CAPITULO IV

Mac Alien recuperó el conocimiento un cuarto de hora más tarde. Ramón oyó sus juramentos y se detuvo apeándose y acercándosele.

—¿Cómo se encuentra?

—¿Cómo voy a encontrarme, maldita sea su negra estampa? Lo tengo que desollar vivo por esto, maldito perro sucio…

—Si sigue así, yo le dejaré tal como está. Veremos quién se cansa antes.

Era una amenaza para ser tenida en cuenta. Mac Alien la tuvo.

—¡Maldita sea su alma! ¿Dónde estamos y qué se propone hacer conmigo?

—Estamos en alguna parte del campo y me propongo llevarlo al rancho del coronel Bryant, donde supongo permanecerá hasta tanto sus hombres nos hayan entregado sanos y salvos los “Hereford”.

Hubo un breve silencio. Luego sonó de nuevo la voz ronca, dificultosa de Mac Alien.

—Si hace eso, argentino, le juro que he de matarlo con mis propias manos.

—Pues lo voy a hacer. Pero como no soy un asesino ni un forajido ladrón, como parece serlo usted, le dejaré montar como los hombres. Después de todo no ha resultado ser un enemigo muy temible.

Su sarcasmo pareció hacer mucha mella en Mac Alien, porque guardó silencio. Con el fachón, Guerrero cortó la tira de cuero y de un empellón lo echó a tierra por el otro lado del caballo, provocando otra sarta de amenazas e insultos de los que no hizo caso. Al ir a cortarle las ligaduras de los tobillos, Mac Alien trató de dispararle una coz, sin resultado.

—Repítalo y le prometo llevarlo a rastras por el campo, atado a la silla del caballo.

Lo que dijo el preso no es para ser transcrito. Pero se aquietó y aguardó a ser libres sus pies. Entonces incorporóse con dificultades.

—Suba a caballo.

—¿Con las manos atadas a la espalda?

—Está bien, le ayudaré. Pero ya sabe el resultado de sus tretas.

Mac Alien lo sabía. No intentó otra.

—Vaya delante. Lo vigilo.

Durante horas, los dos hombres cabalgaron en completo silencio, rumiando uno planes sanguinarios de venganza y su presente humillación, el otro pensando en las posibles consecuencias de su presente hazaña. Contra lo que Mac Alien esperaba, su captor parecía tener un gran sentido de la orientación. Por tres veces cortó sus sus intentos de mantenerlo dando vueltas alrededor de su propio rancho. Finalmente llegaron a los alrededores del rancho Dryant.

Era noche cerrada y alta madrugada. Un silencio pro-fundo, punteaba por las llamadas de los coyotes en celo y el canto lúgubre de los búhos, lo llenaba todo. Ramón condujo a su prisionero a la entrada del patio.

Y entonces estalló allí enfrente un disparo de rifle. El proyectil pasó peligrosamente cerca de la cabeza de Mac Alien, que juró, encogiéndose y procurando mantener el equilibrio sobre su caballo asustado por el estampido.

Ramón alzó la voz, llamando a los de dentro.

—¡Eh, coronel Dryant! ¡Soy yo, Ramón Guerrero!

No se repitió el disparo. Transcurrieron unos minutos de silencio. Luego, una voz fuerte habló en el edificio grande, al fondo del patio.

—¡Ramón! ¿De veras eres tú?

Preguntaba en español. Ramón asintió, reconociendo a su viejo amigo.

—¡El mismo, coronel! ¡Me robaron los toros en el camino, pero traigo atado a un tal Mac Alien!

Sonó un juramento. Luego se abrió una puerta y apareció luz.

—Vamos, adelante.

Una tras otra, seis personas salieron de la casa. Otras cinco del edificio de peones. Tres de las primeras y las últimas eran hombres armados y a medio vestir. Las otras tres, mujeres, también armadas.

Era un grupo aturdido e incrédulo el que rodeó a los recién llegados. El coronel Dryant tenía unos cincuenta años, los cabellos grises y cara de halcón. Miró a Mac Alien de modo indefinible, y luego a Ramón.

—¡Por todos los demonios del infierno, muchacho! ¿Cómo has podido conseguirlo?

—Con un poco de habilidad y mucha suerte. ¿Qué tal si nos metemos a dentro, coronel? Puede que los hombres de Mac Alien ya estén cabalgando hacia aquí.

—¡Ah!… Tienes razón. Abajo, Mac Alien. Este es un gran día para mí. No me lo esperaba, desde luego. Y doy por bien perdidos los “Hereford” si gracias a ello puedo tenerte en mi poder.

El preso no contestó. Su cara estaba llena de sangre y no resultaba grata de mirar. Le brillaban los ojos como los de un lobo. Uno de los peones se acercó y lo ayudó a apearse sin mucha ceremonia. Ramón saltó a tierra antes y fue a tender la mano al coronel, pero éste lo abrazó con energía.

