Capítulo 45
Ciudad Pantoque
El bosque era un mundo dentro del mundo, le había gustado decir a su madre contrarè.
Mientras se internaba por la línea de árboles que marcaban su inicio, chorreando tras vadear el río y con la ropa colgándole del cuerpo convertida en jirones, advirtió que el aire era diferente, al igual que los olores que llegaban hasta su nariz; también vio cómo la luz que se filtraba por entre las altas copas de los árboles, y comprendió que la afirmación de su madre era cierta.
Continuó avanzando hacia las profundidades del bosque de la Racha de Viento hasta que sus piernas dijeron basta. Se desplomó sobre el suelo mullido, cubierto de hojas secas y de tierra, y se sumió en un sueño profundo y sin imágenes.
Cuando despertó, Toro sabía que no podría dar otro paso sin antes recuperar las fuerzas. Montó un campamento no muy lejos de los regueros que escapaban de un arroyo ancho y poco profundo; encendió una hoguera con ramas húmedas que despedían una gran humareda y acercó hasta ella un tronco enorme para sentarse. Comió bayas y lo que pudo pescar con una rama cuya punta afiló; incluso se arriesgó con las setas que resultaban familiares a sus ojos de hombre de ciudad. También había en abundancia frutos secos de todo tipo, aunque no le sentaban bien si los comía en exceso.
Cuando se quedaba dormido esas primeras noches sobre la alfombra mullida de musgo, con las estrellas titilando entre las hojas encima de su cabeza y rodeado por los árboles que se erguían como las paredes de una casa, se daba cuenta de que el mundo que había fuera del bosque estaba difuminándose en su memoria y que los problemas y los conflictos que lo asolaban estaban dejando de ser los suyos. Por fin había hallado la paz consigo mismo en aquel lugar silencioso y solitario del pueblo de su madre. Deseaba no abandonarlo nunca.
La mañana del cuarto día de su convalecencia, Toro se despertó con una punzada de dolor en el costado. Se incorporó y se encontró rodeado por un grupo de hombres contrarès que lo miraban boquiabiertos. Toro juzgó que eran guerreros por las pinturas que les cubrían los rostros en franjas verdes y negras de oreja a oreja y las plumas de cuervo que adornaban sus largas melenas negras.
—¡Chushon! ¡Tekanari! —espetó uno de ellos atizándole de nuevo con su lanza.
El guerrero parecía el más joven del grupo.
Toro agarró el asta de la lanza y se la arrancó de las manos.
En un abrir y cerrar de ojos tuvo una docena de puntas de lanza apretadas contra el cuerpo.
—¡Vale! ¡Vale! —exclamó Toro levantando una mano, y dejó caer la lanza de vuelta sobre la mano del guerrero azorado.
—Tranquilos… Soy un de los vuestros, ¿veis?
Toro se señaló la cara como si su afirmación fuera obvia.
Los guerreros lanzaron una mirada al más joven. Toro se daba cuenta de que querían matarlo allí mismo.
El guerrero joven, sin embargo, plantó con movimientos ágiles la punta de la lanza en la tierra, se arremangó los pantalones hasta las rodillas y se agachó frente a él. Le sujetó el rostro precavidamente con ambas manos y lo movió a un lado y al otro. Examinó la forma afilada de sus pómulos y el tono moreno de su tez. Miró detenidamente los cuernos tatuados en sus sienes e hizo un gesto de conformidad con la cabeza.
—En ese caso, bienvenido a casa, hermano de las tribus —dijo el joven guerrero en una rudimentaria lengua franca, y lo ayudó a levantarse.
Ash deambulaba perdido y sin rumbo bajo la lluvia. Estaba desolado, y se abandonó a la sensación que le producían los duros adoquines redondeados en las suelas de las botas. Ellos lo llevarían dondequiera que fueran.
Hermes le había ofrecido un cuarto donde podía quedarse el tiempo que necesitara. Ash, todavía aturdido, se lo había agradecido, pero había rechazado la invitación y dejado al agente en la puerta principal con sus pájaros chillando dentro.
«No sé qué hacer ahora, Ash. Entonces, ¿se ha acabado todo? ¿Ya está?».
Ash se había despedido con un simple gesto silencioso con la mano.
