Capítulo 38

El arte de Cali

Ché sabía que nunca abandonarían la persecución. A menos que él mismo se encargara de ellos, así que se aproximó a los mellizos por los tejados. Los hermanos se habían agazapado bajo la sombra de una pared.

Habían alertado a los soldados de su presencia, de modo que éstos reconocían las inmediaciones acompañando con sus armas los movimientos de sus miradas. Ché se mantuvo agachado en el lado oscuro de los tejados inclinados, poniendo mucho cuidado en que su silueta no sobresaliera recortada en el cielo. El destello de una hoja y una tos esporádica le revelaron que otro grupo de soldados merodeaba por las casas y los jardines a su izquierda. Sólo le restaba confiar en que no lo vieran.

Swan y Guan estaban retirándose hacia un templo que había al final de la calle. Más allá de él se distinguía el lago. Resultaba evidente que no les hacía gracia la idea de convertirse en el blanco de un francotirador.

Era una pena que no tuviera consigo una pistola que funcionara.

El templo se alzaba al final de una hilera de tejados. Anexo a él había una vivienda de dos plantas que permanecía en penumbra y donde no se observaba movimiento. Los mellizos se detuvieron para hablar con un pelotón de soldados y, a continuación, los hombres se desplegaron a lo largo de las casas. Ché oyó las patadas en las puertas y cómo registraban con estrépito las viviendas.

Se puso en cuclillas y vio que los hermanos diplomáticos se volvían para examinar las calles, las ventanas y los tejados antes de entrar en el templo y dejar la puerta abierta.

Ché se colgó del borde de un tejado y se dejó caer en el callejón que se extendía entre las casas y el templo. Echó una ojeada a ambos lados y bordeó el edificio para dirigirse a la parte trasera, donde terminaba el anexo y comenzaba un pequeño jardín. Se escondió detrás de un muro bajo. En la ventana apareció el brillo oscilante de una vela encendida dentro.

El diplomático continuó sigilosamente hasta el otro lado de la vivienda dejando atrás el ruido de los soldados. Las hierbas del lago eran una superficie mullida y resbaladiza debajo de sus pies. El ruido de los cañonazos al sur se había intensificado desde la última vez que le había prestado atención. Curl debía estar allí, o eso esperaba él, acudiendo al punto de encuentro.

Pensó en lo extraño de la situación: se hallaba en Tume, en aquel lago de aguas hirvientes, intentando matar a dos de los suyos; y encima albergaba la esperanza de que un enemigo saliera indemne de la ciudad.

Se dio cuenta de lo mal que le sonaba la palabra «enemigo». Parecía una cosa infantil.

Otra bengala estalló encima del lago. Ché cerró los ojos para no desacostumbrarlos de la visión nocturna y esperó a que la bengala regresara al suelo. Vio una ventana en la planta superior hasta la que llegaba un árbol inclinado.

Sacó el cuchillo y lo afirmó entre los dientes mientras la oscuridad regresaba, trepó por la corteza áspera del árbol y se colgó de una rama que llegaba hasta la ventana. Dentro no vio nada más que una ventana vacía y una puerta abierta; allí donde torcía el pasillo que había a continuación de la puerta brillaba una luz tenue.

Ché decidió que no había tiempo para sutilezas. Había que eliminarlos de una manera certera y rápida. Y esperó ser él quien quedara al final. Su viejo contrincante en los entrenamientos en Q’os había tenido razón, pensaba mientras enfilaba hacia la ventana abierta. La técnica roshun del cali formaba parte de él, tanto si le gustaba la idea como si no. Avanzar y atacar era su credo. Descaro, velocidad e imprudencia.

«Ojalá llevara una espada», se dijo Ché; una pistola que funcionara ya era pedir demasiado. Sin embargo, lo único que tenía era un simple cuchillo.

«Improvisa», se animó. Balanceó el cuerpo, se arrojó hacia la ventana abierta y aterrizó con la agilidad de un gato.

Recuperó el cuchillo de los dientes.

