Capítulo 25

Jirá lo miró como si se hubiera vuelto loco.

—Eso es imposible. Los guardias reales llevan veinte días buscándolo inútilmente. Seschi y yo hemos explorado todos los escondrijos de Mennof-Ra y alrededores. No hemos encontrado nada, ni el menor indicio. Y tú quieres hacerme creer…

—Se había refugiado en una red de canales subterráneos abandonados. Uno de ellos va a parar al fondo de mi jardín.

Una brusca cólera invadió a Jirá.

—¿Por qué no has avisado a mi padre?

—Tenía la intención de hacerlo. Pero quería que hablases antes con él. Me ha hecho unas extrañas revelaciones sobre ti.

—¿Sobre mí?

—Sin embargo, me pregunto si tengo derecho a contártelo. Puede causarte mucho dolor.

—¡Quiero saberlo!

Tash’Kor se encogió de hombros.

—¡Peor para ti! Hace unos días un hombre intentó robarme comida colándose en la cocina durante la noche. Pero yo no dormía aún y, con la ayuda de mis criados, lo reduje. Creí que era un atracador o un mendigo. Le hice hablar. Así fue como supe que había intentado matar a tu madre y que tu hermana Inja-Es se había interpuesto desagraciadamente en su trayectoria. Pensaba entregarlo al señor Moshem, pero primero quise comprender qué había motivado sus actos. Lo que me contó te concernía directamente. Por eso lo he mantenido en secreto.

—¿Qué te contó?

—Ahora lo sabrás. ¡Sígueme!

La condujo hacia los almacenes en ruinas, hasta una puerta que daba a un pequeño habitáculo utilizado antiguamente como despensa.

—Cuando los guardias de Moshem registraron mi casa, no encontraron nada porque todavía no lo había hecho prisionero. Le he hecho creer que yo también odiaba a la reina y que pronto iba a presentarle a alguien que le ayudaría a escapar de los Dos Reinos. Ni siquiera mi hermano sabe que está aquí. Solamente Jokán y Medik, mi fiel guardaespaldas, están al corriente.

—Se refugió en los canales —murmuró Jirá ensimismada—. Pero entonces eso significa que no tenía cómplices.

—Eso no está muy claro. Me contó una historia que no entendí muy bien, según la cual un hombre enmascarado fue a verlo para alentarlo a cometer el crimen y ayudarle a huir después. Había quedado en reunirse con él en el puerto, pero, cuando acudió a la cita una vez cumplido su cometido, el hombre no apareció. Me pregunto si no se lo habrá inventado todo. Ese individuo me parece un poco loco.

Agarró una antorcha y abrió la puerta. Una escalera se hundía en las profundidades del suelo, desembocando en una especie de cripta, sin duda los cimientos de una casa mucho más antigua. Tras un montón de objetos y escombros de todo tipo había un hombre sentado contra la pared rocosa, con los ojos brillantes de fiebre.

Enjalil estaba en los huesos. Sus enjutas mejillas estaban devoradas por una escasa barba de un gris sucio, raída en algunos puntos. Le temblaban las manos y rezumaba un hedor indescriptible. Jirá se había imaginado al asesino de Inja-Es de otra manera. Esperaba sentir odio, pero sólo sentía un profundo asco. Casi dudaba que su hermanita hubiese perecido a manos de aquella larva humana. Pero Tash’Kor no podía haberse inventado semejante historia.

El príncipe propinó una violenta patada al prisionero, que dio un respingo con ojos de asombro. Por lo visto no esperaba ser tratado así por el hombre que le había salvado la vida al acogerlo en su casa.

—¿Qué ocurre, mi señor? —gimió incrédulo.

—¡Mira a esta joven! ¿La reconoces?

Acercó la antorcha a la cara de Jirá. Enjalil profirió un grito. Su rostro se descompuso de odio y terror a la vez e hizo ademán de levantarse.

—¡Es la cara de la diablesa! —gritó desgañitándose—. ¡Me has traicionado!

—¡Silencio! —rugió Tash’Kor dándole una segunda patada—. Vas a repetirle lo que me contaste a mí.

El hombre estaba demasiado débil para resistirse. Empezó a gemir de nuevo. Tash’Kor insistió:

—¡La conoces! ¡Sabes quién es su auténtico padre!

—¡Sí! ¡Sí! Es Jirá, la hija de la diablesa y de mi amigo, el rey Jacheb de Siyutra.

Jirá se quedó petrificada. Aquel hombre era un demente. No sabía lo que decía.

—¡Sigue! —lo acosó el chipriota—. ¿Por qué mataste a la joven princesa Inja-Es?

—No era a ella a quien quería matar. Quería matar a la monstruosa mujer que destruyó mi ciudad y asesinó a mi rey, pero la niña se interpuso.