No se había dado cuenta de que estaba caminando hacia el sur, en dirección al Escudo, hasta que advirtió el olor a pescado, a algas y a salitre y levantó la mirada bajo el ala de su sombrero, de la que caían regueros de agua. Delante vio el mar Sargassi y las aguas más tranquilas del puerto oriental. Las incontables embarcaciones que se refugiaban en él cabeceaban y se mecían al ritmo del suave oleaje, mientras las gaviotas surcaban el cielo lluvioso de un lado a otro, chillando con desesperación y hambrientas. A lo largo del muelle había hombres sentados sobre taburetes, armados con cañas de pescar y cubiertos con ponchos con capucha para protegerse de las inclemencias del tiempo. Sus figuras rezumaban tranquilidad y paciencia mientras masticaban hojas de grindelia o fumaban en pipas de arcilla.
Ash pensó que parecían las personas más satisfechas del mundo.
Desde allí se veía el Escudo sobre la confusión de Todos los Necios. El istmo de Lans sobre el que se erguía se extendía por el mar hasta desaparecer en una oscuridad mate. Poco podía ver Ash de la lucha que estaba librándose allí; únicamente columnas de humo que se elevaban desde la muralla más externa y el fulgor esporádico de las llamas. La escena se desarrollaba en silencio, pues la brisa marina arrastraba el fragor de la batalla hacia otras partes de la ciudad.
Un poco más adelante, Ash llegó a un cruce concurrido dominado por las tabernas y los almacenes de los comerciantes. El cruce era el centro de un mercado callejero. Lujosos carruajes trataban de abrirse paso entre la multitud, que en su mayor parte estaba compuesta por vendedores ambulantes, prostitutas descaradas y alguna que otra pandilla de golfillos vagabundos. Una colina se levantaba abruptamente delante de él, con barrios residenciales y altas mansiones de mármol revestidas con coronadas con piezas puntiagudas; sin duda un enclave de los Michinè y de la gente común rica. Allí arriba se encontraba, según recordó Ash, el Congreso del Consejo.
El roshun encontró poco sentido en seguir en esa dirección, de modo que continuó por el paseo marítimo y la carretera, que hacía un meandro internándose en el mar bordeando la base de la colina. Tras una sucesión de tabernas bulliciosas y hosterías, la carretera finalmente se estrechaba, con la colina y sus acantilados de piedra caliza a la izquierda.
Allí la costa era una angosta franja de piedra azotada por el viento entre los acantilados y el mar. Se habían construido chabolas entre las charcas de agua salobre, que resplandecían acribilladas por la lluvia. Ash deambuló entre las casuchas eludiendo algún que otro cangrejo o montón de algas. Las endebles casas estaban apuntaladas con piedras planas y muchas de ellas estaban interconectadas con tablas de madera.
Había oído hablar de ese distrito durante sus viajes previos a la ciudad, si bien nunca lo había visitado, el Bajío, lo llamaba la gente, debido a que la marea lo anegaba en momentos de fuertes temporales. Se decía que era el distrito más pobre de Bar-Khos, el lugar adonde la gente iba a parar cuando ya no podía caer más bajo. Muchos marineros sin blanca acudían allí y aguardaban la noticia de que una nave estaba contratando gente. Ellos tenían su propio nombre para el lugar. Lo llamaban Ciudad Pantoque.
Una sonrisa amarga asomó a los labios de Ash, asombrado por las ironías de su vida.
La zona apestaba a aguas residuales y pescado podrido. Ash enfiló por las rocas y corrió el riesgo de estirar el cuello para tratar de ver la cima del acantilado. Las aves marinas trazaban círculos en el cielo empujadas por las corrientes de aire más allá de las mansiones Michinè, donde los huertos se extendían por unos salientes de las paredes de piedra caliza. Allí arriba habían vivido reyes. Durante un milenio habían vivido en el Palacio Pálido, junto con sus familias y sus cortes, desde donde habían gobernado toda Khos.
El talón de Ash resbaló al pisar algo, pero el roshun reaccionó a tiempo para no caer. Bajó la mirada y vio una manzana ácida, aplastada y de color marrón, que había caído de uno de los árboles de los huertos que sobresalían del acantilado. Una racha de viento empujó la lluvia contra su rostro. Estaba temblando.
