Capítulo 36
Aunque el primer contacto había sido por demás inusual, los armenios no resultaron rencorosos y acogieron a los egipcios con hospitalidad. Radamante, hombre sencillo y afectuoso, sentía curiosidad por el pueblo de las Dos Tierras y admiración por su soberano. Pese a que su reino se hallaba en un rincón perdido del mundo, no ignoraba que en esos momentos un arquitecto de gran fama estaba construyendo un monumento fabuloso, descrito con entusiasmo por los escasos navegantes procedentes de Kemit. Aquella misma noche organizó un gran banquete en honor de sus ahora invitados. La conversación versó sobre el Horus y sobre Imhotep, al que el minos consideraba un dios vivo, y sus extraordinarias realizaciones.
—¿Es cierto que la ciudad sagrada contiene un edificio que, aun sin estar del todo acabado, supera ya los cien codos? ¿Es cierto que resplandece bajo la luz del sol como una joya, tan blanca es su superficie?
Seschi lo confirmó, explicando con detalle los trabajos de su abuelo. Asimismo habló de su talento como médico, ingeniero y astrónomo. La corte de Armeni, compuesta básicamente por ricos pastores, jefes de tribus y artesanos acomodados, no se perdía detalle de las palabras del joven príncipe. Aria, que no había olvidado su abrazo brutal pero viril, lo devoraba con los ojos. Seschi poseía un don innato de narrador y salpicaba sus relatos con divertidas anécdotas. Su éxito fue rotundo al imitar las angustias del pobre Ajet-Aá abasteciendo a los obreros, las peleas de los capataces y las escandalosas infidelidades de las esposas de los grandes propietarios. Su mirada chispeante y maliciosa encendió la mente de la muchacha.
Seschi, por su parte, también había observado la artimaña de Aria, que se las había arreglado para situarse a su lado, y la admiración que leía en sus ojos le hacía ser aún más ingenioso. Sin embargo, en su interior latía una sorda angustia que le impedía prestar atención a la encantadora carita de la damisela. Sólo quedaban diez días para la fiesta del Minos, el dios toro cuyo nombre habían adoptado los reyes de la isla Blanca. Cuando pensaba en Jirá, sentía por ella una mezcla de preocupación e ira. La consideraba responsable de aquella expedición que había costado ya la vida de varias personas. Si no hubiera decidido, en uno de esos arrebatos que la caracterizaban, arrastrar al príncipe chipriota a aquella insensata aventura, nada habría sucedido. Él mismo había estado a punto de perder su barco en el corazón del ciclón. Pero era su hermana, y no podía por menos que perdonarla. Poco le importaba que no fueran de la misma sangre. Temía que le ocurriera lo peor. Tal vez sólo se viese reducida a la esclavitud, pero, teniendo en cuenta su carácter rebelde, era más que probable que estuviese entre los prisioneros sacrificados al monstruo. Y sólo le quedaban unos días para confeccionar unas redes resistentes y capturar un toro que nadie había conseguido atrapar hasta la fecha. Después habría que inmovilizarlo y trasladarlo hasta Kitonia. Y aunque consiguiera realizar semejante hazaña, no estaba seguro de que la ofrenda sirviese para que el rey Galiel liberase a su prisionera. Por todo ello se sentía furioso con Jirá y se prometía que, si lograba salvarla, le aplicaría un correctivo que le quitaría las ganas de reincidir.
Poco a poco, sin embargo, se dejó cautivar por el encanto de sus anfitriones. A los armenios les gustaba la música y la poesía y, aunque sus instrumentos se limitaban a tamboriles y flautas rudimentarias, sus poemas y cantos eran hermosos.
