro.

Cleioné le abrazó.

—Tengo miedo, Seschi. Puede que a la diosa no le haya gustado que te haya llevado a verla.

—Yo, en cambio, creo que nos ha atraído hacia ella para advertirnos que se estaba preparando una erupción. Así hemos podido alertar a tu gente.

Seschi dudó. El volcán parecía en calma. Aún estaban a tiempo de abandonar el lugar. Pero no podrían llegar muy lejos. De noche, el sendero que conducía a Kalisté, bordeado de precipicios, sería muy peligroso. Tenían que esperar la mañana.

Tras una frugal comida, los egipcios se retiraron a las cuevas cedidas por los lugareños. Éstos parecían anormalmente nerviosos, lo cual no tranquilizó a sus invitados. Las cuevas penetraban profundamente en el interior de la montaña. La aprensión se apoderó de los visitantes: si se produjese un nuevo temblor de tierra, las cuevas podrían desmoronarse; quedarían aplastados o morirían de asfixia y hambre. Pero los nativos insistieron en que se instalasen en los alvéolos más profundos de la cueva. Para tranquilizarlos, algunos se quedaron con ellos.

Las celdas talladas en la roca apenas eran suficientes para cobijar a dos o tres personas. Cada cueva albergaba así a varias familias.

Para desespero de Neserjet, Cleioné se aisló con Seschi. Comprendió por la actitud de ambos que el príncipe tenía una nueva amante. Ella se halló en compañía de Leeva, a quien la perspectiva de una próxima cólera del volcán no parecía angustiar demasiado. Sin embargo, su calma natural no consiguió tranquilizar a Neserjet. Sentimientos contradictorios se habían apoderado de su espíritu, provocados por la ansiedad y por otra cosa que no conseguía definir. Hacía varios días que aquel viento salvaje que le arañaba la piel había despertado en ella unos deseos nuevos que apenas podía controlar. A veces sentía deseos de ofrecerse al primer hombre que encontrase para que la librase de una virginidad que ya no quería. La cara iluminada de Jirá que dormía en brazos de Tash’Kor la incomodaba. ¿Tan fea era ella para que nadie la quisiese? Sabía bien que no. Durante el día se había contemplado desnuda en el agua de un estanque. Si bien no poseía la belleza deslumbrante de Cleioné o de Jirá, sí era bonita. Muchos hombres la observaban con un destello de lascivia. Estaba segura. Pero ninguno de ellos le agradaba. Sólo tenía ojos para Seschi, que pasaba el tiempo mariposeando de una a otra. Ella quería que la amara, al menos una vez. Había pensado en meterse en su lecho una noche. Sabría entonces que ella era tan deseable como cualquiera. La extraña atmósfera que había reinado durante el día, aquella angustiosa vibración del suelo que la había aterrorizado, el vuelo espantado de los pájaros, la huida de los animales, todo había contribuido a darle la audacia necesaria para llevar sus deseos a la práctica. Cleioné aún no había compartido el lecho de Seschi desde que habían salido de Kalisté. Pero ella se había temido, al verla irse sola en compañía de Seschi aquella misma mañana, que algo pasaría entre ellos. No se había equivocado.

Podría haber llorado de decepción. Por las conversaciones furtivas que había sorprendido, había entendido que algo terrible se estaba preparando, algo en lo que quizá le costase la vida. Una sensación de desgarro la trastornaba. No podía aceptar morir así, sin haber sido amada por un hombre. Poco importaba que tuviera que compartirlo con otra.

De pronto, una ligera vibración hizo temblar el suelo de la cueva. Se estremeció. Le pareció percibir las fuerzas titánicas que se daban cita en el corazón de la Dama de Fuego, una potencia formidable que pronto se desencadenaría. Creyó enloquecer. A su lado Leeva ya había conciliado el sueño. Se levantó, como si su personalidad se hubiera desdoblado. Lo que iba a hacer era pura demencia, la audacia más inconsciente, pero tenía que hacerlo. Silenciosamente, se vistió y salió. Un ancho pasillo unía las otras cavidades. Débiles lámparas de aceite instaladas en nichos difundían una luz mortecina. Se escabulló furtivamente hasta la cámara que albergaba a Seschi y Cleioné. Una cortina de tosca lana cubría la entrada. Dudó una fracción de segundo, pero luego, impelida por una fuerza imperiosa, penetró en el interior. Los reflejos de una lámpara iluminaban los rostros de los dos amantes dormidos. Habían conseguido conciliar el sueño. Seschi había pasado un brazo protector alrededor de su compañera. Los rasgos de Cleioné eran finos, delicadamente cincelados. Los mechones indisciplinados que le caían sobre los ojos le daban un aspecto conmovedor. Se sorprendió no sintiendo celos de ella, contrariamente a lo que había sentido por Aria. Una extraña calidez le latía en los riñones y el vientre.