Enfiló hacia la pared del acantilado, donde la orilla rocosa se elevaba abruptamente y las chabolas se apiñaban dejando entre sí menos espacio aún que las casuchas de abajo. Los caminos de guijarros serpenteaban entre las viviendas minúsculas y castigadas por la severidad de los elementos, apoyadas unas contra otras y aferradas a las pendientes del acantilado. En el acantilado en sí, en las depresiones de la pared calcárea, se habían construido estructuras que a simple vista parecían imposibles. Encima de ellos se habían excavado cuevas que estaban conectadas con escaleras y castilletes que se mecían con el viento.
Recorrió, poniendo mucho cuidado en dónde pisaba, un sendero con continuas subidas y bajadas que discurría entre las chabolas y alguna que otra estructura de dos plantas. Había mujeres tendiendo la ropa debajo de unos rudimentarios toldos de lona, con los hombros y la cabeza cubiertos con pañuelos y los rostros enrojecidos por el viento. En el interior de las viviendas lloraban bebés. Los niños perseguían perros o saltaban al ritmo de canciones o luchaban con odres llenos de agua en lo alto de las pendientes. Ash se fijó en que parecía haber menos hombres que mujeres.
Estaba volviéndole el dolor de cabeza a pesar de las hojas que seguía mascando. En sus ojos flotaba una especie de neblina, y Ash los cerró los para tratar de aclararse la visión. Se metió más hojas de stevia en la boca y permaneció donde estaba hasta que empezó a ver con algo más de claridad, aunque el dolor no lo abandonaba y sentía punzadas en la frente al ritmo de su corazón. Empezó a sentir náuseas.
Detuvo a un vecino del poblado —un anciano famélico y con el pelo cano que llevaba un paraguas de paja— y le preguntó dónde podía encontrar una habitación y un plato de comida. El hombre se lo quedó mirando con curiosidad, pero lo ayudó, y Ash continuó ascendiendo por el sendero siguiendo sus indicaciones.
La Atalaya era un establecimiento destartalado erigido sobre un saliente llano en la pared del acantilado. Encima de la puerta y zarandeado por el viento, crujía el letrero, tan viejo y decrépito como el resto del edificio alargado y estrecho. La imagen descascarillada que tenía pintada mostraba una rata aterrorizada con la cola entre los dientes y tumbada sobre un barril que flotaba a la deriva en el mar.
La chimenea principal de la taberna despedía humo, y del interior del local llegaba el sonido de risas.
Ash empujó la puerta y apareció en el bar. La racha de lluvia que lo siguió cuando entró provocó que la llama de la lámpara que iluminaba el espacio penumbroso y lleno de humo se inclinara hacia la pared. Un par de cabezas se volvieron para evaluar al recién llegado.
—¡Cierre la puerta! —bramó un hombre gordo y calvo desde el otro lado de la barra—. ¡Está dejando pasar el frío!
Ash cerró la puerta, alabeada y que no encajaba en el marco, y sacudió la gabardina para secarla mientras a sus pies se formaba un charco de agua que se filtraba por los juncos que cubrían el suelo. Hacía calor en la angosta sala. Un tronco crepitaba de un modo irregular en la chimenea. Ash se quitó el sombrero y enfiló hacia la barra dejando un reguero de agua.
El propietario del local estaba jugando una partida de ylang con una mujer sentada en un taburete y con cara de aburrimiento. El hombre deslizó por el tablero uno de sus guijarros negros y levantó la mirada hacia Ash antes de que éste llegara.
—¿Qué le pongo?
—Fuego de Cheem, si tiene.
Al hombre se le iluminó la mirada.
—¡Está de suerte! Probablemente tenga la última caja de toda la ciudad.
Las botellas permanecían ocultas debajo de la barra, en una caja fuerte encadenada al suelo. El propietario buscó en un llavero que le colgaba del cinturón, abrió la caja fuerte y sacó una botella con un mimo sobreactuado. El corcho chirrió cuando lo arrancó con los dientes. Removió el contenido de la botella mientras el aroma ascendía hasta los orificios dilatados y peludos de su nariz.
—Aquí sólo servimos productos de la mejor calidad —dijo en un arrullo mientras servía la más diminuta de las cantidades en un vaso de cristal desportillado pero razonablemente limpio.
Estaba a punto de añadir un poco de agua cuando Ash tapó el vaso con la mano.
—Y deje la botella.
La suspicacia del propietario afloró de repente.
—Una botella de esto cuesta media águila. Todavía no está aguado… Sabe lo que quiero decir, ¿no?
La moneda se deslizó por la barra atrayendo la mirada de todos y cada uno de los presentes.