Vio una silla; la cogió y la lanzó con fuerza contra la pared. El estruendo que produjo bastaba para despertar a los muertos.

Ché rebuscó entre los pedazos de la silla y agarró una pata que tenía un extremo astillado e irregular, y mientras enfilaba hacia la puerta de la habitación perfeccionó la punta con un par de cortes con el cuchillo.

Estaban esperándolo cuando asomó la cabeza: dos figuras con las pistolas apuntando en su dirección, agazapadas en los huecos de dos puertas una enfrente de la otra.

Ché volvió a esconder la cabeza justo cuando una bala salía rebotada de la pared. Dio un último tajo a la pata de la silla para afilarle la punta y entonces asomó medio cuerpo y la arrojó con todas sus fuerzas hacia la figura que todavía estaba apuntándole.

La pistola escupió su proyectil y Ché sintió una repentina punzada de dolor en el muslo. El diplomático apoyó el peso en la otra pierna, tambaleándose, y se dejó caer contra la pared para no perder el equilibrio. Entretanto, la figura destinataria de su improvisado proyectil se derrumbó en el pasillo. Era Guan. Pateaba el suelo a tientas en busca de un lugar de apoyo, con la pata de la silla sobresaliéndole de la mejilla izquierda.

Ché vio entonces una sombra que cruzaba revoloteando el tramo de suelo iluminado. Se cambió el cuchillo de mano para aferrarlo con la derecha y lo lanzó hacia Swan cuando ésta se asomó al pasillo desde el hueco de la puerta para volver a dispararle.

Ché cayó de espaldas. Sentía un dolor abrasador en uno de los costados de la cabeza, que parecía a punto de estallarle. También Swan estaba tirada en el suelo, sujetando la empuñadura del cuchillo hundido en su muslo. La chica se arrastró hasta su hermano.

—¡Oh, no! —exclamó jadeando.

Puesto que aún respiraba, Ché no prestó atención a la herida de la cabeza y se centró en la de la pierna, que examinó con las manos temblorosas. La bala había atravesado limpiamente el lado externo del muslo. No había alcanzado el hueso, y la sangre manaba de un modo espantoso del agujero. Ché apenas podía mover la extremidad entumecida.

Era la primera vez que le disparaban. Había esperado que el dolor fuera menos soportable.

Arrancó una de las mangas de su túnica y la utilizó para hacerse un torniquete en la parte superior del muslo. Intentó levantarse y se le escapó un alarido de dolor entre los dientes. Las náuseas le nublaban la visión.

La diplomática estaba arrastrando a su hermano hacia la puerta por la que había salido ella. Se detuvo y alargó el brazo hacia la pistola descargada que yacía en el suelo. Ché consiguió dar un paso hacia los mellizos, lo que convenció a Swan de renunciar al arma y esconderse en la habitación con su hermano.

Ché se paró enseguida; le faltaba el aire. Swan cerró la puerta de una patada.

Con una resolución inquebrantable, Ché avanzó dando tumbos y trató de agacharse para recuperar el cuchillo ensangrentado del suelo. La cabeza le daba vueltas y la sangre resbalaba por su rostro. También la bota estaba llenándosele de sangre. Se arrancó la otra manga y la utilizó para vendarse la herida. Apretó fuerte el trozo de tela. Por un momento temió desmayarse.

—¡Sal! —espetó, empuñando con firmeza el cuchillo.

Del otro lado de la puerta llegaban gruñidos y murmullos.

Ché se puso derecho y empujó la puerta con una mano viscosa.

En la habitación no había más que una vela chisporroteando sobre la repisa de la chimenea. Ché se asomó. Había otra puerta abierta dentro de la habitación y el rastro de sangre que se extendía por el suelo continuaba a través de ella. El diplomático entró; apoyó la espalda contra la pared y se deslizó hasta la otra puerta. Se trataba de un dormitorio. Guan yacía muerto en el suelo con los brazos y las piernas abiertos. El trozo de madera sobresalía de su cara como un objeto extraño, apuntando al techo.