—Pero ¿qué está diciendo? —preguntó Jirá, presa de la angustia.

—¡Habla! —espetó Tash’Kor, amenazante.

Enjalil se pegó aún más a la pared rocosa e inició un extraño relato dirigiéndose a Jirá. Su voz era ronca, quebrada, chirriante, y cada una de sus palabras era como un arañazo en el corazón de la princesa.

—Tú crees ser la hija del Horus Djoser, ¡pero es mentira! Tu verdadero padre era Jacheb, rey de Siyutra. Era mi señor y mi mejor amigo. Un día, pronto hará veinte años, admitió a bordo de su barco a una egipcia llamada Tanis y que decía ser princesa.

El desprecio que denotaban sus palabras asqueó a Jirá, que reprimió las ganas de pegarle.

—¡Sigue! —le espetó.

—Se enamoró locamente de ella. Quería convertirla en su reina. Pero ella lo rechazó con desdén. Se creía de una esencia superior. Él lo hizo todo para domesticarla, todo. La acogió en su palacio de Siyutra, junto con sus acompañantes. Pensaba seducirla. Yo le aconsejé que la dejara marchar, pero él intentó retenerla. Ella no lo aceptó. Entonces…

—¿Entonces?

—Ella se vengó de una manera abominable. Sin embargo, él no le había hecho daño alguno. Una noche, la mujer reunió a sus cómplices y se escabulleron hasta los almacenes donde guardábamos nuestras mercancías. Había betún y aceite. Siyutra se extendía en pendiente a lo largo de una garganta. Rompieron las tinajas e incendiaron la ciudad. No pudimos hacer nada para detener el fuego. La mayoría de los nuestros pereció entre las llamas provocadas por aquella diablesa. Cada noche, desde entonces, los gritos de agonía de aquella gente me impiden dormir.

—¡Mi madre jamás habría hecho tal cosa! —protestó Jirá.

El hombre replicó:

—¿Por qué crees que he hecho todo este viaje a riesgo de mi propia vida? —Sus puños se crisparon—. Si un ser abominable hubiera destruido tu ciudad, ¿no tendrías deseos de vengarte?

—¿Qué ocurrió después? —preguntó Jirá con la voz alterada.

—Después de su crimen huyó al desierto. Creí que habría muerto, devorada por los leones. Pero hace unos años, en el puerto de Djura, me tropecé con un viejo marino borracho. Se llamaba Melhok. Me dijo que la mujer había tenido un hijo de mi señor Jacheb. Una niña. Decía que había dado a luz sola, en medio de las fieras. Después un señor egipcio la había recogido y se la había llevado consigo. Se casó con un príncipe de Kemit y se convirtió en reina. Cuando me enteré de todo esto, no tuve más que una idea: matar a la diablesa que había aniquilado a mi pueblo. Esa es la razón por la que vine a Men-nof-Ra.

Señaló a Jirá con un dedo mugriento.

—¡Esa niña que tuvo en el desierto de Punt eres tú!

Jirá dio un paso atrás, atemorizada.

—Mientes —dijo débilmente—. Soy la hija del Horus Djoser.

El hombre rió.

—Eso es lo que siempre has creído, porque te criaron en la mentira. Pero eres la hija de mi señor Jacheb. ¡Y no puedes hacer nada para cambiarlo!

Trastornada, Jirá apenas sintió las lágrimas ardientes que le corrían por las mejillas. De repente su vida se le aparecía bajo una sórdida luz. En otro tiempo su madre había matado a la población entera de una ciudad por razones oscuras pero aparentemente discutibles. Cómo explicar, si no, el feroz odio que aquel hombre sentía hacia ella. Y, sobre todo, ella, Jirá, no era la hija del Horus Djoser. No lo había sido nunca. ¡No era más que una bastarda! ¡Una bastarda!

Una mezcla de asco, cólera, horror e infinita tristeza se apoderó de ella. Ya nada sería como antes.

Tash’Kor la tomó por los hombros y se la llevó aparte.

—Ya te advertí que la verdad podía hacerte daño —dijo con ternura—. Pero hay otra cosa.

—¿Qué más?

—Por una indiscreción de un mercader nómada, me he enterado de que el príncipe Nefer-Sechem-Ptah es hijo de la primera esposa del rey. Se llamaba Letis. Murió antes de que tu madre regresara. Así pues, no tienes ni una gota de sangre en común con él.

—¡Mientes!

—¡No! ¡Seschi no es tu hermano, Jirá! No me sería difícil que el propio mercader te lo contara. Además, supongo que un buen número de personas en palacio lo sabe, pero el rey y la reina quisieron criaros como si fuerais verdaderos hijos de ambos.

Jirá habría querido contestarle, negar aquella abyecta realidad. Pero en el fondo sabía que Tash’Kor no estaba mintiendo. Se giró bruscamente hacia él.

