CAPITULO X

Dentro de la casa las balas de los atacantes habían dejado sus huellas en algunos desconchados y muebles astillados, aunque la mayor parte de los proyectiles pegaron altos, junto al techo. Un hombre, un peón joven, estaba sentado en el sillón habitual del coronel con el torso desnudo y el hombro izquierdo cuidadosamente vendado, una mueca de dolor en el rostro y un vaso de whisky mediado en la diestra. La señora Dryant, con el vestido y el delantal manchados de sangre, terminaba de recoger el material de cura. Miró a Ramón con alivio y a Vance con cierta curiosidad. Joe Dryant estaba, revólver en mano, guardando el cuarto donde tenían encerrado a Mac Alien. Sonrió abiertamente a Ramón.

—Saca a Mac Alien —dijo el coronel—. Quiero que sepa la suerte que han corrido sus bandidos. Sentaos, muchachos. Claire, Joe, éste es Vance, de cualquier parte de Texas. Ayudó a Ramón en Tascosa y lo he contratado. Mi esposa y mi hijo menor. Mis dos hijas. Claire, mataron al pobre Reddy. Malditos sean, pero les dimos lo suyo… Llegaron temprano, como me imaginaba, y se lanzaron al ataque. Eran catorce o quince, pero los recibimos con plomo ardiendo y tuvieron que escamparse y buscar cobijo. Entonces cercaron el rancho y se pusieron a tiroteamos. "Dos o tres se marcharon, supongo que a buscar refuerzos. Y ahora, Ramón, cuéntanos cómo te ha ido y qué fue esa lucha tuya con el sheriff. Vaya, aquí tenemos al granuja máximo. ¿Qué le parece. Vance?

Joe acababa de sacar a punta de revólver al prisionero, atado con reatas como un paquete desde las caderas a los hombros. La sangre se le había secado en la cara y la hinchazón de la boca rota apenas si había cedido un poco. Le brillaban las pupilas igual que las de un lobo y envolvió en una mirada henchida de odio a sus oponentes. El coronel le habló con exultancia severa.

—Bueno, Mac Alien, tus perros rabiosos no consiguieron salirse con la suya y han escapado con el rabo entre piernas. ¿Qué te parece eso?

—Ya vendrán más y mejor preparados —la voz salía ronca, dificultosa, por entre sus labios partidos y sus dientes saltados—. Vendrán y no dejarán a uno de vosotros con vida.

—Tú no lo verás, de todos modos. ¿Te das cuenta? Si las cosas se nos ponen feas te meteré una bala en ese negro corazón tuyo.

Vance había estado contemplando al prisionero con mucha fijeza. Ahora habló, centrando la atención.

—¿Dice que conoce a este hombre como Mac Alien, coronel?

—Sí. Gus Mac Alien es su nombre, al menos desde que apareció la vez primera por aquí hace unos seis años. ¿Por qué lo pregunta? ¿Acaso le conoce?

—Me parece que sí. Pero no por ese nombre. ¿Les importa lavarle la cara un poco?

—No faltaba más. Joe, lávasela.

Joe obedeció. Todos estaban ahora pendientes de Vance, que había sacado tabaco y papel y comenzó a liar un cigarrillo con manos diestras sin quitar ojo a Mac Alien, el cual, evidentemente, se había puesto intranquilo y a su vez lo miraba como tratando de centrarlo en sus recuerdos.

Sin muchos miramientos, Joe le pasó por la cara una toalla mojada. Mac Alien se sacudió como un perro mojado, pero resultó significativo su silencio. Vance mojó con la lengua el borde del papel, lo pegó y se lo puso en la boca, sacando el mechero y haciendo saltar la chispa con un golpe seco. Encendió el cigarrillo y dio una lenta, larga chupada. Todos estaban en vilo. El coronel no se aguantó.

—¿Y bien?