Ché oyó un crujido a su espalda y fue lo suficientemente rápido para asir el alambre interponiendo una manos entre éste y su cuello. El alambre se incrustó en los bordes de la palma de su mano. Ché empujó hacia atrás con todas sus fuerzas y obligó a Swan a retroceder por la habitación mientras él iba dando saltitos con la pierna buena. La diplomática chocó contra algo: un pesado armario cuyas perchas y puertas abiertas se sacudieron estruendosamente con el traqueteo mientras ambos forcejeaban aplastados contra su estructura de madera.

El aliento cálido de Swan llegaba hasta su oído en forma de jadeo preñado de ira.

Ché tiró el cuchillo al aire para agarrarlo del revés y asestó una puñalada a la diplomática en el costado. Y luego otra. Hasta que Swan se revolvió y lo lanzó a un lado. El diplomático cayó y se estrelló junto con Swan sobre una mesa que hicieron añicos.

La melliza consiguió cogerle la mano que blandía el cuchillo mientras rodaban por el suelo sin aflojar la presión del alambre con la otra mano, que se hundió en la mano y a ambos lados del cuello de Ché. La sangre salía despedida en todas las direcciones.

—¿Esto es lo que quieres? —cuchicheó Swan cegada por el odio—. ¿Esto es lo que querías, Kush?

La mano de Ché era un objeto inerte atrapado entre su resuello entrecortado y la presión cada vez más intensa del alambre. El diplomático apenas veía ya; apenas respiraba.

Tiró hacia atrás la mano libre y estrujó el rostro de Swan con los dedos. Le hundió brutalmente el dedo pulgar en el ojo. La presión del alambre se relajó ligeramente.

Entonces Ché empujó con la mano emitiendo un gruñido y soportó el dolor abrasador con el fin de separarse el alambre del cuello.

Ambos se levantaron tambaleándose; Swan valiéndose de una silla astillada para apoyarse y luego de la repisa de la chimenea. Ché se volvió justo cuando la diplomática le lanzaba un latigazo con el alambre, que se enrolló en la empuñadura del cuchillo de Ché, de tal forma que se lo arrancó de las manos. Para Ché las cosas estaban poniéndose feas. Swan estaba haciéndolo un poco mejor, a pesar de que su ojo era un revoltijo negruzco del que manaba sangre.

Ché quedó aturdido por un golpe que recibió en la mejilla. Sacudió la cabeza para volver en sí y repelió otro puñetazo, y luego otro. Se colocó en posición de atacar y buscó un objetivo, pero Swan ya se había puesto derecha con el cuchillo en la mano.

Ché retrocedió a la pata coja perseguido por Swan, quien a su vez caminaba arrastrando su pierna herida por el suelo. Ella tenía el cuchillo: un trozo de acero plateado que brillaba a la luz de la vela pero con el que todavía no podía alcanzarle el estómago. Ché sacudió la cabeza para aclararse la visión, cada vez más borrosa, y salieron disparados goterones de sudor.

Retrocedió hacia la puerta del dormitorio con Swan acortando lentamente la distancia. La diplomática se abalanzó sobre él de repente y Ché sólo tuvo tiempo para desviar el cuchillo de un manotazo. Tropezó con el cuerpo tendido boca arriba de Guan y cayó de espaldas, empujando al mismo tiempo a Swan hacia un lado.

Jadeando, Ché tomó impulso para levantarse a la vez que Swan y consiguió apoyar su peso en una rodilla; sacudió la mano a tientas hasta que logró agarrarse a la cama. De nuevo en pie, resoplando y herniado por el esfuerzo, vio el cuerpo de Guan. Siguió perdiendo visión hasta que se tambaleó sumido en la oscuridad de su propia cabeza. Hizo un esfuerzo en el que puso toda su concentración y vio aparecer una grieta de luz como el hueco de una puerta.

Lo atravesó y vio que Swan se cernía sobre él con el cuchillo en la mano.

Dio un paso lateral a la desesperada. Intentó coger el brazo de la diplomática, pero la mano le resbaló por él, y le lanzó una patada. Ambos cayeron al suelo chillando, con Ché montado sobre ella, aplastándola con todo el peso de su cuerpo.

