CAPITULO XVI
Ramón estaba terminando de curar a su caballo y Vance de curarse el rasguño de la cadera cuando vieren asomar por lo alto de una loma, a media milla de distancia, numerosos jinetes que venían con rapidez.
—¡Mire eso!
—Sí. Traen la dirección del pueblo.
—Una de dos, o se trata de Riley o podemos prepararnos a una nueva galopada.
Montaron velozmente y tomaron sus rifles. Luego esperaron a los que llegaban pero ocultos a medias detrás de unas grandes rocas y algunos árboles.
Quince hombres en total formaban el grupo de caballistas. Venían a buen paso, y catorce de entre ellos fuertemente armados, la mayoría con los rifles en las manos. Uno de los jinetes iba sin ninguna arma, al parecer. Pero al estar más cerca, tanto Vance como Ramón advirtieron que, en realidad, llevaba un brazo en cabestrillo.
Fue Vance el primero en reconocer a los que llegaban.
—Estamos de suerte. Aquí viene Riley. Vamos.
El grupo de jinetes refrenó sus caballos al verles emerger de su escondrijo. Pero el que los venía capitaneando y el que llevaba el brazo en cabestrillo, que no era sino Joe Dryant, los reconocieron y se adelantaron veloces a su encuentro.
El sheriff de Lubbock tendría unos treinta y cinco años y era alto, fornido, de ojos oscuros bajo espesas cejas, poblado bigote y recio mentón. Saludó a Vance con un gesto amistoso y luego le tendió la mano.
—He venido tan aprisa como pude. ¿Cómo va eso? Me alegro de volver a verle. Cuando me trajeron anoche su largo telegrama recibí una gran sorpresa. Luego llegaron los Dryant con el tren y me aclararon la situación entre ellos y su carta. He traído a unos cuantos hombres de confianza. Tuvimos que esperar el paso de un mercancías, pero era más rápido que venir a caballo.
—No imagina el alivio que nos produce encontrarlos, Riley. Bueno, le presento a Ramón Guerrero, argentino y un peleador de primera clase.
—Eso tengo entendido —el sheriff tendió la mano a Ramón, mirándole directamente—. Alguien con unos ojos preciosos afirma que es usted de lo mejor que cabalga, por esta región.
—Seguro que se trata de una exageración, sheriff — Ramón se puso un tanto nervioso—. Joe Dryant intervino con una pregunta llena de ansiedad.
—¿Qué hay de mis padres y mi hermano? ¿Pudieron ustedes regresar al rancho?
—No pudimos entrar. En cambio nos dimos una vuelta por el pueblo, le pegamos fuego al rancho de Hamun, en sus construcciones auxiliares, tuvimos un encuentro nocturno con una partida de ellos y hace poco más de una hora, les incendiamos y destruimos el campamento delante del rancho de su padre, cortando así el ataque que habían lanzado. De todas formas creo conveniente que nos apresuremos a ir allí, porque dentro del rancho sólo había seis hombres en condiciones de luchar y con el sheriff Thrall lo menos eran treinta.
—En tal caso no perdamos tiempo. Por el camino nos contarán la situación.
El grupo de hombres que traía el sheriff se les había juntado y escucharon el informe de Vance con interés. Ahora, todos juntos reanudaron la marcha al galope, por el camino que conducía al rancho del coronel.
Diez minutos más tarde descubrieron al pelotón comandado por Olney que venía al trote en dirección opuesta.
Fue un encuentro casi sorpresivo, ya que los dos grupos se encontraron al doblar sendas curvas del camino, con una vaguada ancha de unas trescientas yardas y bastante llana entre ambas.
Olney y sus hombres se detuvieron, refrenando a sus caballos, en una pausa de desconcierto que duró poco. Por su parte, Vance advirtió a sus acompañantes:
—Gente de Hamlin que salió en nuestra persecución.
—¡Entonces, a por ellos!
—¿Quién demontres serán? —inquinó, con súbita desconfianza, uno de los acompañantes de Olney. Apretando el ceño, éste le respondió comuna orden seca mientras echaba mano a su rifle.
—Está bastante claro. Esos dos malditos han logrado reunir gente del pueblo que los ayude. Frenémosle a tiros y a salir corriendo, pues nos aventajan en número.
Uniendo la acción a la palabra disparó contra el pelotón que avanzaba a su encuentro. Sus compinches lo imitaron velozmente. Uno de los que vinieren con el sheriff resultó alcanzado y dos caballos también…
Vance y Ramón, el sheriff y otros dos iban en cabeza. El caballo de uno de los últimos relinchó y cayó con su jinete. Los restantes se inclinaron sobre sus corceles y echáronse los rifles a la cara, soltando una granizada de balas contra la gente de Olney, que ya volvía grupas. Uno de ellos fue alcanzado y se derrumbó, un caballo botó de costado y se disparó locamente fuera del camino sin que su jinete pudiera contenerlo. Los demás, se perdieron veloces al otro lado de la curva.
