Capítulo 1
Bajo la mirada de Ninshi
Ash soltó un gruñido al despertar y se encontró empapado en sudor frío y temblando bajo el cielo estrellado.
Escudriñó la oscuridad preguntándose dónde estaba y quién era durante un instante de delicada afinidad con el Todo.
Y entonces divisó una mancha de luz en lo más alto del cielo: una aeronave que iba dejando una estela de fuego azul que cruzaba la Capucha de Ninshi, cuyo único ojo despedía un resplandor rojo mientras observaba la nave, a Ash y el resto del mundo que giraban debajo de ella.
«Q’os —recordó Ash con una repentina sensación de náuseas—. Estoy en Q’os, al otro lado del océano, en los confines de los Vientos Sedosos. Treinta años de exilio».
Los residuos de sus sueños se desvanecieron como polvo arrastrado por una ráfaga de viento, y él no hizo nada para evitar que los sabores y los ecos de Honshu desaparecieran. Se trataba de una pérdida irremplazable, pero era mejor así; era mejor no pensar demasiado en esas cosas mientras estuviera despierto.
La luz de la aeronave fue empequeñeciéndose a medida que se deslizaba lentamente en dirección al horizonte, y se hizo difícil de distinguir cuando alcanzó el cielo neblinoso de la ciudad; de vez en cuando, desaparecía detrás de la figura oscura e imponente de una torre en forma de aguja. Ash contempló a la luz de las estrellas el vaho arremolinado que despedía su boca al respirar.
«Maldita sea —se dijo mientras se ceñía la capa alrededor del cuello—. Otra vez tengo que mear».
Ya se había despertado dos veces esa noche. La primera, con la vejiga a punto de reventar; y la segunda, sin motivo aparente, a causa quizá de un grito distante procedente de las calles que se extendían debajo, o de un espasmo de su espalda maltrecha, o de una racha de aire frío, o tal vez simplemente por culpa de la tos. A su edad cualquier cosa le despertaba a menos que se atiborrara de alcohol antes de echarse a dormir.
El anciano asesino roshun echó la capa a un lado y, con un gruñido, se levantó como buenamente pudo; la ausencia de brisa en la azotea amplificó el chirrido de sus articulaciones. El suelo de la azotea estaba cubierto de arenilla, de modo que los granos se le clavaban en las plantas de los pies. Tumbado, la sensación no era más agradable por mucho que extendiera debajo la capa. Se volvió y observó la elevada mole de hormigón que se alzaba en el centro de la azotea alumbrada por las estrellas: una gigantesca mano de hormigón con el dedo índice apuntando al cielo. Se frotó la cara, se estiró y volvió a gruñir.
No utilizó la canaleta que recorría por abajo el pretil de la azotea ni los pequeños desagües cubiertos de algas situados en cada uno de los rincones, pues no deseaba revelar su presencia a quienquiera que estuviera en las calles de debajo. Por el contrario, enfiló hacia la vertiente sur de la azotea mientras a su alrededor el silencio reinaba en la ciudad de Q’os, dado que el toque de queda seguía vigente desde la muerte del único hijo de la Santa Matriarca, y sintió una punzada de dolor en la vejiga mientras la vaciaba sobre la azotea adyacente. El tejado contiguo también era plano e impermeabilizado, aunque estaba jalonado por los altos tragaluces triangulares de los lujosos apartamentos que albergaba; todos ellos, salvo el más cercano a Ash, permanecían completamente a oscuras.
«Otra noche que la viuda no puede dormir», pensó Ash.
El roshun continuó aliviándose en su lugar habitual mientras escudriñaba el apartamento iluminado con velas que tenía debajo. Al otro lado del vidrió tiznado vio a la dama ataviada con un camisón de lana de color crema, sentada a la mesa del comedor, con la melena cana recogida en un moño. Sus manos delicadas y arrugadas sostenían el cuchillo y el tenedor sobre un plato de comida mientras ella masticaba con un esmero reflexivo.
Ash llevaba cuatro días vigilando desde aquella azotea, y todas las noches había observado a aquella mujer comiendo sola, sin criados a la vista, sentada a las horas más intempestivas junto a la cabeza sin ocupar de la mesa, con la mirada fija en las llamas de las velas situadas frente a ella mientras comía; y su cuchillo o su tenedor hacían de vez en cuando un ruido chirriante en el plato que a Ash, por alguna razón, le sonaba a soledad.
Llevado por su curiosidad, Ash había inventado una historia para aquella ave nocturna: imaginaba que en otro tiempo había sido una muchacha de clase privilegiada y de gran belleza, a la que habían casado con un hombre bien situado. Sin embargo, no habían tenido hijos; o si los habían tenido ya hacía tiempo que habían volado del nido. En cuanto al marido, el señor de la casa, una enfermedad se lo había llevado tal vez en la flor de la vida, y había dejado a su viuda únicamente los recuerdos y una amarga ausencia de apetito que sólo remitía cuando los recuerdos del pasado la sacaban de su ensimismamiento.
«O tal vez la vejiga», pensó Ash, que gruñó y se dijo que era un viejo idiota.
Un tintineo contra el cristal lo alertó de que se había dejado llevar en exceso por su curiosidad y de que estaba salpicando una esquina del tragaluz. El flujo de orina cesó de repente en cuanto la mujer levantó los ojos.
Ash contuvo la respiración y permaneció inmóvil. Estaba prácticamente seguro de que la mujer no podía verle con aquella luz, aunque por un momento casi deseó que no fuera así.
La mujer devolvió la mirada a la mesa y depositó de nuevo su atención en su exigua comida. Ash sacudió las últimas gotas y se limpió las manos en la túnica. Dirigió un silencioso gesto de buenas noches con la cabeza a la mujer y dio media vuelta para volver sobre sus pasos.