De repente, Seschi despertó. Atónito, la contempló como si estuviera soñando.

—¿Neserjet? ¿Qué haces aquí?

Creyó morirse de vergüenza, pero sofocó ese sentimiento despreciable. Tenía que acabar con todas sus dudas.

—Tengo… miedo. Querría… dormir con vosotros.

Seschi la miró como si la viese por primera vez. Sabía lo que la muchacha quería y se sorprendió al sentirse repentinamente atraído por ella. Siempre había considerado a Neserjet un reflejo de su hermana Jirá. Hacía mucho que se había dado cuenta de que estaba enamorada de él, pero no había querido aprovecharse por miedo a hacerle daño. Había en ella algo infantil y puro que él respetaba.

Pero el viaje y los sufrimientos habían cambiado a la muchacha, transformándola en mujer. Se dio cuenta entonces de que era hermosa. Pero ignoraba cómo reaccionaría Cleioné, que estaba despierta y había oído la petición de Neserjet. Fue ella quien le tendió la mano.

—Ven —dijo en voz baja.

Se quitó su vestido y, desnuda, se deslizó entre ambos. Pese al agotamiento de la jornada, era difícil resistirse a la llamada de aquella carne cálida, perturbada por el deseo y la angustia de la muerte. Los temblores de la tierra, la aterradora amenaza que flotaba en el aire despertaron sus sentidos exacerbados. Seschi abrazó a Neserjet. Cleioné posó con suavidad una mano en la mejilla de Neserjet, la acarició. Luego su caricia descendió por el cuello, rozó un seno, el vientre. Una oleada de extraño deseo invadió a la joven. Habría querido hablar, pero las palabras le parecían insípidas, carentes de sentido. Comprendió que no podía estar celosa de Cleioné, porque también se sentía atraída por ella. Se arqueó y emitió un gemido. No se necesitaba más para despertar el deseo adormecido de los dos amantes.

Se amaron largo rato, los tres juntos, como lanzando un desafío a la furiosa muerte que se preparaba para abatirse sobre ellos. Oliendo los efluvios de Seschi y Cleioné, Neserjet se entregó con pasión, sin pudor. El torrente de amor que había retenido en sus entrañas tanto tiempo estalló, se derramó, mezclándose con el de sus compañeros. No era un hombre amando a dos mujeres, sino sencillamente tres seres humanos que se amaban. Jamás había pensado Neserjet que se pudiera experimentar un placer tan intenso que le hiciera perder la cabeza, olvidar hasta su nombre. Cuando por fin se sumió en un sueño reparador, una mano quedó entrelazada con la de Seschi, mientras la otra reposaba en un seno de Cleioné. Tendida sobre los cuerpos saciados de sus dos compañeros, no sentía ya miedo alguno, sino una serenidad, una plenitud que hinchaba sus pulmones con un irresistible deseo de vivir. Una nueva confianza la embargaba. Aquella noche no sería un accidente, habría otras más que compartirían los tres juntos. Y la Dama de Fuego no podría impedirlo.

Nunca se había sentido tan bien.

Upuaut, el dios lobo, estaba ante ella. Siempre había sentido cierta atracción por ese dios nacido en la noche de los tiempos, que recordaba a Anubis el embalsamador. En Bahariya le veneraban tal vez más que en el Valle Sagrado. Le llamaban «el que muestra el camino». Una multitud de sentimientos confusos bañaba el espíritu de Neserjet. El dios licántropo parecía satisfecho de la decisión que había tomado. Pero parecía también dirigirle una advertencia. Le estaba lanzando un grito, hecho de decenas de otros más. Una repentina sensación de angustia invadió a Neserjet, que despertó instantáneamente. No entendía qué ocurría. El aullido de Upuaut se prolongaba en la realidad. Del exterior provenían agudas voces animales. Seschi y Cleioné despertaron también.

—Ocurre algo —murmuró Seschi.

—¡Los perros! ¡Los perros aúllan a la muerte! —exclamó Cleioné.