—Por eso mantuviste prisionero a este hombre, ¿no es así?

—Exactamente. También sabía que lo estabas buscando por todas partes junto con Seschi. Querías vengar a tu hermana matando a su asesino con tus propias manos.

De pronto, Jirá sintió una sensación de frío en la palma de la mano. Tardó un instante en comprender que Tash’Kor le había entregado su espada.

—Quería proporcionarte la ocasión de realizar tu venganza.

—¿Mi… venganza?

—¡Ese perro mató a tu hermana, Jirá! Cualesquiera que sean sus motivos, merece la muerte.

La muchacha se echó a temblar.

—Es cierto, pero…

—¡Debes vengar a Inja-Es! ¡Mátalo!

Enjalil ya había entendido lo que le esperaba y quiso escapar. Pero Tash’Kor lo atrapó y lo lanzó violentamente contra la roca. El sumerio se desplomó entre gemidos.

—¡Mátalo! —repitió Tash’Kor.

—No… ¡no puedo!

Jirá fue presa de una violenta náusea. Llevaba quince días soñando con tener entre sus manos al asesino de Inja-Es. Y ahora lo tenía delante, poseía un arma, podía atacarlo, acabar con él, hacerle pagar su atroz crimen. Pero no tenía valor para ello. Una cosa era soñar con la venganza y otra llevarla a cabo. Dar muerte no era un acto tan sencillo, ni aunque el criminal tuviera las manos manchadas con la sangre de un ser querido. Con los ojos clavados en los de Enjalil, Jirá sintió ganas de vomitar. Repitió:

—¡No puedo!

—Entonces lo soltaré.

—¿Qué?

—Si tu padre se entera de que he retenido al asesino de su hija en vez de entregarlo, me arrestará y condenará. Todo esto lo he hecho por ti, Jirá. Esta historia tiene que quedar entre nosotros.

—Le explicaré…

—¿Qué le explicarás? ¿Que no eres su hija?

—¡No… no lo sé!

—¡Tienes que encontrar valor para matar a este perro! A menos que quieras mi perdición…

—¡No!

Tash’Kor la miró fijamente a los ojos. Jirá se estremeció. Le pareció volver a ver aquel destello rojo en su mirada, una luz infernal. Simultáneamente, la mano del chipriota se cerró sobre la suya. La forzó a caminar hacia el prisionero, que se arrastró para ponerse fuera de su alcance. Pero la cripta no tenía otra salida. Empezó a gemir de terror. Ni siquiera tenía fuerzas para levantarse.

—¡Tienes que hacerlo, Jirá! Este hombre mató a tu hermana, pero también ha asesinado a viajeros y campesinos para llegar hasta aquí. Es un bandido, un criminal.

Al borde de la histeria, Jirá replicó:

—¡Entonces tal vez mi padre también sea un criminal!

—¡No! Este perro se convirtió en lo que es tras la destrucción de Siyutra. Tuvo que matar para sobrevivir porque lo había perdido todo.

Ahora ya casi la empujaba. Los dos iban avanzando hacia el sumerio, quien, acorralado, halló por fin fuerzas para incorporarse. Con los ojos impregnados de locura, se lanzó sobre Jirá. La mano de Tash’Kor, que cubría la de la muchacha, se crispó en el mango de la espada y la hoja se hundió en el vientre de Enjalil como en un saco de grano. El hombre profirió un grito de horror y extendió las manos como para arrancar los ojos de Jirá, que se puso a chillar. Fue consciente de que la mano de Tash’Kor la forzaba a remover el arma en las entrañas de su víctima. De la boca del sumerio brotó un chorro de sangre que salpicó a la princesa. Después cayó lentamente hacia adelante; sus ojos, llenos de locura e incomprensión, se aferraban desesperadamente a los de Jirá. Al fin se escurrió hasta el suelo, mientras la hoja escarlata seguía en la mano de la joven, separándose del cuerpo con un horrible ruido, como de tela al rasgarse. Tash’Kor la soltó. Ella se tambaleó, aturdida. El olor de sangre la mareaba. Vacilante, llegó hasta la pared y vomitó. Cuando las náuseas se calmaron, balbuceó:

—¿Por qué me has obligado a matarlo?

—¿No es eso lo que querías? —respondió él con voz sombría mientras recogía su arma.

—Ha sido un acto repugnante. ¡Eres un monstruo!

—¡No! Te he obligado a ejecutar tu propia voluntad, a no ceder ante la cobardía. Es muy fácil mirar a un verdugo matando a alguien que uno mismo desearía matar. Debes asumir la responsabilidad de tus actos. Así es como nos hacemos adultos.

—Pero he matado a un hombre…

—Se lo merecía. Inja-Es no había pedido que la mataran. Has realizado un acto de justicia.

—¡Y me horrorizo de mí misma! ¡Por tu culpa!