—Sí, no me había equivocado. Entonces llevaba el rostro completamente afeitado, era más delgado y no tenía esas entradas, pero es el mismo. Hace ocho o diez años, desde Brownsville hasta Piedras Negras, a lo largo de la frontera y hasta la región del río Nueces, se le conocía por Glenn Hamlin y ése es su nombre verdadero. Tal vez ustedes, coronel, lo hayan oído alguna vez. Era uno de los lugartenientes de Sam Pierce y no de los mejores. Después que Dexter mató a Pierce y a “Frenchie” Taylor en el asalto al Banco de Laredo, Hamlin, que iba con ellos, pudo escapar y atravesar el río. Iba herido y se dijo que había muerto en México, creyéndolo muchos porque no volvió a aparecer por allí. Vaya, vaya… Es una verdadera suerte, coronel. Aún hay un premio de tres mil dólares por la cabeza de este hombre.

Calló, y sobrevino un intenso silencio. Todos miraban ahora a Mac Alien, que tenía una expresión cautelosa y dura. Él lo rompió, gruñendo:

—Tú estás loco. O borracho, o ves visiones. Nunca estuve por la frontera ni tengo nada que ver con ese Hamlin.

—Eso dices. Pero hay mucha gente allá que se acuerda aún de ti perfectamente, como yo mismo te he reconocido.

—A mí no me sorprende —dijo el coronel—. Y sí, he oído de Hamlin. No puede ser peor su fama que los hechos de Mac Alien aquí. De todos modos un motivo más para guardarlo a buen recaudo. Y ahora, Ramón, cuéntanos que has hecho por Tascosa.

Así instado, Ramón hizo un relato conciso de lo sucedido, provocando exclamaciones a los Dryant. Procuró realzar la intervención de Vance, pero éste no se lo permitió, relatando de un modo gráfico y exacto su propia hazaña. Cuando terminaron, las dos muchachas mirábanlos con pupilas brillantes, el coronel estaba entusiasmado y también su hijo y el vaquero herido. Hasta la señora Dryant parecía contenta. El que estaba más sombrío que nunca era Mac Alien.

—Que me muera ahora mismo y no pueda alcanzar a ver colgado a este bandido si no es la segunda gran noticia que recibo en doce horas, muchachos. Demonios, habría dado cualquier cosa por estar presente cuando macheteaste a esos dos granujas, Ramón. Ya sé cómo usan los gauchos su facón, por haberlo visto allá cuando estuve. Y no me sorprende que los ganaras de la mano. ¿Qué te parece, Mac Alien, Hamlin o como diablos te llames? Una bonita historia, ¿eh?

La réplica del preso fue una soez blasfemia. El coronel frunció el ceño.

—De acuerdo, hombre. Te seguiremos dando el único trato que mereces. Joe, Vance, llévenselo adentro.

Mac Alien opuso una inesperada resistencia, obligando a Ramón a intervenir también. Entre maldiciones, blasfemias y amenazas lo condujeron a su encierro, tirándolo al suelo de un fuerte empellón y cerrando la puerta, junto a la que quedó Joe de guardia.

—Si es Hamlin realmente, debe estar sufriendo un infierno —dijo el coronel—. Y me alegro. Cada vez que me acuerdo de mi hijo asesinado a mansalva… Bueno, tomad asiento y descansemos un poco mientras las mujeres preparan algo de comer.

—Será mejor que ayudemos a sus peones a batir el terreno, coronel. No creo que todo haya terminado ya.

—¿Supones que volverán esos?

—Al parecer, los que estaban sitiándoles nada sabían de lo ocurrido en Tascosa. Eso significa que hay un nutrido grupo de hombres por el campo que no tardará en reunírseles. Nosotros sólo hemos llegado a cubrir bajas. Ellos regresarán reforzados.

—¡Hum! Que lo hagan. Les demostremos de nuevo lo fútil de su intento. Últimamente reforcé la casa y también la de los peones y la cuadra, de modo que no resulta fácil asaltamos. De todos modos, vamos, sí. Vosotras preparad mientras la comida.

Ya venían los peones con Brad Dryant. Y traían con ellos a tres cuerpos humanos.

—“Slim” Rodgers, Buddy Sloan y “Cow Face” Smith —comunicó Brad a su padre—. Los tres están bien muertos. No encontramos a nadie más, pero es evidente que tuvieron algunos heridos.