Al día siguiente, Neserjet, Jokán, Taina y los demás del Espíritu de Ptah se instalaron en Armeni, donde el minos les asignó una residencia sencilla pero confortable. Solamente Hobaja y unos veinte guerreros se quedaron a bordo del barco, a resguardo en el puerto Reti. Los marineros se pusieron enseguida a trabajar, secundados por las mujeres chipriotas, a las que dirigía la pequeña Leeva. Debido a su carácter voluntarioso, se había convertido oficiosamente en la portavoz de los supervivientes chipriotas. Los guerreros la respetaban y la apreciaban. No hacían nunca nada sin hablarle primero, y se dirigían a ella cuando tenían algo que pedir a Seschi. Jokán, al que habría disgustado hacer el papel de jefe —por el que no sentía ninguna inclinación—, había aceptado aquel curioso liderazgo con alivio.
Seschi combatió el aburrimiento deambulando por las calles de Armeni en compañía de Aria, que no se separaba de él ni a sol ni a sombra. Se había ofrecido a hacerle de guía, cosa que él había aceptado de buen grado. Neserjet puso mala cara cuando se dio cuenta de las artimañas de la cretense.
Seguido por su pequeña corte, el príncipe descubrió los diferentes barrios de la ciudad, en los que estaban instalados los distintos gremios. Los armenios poseían un dominio perfecto del arte de la alfarería. Las tinajas, jarras y platos de barro cocido y cerámica reflejaban una aguda sensibilidad artística. La alegría y espontaneidad de los habitantes se traducían en los coloreados motivos con que adornaban sus producciones. Su tosquedad era sólo aparente. A partir de plantas, barro e insectos, fabricaban diversas sustancias de colores. En los lados de las jarras y ánforas se podían ver las mismas decoraciones polícromas que en las blancas paredes de las viviendas: pájaros o mamíferos estilizados, delfines, plantas floridas, personajes vestidos con ropas tornasoladas representando artesanos, campesinos, poetas o músicos.
De aquellas piezas de alfarería se desprendía un amor desmesurado por la vida y la belleza. Seschi tuvo que rectificar su primera impresión: aunque la arquitectura de las viviendas no alcanzase la delicadeza de las casas de Mennof-Ra, sí reflejaba una gran riqueza expresiva. Una nueva sensación se apoderaba de él cada día: le gustaba aquel pueblo amable y pacífico, para el que intuía un gran porvenir. El entusiasmo y la alegría de vivir que experimentaba estando con sus anfitriones confirmaban esa sensación. La presencia constante de la fresca belleza de Aria sin duda tenía mucho que ver en aquel estado de ánimo. Seschi no se había sentido tan bien desde que habían salido de Mennof-Ra. Ahora ya no le cabía ninguna duda de que capturaría al toro blanco y salvaría a Jirá.
Observó también que los orfebres utilizaban la plata con abundancia. Intrigado, preguntó a un artesano, y éste le informó que los marinos la traían regularmente de las islas del norte. Interesado, Seschi quiso saber dónde se hallaban esas islas. Sin duda la información sería de utilidad cuando regresara a Egipto, donde había dificultades para abastecerse del metal hedj.
Al igual que los egipcios, los armenios entablaban relaciones fácilmente con los forasteros que les visitaban. Debido a su gran número, y a la protección natural que les ofrecía su situación insular, no temían posibles invasiones. Sólo un poderoso ejército habría podido causarles inquietud. La suavidad del clima y la riqueza de su territorio habían hecho de ellos gente de humor alegre, que amaban la vida y la disfrutaban a su antojo. Como en los Dos Reinos, todo servía de pretexto para organizar festejos.
Solamente Taina permanecía apartada de los demás. Seschi había observado que no caía bien a sus paisanos, que no le habían perdonado el haberlos abandonado en Per Bastet. Ella se consolaba provocando a los guerreros egipcios, a los que invitaba uno tras otro a compartir su lecho. A decir verdad, Seschi no sabía qué pensar de aquella chica cuya actitud cambiaba de un día para otro. Unas veces podía ser encantadora y jovial y otras se encerraba en un mutismo huraño, contestando apenas cuando alguien le dirigía la palabra.