El pelotón del sheriff Riley atravesó en tromba la vaguada. El que perdiera a su caballo subió a la grupa de un compañero y ambos dieron caza al corcel del hombre de Riley que cayera, reuniéndose luego a los demás.
Olney y sus hombres galopaban rabiosamente, fuera del camino, atravesando derechas hacia las lomas que delimitaban la propiedad del coronel. El que le hirieran el caballo, había conseguido dominarlo a medias y pugnaba por reunírseles. Una distancia de doscientas yardas separaba a perseguidos y perseguidores.
Vance, Ramón y el sheriff, con otro hombre de Lubbock, montaban los mejores caballos y poco a poco se fueron distanciando, comiéndoles terreno a los fugitivos. Estos se volvían a disparar de cuando en cuando, pero con mala puntería por la violencia de la carrera y la forzada posición. En cambio, Vance consiguió derribar a uno de los que huían. Ramón se adelantó a los demás lanzándose en persecución del que tenía herido el caballo, el cual, poco a poco, se iba rezagando. El tipo aquel se volvió y comenzó a disparar locamente contra él. Las balas aullaron en torno al argentino, una o dos peligrosamente cerca; pero ninguna lo tocó. Y el otro terminó por vaciar el cargador. Tirando el ya inútil rifle, extrajo el revólver. Unas cincuenta yardas los se paraban y “Relámpago” iba comiéndole terreno rápidamente al animal herido.
Ramón tomó las boleadoras y comenzó a blandirías, haciéndolas girar cada vez más aprisa. El otro se volvió y le disparó. Pero los trancos desiguales de su montura no eran los más adecuados para permitirle hacer un buen blanco. Aun así, logró pegarle un tiro de refilón en el flanco a “Relámpago”, que relinchó y dio un bote rápidamente dominado por Ramón. Las cinco balas restantes se perdieron en el aire, inofensivas. Y al verse prácticamente desarmado, el otro se tendió sobre su caballo, clavándole implacablemente las espuelas para sacarle hasta la última gota de energía, mientras se ponía a recargar el revólver con dedos nerviosos.
Ramón llegó a treinta metros, a veinte. Iba un poco a la derecha del otro jinete. Lanzó las bolas, que volaron raudas. Y cuando el caballo herido levantaba una vez más las patas delanteras, bolas y cuerdas se enredaron matemáticamente en ellas, trabándolas y haciéndole caer de cabeza. Tomado de sorpresa, el jinete salió despedido por las orejas y quedó aturdido en tierra. Cuando trató de incorporarse ya tenía encima al argentino apuntándolo con su revólver.
—No te muevas, amigo. O te mato.
El otro juró, pero no se movió. Tenía la cara contraída por el dolor, ya que se acababa de fracturar un brazo en la caída. El caballo pataleaba en tierra, sin ánimos ya para levantarse.
Llegaron dos hombres de Lubbock, haciéndose cargo del preso. Ramón recuperó las bolas, montó de nuevo a caballo tras comprobar la superficialidad de la herida del animal y se lanzó al galope hacia sus compañeros, alcanzándolos cinco minutos después y no tardando en colocarse de nuevo a la cabeza.
—Buen trabajo, Guerrero —le dijo Riley—. No me habían exagerado las hijas de Dryant.
—Pensé que nos convenía un prisionero, sheriff. Si esos llegan antes de que los alcancemos junto a sus compañeros, podrán escudarse entre ellos para no responder por los disparos hechos.
—Tampoco tiene pelo de tonto…
Estaban alcanzando la loma que formaba la linde del valle donde se asentaba el rancho y aún se mantenían a más de cien yardas de distancia perseguidos y perseguidores, los primeros sacando toda la energía posible a sus cabalgaduras y ya olvidados de disparar. Remontaron la loma velozmente y descendieron por el otro lado ganando una leve ventaja. El pelotón perseguidor, abierto y desflecado, alcanzó la cima y se refrenaron un poco a mirar.
—¡Están atacando el rancho, corramos! —jadeó Joe Dryant. Vance asintió, ceñudo.
—Sí, vamos.
—¡Adelante! ¡Alisten los rifles! ¡Disparen para avisar su presencia!
Así lo hicieron. Y el estruendo de disparos detuvo a los asaltantes del rancho cuando ya estaban agrupándose al amparo de la casa de peones y disponiéndose al asalto decisivo.