El palo de madera atravesó la garganta de Swan con un crujido de dientes y de huesos. La diplomática sufrió un espasmo, como si fuera la reacción retardada a un susto, y luego quedó tendida en el suelo, absolutamente inmóvil.

Una suave ráfaga de aire escapó de sus pulmones cuando su cuerpo se desinfló.

Ché tomó aire resollando y se dejó caer a un lado. Permaneció un rato quieto; las pocas fuerzas que le quedaban parecían abandonarse y su cabeza no era capaz de albergar pensamientos ni razonar.

Cuando reunió las fuerzas necesarias para levantarse estaba temblequeando. Miró al par de diplomáticos. Swan yacía despatarrada con la cabeza pegada a la de su hermano; los cuerpos de ambos estaban tendidos en sentidos opuestos. Parecían dos amantes besándose.

—¡Aquí estoy! —les espetó Ché palmeándose fuerte el pecho.

Ash ultimó los preparativos oculto en la penumbra de un canal secundario mientras oía el ruido distante de jolgorio. Observó las altas mansiones de la otra orilla del canal, por cuyas ventanas iluminadas aparecían y desaparecían las figuras de los sacerdotes que se habían apropiado de las suites abandonadas. El peñón de la ciudadela sobresalía de los tejados de las elegantes viviendas alto en el cielo. La bandera de Sasheen todavía ondeaba sobre él.

Se abrió una ventana y una mujer arrojó al agua el contenido de un orinal. Alguien estaba cantando en la habitación. Ash se mantuvo inmóvil, confiado en que la oscuridad lo ocultaba, hasta que la mujer cerró la ventana y la canción se cortó en mitad del estribillo.

Ash se desnudó rápidamente y apiló la ropa perfectamente doblada junto a sus armas. Junto a ellas había un barrilete de pólvora: una mina que había afanado de un carro manniano con municiones.

Las caricias del aire frío le pusieron la piel de gallina y se frotó los brazos y las piernas para entrar en calor. Su aliento era visible bajo el haz de luz que las farolas lanzaban sobre la superficie negra del canal.

En aquel tramo se habían arrancado las hierbas del lago para hacer verticales las paredes del canal, afirmadas por unos pilotes de madera. Ash se sentó el borde del entarimado y se metió lentamente en el agua tibia. Se solazó en la sensación agradable que le produjo la relajación de los músculos y el contacto del agua con las abrasiones en su piel. Y así permaneció un rato, en un estado casi de delirio provocado por la sensación de alivio. Bajo sus pies, en las profundidades del agua cristalina, vislumbró el destello lejano de luces. Mientras observaba su fulgor entre los dedos de los pies batía las piernas para no hundirse.

Cuando se sintió preparado, se levantó, cogió la mina y la tiró al agua, donde cayó con gran estrépito. Sacudió la cabeza y comprobó la mecha que colgaba de un orificio del barrilete que cabeceaba en el canal. La mecha se extendía flotando por la superficie y llegaba hasta la plataforma, donde estaba atada a su peto de armadura de acólito y luego a una pesada bobina —con el resto de la mecha enrollada— fijada al entarimado con un cuchillo.

Tiró de la mecha hasta que la armadura se zambulló con otra estrepitosa explosión de agua. El peto se hundió de inmediato y enseguida arrastró la mina hacia el fondo. Ash se ató la mecha a la muñeca mientras tomaba breves y rápidas bocanadas de aire. Entonces notó en la mano el tirón de la mecha y se sumergió dejándose llevar hacia las profundidades, mientras la bobina fija en la superficie iba soltando mecha.

A pesar de que le escocían los ojos, Ash parpadeaba y se obligaba a mantenerlos abiertos. Sintió una opresión en el pecho a medida que se sumergía en dirección al peñón. Más abajo, la luz salía de las ventanas de gruesos vidrios cavadas en las paredes inclinadas de la roca sobre la que se levantaba la ciudadela. Ash nadó para dirigirse hacia ellas según descendía, tirando de la mecha tanto como la mecha lo hacia de él. Sabía que tenía una oportunidad que no podía desaprovechar.