El propietario se relamió, cogió el águila de oro y la sopesó. Sacó la lengua le dio unos toquecitos con ella.
—Perfecto —dijo con satisfacción.
Dejó la botella donde estaba y sacó un cincel y un mazo de debajo de la barra. El águila —como todas las águilas— estaba acuñada con dos profundas líneas cruzadas en el rostro que lo dividían en cuatro partes. El propietario de la taberna alineó el cincel con uno de los surcos y le dio un golpe seco con el mazo. La moneda se partió en dos; él se quedó una mitad y devolvió la otra a Ash.
Ash removió el contenido del vaso, lo olfateó y lo apuró de un trago.
La mujer de tez morena examinaba a Ash con sus ojos perfilados con khol. Al roshun le pareció que debía de ser alhazií. Sus ojos revelaban que se sentía fascinada por el color de su piel.
—¿Qué le ha traído a Ciudad Pantoque? —preguntó la mujer.
Su voz era profunda y melodiosa, y evocó en Ash un anochecer.
—Los pies —respondió el roshun, que dejó caer el licor abrasador directamente por la garganta y rellenó el vaso hasta el borde.
Ash alquiló un cuarto para pasar la noche; un cubículo deprimente en la planta superior donde únicamente cabía un camastro polvoriento, sobre el que sólo dejó su espada. Luego regresó abajo, se sentó en un rincón del bar con su botella de fuego de Cheem y emprendió la lenta pero atractiva tarea de emborracharse hasta perder el conocimiento.
No habló con nadie durante toda esa larga noche; su aspecto dejaba claro que convenía dejarlo en paz. El fuego de Cheem le alivió el dolor de cabeza, pero sobre todo le había permitido tratarse con indiferencia. Cuando el propietario finalmente anunció la hora de cerrar, Ash todavía no quería arrastrarse hasta su cuarto vacío. La bebida lo había sumido en un estado de melancolía. Sabía que le costaría conciliar el sueño, y que cuando lo hiciera soñaría con cosas con las que no quería soñar.
Acabó el contenido de su vaso y lo estampó contra la mesa. Agarró la botella mientras cogía la gabardina del perchero, se puso el sombrero y abrió la puerta.
Fuera, la lluvia se había tornado aguanieve. El viento la arrastraba, de modo que le abrasaba la piel cuando impactaba contra su rostro. Hacía un frío insoportable incluso con la gabardina ceñida al cuerpo y abrochada y el cordón del sombrero ajustado a la cabeza. La marea empezaba a subir con el fuerte oleaje, y en buena parte de las zonas más bajas del Bajío las casas estaban sumergidas casi medio metro en las aguas revueltas. Ash aferró la botella de fuego de Cheem y enfiló hacia allí dando tumbos por el penumbroso camino de guijarros.
Siguió por el borde del mar, rodeando las casuchas que iba encontrándose a su paso. Trastabilló un par de veces, pero consiguió estabilizarse antes de caer al agua. Continuó caminado hasta que dejó atrás el poblado de chabolas y la pendiente terminó en un risco que descendía y se introducía en el mar.
Se sentó en la superficie plana de una roca con las piernas colgando sobre las olas. En las nalgas sentía el contacto terso y frío de la piedra. Contempló el mar embravecido y el aguanieve que parecía caer de ningún lugar. En la lejanía oscura, el istmo de Lans se extendía hacia el continente y las murallas del Escudo se alzaban altas y negras. De vez en cuando titilaba el resplandor de las explosiones, cuyos profundos quejidos llegaban a sus oídos unos segundos después.
Ash se preguntó cuánto tiempo les quedaría aún. Tenía la impresión de que había llegado el final; pero quizá lo que sentía sólo era su propio final.
«En ruinas, Ash. En ruinas».
No podía dejar de pensar en Sato y en todos aquellos que habían sido asesinados en el asalto de los mannianos; sobre todo en el puñado de camaradas de la Revolución Popular que aún seguían vivos, hombres que habían compartido su destino como exiliado.
Debería estar sintiendo ira y, sin embargo, lo que sentía en realidad era desesperación y soledad; unas emociones que se intensificaban mientras asistía al bombardeo incesante de las murallas. Cuando esa ciudad sucumbiera como lo había hecho Sato, también la isla entera caería. Y a continuación se obligaría al resto de los Puertos Libres a rendirse a causa del hambre. La oscuridad finalmente habría conquistado la luz.