—¿Qué demonios es eso?
—¿Qué sucede?
—¡Viene gente a caballo y disparando!
Jarrell se acercó a Thrall. Ambos tenían ahora una torva expresión en los ojos.
—Eso nada me gusta. ¿Crees que serán Vance y el argentino dos de los tres que vienen a toda carrera?
—No sé, pero… no me lo parecen. Será mejor que nos retiremos y afrontemos abajo a los que llegan disparando.
—¡No seas loco! ¿Quieres que nos cojan entre dos fuegos? ¡Hombres, abajo, a parapetamos hasta ver quiénes son los que llegan!
—¡Quedaos aquí y sigamos el ataque! ¡Ya sólo quedan dos o tres hombres en la casa ranchera!
—¡Quédate tú, si quieres, Jarrell!
Thrall y los demás se lanzaron hacia abajo con aspecto de ir a la desbandada. Y llegaban allí, poniéndose en busca de refugio a toda prisa, cuando Olney y sus dos compañeros se presentaron, montando caballos derrengados, cubiertos de espuma y de sudor Thrall les salió al encuentro, pálido y receloso.
—¿Qué pasa, Jake? ¿Quiénes son esos?
—¡Maldito si lo sé! ¡Vienen con el argentino y ese vaquero amigo suyo! ¡Deben haberlos reclutado en el pueblo! Han liquidado a la mitad de nosotros y poco faltó para que acabaran con todos. ¡Vamos a darles plomo en cantidad!
Estaba blanco de rabia. Se había tirado del caballo y se puso a recargar su rifle a toda prisa. Sus dos acompañantes, aún bajo los efectos de la galopada para salvar su vida, hicieron lo mismo. En conjunto eran veintidós hombres todavía…
Pero sabíanse ahora entre dos fuegos, siquiera en el rancho sólo quedaran dos o tres combatientes. Y eso influía en su moral.
El sheriff Riley detuvo a sus hombres a trescientas yardas de la gente de Thrall. Luego ordenó:
—Abranse y síganme al paso hasta que yo les ordene parar. Nadie dispare ahora. Vamos.
Él y Vance se adelantaron unas yardas. Los demás formaron un amplio frente a sus espaldas.
Aquella actitud impresionó a Thrall y su gente, que no la esperaban. Sólo Olney se dispuso a abrir fuego. Pero el sheriff se lo impidió. Había visto destellar algo en el chaleco de uno de los dos que venían delante y le invadió súbita aprensión.
—¡Estate quieto, Olney!
—¡Vete al infierno! ¡No voy a ser el último en disparar!
—Esos no son hombres de Tascosa.
—¿Qué? ¿Estás seguro?
—Fíjate bien.
Olney lo hizo. Y una sombra de inquietud nubló su cara.
—No, no lo son. Pero, ¿de dónde rayos han salido?
—Ahora lo sabremos. Dos de ellos se adelantan.
Así era. Riley y Vance cabalgaban despacio, mientras sus hombres se habían detenido. Arriba, en el rancho, el coronel, su hijo y los vaqueros supervivientes habían salido y contemplaban la escena con renovadas esperanzas.
—Seguro que son el sheriff de Lubbock y sus hombres. Estamos salvados… Chuck, entra a que te cure mi mujer, date prisa. Vamos a apostarnos ahí delante, donde podamos apoyarles con nuestro fuego si se reanuda la pelea…
A ochenta o noventa, yardas de los hombres de Tascosa, Riley se detuvo y gritó con voz sonora:
—¡Eh, vosotros! ¿Está ahí el sheriff Thrall?
El aludido tragó aire con fuerza. Y contestó del mismo modo.
—¡Aquí estoy, sí. ¿Quiénes sois vosotros, que atacáis a la Ley?
—¡Soy Riley, de Lubbock! ¡Yo soy la Ley!
Los hombres de Thrall cambiaron miradas consternadas. Todos habían oído, o conocían personalmente, las hazañas del famoso sheriff de Lubbock. Su presencia allí, al frente de un nutrido pelotón de jinetes peleadores, resultaba cualquier cosa menos tranquilizadora.
Thrall mismo emitió una ronca blasfemia. No había contado con aquello. Olney se la coreo.
—¿Qué rayos hará aquí y quién lo llamaría?
Jarrell llegó a reunírseles. Estaba pálido y nervioso. Interpeló a Thrall.
—No tiene ninguna jurisdicción en este condado. Ordénale que se retire.
Thrall se le revolvió.
—¿Por qué no se lo ordenas tú?