—Esa Taina es hija de un noble de Ugarit —explicó Jokán a Seschi—. Desde temprana edad está acostumbrada a que la obedezcan y la adulen. Cuando nos refugiamos en esa ciudad, después de que nos expulsara el infame Judir, mi amo entabló amistad con su padre. Éste acogió a mis jóvenes príncipes con generosidad y los ayudó a realizar fructíferas operaciones comerciales. A mí no me gustaba ese personaje, tan pagado de sí mismo, pero Tash’Kor pasaba mucho tiempo en su palacio por culpa de Taina. Ella hizo de todo para llamar su atención y lo consiguió, hasta tal punto que se la llevó a Mennof-Ra. Quizá pensaba que se casaría con ella. El caso es que no soportó ver a tu hermana acaparar el pensamiento de mi señor. A pesar del odio que declaraba sentir por ella, Taina comprendió antes que él que estaba profundamente enamorado de Jirá. No informó al Horus para salvarla, sino para vengarse.
—No la aprecias…
—No siente más que desprecio por las gentes del pueblo. Como muchos nobles, olvida muy fácilmente que debe su posición y su comodidad al trabajo de ellos. Un señor debe guiar a los suyos y protegerlos de sus enemigos. A Taina eso le importa un comino. Para mí no es más que un parásito.
Los lazos de amistad entre Seschi y Jokán se estrechaban cada día más. Seschi apreciaba la sabiduría del anciano, que le recordaba a la de su abuelo. Solían mantener conversaciones. Jokán estaba encantado de hallarse en Armeni. Soportaba mal los movimientos incesantes del barco y prefería sentir tierra firme bajo sus pies. Curioso por todo lo que descubría, se había procurado los servicios de Tefris, el intérprete. A pesar de su avanzada edad, le apasionaba todo cuanto desconocía, y pasaba largas horas charlando con los obreros, agotando así al pobre intérprete cuyo sencillo lenguaje tropezaba a veces en los temas técnicos.
Las redes quedaron confeccionadas en apenas dos días. Al siguiente, Seschi, seguido por una docena de guerreros seleccionados por su destreza y valor, salió de Armeni para dirigirse al valle meridional en busca del toro blanco. Radamante, curioso por ver cómo lo haría, quiso acompañarle. Una buena parte de la ciudad se trasladó al lugar como a una fiesta improvisada.
La excepcional anchura de espaldas de Seschi impresionó a la muchedumbre. Junto a él caminaba un gigante casi tan alto como él, Hurakti, que habría podido ser su padre, pero del que se sabía que era su guardia personal. Entre los dos colosos, Aria, de una estatura ya inferior a la media, parecía una muñeca. La muchacha no había tardado en darse cuenta de las miradas enamoradas de Nerserjet, pero también había observado que el joven príncipe no les prestaba ninguna atención. Por lo tanto, no tenía una rival oficial. Había perdonado a Seschi por haberla tratado con tan pocos miramientos en su primer encuentro. Tampoco olvidaba que él la había visto desnuda, al salir del agua, y ese pensamiento le provocaba un encendido deseo en las entrañas. Su padre lo había notado y se alegraba. Una alianza entre Armeni y Kemit no podía ser sino beneficiosa y aportarle un apoyo de peso en el conflicto larvado que existía entre Kitonia y su ciudad. Aunque ahora atravesasen un período de calma, siempre había que temer un arranque vengativo de los kitonios. El rey Galiel no tenía reputación de ser un amante de la paz, y solamente la fuerza de Armeni la protegía contra un ataque de su rival.