Se dijo que era extraño que sólo entonces sintiera ese vínculo de solidaridad con aquellas gentes, ahora que lo habían perdido todo a manos de Mann, ahora que miraban a la muerte a los ojos. Pero entonces pensó que quizá no era tan extraño. Le había ocurrido lo mismo con Nico. No había sido capaz de abrirse al chico, de comprometerse con lo que no estaba preparado para volver a perder. Como todo lo que le había importado en la vida desde que había sido expulsado de su vieja patria.
Vio el modo terrible en el que había desperdiciado su vida y apenas si pudo soportarlo.
«Tendríamos que habernos unido a los Few desde que empezamos a escribir a Osh».
«Tendríamos que haber elegido un bando».
Ash dedicó un brindis a los valientes ciudadanos de BarKhos y tomó un trago largo.
El viejo roshun entonó canciones tristes de Honshu mientras vaciaba la botella cada vez estaba más cansado, más borracho y tenía más frío, y sobre todo se sentía más desanimado por ello. Al cabo, la botella vertió una única gota sobre su lengua.
Ash se apretó la botella contra el pecho y se puso a hablarle por la boca.
—Hola —dijo con una voz socarrona que ganó en profundidad al resonar en su interior—. Estoy varado. No tengo a dónde ir. Enviadme ayuda. Más alcohol.
Tras unos minutos de concentración consiguió ponerle de nuevo el tapón, la levantó y la lanzó tan lejos como pudo.
Se le cerraron los párpados. Estaba cansado. Era hora de irse a la cama.
Ash se tumbó sobre la roca, se hizo un ovillo y empezó a roncar.
El aguanieve arreció.
En su sueño, Ash ascendía por el valle en dirección al monasterio de Sato por un terreno que se empinaba un poco más a cada zancada.
Ash apretó el paso. Tenía prisa. Estaba ansioso por vislumbrar su hogar entre los malis mecidos por el viento.
Al principio no lo veía; ni siquiera a medida que iba acercándose. El pánico lo desbordaba mientras atravesaba a la carrera la arboleda. Y entonces se detuvo ante una montaña de ceniza humeante.
No lo comprendía. Es decir, no entendía lo que estaba viendo.
«Debe tratarse de un error —pensó—. La edad me ha hecho equivocarme de valle».
Notaba la lluvia de ceniza en el rostro, extrañamente fría; y en los labios, insípida como el hielo.
Ash entornó los ojos y escudriñó las ruinas.
En el centro mismo de la montaña de ceniza crecía un mali joven. Sus hojas del color del bronce se agitaban sacudidas por una racha de viento que él ya no sentía. El viento ya estaba dispersando la ceniza alrededor de Ash y la montaña humeante desaparecía.
Una figura avanzaba bajo el aguanieve con las manos cargadas de troncos arrastrados hasta la costa por el oleaje. De vez en cuando se agachaba para coger otra rama o una tabla partida que las olas habían arrojado a tierra firme. La figura se detuvo cuando se topó con el cuerpo encogido que tiritaba y gemía en sueños tendido sobre la roca.
—Eh —dijo Meer, y le dio un empujoncito con la punta del pie.
El hombre dormido gruñó y se movió sin despertarse.
—Un viejo extranjero de tierras remotas chiflado —masculló Meer—. Se morirá de frío si se queda durmiendo aquí una noche como ésta.
Meer suspiró, soltó los troncos, levantó con un gruñido al viejo de la roca donde dormía y se lo echó al hombro. Equilibró el peso y luego dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, dejando atrás el saliente rocoso y el poblado de chabolas.
Ash se dijo que tenía que dejar de despertarse así: con tortícolis y en un lugar inesperado.
Era temprano por la mañana, a juzgar por la luz pálida que se filtraba desde detrás de él y que teñía de un verde azulado el humo del pequeño fuego que ardía rodeado por un círculo de piedras redondas.
Ash estaba acostado sobre una esterilla de carrizo, tapado con su gabardina y con la cabeza apoyada sobre una de sus botas. El lugar era una cueva con aspecto de haber sido excavada por el hombre. Las paredes curvas estaban recubiertas con yeso de color azul celeste, aunque la humedad había penetrado en él, de modo que en algunos tramos se había desprendido revelando la roca desnuda que se escondía detrás.
«Un santuario —pensó Ash—. Parece un santuario».