Espantó un banco de peces a su paso y entonces notó por fin que el peso dejaba de tirarle de la muñeca al posarse la armadura en el alféizar de una ventana. La mina giraba lentamente cerca del cristal. Ash se desenrolló la mecha de la muñeca y descendió un poco más. Echó un vistazo dentro y vio una cámara profusamente iluminada con sofás y candelabros, un sacerdote hablando con otro y un par de acólitos apostados en una puerta.

Ash empleó toda su maña para apartar la armadura y la mina atada a ella y reducir así las probabilidades de que fueran descubiertas.

Ahora sentía que su pecho iba a reventar. Aleteó con las piernas para regresar a la superficie. Los ojos le hacían chiribitas. El ascenso era más lento, y recordó el pánico que había sentido durante el hundimiento de la nave; la presión de toda el agua del mundo empujándolo hacia el fondo.

Cuando emergió a la superficie sacudió piernas y brazos para mantenerse a flote, jadeando y con la sensación de que sus pulmones todavía no se habían recuperado del todo. El ruido de la ciudad regresó a sus oídos taponados. Miró a su alrededor y respiró aliviado al comprobar que la calle seguía desierta.

Trató en vano de salir del agua. Le resultaba imposible. Era incapaz de aspirar el aire suficiente para recuperar las fuerzas, así que permaneció en el canal hasta que su respiración se calmó, y volvió a intentarlo. Rodó por la plataforma resollando. Se sentó con los brazos apoyados en las rodillas y dejó que la cabeza le colgara entre ellos. Observó ensimismado los charcos que formaba a su alrededor el agua que chorreaba de su cuerpo.

Un hombre maldijo a no excesiva distancia de él y Ash vislumbró unas figuras en el lado penumbroso de la calle; alguien estaba aliviando la vejiga mientras sus compañeros esperaban inmersos en una charla de borrachos.

Ash se volvió hacia el tramo de mecha suspendido sobre el agua. Sólo tenía que cortarla, tirarla al agua y salir corriendo.

De pronto el cuchillo con la punta hundida en el entarimado atrapó su atención; tenía la hoja oscurecida por la sangre del sacerdote que había matado hacía una hora.

¿Cuánta gente había matado ya para cumplir su venganza?, se preguntó con un sobresalto.

Le resultaba imposible recordarlo. Había perdido la cuenta en algún momento durante el transcurso de su misión. Había convertido a sus víctimas en poco más que gente sin rostro y sin valor. Los dos civiles a los que había pegado durante la batalla simplemente para quitárselos de encima ahora sólo eran una imagen borrosa unida al crujido de una rótula en su memoria.

Había ido demasiado lejos. Su venganza lo había hecho escalar hasta una elevada cumbre recortada en un cielo enrarecido. Por el camino había renunciado a la orden Roshun: el único hogar que le quedaba, el único modo de vida donde su ira había permanecido controlada por el código y por las virtudes de su propia personalidad.

Se sentía como si durante todo ese tiempo hubiera estado escalando sin detenerse para echar un vistazo atrás; y ahora, cuando se volvía para observar lo que iba dejando a su espalda, sólo veía cadáveres amontonados a lo largo del camino empinado que había estado siguiendo. Había pasado de largo junto a todos ellos: Nico, con su risa juvenil y una madre que sentía un amor visceral por él; y un poco más allá de su aprendiz, casi en el lejano comienzo del camino, su hijo Lin, cantando a voz en grito con otros escuderos; y muy cerca de él, una granja con las paredes encaladas bañadas por el sol, donde su esposa aguardaba a un marido y a un hijo que nunca regresarán.

Ya casi había coronado la cumbre. Lo único que tenía que hacer era cortar la mecha.

Sasheen merecía morir. Todos los de su calaña merecían morir.

Ash alargó los dedos temblorosos hacia el cuchillo y lo extrajo del suelo de la plataforma.