La mañana estaba muy avanzada cuando la compacta muchedumbre llegó al límite del valle alto donde pastaba el rebaño. Seschi distinguió enseguida al toro blanco, nervioso por la llegada de aquella marea humana, demasiado bulliciosa para su gusto. Emitió un largo mugido que tuvo como efecto que sus hembras se guarecieran en un bosquecillo de robles. Él se apostó delante del bosque, gruñendo y resoplando, sin decidirse a atacar. Rascó varias veces el suelo para disuadir a un eventual agresor y se limitó a vigilar a los intrusos con mirada desconfiada. Seschi envió a su avanzadilla formando tenaza para alejar al rebaño y aislar al macho. Aquellos hombres conocían bien el trabajo puesto que habían participado en la captura del toro Api. Pronto el animal quedó separado de las vacas. Entonces se apoderó de él una terrible cólera que impresionó a todos. Seschi, secundado por Hurakti, avanzó hacia él, armado con un lazo y una sólida lanza destinada a mantener al animal a raya. De repente estalló la furia del toro y embistió al joven, que tuvo que hacer un enorme esfuerzo por contener el pánico que le invadió cuando vio aquella mole monstruosa arremeter contra él resoplando ruidosamente. Porque el toro había comprendido perfectamente quién era el enemigo. Seschi se obligó a quedarse quieto, haciéndole una señal a Hurakti, que llevaba las redes, para que permaneciese detrás. Cuando ya casi estaba encima de él, el animal bajó la cabeza. Pero el joven dio un brinco hacia un lado y contraatacó lanzando la soga. Siempre había sido hábil en esa disciplina, pero se sorprendió atrapando al animal al primer intento. El mismo toro, arrastrado por su propio peso, apretó el lazo en torno a su cuello. Antes incluso de que Seschi le diera la orden, Hurakti, con notable coordinación, había lanzado la red, que sujetó la cabeza del animal. Seschi saltó, lo agarró por los cuernos y, utilizando toda su fuerza, lo derribó en el suelo. A lo lejos, la muchedumbre se estremecía ante aquel combate titánico entre hombre y bestia. Un escalofrío de fervor recorrió a los armenios. Desde tiempos inmemoriales, el toro había sido el símbolo vivo del dios Minos. Y ahí estaba aquel extranjero de fuerza sobrenatural enfrentándose a él. Varias veces el toro levantó al hombre del suelo. Pero éste poseía una resistencia y una agilidad increíbles. El animal pronto dio muestras de cansancio. Los hombres se habían acercado, dispuestos a intervenir. El toro terminó por sofocarse, y su pesado cuerpo cayó al suelo. Una ovación brotó de los espectadores. Seschi acababa de conquistar el corazón de los armenios, y sobre todo el de la pequeña Aria. Una vez atado, el animal fue llevado hasta la ciudad en un ambiente de fiesta. Aquella misma noche, después de encerrarlo en un cercado, Radamante, muy satisfecho por la presencia de aquel joven de tantísimas cualidades, mandó sacrificar cabras y muflones y ofreció una nueva fiesta.
A su término, Seschi se desplomó como un muerto sobre la tosca cama hecha con olorosas pieles de animales colocadas sobre lana y paja. Apenas se había sumido en el sueño notó un deslizamiento furtivo a su lado y abrió los ojos instantáneamente. Una silueta menuda, en la que enseguida reconoció a Aria, reptaba hacia él. Divertido y encantado, fingió dormir y dejó que se insinuara a su lado y se deslizara entre sus brazos. Entonces, en el momento en que menos se lo esperaba, la cogió bruscamente. Sorprendida, Aria dejó escapar un grito, pero luego se mordió los labios. Su grito podía llamar la atención. Con el corazón desbocado, susurró:
—¿Es así como los egipcios tratan a sus esposas, mi señor?
—Es que tú no eres mi esposa. ¿Qué haces en mi cama cuando no aspiro más que a dormir?
La sonrisa que la joven le dirigió como respuesta terminó por desarmarlo. La muy astuta sólo llevaba una ligerísima camisola de lino, que dejó caer con el pretexto de enseñarle la finura del tejido.
—Yo misma la tejí, mi señor. ¿Has tocado alguna vez un tejido más suave?
Dotado de un temperamento pronto a exaltarse, Seschi arrojó al suelo la camisola de lino.
—Sí, uno —murmuró.
—¿Cuál, mi señor?
—Tu piel.
Al día siguiente, Aria exigió de su padre el permiso para acompañar a Seschi hasta Kitonia.
—¡No conoce las costumbres de esos salvajes! —declaró ella con convicción—. Mi presencia confirmará que apoyas al príncipe en su petición, padre. Sabiendo que estás detrás de él, no osarán hacerle daño.
Radamante, que había adivinado perfectamente dónde había pasado la noche su hija, aprobó la decisión.
