CAPITULO IX

Los sitiadores no parecieron desconfiar, como dijera Vance. De cualquier forma, pudieron llegar a doscientas yardas de ellos sin escuchar ningún disparo.

Había dos hombres apostados a ambos lados del camino, separados por unas sesenta yardas entre sí. Aquella parecía ser la distancia aproximada que separaba a todos ellos. Ninguno debía encontrarse a menos de cien de la casa ranchera. Ramón y Vance tenían en perspectiva, pues, una galopada de casi cuatrocientas yardas, la mitad de cuya distancia podrían flanquear en relativa seguridad.

Se miraron. El preso estaba rígido en su montura.

Se entendieron con la mirada…

Uno de los que disparaban a los lados del camino se volvió al oirles llegar y les gritó que se cubrieran. Pero el otro, al hacer lo mismo, gritó otra cosa y movió su rifle, enviándoles una bala. Vance picó espuelas a su caballo, y Ramón lo imitó dejando atrás al preso, ya inútil para su propósito. Aquél comenzó a chillar diciendo quiénes eran, por más que ya resultaba innecesario.

Los dos jinetes avanzaron como rayos contra los desconcertados hombres de Mac Alien. Ramón sintió rozarle la mejilla derecha una bala. Hizo fuego sobre el hombre que tenía delante y le vio soltar el rifle, llevándose ambas manos a la cabeza y cayéndose de espaldas primero, de costado después. Sin esperar a más averiguaciones tendióse sobre su caballo, oteando en busca de otros enemigos y gritándole a la oreja al alazán:

—¡Corre, “Relámpago”, corre, corre!

El noble bruto no necesitaba de tal estímulo, pero semejó cobrar alas entonces. A la derecha de Ramón dos o tres hombres de los que cercaban el rancho gritaron y dispararon contra él. Por la izquierda llegaban también proyectiles disparados desde el, arroyo. Vance había derribado malherido a su hombre y galopaba en el polvo que levantaban los cascos de “Relámpago”. El que habían llevado con ellos desmontó y corrió, renqueando, hacia uno de los caídos, tomando su rifle y abriendo fuego sobre ellos. Pero ya alcanzaban las construcciones rancheras y desde dentro del edificio principal y el dormitorio de peones los defensores estaban ayudándoles con sus propios disparos.

Ramón se tiró al suelo y llevó, corriendo agachado, al caballo hacia la cuadra, metiéndolo a resguardo de las balas. Cuando salía, entró Vance con el suyo. Tenía sangre en la cara, pero no parecía seriamente herido.

—¡Quedémonos aquí! Podremos batir el terreno desde lo alto de la cuadra —le advirtió mientras iba a poner el suyo a cubierto. Ramón dio vuelta y fue tras él.

—¿Dónde le dieron?

—Un rasponazo en la cara. Nada serio. Sígame. Vamos a darles trabajo a esos de fuera.

Los dos hombres corrieron hacia la parte alta de la cuadra. Estaba formada por un muro de piedra y barro bien trabado con cal que llegaba a la altura de un hombre, alzándose sobre él otro de adobes hasta el techo. Este era de tejas sobre recias vigas sin desbastar y encima un entramado de cañas secas cogidas en las márgenes del arroyo. Hacia la parte que miraba al patio se abría la parte alta de la construcción. Hacia la opuesta y al fondo quedaba una especie de troneras horizontales pegadas al techo. Toda la parte alta estaba destinada a contener forraje y casi llena de él.

Los dos hombres se parapetaron, uno en la parte que miraba al exterior y el otro, Ramón, al fondo.

El argentino oteó por la tronera, no tardando en localizar a dos de los atacantes. El fuego de éstos se mantenía, al parecer, de manera rabiosa y discontinua.

Ramón aguardó a que el tirador que tenía más cerca hiciera tres disparos. Mientras, tomó cuidadosamente puntería. El hombre estaba parapetado detrás de un par de algodoneros jóvenes y un parapeto de piedras que él o alguien había alzado entre ambos troncos. Solía sacar cabeza y hombros, apenas un par de segundos para efectuar el disparo. Luego desaparecía velozmente.

En el momento en que iba a hacer fuego de nuevo, Ramón apretó el gatillo. El hombre desapareció. Y no volvió a disparar más.

El otro que se encontraba a tiro de Ramón debió tomar buena nota de lo ocurrido, porque el argentino le vio salir corriendo de su ahora precario refugio en demanda de otro más seguro. Antes de que pudiera centrarlo en su mira, estallaron dos disparos hacia la casa principal. El asaltante dio un bote de carnero y luego comenzó a reptar como un lagarto, mientras los proyectiles levantaban pequeños surtidores de polvo muy cerca de su cuerpo. Ramón contribuyó a acelerar su huida con un par de balas. Luego oyó la voz calmosa de Vance a sus espaldas.

—Me parece que han perdido las ganas de seguir jugando a guerras.

—¿Usted cree?

—El tipo a quien apresamos y que luego se puso a disparar contra nuestras espaldas ha dejado de hacerlo y yo no le di. Venga, mire esto.

Ramón se le acercó y miró.

—Ahí a la derecha, hacia ese algodonero.

No necesitaba la indicación. Allí abajo, un hombre estaba arrastrando penosamente a otro que por lo visto iba muy malherido, llevándoselo hacia la margen del arroyo.

