CAPITULO II

Durante las dos primeras horas de su viaje, Ramón Guerrero no tropezó con nadie ni con nada, al menos de interés. Iba alerta al camino y a los posibles encuentros tanto como a la marcha de los cuatro sementales.

Al desembarcar en Galveston con ellos tres días atrás, después de un largo viaje de cuatro semanas desde Buenos Aires, había esperado encontrar allí al coronel Dryant. Cuando un hombre se gasta ocho mil dólares en adquirir sementales vacunos en un país lejano y trasladarlos al suyo propio, lo natural es que tal haga. Pero el coronel no había aparecido y, en su lugar, encontró una carta en la oficina de Correos de la ciudad. Una carta breve y significativa.

Aquella carta lo había decidido a llevar a Tascosa los sementales, en contra de lo que pensaba, solo y a todo riesgo. Cuando un hombre cobra cuatro mil dólares por un ganado, comprometiéndose a entregárselo en mano al comprador, si es verdaderamente un hombre cumple con su promesa contra cualquier clase de dificultades.

Así, contrató dos vagones ganaderos, recogió el dinero consignado a su nombre en un Banco local y se compró un completo equipo vaquero tejano, salvo las botas, el cinto, la silla y el sombrero. Traía consigo su caballo desde la Argentina, pero no deseaba causar impresión.

Dos días y una noche de tren, transbordos y esperas lo habían dejado a sólo quince millas del rancho del coronel Dryant. Recordaba al coronel cómo un hombre alto, de pelo rubio agrisado y fieros bigotes, que estuvo en la estancia de sus padres quince años antes, con una misión de compra del Gobierno Confederado que había ido a la Argentina a adquirir víveres para el ejército sudista, víveres que a la postre fueron a parar a los almacenes yanquis. Tres años después el coronel volvió a visitarlos, como emigrado. Su esposa y sus hijos habían quedado en los Estados Unidos y él trataba de rehacer su vida. Permaneció otro año con ellos, antes de marcharse de nuevo a su país. Pasó el tiempo, y los Guerrero recibieron noticias suyas. Se había establecido como ganadero en el condado de Garza, en la región del Double Mountain Pork del río Brazos, en Texas. Tenía un rebaño de unas cinco mil cabezas y le iba bien. Pero había pensado en traerse unos cuantos ejemplares de la raza “Hereford” para mejorar su producción de carne y leche. Y contaba con sus viejos amigos, los Guerrero, para procurárselos.

Esto había traído a Ramón a Texas. No estaba arrepentido. Sin embargo, ahora ya sabía que no iba a encontrar un ambiente grato y apacible. Aún quedaban comanches y kiowas vagando por las tierras semisalvajes y casi desiertas del Noroeste de Texas, pero iban desapareciendo rápidamente. Lo que ahora abundaban eran los forajidos blancos…

En dos horas había recorrido la tercera parte del camino. Era cerca del mediodía y apretaba el calor. Normalmente habría empleado toda lo jomada para alcanzar el rancho del coronel, pues los “Hereford”, luego de un mes de travesía marítima y dos días y medio de tren, necesitaban caminar despacio y tomarle el gusto al pasto fresco a la tierra nueva. Pero no se demoraba, azuzándolos.

Comió un poco de tocino curado, galleta y una manzana a caballo y vigilante. Nada más llegar, había tenido un entreverso, matando a un hombre y a un caballo. Estaba en país extraño, donde no podía contar con muchas salvaguardas, ni siquiera con la Ley. No, no era una situación agradable la suya…

Vio aparecer a los jinetes apenas brotaron en medio del paisaje. Cinco hombres. Más que suficientes para él sólo.

Apretando los dientes echó mano al rifle, disponiéndose para lo peor. Les vio detenerse un momento a mirarlo y luego avanzar a su encuentro abiertos y al galope. Se encontraba en desventajosa posición. Si venían a pelear, no era mucho lo que podría hacer, salvo huir… o morir.

Tenía la sangre caliente, pero también una inteligencia despejada. En segundos adoptó su decisión. Aguardó a que los otros estuvieran a tiro y alzó el arma, apuntando alto y disparando. Si venían en son de paz harían caso a la advertencia internacional. Si no…

Lo que hicieron fue distanciarse más y tomar sus propios rifles, abriendo sobre Ramón fuego cruzado. Las balas silbaron a su alrededor. Cinco contra uno, ninguna probabilidad…

Sin embargo, Ramón consiguió desmontar a uno. Luego volvió grupas y lanzó al alazán hacia el arroyo, atravesándolo y galopando hacia las lomas arboladas de la otra orilla.