Unas horas después, los egipcios partían de Armeni. El fiero toro blanco seguía a la tropa, firmemente sujeto. Tanto para evitar sus reproches silenciosos como para protegerla de la prueba a que iban a someterse, Seschi había exigido que Neserjet se quedase a bordo del barco.
El camino que llevaba a Kitonia reseguía la costa. En realidad, no era más que un sendero trazado por los animales, y que los hombres habían acondicionado en algunos puntos para su uso. Unos treinta soldados, escogidos entre los más aguerridos, escoltaban a Seschi. Jerseti había insistido en formar parte de la expedición. El resto del destacamento, a las órdenes de Hobaja, debía dirigirse por mar a las cercanías de Kitonia, a fin de intervenir en caso de que el rey Galiel se mostrase hostil.
El paisaje era de tal belleza que cortaba la respiración. Hacía un calor agradable, pero la marcha pronto resultó fatigosa debido a los accidentes del terreno. El camino dibujaba todos los caprichos del relieve, resiguiendo crestas vertiginosas que caían en picado en las profundas aguas del Gran Verde, bordeando interminables arenales, reinos de petreles, cormoranes y gaviotas. A veces se internaba en lo más hondo de un estrecho valle que se hundía entre las amenazadoras paredes de dos altos acantilados. Los viajeros solitarios no osaban aventurarse en ellos, y solían esperar el paso de una pequeña caravana para cruzar aquellos pasos inquietantes. En otros puntos, en el flanco de las murallas de roca, se abrían las tenebrosas gargantas de algunas grutas marinas. Aria le comentaba cada lugar a Seschi. Era peligroso acercarse demasiado a aquellos sitios malditos, decía ella, pues eran refugio de terroríficos monstruos que sólo salían de noche, y arrastraban a los marinos o caminantes hacia las profundidades de los abismos insondables. Eran innumerables las personas que habían desaparecido de ese modo. La convicción que ponía contando aquellas historias era tal que ella misma se daba miedo. Seschi tenía ganas de burlarse de ella, pero aquellos lugares desprendían una atmósfera tan inquietante que se abstuvo de hacerlo. Se preguntó de dónde vendría tan extraña sensación. Él jamás había tenido miedo de los affrits que aterrorizaban a los habitantes de Kemit aunque nadie los hubiera visto. Pero no podía desprenderse de un curioso nerviosismo. ¿Se debía al incesante estruendo de las olas chocando contra las afiladas rocas? ¿O bien a los silbidos de un irritante viento que les perseguía desde que emprendieran camino?
—¿Es que este viento no para nunca de soplar? —se quejó a su compañera.
—Es el aitumi —explicó la joven—, el viento de las islas. Hay quien dice que vuelve loca a la gente.
—No lo dudo.
—En la época de la fiesta de la fertilidad es todavía más fuerte. A veces provoca un auténtico huracán.
A ratos las ráfagas eran tan potentes que hacían perder el equilibrio a los hombres. Pero en general el aitumi se limitaba a juguetear con las ramas de los árboles, peinar y despeinar incansablemente las extensiones malva de brezo que cubrían los acantilados. Se precipitaba entre los matorrales de espino, se cargaba de olor de resina al atravesar los bosques de pinos piñoneros, se coloreaba de infinitas fragancias que componían una aturdidora sinfonía de perfumes distintos: aromas de tomillo, romero, intensos efluvios de yodo y algas provenientes del mar, olor húmedo de limo cuando el grupo bordeaba una ciénaga. A veces se zambullía en lo más hondo de una depresión rocosa y lanzaba un mugido inquietante. Los naturales del lugar suponían que se trataba de los gruñidos de pavorosas criaturas que aguardaban al viajero imprudente, agazapadas en el fondo de un abismo.