—Nuestro antiguo prisionero y el otro al que acerté cuando forzamos el asedio —dijo Vance—. Todo este lado del rancho está ya libre de atacantes.

—Sí, están marchándose —dijo Ramón—. Vea allá abajo, entre los árboles.

Se iban. Cuatro o cinco jinetes movíanse por la margen del arroyo, a unas doscientas yardas de las construcciones rancheras. Desde la casa de peones y el edificio principal les enviaron algunas balas, pero ellos no se molestaron en contestarlas. Al parecer habían perdido la esperanza de forzar una decisión. Dos de los jinetes salieron del resguardo de los árboles llevando sendos caballos de las riendas y se acercaron, encogidos sobre sus monturas, al que transportaba al herido. Uno de ellos se apeó y lo ayudó a cargarlo de cualquier modo sobre uno de los caballos. Se veía su mucha prisa a pesar de la distancia. Ramón comentó con voz pausada:

—Al enemigo que huye, puente de plata…

—Sí. Ya van bastante escarmentados. Bajemos.

Salieron al patio en el momento en que se abría la puerta principal dando paso al coronel rifle en mano y seguido por su hijo Brad. Del dormitorio de peones salieron tres vaqueros también armados con rifles. El coronel llamó a Ramón con voz tonante.

—¡Hey, hijo, acércate! ¿Cómo estáis tú y tu amigo?

—Muy bien, coronel. ¿Y ustedes?

—No podemos quejamos. Esos granujas trataron de asaltamos, pero conseguimos mantenerlos a raya. Hacía cinco horas que nos tenían aquí encerrados. A uno de mis peones le han estropeado el hombro izquierdo y a mi se me han llevado un trozo de oreja, eso es todo. Habéis tenido una formidable intervención, muchachos. Bueno, preséntame a tu amigo para que pueda darle las gracias.

—Con mucho gusto, coronel. Sólo puedo decirle que se llama Vance y que esta mañana me ha ayudado mucho en el pueblo, generosamente.

—Entonces sea bienvenido. Si en algo puedo ayudarte, Vance, cuenta conmigo para lo que sea.

Vance estrechó firme la mano del coronel, sosteniéndole la mirada.

—Mucho me alegra conocerle, coronel. Ya había oído de usted y de su lucha. Ocurre que llegué anoche casualmente a Tascosa y esta mañana tuve ocasión de presenciar cómo el amigo Guerrero se desembarazaba del sheriff y otro tipo de un modo tan espectacular como eficaz…

—¿Hizo eso?

—Bueno, yo…, yo tuve que defenderme.

—Y se defendió como un gato montés al que le han pisado la cola. Demontres, coronel; este vaquero argentino hace diabluras con esa especie de machete que lleva. Pero volviendo a mí, intervine a causa de haber reconocido a cierto salteador de Bancos y diligencias muy reclamado, por cuya captura ofrecen mil dólares. De paso tuve ocasión de prestar un pequeño servicio a Guerrero, que éste me devolvió en seguida. Luego, cuando me dijo que se proponía venir acá, me ofrecí a acompañarlo, pensando que tal vez usted tenga empleo para un vaquero bastante peleador.

—Y tanto que lo tengo, demontres. Quedas contratado desde ahora mismo. No es mucho lo que puedo pagarte, pero…

—No se preocupe. De eso ya hablaremos después.

Ramón estaba mirando a Joyce Dryant, que, aún pálida y agitada por las emociones del breve asedio, había salido al porche; seguida por su hermana. Las dos muchachas miraban hacia el grupo de hombres con interés y alivio evidente. Cuando Ramón se medio quitó el sombrero para saludarles, Joyce se ruborizó, y Alice le dijo algo a su hermana en tono bajo, al tiempo que le contestaba con la mano.

Uno de los peones advirtió al coronel:

—Alcanzaron a Reddis Fisher, coronel. Ya no necesita cuidados.

—Maldita peste de cuatreros asesinos… ¿Y los demás?

—Todos bien.

—Bueno, marchad unos cuantos con mi hijo a inspeccionar el terreno. Si ha quedado algún asaltante en el campo, traedlo al patio y dejadlos detrás de la cuadra. Si tropezáis algún herido… Bueno, soy un ser humano, no una bestia feroz. Traedlos y los curaremos. Vosotros, muchachos, entrad y nos contaréis vuestros trabajos.

Ramón fue delante. Y saludó a las dos muchachas con la vista fija en Joyce, que parecía nerviosa.

—Me satisface mucho verlas sanas y salvas, señoritas.

—Oh, nosotras hemos estado muy preocupadas por usted —le contestó Alice con desparpajo—. Sobre todo Joy rezó lo suyo para que nada le ocurriera.

—¡Eres una…, una deslenguada, Lizzy Dryant! —le dijo Joyce, roja hasta las orejas—. No le haga caso, señor Guerrero…

—Para mí es muy halagüeño si se acordó de rezar por que nada me sucediera, señorita. Me llena de orgullo, créame.

—Yo… yo… yo tenía que rezar. Usted es nuestro amigo…

—Claro que sí —Alicia tenía un brillo pícaro en los ojos—. Un estupendo amigo. Ande, pase a dentro antes de que Joy ya no sepa dónde poner los ojos y las manos.

Joyce la fulminó con la mirada y se escabulló hacia el interior, mientras Ramón sonreía, pensativo. El coronel y Vance habían presenciado la escena un tanto apartados y nada dijeron. Pero sonreían también…