Se vistieron a toda prisa y salieron al pasillo. Tash’Kor y Jirá se unieron a ellos junto con otros. Seschi se precipitó hacia la entrada de la cueva. Constató que el alba estaba próxima. Hacia oriente el cielo se iluminaba con suaves tintes violetas, prometedores de un magnífico día. Cierta agitación reinaba ya en la calle principal. Los emrios iban saliendo despacio de las viviendas trogloditas. Los perros seguían aullando pese a las amonestaciones de sus amos. Uno de ellos, presa del pánico, salió corriendo como una flecha en dirección a Kalisté. Otros dos o tres le siguieron, pero la mayoría volvieron con sus amos.

El joven príncipe dirigió la mirada hacia la cumbre del volcán y lo que vio le heló la sangre. En medio del silencio la corona del cráter estallaba bajo el impacto de fuerzas extraordinarias. Simultáneamente, se formó una nube de la que surgieron lenguas de fuego y proyectiles. El lugar al que había ido el día anterior en compañía de Cleioné debía de haberse convertido en un auténtico horno. Se estremeció ante la idea de que el fenómeno habría podido producirse cuando ellos estaban allí. Pero no tuvo tiempo para reflexionar. Allá arriba la nube aumentaba de volumen a una velocidad asombrosa. Volutas de cenizas tras las que se adivinaba el resplandor rojizo de un intenso fuego interno comenzaban a descender por la pendiente de la montaña. No tardaron en alcanzar las primeras trazas de vegetación, que prendieron como estopa. La ausencia de ruido daba a aquel fenómeno alucinante la apariencia de un sueño.

De pronto, aquel silencio engañoso rompió en un estruendo ensordecedor que le hizo vibrar las entrañas. Los espectadores, petrificados, dieron un respingo, unidos de golpe por el terror.

—¡La Dama de Fuego está estallando! —chilló una mujer. Presa del pánico, echó a correr siguiendo a los perros.

—¡Nooo! —gritó Marano—. ¡Vuelve! ¡No lo conseguirás!

Pero la mujer ya no le escuchaba. Se lanzó a una enloquecida carrera por el sendero rocoso, tropezó, cayó, se levantó y al fin se perdió de vista. Un hombre quiso precipitarse tras ella, sin duda su marido. Otros lo sujetaron.

—¡Ya está perdida! —gimió Cleioné.

Neserjet y ella se habían abrazado a Seschi, que se sentía tan desamparado como ellas. La nube piroclástica se desplegaba ahora ya por toda la montaña, pulverizando los primeros árboles que se encendían como leña. El joven entendió que nada podría detener la ola de fuego que bajaba hacia ellos a la velocidad de un huracán. El estrépito se iba intensificando por segundos.

Marano tuvo que gritar para que le oyeran. Ordenó a todo el mundo que entrase en las cuevas y obturasen las entradas con las sólidas puertas de piel de animal. Le obedecieron sin discutir. Como el anciano jefe sabía que la Dama de Fuego podía despertar, había pedido a los habitantes de las barracas externas que las abandonaran para refugiarse en las grutas. Los centinelas llegaron corriendo, con el tiempo justo para meterse en sus cuevas. En unos instantes, los pesados paneles se cerraron. Los atrancaron con pesadas barras de madera que calzaron con bloques de piedra. Seschi comprendió entonces de qué enemigo protegían aquellas puertas a los lugareños. Se refugiaron en lo más profundo de la cueva. Neserjet se puso a gemir. Había visto la nube de ceniza y fuego bajando por la montaña en dirección a ellos. Si las puertas no resistían, todos morirían. El estruendo ensordecedor, sofocado un momento por los paneles, volvió a aumentar. Hubiérase dicho el aullido de un monstruo gigantesco.

Luego vino el ruido de una explosión, un rugido de trueno ensordecedor, una onda de calor sofocante. En el extremo del pasillo, los paneles empezaron a vibrar, surgieron chispas y los pesados batientes se incendiaron por los lados. Un resplandor infernal se reflejó en la roca desnuda, provocando un terrorífico pánico. Las maderas de refuerzo que apuntalaban las puertas trepidaban bajo el colosal impacto. Todos eran conscientes de que, si cedían, el aliento del fuego se precipitaría de golpe hasta el corazón de la cueva.