Durante el viaje, Seschi no dejaba de repetirse que se estaba arriesgando mucho en aquella empresa. Las fuerzas de que disponía no podían en modo alguno impresionar al rey de Kitonia, que podía apoderarse del toro blanco y mandar matar a su pequeña tropa. Entonces no tendrían más solución que vender cara su vida. Esta eventualidad, sin embargo, no parecía preocupar excesivamente a sus hombres. Para éstos no había duda de que su príncipe conseguiría su objetivo. Ya antes les había sacado de situaciones más peligrosas. Todos sentían por él una admiración sin límites, y ninguno habría deseado encontrarse en otra parte. En Kitonia se preparaba una nueva hazaña y no se la habrían perdido por nada del mundo. El humor tranquilo y jovial de sus hombres inspiró cierta confianza al joven príncipe.
De hecho, se negaba a pensar en un posible fracaso. Sentía vibrar en el fondo de sí mismo una energía indomable, una fuerza excepcional que se reflejaba en su manera de hablar y en su actitud, y a nadie se le habría ocurrido ponerse en medio de su camino. Los soldados creían que el rey Galiel se vería obligado a ceder ante la determinación de su joven señor. Le bastaría con aparecer en Kitonia para que la princesa Jirá fuera liberada. Aria, embajadora oficial de Armeni, compartía aquella convicción. Galiel era un tirano, pero no se atrevería a oponerse a un hombre respaldado por los dioses. Porque, viendo al magnífico toro blanco, era indudable que el príncipe Seschi gozaba de la protección de las divinidades. O mejor dicho: sabía dominarlas. Y en la isla Blanca admiraban a los héroes capaces de hacer retroceder a los mismísimos dioses.
A medio camino, cuando estaban cruzando una serie de colinas boscosas, Aria dijo a Seschi que deseaba enseñarle una cosa, pero que debían ir solos. Temiendo las intenciones traviesas de la damita, respondió que no podían perder tiempo. Ante la insistencia de ella cedió, pero se llevó la maza por precaución. Ella se encogió de hombros, divertida.
—Allá donde vamos no la necesitarás.
Tras apartarse de sus compañeros, pronto penetraron en un valle de reducidas dimensiones, engastado en un estuche de colinas tapizadas de brezo. Como por ensalmo, desaparecieron los mugidos sordos e irritantes del aitumi. Sólo se oían los alegres trinos de los pájaros, el suave murmullo de un manantial, el aterciopelado roce de las hojas de roble. Nuevos perfumes penetraron en los pulmones de Seschi, olores de madera y tierra tibia. A ambos lados del arroyo se alzaban encinas, pinos, arbustos cubiertos profusamente de flores de suntuoso colorido. Seschi avanzó con cautela bajo los árboles. De repente, no pudo contener un grito de sorpresa cuando las flores alzaron el vuelo con un frotar de alas de seda. Aria se echó a reír. Seschi se quedó atónito antes de entender que se trataba de miríadas de mariposas a las que su intrusión había molestado. En unos instantes quedaron rodeados por movedizas nubes de colores.
—¡A este lugar lo llaman el valle de las mariposas! —confirmó Aria, satisfecha del efecto producido.
Evidentemente, ¡no lo iban a llamar el valle de los pecarís! Pero la belleza del espectáculo le cortó las ganas de burlarse de ella. El sol hacía que los magníficos insectos interpretaran sinfonías de irisada luz.
—¿No crees que mi país es el más bello del mundo? —preguntó la joven rodeando con sus brazos el cuello de Seschi.
Para hacerlo tuvo que ponerse de puntillas. Su boca húmeda y sus ojos febriles revelaban el deseo que la embargaba. Seschi suspiró. Pocas veces había conocido a una chica tan insaciable. Él, que gozaba de una temible resistencia y que solía agotar a sus amantes, había tenido que retirarse la noche anterior. Gruñó un poco para salvar las apariencias. Aún les quedaban cuatro días; era más de lo que necesitaban para llegar a Kitonia a tiempo. Y además, la piel de Aria era suave, su cuerpo grácil, sus senos redondos y cálidos, sus muslos prietos. La levantó del suelo y la tendió en la mullida hierba.
Apenas acababan de recuperarse cuando Seschi adivinó una presencia. Al instante se puso en pie y cogió la maza. A pocos pasos de él había una mujer sentada bajo un roble. Creyó estar viendo una alucinación.