En la pared de enfrente había varios enseres apilados: un platillo de mendigar de madera, una bolsa de lona, un palo lleno de nudos, una manta cuidadosamente doblada, un haz de pergaminos atados juntos demasiado fuerte con una tira de lona, un bote de tinta, algunas velas y una taza grande.
Ash gateó hasta la taza y miró dentro.
«Agua».
Se bebió la mitad del contenido de la taza de un trago y casi se vertió más por encima de la guerrera. Soltó un gruñido cuando el agua gélida se estrelló contra su estómago e intentó volver a emerger al exterior.
Oyó un ruido pasos y lanzó una mirada por encima del hombro.
—Vaya, así que está vivo.
Las palabras retumbaron en su cabeza con todas sus sílabas y Ash se estremeció.
Quien las había pronunciado era, al parecer, un monje, ya que llevaba la cabeza afeitada, vestía una túnica negra y llevaba los pies calzados con sandalias. Ash le echó unos cuarenta años, pero sus ojos mostraban el brillo y la fascinación de los de un muchacho.
El monje soltó una brazada de leña junto al fuego, se levantó la túnica y dejó al descubierto unas piernas blancas y fuertes antes de sentarse a los pies de la hoguera para atizar el fuego con una rama.
Ash gateó hasta la entrada de la cueva con los ojos entrecerrados para protegerlos de la luz del sol. Se encontraba en una posición elevada sobre la pared del acantilado, y paseó la mirada por la masa gris con crestas blancas del mar. Se asomó abajo y vio una escalera que descendía hasta un estrecho camino que se extendía por la parte inferior del acantilado.
Aspiró una bocanada del aire que llegaba del mar y trató de despabilarse.
—¿Cómo he llegado aquí? —preguntó empleando el volumen de voz más bajo que pudo.
—¿Eh? Pero si llegó volando anoche, como una hoja arrastrada por el viento. He de decirle que me llevé un buen susto.
En otras circunstancias, Ash probablemente habría apreciado el sentido del humor de aquel hombre. Sin embargo, en ese momento lo pasó por alto, se sentó y emprendió el arduo y lento proceso de ponerse las botas mojadas.
—¿Qué es este sitio? ¿Un santuario?
Ash recuperó el aliento. Por delante todavía le quedaba el desafío de ponerse la otra bota.
—Sí —respondió el hombre paseando la mirada por el lúgubre espacio de la cueva—. Creo que es muy antiguo. Me contaron que en otro tiempo hubo aquí una estatua en bronce del Gran Necio. Estaba colocada aquí mismo, donde el fuego. —El monje se frotó las manos y las tendió con las palmas abiertas hacia la hoguera—. La gente de aquí dice que solían depositar ofrendas y plegarias escritas en papel de arroz. Pero, entonces, un día robaron la estatua, y tardaron mucho tiempo en recaudar el dinero para reemplazarla. Encadenaron la nueva al suelo, pero también se la llevaron los ladrones.
El monje se puso de rodillas en el suelo con la espalda recta y la mano derecha apoyada sobre la izquierda: la posición chachen de meditación.
—Cuando me instalé aquí el invierno pasado ocupé el lugar de la estatua. Y aquí espero todos los días a que vengan a robarme.
Ash gruñó y consiguió ponerse la otra bota con un esfuerzo final. Suspiró aliviado, aunque las botas estaban frías y húmedas y resultaban más bien un fastidio. Entonces se quedó mirando los finos cordones y le pareció una tarea demasiado compleja en ese momento. Torció el gesto con consternación y decidió que se quedaban así.
—Mi nombre es Meer, por cierto.
Ash apenas lo escuchaba. Los recuerdos se entremezclaban en su cabeza. Se acordaba de haber estado cantando sentado en una roca, de haber tirado una botella vacía al mar y de haberse tumbado hecho un ovillo a dormir. Había caído una buena tormenta de aguanieve la noche anterior.
—Gracias por haberme traído anoche.
Meer asintió con una sonrisa en los ojos.
—Usted es de Honshu, ¿verdad?
Ash hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Reparó en que el hombre había utilizado en nombre real de su tierra.
—En ese caso me encantaría que me contara cosas de su país. Nunca he estado allí, aunque me gustaría verlo con mis propios ojos. Soy un trotamundos, ¿sabe?
—Sí, claro. Cuando disponga de un poco de tiempo.
—¿Es que tiene que ir a algún sitio?
