CAPITULO XIV
La oscuridad era bastante grande para que la puntería de los tiradores no resultara todo lo eficaz que de día hubiera sido. Aun así, las balas silbaban como moscardones furiosos sobre y junto a los fugitivos. Para colmo de males, Vance y Ramón no podían correr todo lo que les permitían sus caballos, teniendo que mantenerse a la altura, del que montaba Martina. Los dos optaron por volverse y hacer fuego contra sus perseguidores, con lo cual, al menos, lograron obligarlos a espaciarse.
Dos minutos más tarde, Ramón sintió la mordedura de una bala en el cuerpo. Y apenas si había pasado otro cuando el caballo de Martina relinchó, poniéndose de manos mientras la mujer emitía una ahogada exclamación.
Rápido, Vance se acercó a ella, alargó la mano izquierda y la sujetó, gritándole:
—¡Saque los pies de los estribos!
—¡Sálvense ustedes! ¡Estoy herida!
—¡Calle y obedezca!
De un tirón la sacó cuando ya el caballo tropezaba y caía, haciendo saltar al suyo propio al mismo tiempo. Dominando el dolor de su herida, Ramón se volvió y vació el cargador de su revólver, contra los perseguidores, a la sazón a unas sesenta yardas de distancia. Luego, los dos jinetes espolearon a sus corceles, azuzándolos para que sacaran todo lo que podían dar de sí. Con una demostración de vigor poco común, Vance volcó a Martina contra su cuerpo, pidiéndole que tratara de pasar una pierna sobre la grupa. Ella repuso que no podía, y entonces él la colocó delante de sí mismo, protegiéndola así contra las balas.
Sin embargo, la situación no podía resultar más comprometida para ellos. Sus furiosos perseguidores no iban a cejar en darles caza. Y un caballo con doble carga no puede rendir su tranco normal.
Ambos amigos lo comprendieron de ese modo y supieron que también lo comprenderían los perseguidores. Ramón refrenó al suyo y lo aproximó a Vance.
—¿Cómo está?
—Va herida. Tenemos que hacer algo o nos cazarán.
—Tengo una idea. Vayamos juntos hacia el soto que encontramos al venir. Allí usted se queda y yo continúo, engañándolos.
Era una solución. Peligrosa, pero factible con un poco de suerte.
Durante unos cinco minutos más los fugitivos no sólo mantuvieron, sino que aumentaron ligeramente la ventaja que llevaban a sus perseguidores, cuyos disparos, por otro lado, estaban resultando inofensivos. De pronto surgió una masa más oscura delante de los fugitivos. La contornearon al sesgo. Y cuando pasaban por su flanco, Vance se desvió veloz, entrando unos metros en la espesura, refrenando al caballo casi en seco mientras le hablaba en tono bajo para que no relinchara y volviéndose a susurrar a la mujer:
—¡Quieta, por favor!
—Sí…
Al mismo tiempo, Ramón espoleó a su caballo lanzándolo hacia la izquierda, se volvió y disparó rápidamente un par de veces hacia el pelotón de sus perseguidores. Después se tendió sobre el cuello del caballo y le dijo, cariñoso:
—¡Y ahora, “Relámpago”, a dejarlos bien atrás!
Los perseguidores, cegados por la pasión de la caza, no advirtieron lo ocurrido. Sin embargo, dos o tres de ellos penetraron por entre el soto y uno, al menos, pasó a cosa de tres o cuatro metros del inmóvil y silencioso grupo formado por Vance, la mujer y el caballo bajo la densa sombra de unos de los árboles. De todas formas fue milagro que no les descubriera.
La furiosa cabalgada se alejó velozmente. Al cabo de un par de minutos estaban lo bastante lejos para que Vance comenzara a moverse.
—Sujétese a la montura. Voy a inspeccionar.
—Bien.
Mientras la mujer se sujetaba, Vance se deslizó a tierra. Revólver en mano, recorrió despacio los alrededores sin hallar rastro de enemigos. Luego volvió al lado de Martina.
—No hay nadie. ¿Dónde le dieron?
—En la espalda. Me duele mucho. Creo que me voy a desma…
Sin terminar la frase, le cayó encima. Sosteniéndola, Vance la depositó en tierra junto al tronco. Luego la volvió boca abajo, rascó un fósforo y miró su espalda.
Estaba llena de sangre en la parte baja, a la derecha. La bala había penetrado a medio camino entre la cintura y el hombro, al parecer.
En plena oscuridad, Vance se movió velozmente. Juntó unas ramas secas y les prendió fuego. Una pequeña llama alumbró la escena con sus resplandores. Levantándole la falda, rasgóle un trozo de enagua y luego, sacándole la blusa y cortando con el cuchillo la empapada tela de la saya, dejó la herida al descubierto.