Las mariposas se posaban sin temor en sus dedos y después alzaban el vuelo, gracioso y torpe a la vez. Dirigió los ojos hacia la pareja, esbozando una sonrisa triste. Sus ojos verdes reflejaban un extraño fulgor. Pero tal vez fuera el efecto de la luz tan particular que reinaba en aquel paraje. Pronunció unas palabras en una lengua incomprensible, que Aria se apresuró a traducir para Seschi.
—Dice que hacemos bien en amarnos mientras somos jóvenes. Porque tenemos el tiempo contado.
Inquieto, Seschi preguntó:
—¿Quién es esta mujer?
—Es una profetisa. Vive sola en este valle, pero es muy raro verla. Suele estar escondida. La gente viene a consultarla, pero tienen que depositarle ofrendas y esperar a que digne mostrarse. A veces ni siquiera aparece.
—Se diría que no nos ve —señaló Seschi.
—Según cuenta la leyenda, es ciega, pero, aun así, ve mucho mejor que nosotros. No necesita bastón para moverse. Conoce bien el valle porque siempre ha vivido aquí. Hay quien cree que es inmortal.
La anciana volvió el rostro hacia ellos. Seschi notó entonces que sus ojos verdes tenían un aspecto turbio. Su cara apergaminada, surcada por los estragos del tiempo, impresionó al joven. Angustiada, Aria se refugió detrás de él, mientras seguía traduciendo las extrañas palabras.
—¡Acercaos! —gruñó la vieja.
Así lo hicieron, no muy tranquilos.
—¡Os estoy viendo! Estáis muy orgullosos, muy seguros de vosotros mismos, convencidos de que nada malo podrá sucederos jamás. Sin embargo, sobre vuestro mundo pesa la amenaza de la furia de los dioses.
Seschi se preguntó de qué estaba hablando. La anciana prosiguió:
—Los dioses me han revelado el porvenir. Un porvenir a la vez magnífico y trágico. Esta isla está llamada a vivir un futuro maravilloso. Una civilización grandiosa nacerá en estas pequeñas islas. Tendrá gran influencia en todo el mundo, y la vida aquí será tan agradable que hasta los mismos dioses estarán celosos. Estos celos serán la causa del fin de esta civilización. Un día, una ola monstruosa surgirá de las entrañas de la tierra y sumergirá a este mundo tan hermoso, destruirá los palacios, engullirá los puertos, aniquilará ciudades enteras. Este país se convertirá entonces en una leyenda cuyo recuerdo atravesará los siglos y se difundirá más allá de cuanto pueda concebir vuestra imaginación.
Se estremeció como si de repente el aire se hubiera enfriado. Seschi creyó oír de nuevo el mugido del aitumi. Permaneció un instante en silencio y luego preguntó:
—¿Por qué nos dices todo esto?
La anciana dijo:
—Tu destino está ligado a isla Blanca. Sé que te diriges a Kitonia. Sin embargo, allí te espera la amenaza de un gran peligro. El minos no es un hombre. Es un terrorífico demonio con apariencia humana. Y el espantoso demonio que habita en el valle prohibido no es más que el reflejo de su alma. Dice que fue el mismo dios del cielo, Urano, quien lo engendró. Pero miente: ese animal nació de su carne, en una noche abominable. Una profecía asegura que llegará un hombre, que se internará en el laberinto y matará a la Bestia. Entonces el minos morirá a su vez por la furia de los dioses. He preguntado al viento que murmura entre los robles y al vuelo de las mariposas sagradas. Parece que ese día está cercano. Porque tú eres quien causará la muerte de Galiel, el maldito —precisó la bruja señalando con un dedo esquelético a Seschi.
—¿Yo? Pero si yo no deseo la muerte del rey. Sólo quiero comprarle la libertad de mi hermana.
—Al destino poco le importan las intenciones de los mortales, jovencito. Los signos señalan a un hombre alto y fuerte, hijo de un rey muy poderoso. Pero ¡cuidado! Si dejas que la duda se apodere de ti, serás aniquilado.