Cuando Sasheen despertó, lo primero que vio fue que Lucian estaba mirándola fijamente. Y durante un momento fugaz pensó que volvían a ser amantes, con sus cuerpos rodeados por los brazos del otro.

Pero entonces se dio cuenta de que Lucian sólo era una cabeza cercenada apoyada sobre la mesita de noche. Recordó el modo en el que la había traicionado y la coraza de su corazón se derrumbó.

—Sabes que nunca quise esto, ¿verdad?

Los labios de Lucian se separaron y un reguero de Leche Real resbaló por su barbilla. Sin embargo no dijo nada; se limitó a mirarla.

—Ni siquiera quise jamás ser matriarca. Era el deseo de mi madre, no el mío.

—Lo sé —eructó Lucian. Sus ojos desbordaban odio.

¿Cómo hacerle entender? El dolor que le había causado, la pérdida de la fe en la persona en la que creía que por fin podía confiar. Sasheen lo había amado como no había amado a nadie más.

—Me muero, Lucian —dijo.

Él pareció complacido por la noticia, pues sonrió.

Incluso en esas condiciones tenía la capacidad de herirla.

—¿Recuerdas los días que pasamos en Brulé?

—No.

—Claro que los recuerdas. No parabas de hablar de ellos. Decías que teníamos que retirarnos allí. Cultivar olivos como simples campesinos.

—Yo. Era. Un. Imbécil.

—No eras ningún imbécil, Lucian. Ésa era una de las cosas que más me atraían de ti. —Y añadió con añoranza—: Tú y yo hacíamos una buena pareja.

Sasheen pensaba en ese momento cómo podría haber sido su vida si hubiera encontrado el valor para oponerse a los deseos de su madre, para renunciar a su posición como matriarca, para vivir una vida sencilla junto al hombre que amaba. ¿Qué había sacado ella de todo aquello? Sólo una muerte solitaria en las entrañas húmedas de una roca; cuatro líneas en la historia de Mann.

—Ojalá… Ojalá… —Cerró los ojos y se notó las mejillas húmedas, y una opresión en el pecho, como si todo el horrible mundo se apoyará sobre él.

Hizo un sobreesfuerzo para respirar, resollando fatigosamente hasta que el sudor le perló la piel. Entornó los ojos jadeando para ver con claridad a Lucian. Detrás de él, al otro lado del cristal de la ventana, las aguas del lago eran un abismo negro aguardando para engullirla.

—¿Qué hago? —se preguntó jadeando—. No sé qué hacer.

La mirada de Lucian poseía toda la fuerza de un golpe letal.

—Muérete.

Una bengala iluminó repentinamente el cielo nocturno sobre la cabeza de Ash, cuyos ojos se movieron por voluntad propia atraídos por el suelo bañado de luz.

Ash vio que su cuerpo acababa en una sombra que partía desde la base de sus pies. Vaciló.

Durante unos segundos que parecieron una eternidad continuó con la mirada fija en el cuchillo y en la mecha que sujetaba en sus manos temblorosas. «Un tipo raro», oyó en su cabeza. Nico había dicho eso mismo refiriéndose al Vidente roshun.

¿Por qué ahora le venía a la cabeza ese comentario?

El Vidente les había leído los tallos de carrizo antes de que partieran para cumplir la vendetta en Q’os. Había hablado del contratiempo inesperado que lo aguardaba y de los caminos que se le presentarían después.

«Después de ese contratiempo se presentarán ante vosotros dos caminos. Si seguís uno de ellos, fracasaréis en vuestro cometido, aunque con el honor intacto y todavía con un futuro por delante lleno de oportunidades… Si tomáis el otro, saldréis victoriosos, pero invadidos por la abyección y con un futuro aciago».

«Invadido por la abyección —se repitió Ash—. Y con un futuro aciago».

Cerró los párpados. Le escocían los ojos por las lágrimas. Dejó caer la mano y el cuchillo rebotó en el suelo.

La luz de la bengala se atenuó y la sombra desapareció.