Se oyó un crujido siniestro. Los ocupantes creyeron que todo estaba perdido. Pero, en contra de lo esperado, las múltiples capas de piel resistían bien. La tormenta de fuego duró así más de dos horas. Dos horas de angustia interminables. A veces las paredes de la cueva temblaban, desprendiéndose trozos de roca. Los paneles terminaron por consumirse totalmente y una humareda espesa invadió el lugar. Cortaron trozos de tela para cubrirse la cara. La temperatura había alcanzado los límites de lo soportable. La ropa les quemaba la piel. Seschi creyó que no resistirían, pero los emrios le tranquilizaban. Según ellos, la cólera de Terá pronto se calmaría. Había que desterrar el miedo y esperar. Sin su presencia habría cedido al pánico, pero decidió confiar en ellos ciegamente. Conocían su volcán. Desde hacía siglos, decenas de generaciones se habían sucedido en aquel extraño pueblo. Sin duda habría habido otras erupciones así. Pero eso no había impedido que los habitantes aguantaran y se aferraran a su territorio con una tenacidad digna de elogio. Seschi se preguntaba por qué demonios esa gente vivía en un lugar tan extremo, donde podían perder la vida en cualquier momento. La única respuesta que se le aparecía con claridad, además de la protección que les ofrecía, era que la Dama de Fuego ejercía sobre ellos una extraña fascinación. No querían creer, negando la evidencia, que ella podía destruirles. Muchos antepasados suyos debían de haber hallado la muerte desafiando sus ataques de ira. Pero para los supervivientes, ésa no había sido una razón para huir.

Poco a poco el huracán de fuego amainó. Hubo que esperar todavía varias horas para que la temperatura volviera a ser soportable. Se acercaron prudentemente a la salida. No quedaba casi nada de los paneles protectores. Hasta las gruesas maderas de bloqueo estaban calcinadas. Pero el sistema había cumplido: todo el mundo estaba a salvo. Fuera flotaba una nube de cenizas tan espesa que ocultaba la luz del día. No se veía más que a unos pasos. Copos de polvo, como si fueran nieve gris, volaban al azar del fuerte viento que había empezado a soplar. Resultó imposible salir al exterior.

Por suerte, cada cueva disponía de reservas de agua y comida. Hubo que esperar dos días para que la ceniza que cubría el pueblo estuviera suficientemente fría para atreverse a salir. El segundo día empezó a caer un diluvio, transformando el pueblo en un lodazal intransitable. Cuando cesó, la nube de cenizas no había desaparecido, pero sí había disminuido considerablemente. Aturdidos y agotados, los habitantes se aventuraron cual fantasmas por el pueblo devastado. Un barro espeso recubría lo que había sido la calle principal. Las casas que la bordeaban ya no existían. Era casi imposible reconocer su emplazamiento. Los alrededores, antes cubiertos de vegetación, estaban uniformemente grises. Un polvo denso flotaba aún en el aire, pero el aitumi lo empujaba poco a poco hacia el oeste, dejando al descubierto el alcance de los destrozos. Como por milagro, no había que lamentar ninguna víctima. Los paneles habían resistido en todas partes. Aquella sola idea bastó para que los emrios recuperaran la sonrisa. Terá, una vez más, les había dejado con vida. Sin duda tenía una razón para expresar su ira. No era necesario saber cuál. Los dioses tenían sus propias preocupaciones. ¿Acaso lo importante no era que estuviesen todos vivos?

Sin embargo, Marano decidió bajar a Kalisté acompañado de los egipcios. Deseaba pedir ayuda a sus habitantes para reconstruir su pueblo. Así lo habían hecho sus antepasados desde que el hombre ocupaba la isla.

En el camino a Kalisté, el paisaje se había transformado totalmente. En más de dos millas, la vegetación había desaparecido, cediendo su lugar a una triste superficie gris. A poca distancia del pueblo les aguardaba un penoso espectáculo. Aferrado a una roca vieron un cuerpo calcinado sobre el que ya se cebaban chovas y cuervos. Comprendieron que se trataba de la mujer que había intentado huir poco antes de la explosión. La nube piroclástica la había atrapado antes de que pudiera guarecerse. Los huesos ennegrecidos de sus dedos crispados sobre la roca daban cuenta del sufrimiento que había padecido.

El marido de la mujer, que acompañaba a Marano, prorrumpió en llanto. Gimió y maldijo al volcán, mientras se mesaba el pelo de puro dolor. Sus compañeros a duras penas pudieron consolarlo. Siguiendo las órdenes de Seschi, los egipcios ayudaron a los emrios a cavar una sepultura para la desdichada.