Sin esperar respuesta, la vieja desapareció entre la espesura del bosque de robles. Un tanto atónitos, los dos jóvenes se vistieron y se dirigieron hacia la salida del valle. Ambos sentían la extraña impresión de haberlo soñado todo.
Cuando alcanzaron a los demás, Jerseti ya empezaba a preocuparse. Pero los armenios habían intentado tranquilizarle con medias palabras. Conocían el temperamento volcánico de su princesa.
Al día siguiente penetraron en el reino de Kitonia. Aunque el paisaje seguía siendo de gran belleza, el malestar que sentía Seschi desde el momento de la partida se acentuó. Como había heredado de su padre una sensibilidad excepcional, percibía la atmósfera que se desprendía de un lugar. Del mismo modo que se había sentido bien en Armeni, cuyo rey, Radamante, era un buen hombre, ahora este país le causaba una emoción desagradable. Tal vez se debiera a los sacrificios humanos perpetrados por el pueblo que en él vivía. Pero había algo más.
Sobre aquel reino soplaba un aire maligno que había pervertido las almas de sus habitantes. Tal como había previsto Aria, el aitumi no amainaba, sino que a veces levantaba auténticos tornados que obligaban a los viajeros a retener a los animales excitados. Una extraña locura parecía haberse apoderado del mundo bajo la forma de aquel aullido incesante que provocaba mareos y cortaba la respiración.
La impresión nefasta se confirmó cuando se toparon con varios pastores que huyeron al verle acercarse, aparentemente aterrorizados.
—¡Qué estúpidos! —dijo Aria, sorprendida—. Deberían saber que no les haremos nada. Hace más de veinte años que no hay guerras entre nuestras ciudades, y con Kitonia mantenemos relaciones comerciales regulares.
—¿Por qué disputaron vuestras ciudades antiguamente?
—Siempre ha existido rivalidad entre Armeni y Kitonia, las dos ciudades más poderosas de isla Blanca. Los conflictos generalmente venían provocados por los minos de Kitonia. Nuestro reino debía soportar sus incursiones. Raptaban a nuestros jóvenes para sus odiosos ritos. Siempre han practicado el sacrificio humano. Hoy en día nosotros somos dos veces más numerosos que ellos. Los armenios no son agresivos, pero han aprendido a defenderse. Galiel desconfía de mi padre. Sabe que a la mínima violación del tratado de paz firmado hace veinte años, Armeni invadirá el reino de Kitonia y lo destruirá. Por eso se ven obligados a realizar sus saqueos en otra parte.
—Háblame de esos ritos.
—Antiguamente inmolaban a una muchacha y un muchacho al dios Minos. Los degollaban y luego quemaban sus cuerpos para alimentar al dios con el humo.
La barbarie de semejante costumbre dejó estupefacto a Seschi. Neméter le había explicado que tales prácticas se habían realizado antaño en el valle sagrado, pero hacía mucho tiempo que sólo se sacrificaban corderos y toros. Recordó entonces que los miembros de la Secta de la Serpiente habían intentado recuperar aquella tradición infame unos años atrás. Él mismo había estado a punto de ser su víctima, y sólo gracias al valor de Inmaj, la esposa de Semuré, había salvado la vida. Le dedicó un pensamiento emocionado. Aria prosiguió:
—Desde el nacimiento del monstruo, los sacrificios se han incrementado. Los kitonios piensan que es la encarnación de Minos, y, todos los años, encierran a siete chicos y siete chicas en su antro. Jamás ha regresado ninguno de ellos.
—¿Qué aspecto tiene?
—Nadie lo sabe. Según los guerreros que guardan la entrada de su guarida, jamás se le ve. Alguna vez han llegado a vislumbrar una silueta errante, al caer la noche, entre los árboles. Parecía tener el tamaño de dos hombres. A pesar de la altura y el grosor de la muralla que cierra la entrada de ese valle maldito, no estaban muy tranquilos.
Al día siguiente, tras una noche de sueño agitado en que el aitumi no había dejado de soplar, la caravana avistaba Kitonia.