—Tres bandidos menos — gruñó el coronel—. Llevadlos detrás del galpón y dejadlos allí. ¿Trajisteis sus armas?

—Todas.

—Quitadles los cintos de balas. Podrán sernos útiles si vuelven sus compinches. Eran hombres dé Mac Alien, no vaqueros.

Durante la hora siguiente, los peones del coronel, su hijo Brad, Ramón-y Vance se dedicaron a reforzar las defensas del rancho y distribuir puestos de combate con vistas a otra posible incursión enemiga. En conjunto eran ahora diez hombres en condiciones de pelear, contando al vaquero herido en el hombro y a Joe Dryant, que sólo podían hacerlo con revólver. Los últimos acontecimientos y saber que tenían preso al jefe de sus enemigos les daba una moral de combate muy fuerte a los peones.

El campo permanecía tranquilo hasta donde alcanzaba la vista. Si las gentes de Mac Alien estaban reagrupándose, no regresarían hasta el atardecer, con miras a formalizar un sitio en toda regla:

—No es mucho lo que nosotros podemos hacer, salvo esperarlos —comentó el coronel mientras comían—. De todas formas están ahora sin cabeza y no les será fácil coordinar una acción agresiva de verdadero empuje. Y somos suficientes para mantenerlos a raya el tiempo necesario.

—Si entre ellos hay alguno con sesos, coronel, lo que harán será cercarnos y tenernos así todos los días que resulten necesarios, hasta que nos comamos todo lo que guarde en su despensa —dijo Ramón—. Pueden hacerlo teniendo a la Ley de su parte, me parece.

El coronel rió.

—No les arriendo la ganancia. ¿Me crees tonto, hijo? He sido soldado y desde el primer momento previne la posibilidad de un sitio en toda regla. Tengo en casa comida para tres meses para todos nosotros.

—¿Y agua? También se bebe.

—¿No has visto la cisterna? Hay agua bastante para muchos días, no sólo para nosotros, sino también para los caballos.

—De todas maneras, yo creo que las mujeres deberían ser evacuadas, señor.

—¿Evacuadas? ¿Quieres decir enviarlas a Lubbock con el tren? Por todos los diablos, no se me había ocurrido…

—Yo no me marcho, Ben —le dijo su mujer con voz segura—. Pero Joy y Lizzy deberían tomar el tren antes que sea demasiado tarde.

—No pretenderás que hagamos tal cosa, mamá —se acaloró Joyce—. De ninguna manera nos moveremos de casa. No podríamos sosegar…

—Vosotras haréis lo que yo os mande —tronó su padre con enfado—. Y me parece que Ramón ha tenido una excelente idea. Sin embargo, no veo cómo podríamos hacerlo. Si esta gente llega hoy mismo…

—¿A qué hora pasa tren para Lubbock, coronel? —inquirió Vance. .

—Pasa uno a las once de la noche, pero no se detiene en Tascosa. Hay otro diurno, pero sólo los alternos. Le toca mañana. Pero no pueden tomarlo, porque se enterarían inmediatamente en la ciudad y Thrall podría impedirles subir. Otra cosa sería si pudiéramos escoltarlas, pero no es posible…

—Si salimos de aquí a caballo a las nueve, ya oscurecido, podemos llegar a la estación antes que pase ese tren —dijo Vance—. Podríamos ir sus hijas, su hijo Joe y Cook, el vaquero herido, más Guerrero y yo. Obligaríamos al jefe de estación a que detuviera el tren el tiempo justo para que subieran ellos cuatro y luego regresar nosotros al rancho. Sus hijos podrían encargarse de llevar una carta mía al sheriff de Lubbock. Le conozco hace tiempo, y en cuanto sepa que Hamlin, Wellman y puede que algunos otros granujas reclamados andan por aquí no dejará de apresurarse a echarnos una mano.

—¿Cómo? No tiene jurisdicción aquí.

Una fina sonrisa entreabrió los labios de Vance.

—Conozco un poco a Tom Riley, el sheriff de Lubbock, coronel. Y me parece que cuando tenga noticia de lo que aquí está sucediendo le importará poco ese asunto de jurisdicciones…