CAPITULO III
Pasada la cocina había un pequeño pasillo hasta la habitación principal, y dos puertas se abrían a sus lados en las paredes de adobes. Ramón probó en una, que se abrió sin ruido bajo su lenta presión lo suficiente para permitirle introducirse en un cuarto no muy grande y que no parecía tener ventilación directa. Al menos, olía bastante mal.
Permaneció allí, envuelto en la oscuridad, mientras escuchaba el trajinar del cocinero y el rumor de la conversación que se sostenía en la pieza principal. Luego oyó marcharse a Pickton y Olney, pudiendo distinguir con cierta precisión la voz de Mac Alien hablándole a la mujer.
Después de pocos minutos más se abrió la puerta de aquel cuarto, dando paso a una persona. Un breve golpe de tos indicó a Ramón quién era. Rápido, antes de que el viejo cocinero, que había entrado a ciegas, con esa seguridad de quien se mueve en sitio conocido, pudiera olfatear su presencia, alargó las manos, le tapó con una la boca apretándole la cabeza contra su pecho y le golpeó el cráneo con la culata del revólver. El cocinero gruñó algo ininteligible y se convirtió en un peso muerto entre sus brazos.
Lo echó sobre el cercano camastro y le tapó la boca, atándolo con unas cuerdas que antes descubriera tanteando por allí. Una vez terminada su tarea, salió de la pequeña habitación con el revólver en una mano y en la otra el filoso facón.
La mujer terminaba de alista la mesa. Debió advertir su llegada por un sexto sentido, pues se volvió veloz. Quedaron cara a cara, tensos y silenciosos.
Luego, ella pareció relajarse y brilló su mirada. Avanzó tres pasos, hasta casi tocan el revólver de Ramón.
—No gritaré —dijo en español y tono bajo—. ¿Viene a por Mac Alien?
—No sé cómo se llama —Ramón estaba asimilando la sorprendente realidad—. Vengo a recuperar los toros que me robaron a mediodía.
—Él ha sido. Envió a uno de sus lugartenientes, a Olney, para que lo mataran por el camino. Están excitados por el valor de esos toros. ¿Quiere atarme, amordazarme? Odio a Mac Alien más que a nadie en el mundo. No gritaré. Mátelo. Es lo mejor que puede hacer.
—Ya…
—Estamos solos en la casa el cocinero, él y yo. Pero en la de peones, hay quince asesinos y uno de guardia. No sé cómo ha podido llegar…
—Entré cuando salió el cocinero a llevar comida a los cerdos. Lo acabo de dejar sin sentido en su habitación.
—Buen trabajo. Ahora debe atarme a mí. Luego entra y le clava el machete hasta su negro corazón. ¿Verdad que lo hará?
—Es posible.
—Tiene que hacerlo. Si no, él no le dejará vivir. Lo perseguirá hasta el fin del mundo, se lo advierto…
Ya Ramón se había guardado las armas, tomando una reata de una percha a mano. Martina se volvió de espaldas, entregándole sus muñecas. Las ató veloz.
—Deme ahora un golpe. Algo que deje señal, pero no demasiado fuerte. Quiero ver cómo lo mata.
Con toda evidencia, ella odiaba al hombre llamado Mac Alien. Probablemente tenía sus razones. Pero el asesinato no entraba en los planes de Ramón.
Sacó el revólver, vaciló un instante y luego, al ver que ella misma le presentaba un costado de la cabeza, la golpeó allí con cuidado de no producirle una seria lesión. Martina apretó la boca, luego tragó aire. Ramón la sujetó.
—No estoy mareada…
—Es igual. Caígase.
Ella obedeció, arrodillándose primero y dejándose luego caer contra la pared. Ramón atravesó la habitación hacia la puerta señalada por Martina.
—Esa de la derecha.
La empujó, empuñando el revólver en la diestra. Vio a un hombre fornido, de cabellos claros, inclinado sobre la mesa y escribiendo. Y escuchó su gruñido de malhumor. Entonces dio su propia orden en tono bajo y claro.