—Muchacho, muchacho… No puedes ni sospechar el favor que me has hecho.

—Sólo sé que me robaron y apresé al jefe de los ladrones. Me alegro mucho de verle sano y salvo, coronel. No podía presentarme con las manos vacías y lleno de vergüenza.

—Y te presentas nada menos que con este criminal de Gus Mac Alien. Eres todo un hombre, sí, señor. No creo que haya tres en toda esta parte de Texas capaces de hacer lo que acabas de realizar. Pero ven, conocerás a mi esposa y mis hijos. Claire, éste es Ramón, el pequeño de los tres hijos varones de don Carlos Guerrero, mi gran amigo argentino. Estos son mis hijos Brad y Joe, éstas mis hijas Joyce y Alice. ¡Qué gran día para mí, muchacho! Bienvenido, sí, señor, a mi casa.

Los hijos del coronel eran altos y fornidos. Uno de ellos, Joe, llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo. Ramón sabía de tres, pero el mayor, al parecer, no se encontraba ahora en el rancho. Estrecharon su mano con fuerza y tuvieron frases muy amables. Parecían mirarlo como si él fuera alguien excepcional.

Lo mismo ocurría con las mujeres. La señora Bryant aún guardaba restos de pasada hermosura. Las hijas eran decididamente bonitas, sobre todo Joyce, la mayor, una muchacha de cabello dorado y oscuras pupilas que estrechó su mano con cierta contenida timidez. Alice era más joven, debía contar unos quince años.

Entraron en la casa finalmente. Ramón se vio en una habitación tan grande como la del rancho de Mac Alien, pero sin duda mucho mejor amueblada, mucho más confortable. Habían llevado al prisionero junto al hogar y allí estaba, vigilado por un peón y por Joe Bryant, hosco, silencioso, amenazador. Los Bryant le rodearon despacio y el coronel le habló con gran dureza.

—Bien, Mac Alien; esto no lo esperábamos ni tú ni yo. Te rompieron la boca, ¿eh? Quién lo diría…

—Procure matarme, coronel. Porque si no lo hace, yo he de pegar fuego a esta casa con todos ustedes dentro y antes entregaré a mis hombres sus hi…

Joe le disparó con la mano sana una bofetada, cortándole las palabras y haciéndole tambalear. El coronel le habló de nuevo.

—Basta, Joe. Los Bryant no pegamos a hombres atados. En cuanto a ti, Mac Alien, cuida tu lengua o te amordazaré hasta que te ahogues con tu propia negra sangre. Llevadlo a un rincón. Joe, vigílalo. Bud, vestíos todos y permaneced alerta por si la gavilla de Mac Alien trata de rescatarlo asaltando el rancho.

Se volvió luego a Ramón.

—Muchacho, imagino que estarás aspeado y que más que nada necesitarás un trago y descansar. Pero nos tienes en vilo. Si no nos cuentas cómo lograste atrapar a este bandido vamos a reventar de impaciencia.

Con seria sonrisa, Ramón asintió.

—Lo haré con mucho gusto, coronel.

—Entonces, siéntate y desembucha, hijo. Joyce, tráele de beber.

La joven se movió con diligencia. Ramón la siguió con la mirada. Iba vestida con un largo camisón blanco y encima una bata de flores azules; llevaba el pelo suelto sobre los hombros y parecía algo muy delicado y hermoso. Le trajo en una bandeja una botella de licor y un vaso, sirviéndole sin mirarlo.

Ramón hizo un relato circunstanciado de lo sucedido, omitiendo algunos detalles y falseando otros, especialmente en lo referente a la mujer llamada Martina. Los Bryant escucharon en silencio su relato, pero se les advertía entusiasmados.

—Siempre dije que un gaucho argentino tenía muchas cosas que enseñarles a nuestros vaqueros —comentó el coronel con euforia, al final—. Hijo, tu hazaña de esta noche será algo para recordar durante mucho tiempo en esta Zona. Ese hombre al que atrapaste es nada menos que Gus Mac Alien, el peor de los jefes de bandidos que han cabalgado por aquí desde la guerra civil. Él y sus forajidos estuvieron robando ganado por la región durante mucho tiempo. Luego los rurales les dieron caza, obligándolos a emigrar después de haber apresado o dado muerte a muchos. Yo llegué después y adquirí este rancho, con cuatro mil cabezas de ganado, a un tal Atkinson, que había perdido a un hijo peleando con Mac Alien y fue uno de los que llamaron a los rurales. Bill Cannon y José Morelos eran otros dos rancheros de la zona que mucho habían contribuido a limpiarla de abigeos. Durante tres años vivimos y prosperamos en paz. Entonces fue cuando pensé que podía iniciar un cambio en la cría de ganado, acordándome del vuestro, y escribí a tu padre pidiéndole esos toros. Una semana después apareció de nuevo Mac Alien.