Los enemigos no lo persiguieron, como había imaginado. Limitáronse a llegar junto a los “Hereford”, que contemplaron al parecer con el mismo interés de los desocupados de la estación. Después se los llevaron montando el que perdiera su caballo en el de uno de sus compañeros.

Dos caminos tenía ahora Ramón Guerrero. El que le dictaba la prudencia y el que le señalaba su temperamento. Siguió el segundo.

Durante tres largas horas se mantuvo tras el rastro de los ladrones. Aquel era un terreno quebrado pequeños valles cortados por colinas erosionadas, con las faldas cubiertas de bosque bajo y bastantes árboles. Por el fondo de valles y gargantas corrían arroyos camino del Brazos. Era, pues, un terreno muy distinto de la Pampa argentina. Pero los Guerrero tenían una hacienda más pequeña junto a las laderas orientales de la Sierra de Córdoba y allí el terreno se parecía a este tejano. Ramón Guerrero había echado los dientes recorriendo a caballo la pampa. Se necesitaba algo más que un cuatrero de Texas para adivinarle las tretas a un guacho.

Finalmente, los ladrones embocaron un valle algo más amplio que los hasta entonces recorridos. Allí, Ramón advirtió unas construcciones rancheras. Ya había visto antes puntas de cornilargos pastando acá y allá, y también vaqueros. Pero nadie pudo advertir su paso.

Una vez convencióse de que los ladrones de sus toros iban directamente a aquel rancho, se encaminó a la ladera de un alto cerro con la cima cubierta de rocas rojas, buscando los puntos más protegidos para su avance. Se sabía en terreno enemigo, y sabía también que una bala iba a ser el único aviso que le darían de que estaba descubierto. Sin embargo, logró su propósito sin mayores dificultades. No subió a lo alto, sino que se encamó en lo hondo de una barranca llena de maleza, donde nacía un pequeño arroyo en un claro manantial entre rocas.

No tenía prisa y sí un plan bien madurado. Aquellos gringos ladrones pronto iban a saber cómo era de dificultoso buscarle camorra a un Guerrero.

Comió parvamente al caer el sol. Luego esperó a que las primeras estrellas asomaran por encima del viento para ensillar y montar.

Llegó a doscientas cincuenta yardas de los corrales del rancho sin ningún tropiezo. Ató ligeramente a su caballo a un tiemblo y le habló cariñoso al oído, como si de una persona se tratase.

—"Relámpago”, tú y yo tenemos que demostrarles a estos gringos ladrones cómo hacemos las cosas los gauchos. Aguarda y no relinches, ¿eh?

El noble animal movió la cabeza como si lo entendiera. Luego le refregó el morro contra el hombro.

Tomando las boleadoras, pero dejando el rifle, Ramón echó a andar. También se había quitado las espuelas. Al contrario que las botas tejanas, que no sirven para hacer camino a pie, las suyas resultaban excelentes para caminar. El facón y el revólver al cinto, el argentino acercóse al rancho.

Había luces en la casa principal y también en el dormitorio de peones. Eran edificios sólidos, de piedras y troncos, con techo de tejas cocidas al sol. En la amplia cuadra debía haber bastantes caballos. Por lo demás, sólo era visible un centinela, que se paseaba por un extremo del patio con el rifle cogido de una mano y sin tomar muchas precauciones. Evidentemente, ellos no pensaban que un vaquero argentino pudiera resultar enemigo importante.

Se arrastró hasta la parte de atrás de la casa. Luego descubrió una ventana abierta. No la tocó. Andaba buscando otra cosa.

Aquella casa era de una sola planta, pero bastante larga y orientada de Norte a Sur, de modo que la fachada principal se orientaba al Este. Hacia aquel lado estaban las viviendas de peones y la cuadra, cerrando entre las tres el patio. Por el otro lado había sólo un henil y unas corralizas.

Un hombre, un cocinero, salió por la puerta que daba a aquella parte, llevando un cubo con desperdicios. Una de aquellas corralizas guardaba puercos. El hombre, un viejo ya, fue allí sin prisa y se dejó la puerta abierta. No advirtió la sombra escurridiza que se movió a lo largo de la pared y se introdujo en la casa antes de que él llegara junto a los cerdos.