No tenía orificio de salida, sangraba abundantemente y no era mortal, aunque sí grave. Con agua de su cantimplora limpió los bordes y luego le apretó una compresa de tela encima, vendándola tan prieto como pudo. La hoguera ya se había consumido cuando la cargó sobre el caballo, montando a su vez, tomándola y echándosela sobre el pecho. Cogió las riendas al animal y salió del amparo del soto al campo libre, lanzándose a un trote corto y rítmico en dirección sur.
Mientras tanto, Ramón estaba jugando con sus perseguidores, a los cuales terminó llevando directamente al norte, al terreno duro y quebrado que se acercaba a las montañas, para acto seguido despegarse de ellos definitivamente en una serie de galopadas y cambios de rumbo. Se detuvo en lo alto de una loma tendiendo oído y luego más abajo, en lo llano, para pegarlo al suelo. Muy lejos, sus perseguidores parecían cabalgar desorientados.
—Bueno, amigo —le habló al resollante alazán—. Por esta vez no nos cogieron. Y ahora debemos regresar en busca de Vance y la mujer.
Regresó dando un amplio rodeo, al trote corto y muy alerta a apariciones que no se produjeron. Desde lo alto de una colina que escaló adrede pudo distinguir un leve y lejano resplandor rojizo que le ayudó a localizar su posición. Pero ya estaba abriéndose el alba cuando descubrió las huellas del caballo de Vance en un terreno blando.
—Va hacia el río y al paso. Adelante, hemos de encontrarlo antes que los otros lo hagan.
Siguió derecho hasta alcanzar la amplia vaguada del Brazos, cuyas boscosas orillas constituían un buen refugio. Y veinte minutos más tarde vio surgir a Vance, rifle en mano, por detrás de un corpulento aliso.
—Está inconsciente y ha perdido mucha sangre, pero no corre peligro de morir. La tengo ahí detrás. ¿Cómo fue eso?
—Resultó muy fácil despistarlos. ¿Qué hacemos ahora? Llevo material de cura en la maleta.
—Magnífico. Yo gasté el mío ya. Vamos a tratar de sacarle la bala entre los dos. Luego tendremos que dejarla aquí hasta que sea posible venir a recogerla. Encontré una especie de cueva formada cerca del agua por las raíces de un gran sauce. Será suficiente para ella y quedará como en un nido.
Martina estaba tendida sobre un colchón de hierba y hojarasca encima del cual Vance había echado su propia manta. La tuvieron que desnudar de cintura para arriba, y Ramón le sostuvo la cabeza sobre su muslo mientras Vance, con la punta de su navaja pequeña previamente enrojecida al fuego para desinfectarla, le abría un limpio corte en la espalda, agrandando la herida. Martina se retorció gimiendo débilmente, y Ramón le impidió gritar por si acaso alguien andaba cerca. Vance maniobró con destreza y terminó extrayendo el aplastado proyectil.
—Le ha roto una costilla y luego se encajó en otra. Tiene para dos meses pero se salvará. Vamos a vendarla lo más fuerte posible.
Utilizaron casi todo un refajo de los tres que llegaba la mujer, dejándole el torso fuertemente vendado. Luego le dieron a beber agua tanta como quiso, aunque sólo cuando se disponían a marcharse recuperó ella el conocimiento para inquirir, débilmente dónde estaba. Ramón se lo dijo.
—Le hemos sacado la bala y vamos a resguardarla en sitio bastante seguro, pues no podemos llevarla ahora con nosotros. Le dejo a mano mi cantimplora llena. En cuanto sea posible volveremos a por usted.
—Déjeme también un revólver… por si me encuentran…
Los hombres cambiaron una mirada. Luego, Vance sacó el suyo y se lo dejó sobre el regazo.
Un sol brillante llenaba la tierra de luz cuando los dos amigos cabalgaron juntos hacia el Norte. Había un gran hato de ganado cerca, pero ningún vaquero a la vista.
—Todos los hombres de Mac Alien deben haber sido concentrados contra el rancho. Y cuando anoche les llegó la noticia de que andábamos sueltos a sus espaldas debieron destacar a aquel pelotón por miedo a que atacásemos su rancho, como hicimos. No creo que se hayan lanzado al asalto, ya que deben suponer hay dentro una decena de defensores alerta y no les gustará la idea de verse cogidos entre dos fuegos por hombres que les han demostrado su capacidad para vapulearlos.
—Esperemos que sea así y que venga pronto su amigo, el sheriff de Lubbock
—No va a tardar mucho, en cuanto haya sido puesto al corriente de lo sucedido por los Dryant. Bueno, ahora nosotros tenemos delante dos tareas. Vigilar el camino que conduce del pueblo al rancho, para descubrir a Riley en cuanto aparezca, y merodear a espaldas de los sitiadores dándoles algún susto que otro.
—Había pensado que usted y yo podríamos dispararles algunos tiros de rifle para ponerlos nerviosos.