Hizo una pausa para tomar aliento. Y añadió:

—Fue el comienzo de muchos males. No vino solo ni a cuatrear de manera ostensible. Trajo doscientas reses y seis hombres, todos ellos de pelo en pecho, anunció que iba a establecerse como ganadero y construyó un rancho de mala muerte en un pequeño valle a seis millas de aquí, entre mis tierras y las de Morelos. Aquí no hubo nunca verdaderas delimitaciones de terreno y por tanto no se le pudo impedir, aunque a todos nos constaba su calaña. Casi en seguida comenzaron los disgustos.

Añadió tras una nueva pausa:

—Sus hombres no perdían ocasión de trabarse en peleas con los de los otros antiguos ganaderos, no pasaba día apenas sin un choque en los pastizales, metían su ganado a pastar entre el de cualquiera de nosotros y luego reclamaban como suyos temeros que no les pertenecían. Tanto yo como los demás ganaderos teníamos vaqueros a nuestro servicio; ellos son bandidos, pistoleros, gente sin nada que perder. El sheriff de entonces era hombre valiente y trató de poner coto a la situación. Lo encontraron muerto de un balazo por la espalda en pleno campo y no pudo esclarecerse quién lo hizo. Mientras, había venido a afincarse en el pueblo un tal Jarrell, un picapleitos de mala índole capaz de enredar al mismo diablo. Se celebraron elecciones para sheriff. Uno de los candidatos nuestros murió en duelo público con Jake Olney, uno de los lugartenientes de Mac Alien. Los .otros dos fueron fuertemente amenazados que retiraron en el último instante la candidatura. Mi hijo Ben, el mayor, se presentó entonces contra un tipo llamado Dan Thrall, casi recién llegado, desconocido, del que sólo se sabía que era violento y pendenciero. Perdimos por escasos votos una elección que fue llevada a efecto bajo la coacción y el miedo.

—¿Y qué pasó?

—Te lo puedes imaginar. Dueños de la legalidad y la fuerza salvaje, iniciaron una carrera de crímenes. Morelos y su familia fueron asesinados una noche y se quemó su rancho sobre los cadáveres. Dijeron que había sido una partida de comanches errantes, e incluso aparecieron dos muertos a tiros frente al rancho. Pero esos comanches habían sido muertos dos días antes en una emboscada, que les tendieron en el cañón de Mansfield, a veinte millas al Norte. Lo supimos después por casualidad. Los llevaron allí para ocultar la verdad. Un tal Ozarh se presentó afirmando que Morelos le debía mucho dinero, enseñó unos recibos falsos y Jarrell lo apoyó, con lo cual le cedieron los derechos al ganado y la tierra, que vendió legalmente a Mac Alien dos semanas después. Bill Cannon tardó dos meses en ser muerto a tiros en una taberna de Lubbock por Jeff Pickton, el otro lugarteniente de Mac Alien. Su mujer y sus hijos no quisieron seguir el riesgo y emigraron, llevándose los restos de su ganado. Vendieron el rancho a otro tipo que tardó poco en vendérselo a su vez a Mac Alien y salir corriendo. Así este hombre se convirtió en dueño de dos de los tres ranchos mayores de la zona. Y entonces vino de lleno contra mí.

Miró al sombrío prisionero con odio. Y añadió:

—De esto hace ocho meses. Hemos sido asaltados por la noche cinco veces, nos han quemado tres las construcciones auxiliares, asesinaron a mi hijo mayor en la calle principal del pueblo, nos han robado casi todo el ganado, estamos prácticamente acorralados. He hecho venir dos veces a los rurales sin ningún resultado, ya que, aparentemente, Mac Alien se mueve dentro de la Ley y tiene a las autoridades locales en el puño. Cuento aún con unas quinientas o seiscientas reses y es mío el mejor terreno de pastos de la región, sin que nadie me lo pueda arrebatar sino matándome. A Joe lo malhirieron la otra tarde de un disparo traicionero. Saben que soy persona respetada y que mis dos hijos manejan bien el revólver y el rifle; eso los hace mostrarse algo prudentes. Pero no podremos resistir mucho la presión de estos asesinos. Aún me quedan seis excelentes peones, que no se arrugan ante las dificultades. Pero estoy prácticamente arruinado. Si no consigo aumentar mi ganadería o al menos su producción de carne y leche, puedo liar mis bártulos y buscar la vida en otra parte. Mac Alien lo sabe y por eso mandó a robarme esos toros. Pero le ha salido el tiro por la culata y ahora es él quien está en mi poder…