Mac Alien se quedó un instante rígido. Ramón vio cómo sus manos se contraían y también los músculos de su cuello y espalda. Luego, el ranchero se volvió lentamente, afrontándolo.
—Vaya. Si es el argentino…
—El mismo. Levántese. Vamos.
Mac Alien conocía a los hombres. No había tratado nunca a un argentino, pero sabía apreciar aquel tono acerado en la voz de su enemigo, el brillo destellante de sus ojos. Obedeció, manteniendo las manos algo levantadas. ,
—Estás loco, hombre. No sé cómo te las arreglaste para llegar aquí, pero no has de salir vivo…
—Cálcese. Vuélvase. Y no haga gestos raros o habrá de veras un muerto en este cuarto.
No había nada a hacer. Apretando la boca, Mac Alien, obedeció. Sin embargo, era hombre de acción, no estaba asustado y despreciaba a su enemigo.
Fue por eso, que, en el momento en que Ramón se disponía a desalmarlo, giró veloz, disparando su codo derecho hacia abajo con la intención de desviar el tiro y dominar en lucha cuerpo a cuerpo a su contrario.
Pero su codo sólo halló el vacío. Ramón estaba alerta y le adivinó el intento en el primer gesto muscular. Alzando su propia diestra, descargó el revólver contra la boca de Mac Alien, destrozándosela. Casi al instante, su otra mano le atenazaba la garganta, y el revólver repetía el golpe, esta vez contra la sien derecha del ranchero. Aturdido, escupiendo sangre y dientes rotos, Mac Alien aún trató de atrapar su propio revólver. Pero un segundo golpe lo derribó por tierra sin sentido.
Ramón lo dejó caer a sus pies, mientras respiraba fuerte. Todo había sido muy rápido. Ahora tenía al culpable de sus tribulaciones en las manos. Hasta el momento podía decir que la suerte era su aliada.
Agachándose, asió con ambas manos al caído y lo sacó arrastrando del despacho. Martina se incorporó, con un brillo fuerte en las pupilas.
—¡Lo mató! Dios se lo pague…
—Quédese donde está. Y cuando vengan, diga que nada vio, que nada sabe. Gracias por su silencio y su ayuda.
—¿Qué va a hacer con él?
—Me lo llevo.
Arrastró al inconsciente ranchero hasta la entrada del pasillo y por él a la cocina. Luego abrió la puerta trasera y salió con su presa al exterior. Allí, le ató pies y manos con dos tiras de cuero y lo amordazó diestramente con su propio pañuelo, de modo que pudiera respirar y no se ahogara con su propia sangre.
El centinela seguía dándose paseos por el patio sin tener idea de lo que estaba sucediendo. Ramón desató las boleadoras y esperó, pegado a la esquina de la cuadra, a que el otro llegara a distancia conveniente. Entonces alzó la mano y le lanzó las bolas.
El hombre estaba a veinte pasos de distancia escasos y no había más luz que la de las estrellas, la provinente del despacho vacío y una poca que salía por una ventana de la casa de peones. Pero las bolas llegaron a destino sin fallar ni un milímetro Las cuerdas se arrollaron en torno a su cuello y las bolas de piedra forradas de cuero chocaron una tras otra contra su cabeza y su cara, todo en menos de dos segundos. Soltando el rifle, se desplomó
Rápido, Ramón fue a su lado, lo tomó por los hombros y lo arrastró al oscuro interior de la cuadra, quitándole las
boleadoras, comprobando que estaba vivo y atándolo y amordazándolo también. Luego encendió una cerilla y descubrió las monturas colgadas en la pared, tomó una, se acercó a los caballos y ensilló el más cercano, sacándolo de allí, y llevándolo a la parte trasera de la casa principal. Una vez allí, levantó al aun inconsciente Mac Alien, echándoselo encima al caballo, quitándole la mordaza y atándole las manos y los pies por debajo del vientre del animal Hecho esto, lo tomó de la brida con su prisionero, pensando que su buena estrella no lo había abandonado, como en un principio pareció.