Había tres hombres sentados en torno a una mesa con restos de comida y una botella de wisky, en la gran habitación delantera, debajo del farol de keroseno colgado del techo. Ninguno era viejo, aunque dos ya no eran jóvenes tampoco. Los tres recios, uno bien barbado con una mata de pelo rojizo, otro afeitado, el tercero con un poblado bigote. Los tres vestidos con pantalón de montar, botas tejanas, camisas de colores fuertes, pañuelos al cuello, chaleco y, uno de ellos, chaqueta. Este, el del bigote, .parecía ser quien mandaba allí.

—Esos toros son de raza “Hereford”. Y no mintió el argentino al decir que costaron mil dólares. Valen mucho más. Apenas si hay unas pocas docenas de esos ejemplares en todo el Oeste. Es como si nos hubiera venido a las manos un rebaño de cuatro mil cornilargos.

—Demontres, nunca lo hubiera creído de no oírselo, Mac Alien. Pero siendo así, me alegro doblemente. Este golpe-acabará con el coronel.

—Daría algo por ver su cara cuando el argentino llegue con el rabo entre las piernas a contarle cómo le birlaron los toros después del largo viaje. Seguro que revienta —dijo el afeitado con sorna, mientras se llenaba de nuevo su vaso.

—Puede que reviente —Mac Alien tenía una voz seca, de duras inflexiones—. Y si no lo hace ahora ya nos encargaremos de ayudarle nosotros aún más.

—Pienso que tal vez trate de conseguir una orden de prisión contra nosotros, por cuatrería —rió el barbudo, tomando su vaso y llevándolo a sus labios.

—Que lo intente. Mañana tendré aquí un documento demostrando que adquirí legalmente esos toros hace tres semanas en Galveston, a un inglés. Jarrell me lo hará en seguida. Y si el coronel va con la historia al sheriff…

—Tendrá que probarla —dijo el más joven—. Le va a ser difícil. El jefe de estación en Tascosa sólo vio bajar a un tipo raro con un excelente caballo, que traía en otro vagón a media docena de sementales cornilargos. Lo mismo vieron los otros que andaban por allí. Y ese tipo de la Argentina se va a encontrar con una buena sorpresa si asoma las narices por la población. Una bonita orden de arresto por atacar a pacíficos vaqueros a mano armada sin provocación previa.

—No me preocupa ese hombre. Ni tampoco Dryant. Está acabado aquí. No le quedan arriba de quinientas cabezas, y una vez perdidos estos “Hereford” tendrá que liar los bártulos y marcharse. Bueno, tomad el último trago y a dormir. Mañana hay que moverse. Tú, Olney, llevarás trescientas cabezas a embarcar. Tú, Pickton, irás con algunos muchachos a recoger el ganado por la parte del Cerro Gris. Voy a vender la mitad, o más, del ganado que tenemos ahora y a buscar vacas seleccionadas. Haré lo mismo que se proponía Dryant con esos “Hereford”. Dentro de unos años tendremos dos millones de dólares en vacunos de esa raza pastando en mis tierras. Y eso significa, no lo olvidéis, mucho dinero para vosotros.

—No vamos a olvidarlo, Mac Alien.

—Bueno, hasta mañana.

Olney y Pickton apuraron sus vasos, se levantaron y salieron. Al quedar solo Mac Alien, permaneció unos instantes pensativo. Luego llamó:

—¡Martina!

Una mujer joven y bien parecida, de ojos negros y trenzas largas, indudablemente mejicana o mestiza, apareció. Iba mejor vestida de lo acostumbrado en las de su raza. Contempló a Mac Alien con una mezcla de sumisión y odio. El apenas si se dignó mirarla.

—Ya puedes ir quitando la mesa. Yo me voy un rato al despacho. Tú acuéstate y cuidado con dormirte.

Ella no contestó, y Mac Alien tampoco pareció esperar respuesta. Evidentemente, le preocupaba el asunto de los "Hereford”. Levantándose, caminó pesadamente hacia una de las puertas, abriéndola y entrando en una habitación amueblada con una mesa bastante buena, una caja de caudales de hierro, un sillón giratorio, una percha, un par de sillas y un armario. Sentóse en el sillón y tomó un lápiz, poniéndose a hacer números en una hoja de papel.

Oyó abrirse la puerta, pero no alzó la vista. Habló con enojo.

—Déjame en paz. Ya te he dicho que te vayas a dormir.

—No se mueva, no trate de gritar. O lo mataré.