Pero justo entonces un parpadeo de la luz de las velas le llamó la atención. Una palomilla incandescente empezó a revolotear alrededor de la llama de la vela como si estuviera cortejándola, y ésta osciló agitada por el más leve de los roces. Ash y la viuda se quedaron paralizados cuando la criatura cayó presa de la llama. Un ala de la palomilla se quedó rápidamente adherida a la cera derretida y empezó a arrugarse y a crepitar mientras ardía; entretanto, la palomilla sacudía la otra ala mientras el fuego se extendía por todo su cuerpo y la reducía a una figura que bregaba para no morir quemada en una minúscula pira crepitante.
Ash apartó la mirada con un resabio amargo en la boca. No fue capaz de volver a echar un vistazo a la escena. Trepó por la pared de obra tan rápido como pudo, como si quisiera huir de las repentinas imágenes no deseadas que asomaban en el rabillo de su ojo.
Sin embargo, las imágenes aparecieron, y, mientras superaba el pretil, por un instante lo único que vio fue a un muchacho bregando por escapar de otra pira: su aprendiz, el joven Nico.
Ash inspiró una bocanada de aire como haría quien recibe un golpe duro e inesperado, y su mirada se dirigió hacia el Templo de los Suspiros, cuya sombra alargada estaba recubierta de hileras de ventanas iluminadas. La matriarca estaba allí dentro, en algún lugar, llorando su propia pérdida; muy probablemente en la Cámara de las Tormentas, situada en la cúspide del edificio y ahora profusamente iluminada. Llevaba así las últimas cuatro noches, las mismas que Ash llevaba vigilando.
Se echó el aliento en las manos y se las frotó para calentárselas. Siempre le afectaba más el frío en días así. Se percató de que le temblaba la mano izquierda; la derecha permanecía firme. Apretó el puño izquierdo como si quisiera ocultarse el temblor.
Se sentó sobre lo que usaba como cama y se puso cómodo delante del catalejo montado sobre el trípode y dirigido invariablemente hacia la Cámara de las Tormentas. Agarró el odre de fuego de Cheem, lo descorchó y le dio un pequeño trago. «Para el frío —se dijo—. Y para ayudarme a dormir». Arrojó el odre junto a la espada, que permanecía de pie apoyada contra la mano de hormigón, y la pequeña ballesta a la que había quitado las cuerdas dobles para que no sufrieran las inclemencias del tiempo. Entrecerró un ojo para mirar a través del catalejo y vio pasar brevemente una silueta por los amplios ventanales de la Cámara de las Tormentas.
Ash se preguntó hasta cuándo tendría que seguir esperando en aquellas condiciones, cobijado en las alturas de una ciudad de dos millones de extraños en el corazón mismo del imperio de Mann. Paciencia era lo único de lo que no carecía; había pasado la mayor parte de su vida sentado esperando un suceso, una oportunidad para aparecer. Después de todo, ésa era la ocupación principal de los roshuns cuando no estaban arriesgando su vida en la fase final de una vendetta.
No obstante, esta espera se le hacía en cierto modo distinta. Al fin y al cabo no formaba parte de una vendetta roshun. Estaba solo, no contaba con apoyos; ni siquiera tenía un hogar a donde regresar en el caso de que viera la culminación de aquella venganza personal. Y era evidente que su salud estaba deteriorándose.
Había recibido con sorpresa la sensación de soledad que se había abierto paso entre la tristeza profunda y el sentimiento de culpa que lo asolaban. Había ocurrido la primera noche que se había encontrado solo en la ciudad de Q’os, después de que Baracha, Aléas y Sèrese hubieran emprendido el regreso al monasterio roshun de Cheem tras cumplir la vendetta contra el hijo de la matriarca, cuyas órdenes expresas habían significado la muerte del aprendiz de Ash. Esa noche se le había hecho eterna, envuelto en su capa y acurrucado en la posición elevada más segura que había podido encontrar para vigilar el templo, en la azotea de aquel teatro, embargado por una funesta desolación.
Se tumbó sobre la espalda y tiró de la capa para taparse el cuerpo aterido. Posó la cabeza sobre una bota y entrecruzó los dedos encima del estómago, bajo la tela basta de la capa. Era la primera noche con el cielo despejado desde que había establecido la vigilancia. Las lunas gemelas ya se habían puesto en el oeste, mientras que la Gran Rueda avanzaba como siempre, con la misma lentitud y la naturalidad de una marea. A la derecha, baja en el cielo, la constelación del Gran Necio, con sus pies sabios sostenidos en el aire, rozando la superficie. Encima, un poco más a la derecha, la Capucha de Ninshi continuaba velando por todo.
Ash se dio cuenta de que estaba mirando intensamente las estrellas que formaban el rostro debajo de la capucha. Tenía la mirada fija sobre todo en el único ojo, que brillaba con una gran intensidad, despidiendo una luz como de rubí: el Ojo de Ninshi. Esa estrella era distinta de todas las demás. A veces desaparecía por completo mientras sus compañeras seguían brillando y reaparecía horas después, recuperando lentamente su fulgor anterior.
Según afirmaban los antiguos hechiceros de Honshu, cuando alguien presenciaba el «guiño» del ojo de Ninshi quedaba absuelto de sus peores fechorías.
Ash contempló el Ojo sin pestañear. Siguió contemplándolo largo rato, imperturbable, hasta que los ojos empezaron a escocerle y le hicieron chiribitas; aun así, no apartó la mirada, con la esperanza de ver desaparecer la estrella, y no se dio cuenta de que su mano derecha se movía hasta el frasquito de arcilla lleno de ceniza que colgaba de su cuello y de que lo apretaba con fuerza.