Apenas habían terminado oyeron sonido de voces más abajo. Poco después apareció un grupo de gente inquieta, al frente del cual iban Polis, Jerseti y Hobaja. En cuanto vieron a los supervivientes, se produjo una alegre algarabía. Polis corrió a estrechar a su hermano entre sus brazos. Riendo y llorando a la vez, los gemelos se abrazaron y enseguida invitaron a Jirá a compartir sus abrazos. El reencuentro fue feliz y animado, cada uno queriendo contar al otro sus experiencias.

En aquel ambiente de euforia llegaron a Kalisté. La pequeña ciudad también estaba cubierta de cenizas, pero eran las traídas por el viento. Debido a la distancia, la nube piroclástica no la había afectado.

Tres días después las dos naves se hacían a la mar tras haber cargado provisiones. Todos observaron divertidos que el príncipe, que había llegado soltero a Terá, partía con dos compañeras. Cleioné había aceptado sin remilgos la presencia de Neserjet al lado de ambos. La noche sobrenatural que habían compartido había forjado entre los tres nuevos y sólidos vínculos.

Pronto Terá se perdió de vista. Al alejarse constataron que una espesa nube flotaba todavía sobre la parte occidental de la isla. Comprendieron el motivo poco después: desde el volcán hasta el mar corría un arroyo rojizo. En el punto en que el fuego topaba con el agua se elevaba una gigantesca columna de vapor, prueba de la intensidad del combate que libraban ambos elementos. La pequeña playa donde Seschi y Cleioné habían hecho el amor por primera vez debía de haber desaparecido bajo la lava.

Seschi recordó las palabras de la bruja de isla Blanca: una civilización fabulosa debía nacer de las pequeñas ciudades y pueblos que jalonaban sus costas. Pero era una civilización destinada a desaparecer por un cataclismo sin precedentes. A lo lejos, la Dama de Fuego se recortaba en la luz azulada del mediodía. Sentía bullir en ella un poder descomunal, dispuesto a manifestarse en cualquier momento. De pronto, una visión se impuso en él, como un sueño con ribetes de pesadilla. En una fracción de segundo vio el volcán entero estallar en un incendio apocalíptico. Mientras la isla se deformaba bajo el soplo letal surgido de las entrañas de la tierra, una bola de fuego monstruosa, nacida de la desaparición de la erupción, se elevaba a gran altura, llevándose con ella una cantidad inconmensurable de roca en fusión, gas y polvo. En pocos instantes el cielo se oscureció y las tinieblas invadieron la isla y el mar, hasta que el horizonte desapareció. Luego la onda expansiva chocó con las aguas, levantando una ola formidable, de trescientos o cuatrocientos codos. Petrificado, Seschi vio el Leviatán precipitarse hacia él, alcanzarle y dejarle atrás en pocos segundos. Hacia el sur se hallaba isla Blanca. Con los ojos de la mente vio al gigantesco maremoto proseguir su devastador avance hacia aquella civilización maravillosa que había construido palacios en las orillas de Creta. Oía los gritos de terror de los habitantes atrapados, incapaces de huir ante aquella ola alta como una montaña que se abatía sobre ellos.

—¡Seschi!

La vio chocar contra la costa, estallar en los acantilados que pulverizó y sumergió. Vio ciudades que aún no existían desaparecer en pocos instantes. Bosques, hombres, animales, todo era barrido, arrastrado por la furia de las aguas, mientras el cielo se cubría de tinieblas por una inverosímil nube de cenizas[26].

—¡Seschi!

En su mano se deslizó la de Neserjet.

—Mi príncipe tiembla —dijo preocupada.

—No es nada —respondió él, recuperando la presencia de ánimo.

—¿Qué ha ocurrido?

—Nada. Recordaba todo por lo que hemos pasado. Creo… que hemos tenido mucha suerte.

Cleioné se unió a ellos y se les abrazó con los ojos brillantes. Una profunda emoción la embargaba. No podía evitar pensar que su decisión de abandonar la isla podía haber provocado la cólera de la Dama de Fuego. Pero no había muerto. Por lo tanto, ¿se trataba de una coincidencia?

—He pasado mucho miedo —dijo al cabo—. Me duele dejar a la gente de Kalisté. Pero me alegrará volver a ver a Anjeri y a mis hermanas.

Ahuyentando la visión apocalíptica que le había asaltado, Seschi dirigió su mirada hacia oriente.

—¿Sabrás encontrar la ruta que lleva a Cilicia?

—Creo que sí. Hacia el este, hay muchas islas. Luego hay que bordear las costas de Anatolia durante varios días, hasta un puerto llamado Ardemli. Allí es donde se encuentra ese metal que llamas hedj.