—Es lo que haremos. Desde la loma pedregosa y arbolada que domina al rancho del coronel por el Norte no se puede alcanzar al propio rancho con disparos, pero sí a los que estarán rodeándolo. Dejaremos los caballos arriba y descenderemos la ladera a pie, parapetándonos y esperando a que alguno de ellos se descubra para enviarle bala.
—Yo pienso que ellos pueden estar alerta lo mismo y atacarnos por la espalda cuando nos hallemos desmontados. ¿Por qué no hacer otra cosa? Tenemos mejores caballos que los suyos y buena fortuna. Calculo que en su mayor parte estarán rodeando el rancho. Habrán dejado a sus caballos en el campamento y allí no puede haber más de dos o tres hombres, uno el cocinero. Si nos acercásemos siguiendo la orilla del arroyo tal vez podríamos llegar lo bastante cerca del campamento sin ser vistos. Luego nos lanzaríamos al galope, aullando y disparando unos cuantos tiros. Podríamos dispersar a los caballos antes de que pudieran reac cionar. Y eso los aturdiría mejor que si les enviamos balas desde lejos.
Vance lo estaba mirando con expresión admirativa.
—¿Sabe, Guerrero, que yo me tenía por hombre de recursos? Pero, al parecer, en Argentina saben bastante de tretas, ¿eh?
Riendo, Ramón, asintió.
—Mi abuelo y Marín, el gaucho que me crió, saben muchas, sí. Ellos me contaron cómo más de una vez asustaban a los indios así.
—Pues adelante. Vamos a asustar nosotros a esa gente. Espero que nos salga bien la cosa.
Cabalgaron sin ningún tropiezo hasta las cercanías del rancho del coronel. Y aún antes de verlo les llegó el ruido del combate.
Coronando una loma boscosa, detuviéronse a otear.
—Atacan el rancho por todos lados.
—Sí. Llegamos a tiempo. Vamos.
Haciendo girar a los caballos, los lanzaron al trote hacia la vaguada y luego salieron por ella al valle, una media milla más abajo del rancho. Había algunas docenas de vacunos pastando la alta hierba, pero ningún jinete a la vista. Y ellos no podían ser ahora descubiertos por los atacantes del rancho, ya que cabalgaban por terreno más bajo y ocultos casi siempre por los árboles y matorrales.
Así llegaron a la margen del arroyo. El tiroteo era perceptible perfectamente. Dos columnas de humo indicaban el incendio de uno de los heniles y el de otra construcción auxiliar. Cerca de cuarenta hombres habían tratado de llegar al rancho a medianoche para pegarle fuego, mas fueron rechazados. Poco antes descubrieron la misteriosa desaparición de uno de los centinelas y eso los enfureció. Luego, un hombre llegado del pueblo a revientacaballo les avisó la presencia es Toscosa de Ramón y Vance, con lo cual el sheriff, Olney y Pickton fueron del parecer que no convenía sostener el ataque a riesgo de ser combatidos por la espalda. Jarrrell disintió, azuzándolos a atacar hasta el fin cuanto antes. Pero estaba en minoría. Pickton partió con otros siete hombres y los demás se limitaron a sostener el cerco, mandando dos patrullas de cinco jinetes a proteger su retaguardia.
Por poco tuvo una de ellas un choque con los que regresaban después de haber perseguido en vano a los amigos y haber tenido que presenciar cómo el fuego devoraba sus pertenencias dentro de la casa ranchera. Su relato encendió la ira en los oyentes, pero también les provocó cierta aprensión.
—Os dije que debíamos atacar y atacar hasta tomar el rancho y sacar de él a Mac Alien —advirtióles Jarrell—. Aún estamos a tiempo de hacerlo y concentrar toda nuestra fuerza en la búsqueda de esos dos. Pero hay que darse prisa.
—¿Y por qué no vamos primero a por ellos? —gruñó Olney—. Mac Alien puede esperar un poco más. De todas formas lo probable es que lo maten al verse perdidos.
—Porque no tenemos ni la menor idea de dónde pueden estar esos dos. Y si alzamos el cerco pueden introducirse tranquilamente en el rancho para reforzar a los de dentro, como hicieron ayer.
—Puede quedarse la mitad…
—¿Eres idiota? Ayer estabais aquí doce hombres. ¿Y qué pasó?
—Nos tomaron de sorpresa, pero esta vez…
—Pasaría lo mismo Esos dos han demostrado de sobras que pueden ganaros la mano. Y no debemos perder de vista el hecho de que más de la mitad de los que están con nosotros nos dejarán solos en cuanto adviertan síntomas de desconcierto y temor por nuestra parte. Os digo que hay que atacar el rancho y acabar con el coronel, sacando a Mac Alien vivo o muerto…
La discusión, como sucede siempre que son muchos los jefes, se prolongó. Y así los hombres del sheriff no se lanzaron al segundo ataque hasta pocos minutos antes de llegar Ramón y Vance. Pero los de dentro estaban preparados y los recibieron a tiro limpio…