—Tenemos que hacer algo —gruñó Olney—. Cualquier cosa menos quedarnos parados. O la gente se asustará y desertará…
Riley y Vance habían seguido adelante. Los que vinieran con ellos estaban desmontando y tomaban posiciones sin prisa, pero rápidamente. Todo resultaba demasiado significativo. La gente de Tascosa estaba comenzando a ponerse nerviosa.
Riley y Vance detuviéronse de nuevo a unos treinta metros de los otros.
—Thrall, ven acá. Tenemos que hablar.
—Venid vosotros —gruñó Olney—. No tenéis ningún derecho a inmiscuiros en esto.
—No es su jurisdicción, Riley —dijo Jarrell a su vez. —No tiene aquí ninguna autoridad. Será mejor que se marche si no prefiere ayudamos a reducir a una gavilla de facinerosos.
—He venido precisamente a eso — Riley aún hizo avanzar unos metros más a su caballo. Iba muy tranquilo, y Vance también, ambos con las manos sobre el pomo de sus monturas y los rifles dentro de las fundas—. Vengo a hacerme cargo de la persona de Glenn Hamlin, preso dentro de ese rancho, y de todos aquellos que se demuestren son sus cómplices en la serie de desmanes cometidos por él en el tiempo que lleva afincado aquí como Mac Alien.
—Usted no va a llevarse a nadie, Riley —estalló Olney. apuntándolo con su rifle—. A nadie, ¿se entera?
—Quieto, Jake —Thrall estaba muy preocupado—. Si hay que seguir disparando daré la orden yo. Escuche, Riley. Alguien lo ha engañado con una falsa información. Ni Gus Mac Alien es Glenn Hamlin, sino un honrado ganadero víctima de un secuestro criminal, ni en este condado se han cometido desmanes de ninguna clase. Yo soy su sheriff y estoy atacando al coronel Dryant en virtud de una orden judicial en toda regla, ya que se ha negado a entregarnos a Mac Alien y a entregarse para ser juzgado por complicidad en secuestro. En cuanto a ese individuo que lo acompaña, es un notorio criminal. Él y un argentino caído aquí hace un par de días también, me atacaron sorpresivamente en mi oficina, hiriéndonos a mí y a mi ayudante, en un intento de llevarse a cierto granuja amigo suyo llamado Wellman al que acababa yo de capturar, hiriéndolo. Después escaparon a uña de caballo, asaltaron anoche el rancho de Mac Alien y asesinaron a dos hombres heridos, incendiando algunas construcciones. También raptaron a la mujer de Mac Alien y nada se ha sabido de ella aunque es posible que la hayan asesinado. Por tanto le requiero a que se ponga con su gente a mis órdenes, arreste a este hombre y su compinche y me los entregue, ayudándome luego a reducir al coronel Dryant.
Se hizo el silencio después de su alegato. Lo rompió la voz dura y sarcástica de Riley.
—¿Ha terminado ya, Thrall?
—Sí. Y…
—¡Cállese! O es usted un idiota o un pillo redomado. Pero eso vamos a averiguarlo pronto. Cierto que no tengo autoridad ninguna para actuar como sheriff en este condado. Pero conmigo viene quien la tiene. Precisamente este “asesino” al que usted acaba de acusar. Le presento al teniente Vance St. John, de los Rurales.
Thrall, Olney y Jarrell, así como todos aquellos de sus compinches que se encontraban cerca y oyeron aquel nombre, sintieron de repente frío en la espalda. El primero jadeó:
—¿St. John, de los Rurales?
—El mismo —Vance alzó la voz fría y clara, haciéndola llegar a casi todos los que tenía delante—. ¿Va a discutir también mi autoridad ahora, Thrall, o a repetir sus divertidos embustes?
Jake Olney tuvo una mala inspiración. Alzando el rifle, apuntó a Vance y apretó el gatillo…
Sonaron dos disparos al unísono. Soltando el rifle, Olney se llevó ambas manos a la cara, donde un agujero ominoso acababa de aparecer entre sus cejas, emitió un ronco aullido y se desplomó girando sobre sí mismo. Todos los demás quedaron inmóviles. Porque en la diestra del famoso y temido teniente de Rurales estaba su revólver humeante. Y todos sabían cómo las gastaba Vance St. John.
La seca voz del sheriff Riley resonó en el profundo silencio.
—Ya estáis tirando las armas y viniendo con las manos altas, hombres. Usted, Thrall, también.
Thrall estaba blanco. Jadeó:
—No puede hacer eso, Riley. Soy el sheriff…
—Ya no lo eres —la fría voz de Vance lo azotó—. Acabas de ser destituido. De modo que obedece. Y tú, Jarrell, lo mismo. No te quito ojo.
Lentamente, con la consciencia de su completo desastre, los hombres de Tascosa obedecieron…