La voz de Tash’Kor se hizo más dulce.

—¡Es bueno que sientas horror! Lo contrario significaría que te gusta matar. Entonces serías peor que ese miserable.

Arrojó la espada al suelo y la estrechó entre sus brazos. Jirá, confundida, no opuso resistencia.

—Me preguntas por qué te he obligado a matarlo. Quería regalarte tu venganza, saber si eras digna del… del amor que siento por ti. Te he dicho que había venido a Mennof-Ra para solicitar la ayuda del Horus. Es cierto en parte, por supuesto, pues no he perdido la esperanza de liberar a mi pueblo. Pero, sobre todo, quería verte otra vez. No te he olvidado nunca, Jirá. En aquella época no me di cuenta de que no eras más que una niña. Pero durante estos cinco años no ha pasado ni un solo día en que no haya pensado en ti.

—¿Y esa muchacha?

—¿Taina? Ella no cuenta. ¡Te amo a ti! Y poco me importa quién sea tu padre. Quiero tenerte junto a mí.

Jirá no soñaba con oír otra cosa. Cuando los labios de Tash’Kor se posaron en los suyos, fue presa del vértigo. Temblando de la cabeza a los pies, tuvo la impresión de ser una gacela caída entre las garras de un león. Una ambigua calidez subió por sus piernas, surcó su vientre, acarició sus senos. Unas posesivas manos se deslizaron por su piel, demorándose en puntos dolorosamente precisos. Habría querido resistirse, separarse de él. Pero la extraña mezcla de miedo y deseo que bullía en su interior le embotaba el entendimiento y los sentidos. Unos vigorosos brazos la levantaron, llevándosela fuera de la cripta, lejos de aquella abyecta pesadilla.

La condujo hasta un baño, donde ya los esclavos habían preparado la bañera. Él mismo le quitó el vestido de lino blanco, manchado de la sangre del sumerio. La volvió a tomar en brazos y la metió en el agua tibia. Con la mente en ebullición, Jirá le dejó hacer, permitiendo que sus manos fuertes y suaves la tocaran, la lavaran lentamente, se deslizaran por su piel desnuda hasta los lugares más secretos. A pesar del calor, tenía escalofríos. Jamás habría creído que el cuerpo pudiera ser fuente de un placer tan intenso y devastador.

Al salir del agua, se tumbaron sobre gruesas esteras de colores, en una habitación que daba al jardín, iluminada por el deslumbrante sol. Habría podido llorar de felicidad. No comprendía qué le ocurría. Ya no quería reflexionar más, ni pensar más. Recorrían su cuerpo unas olas deliciosas, mezcladas con un sentimiento remanente de horror provocado por las atroces imágenes que se agolpaban en su memoria. En los labios, en los ojos de Tash’Kor se superponía la mirada demente de Enjalil, su expresión terrorífica cuando había sentido que la vida se le escapaba, sus manos repugnantes tendidas hacia ella. Hizo un movimiento para soltarse. Él la atrajo hacia sí con fuerza. Jirá capituló. No podía luchar y tampoco tenía ganas de hacerlo.

—Todo ha terminado —murmuró la cálida voz de Tash’Kor—. Voy a ayudarte a olvidar. Te amo, amo tu cuerpo, tu piel tan suave bajo mis dedos…

Una marea de caricias envolvió el cuerpo de Jirá. Una mano se insinuó entre sus muslos, se posó sobre su sexo. Sintió que sus piernas se abrían, su respiración se aceleraba. Entonces se volvió exigente. Sus manos se aferraron a las firmes caderas de su amante. Cuando penetró en ella, tuvo ganas de gritar, de dicha, de terror, de afecto, de dolor, no lo sabía muy bien. Con los ojos cerrados, le parecía que el mundo entero estallaba a su alrededor. Hacía tiempo que su cuerpo reclamaba la huella del hombre, pero ella había esperado. Ahora algo había despertado en su interior, algo que no pedía más que satisfacción.

Mucho más tarde, cuando el mundo desintegrado recuperó su forma, cuando los sentidos se apaciguaron, Jirá supo que no pertenecería nunca a otro hombre. Sin duda lo sabía desde la primera vez que lo vio.

Abrió los ojos. La mirada de él estaba posada en ella, enigmática. Una oleada de emociones la invadió. No conseguía penetrar en su misterio. Había en él amor, pero también algo más. Tal vez odio, o un interrogante. Paradójicamente, le daba miedo, pero esa sensación la hacía estremecer de placer. Le gustaba aquella sensación de pertenecerle. Podía hacer con ella lo que quisiera, ella lo aceptaría.

—Yo también quiero estar a tu lado —murmuró.

Ninguno de los dos captó la mirada cargada de odio de Taina, que los observaba en la sombra crepuscular de un bosquecillo de perseas.