Ash levantó la mirada de las llamas sorprendido por la pregunta. No estaba seguro de la respuesta. ¿Qué le quedaba en Cheem ahora que el monasterio había desaparecido junto con Osho, Kosh y todos los demás?
—No lo sé —respondió en voz alta—. Pensaba regresar a Cheem, a mi casa de allí si encontraba un barco que me llevara. Ahora, sin embargo… —Meneó la cabeza.
El monje lo miraba detenidamente a través del humo con una súbita expresión de entusiasmo en el rostro.
—¿Ha dicho Cheem?
—Sí. ¿Por qué?
Meer esbozó una sonrisa cohibida.
—No. Por nada —respondió, meneando la cabeza—. Aunque debería decírselo. Esta mañana estaban hablando de usted en La Atalaya cuando pasé por allí haciendo mi ronda con el platillo. Decían que un rico extranjero de tierras remotas con una espada había estado allí ahogando sus penas en el alcohol. Pensaban que se había tirado al mar anoche.
—Siento decepcionarlos.
—Su preocupación por usted sólo era una fachada. Aquí la gente es así. ¿Sabe? Al principio pensé que era la resaca por la bebida. Pero ahora que lo he visto bien, creo que está usted realmente mal. ¿Le aflige algo, amigo mío?
—Sí. La curiosidad ajena.
—Lo siento —se disculpó Meer—. No era mi intención entrometerme.
Ash se sintió culpable por su reacción. Era consciente de que estaba siendo muy descortés con su anfitrión. De no haber sido por la generosidad de aquel desconocido podría haber muerto de frío.
—Estoy enfermo —explicó—. Mi padre murió de la misma enfermedad después de que los dolores de cabeza fueran tan agudos que lo dejaran ciego. Mis dolores de cabeza son cada vez más fuertes.
—Entiendo. Tal vez yo pueda ayudarlo con esos dolores de cabeza. Conozco unos cuantos remedios. Podría prepararle un brebaje especial a base de chee. Si quiere, claro.
Ash asintió sin demasiado convencimiento.
—Aun así, hay algo más, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir?
—Algo que afecta a su espíritu, creo.
Ash intentó frenar la aceleración de su corazón.
—Es difícil hablar de ello, ¿verdad?
Ash sólo pudo inclinar la cabeza para asentir. En su interior estaba formándose algo, algo que debía sacar al exterior.
Tuvo que respirar hondo antes de poder hablar.
—He perdido a una persona —dijo al fin—. A una persona muy cercana.
Meer hizo un gesto de comprensión con la cabeza que evocó en Ash el recuerdo de Pau-sin, el monje menudo de su pueblo de Honshu que escuchaba los problemas de los vecinos sin juzgarlos; únicamente con compasión. También tenía el don de arrancar las palabras del corazón.
—¿Y? —preguntó el monje, dándole pie para que continuara.
—Ahora lo único que queda del muchacho son unas cenizas dispersas por un corral de gallinas y en un tarro que entregué a otra persona para que cuidara de ellas. Lo más probable es que el tarro esté ahora tirado sobre el montón de escombros de lo que en otro tiempo fue mi hogar.
Meer meditaba en silencio, y Ash no tenía ni la más vaga idea de lo que estaba pensando.
—Entiendo. Cree que no puede continuar viviendo con tanto dolor acumulado dentro. Cree que la vida no vale la pena si siempre va a transcurrir de este modo terrible.
Ash no pudo desviar la mirada de los ojos que el monje mantenía fijos en él.
—Por eso quería beber hasta matarse.
El roshun se preguntó si el monje no sería un vidente. Había gente que poseía el don y no necesitaba ejercitarlo. Siguió al monje con la mirada cuando éste enfiló hacia la entrada de la cueva y se sentó a su lado con las piernas colgándole del borde. El viento agitaba los pliegues de su túnica negra.
—¿Ve esas olas de ahí abajo?
Ash se aclaró la garganta.
—Todavía no estoy ciego.
—A veces, cuando oigo cosas como las que me ha contado, pienso en lo mucho que nos parecemos a las olas. La única diferencia es que ellas tienen una vida mucho más corta. Contemplo cómo se precipitan hacia la orilla y me cautiva ver que se comportan igual en la creación que en la destrucción. Y veo que es la fuerza del viento cabalgando sobre ellas lo que las mantiene vivas. El viento toma prestadas esas olas al mar para poder emplear su fuerza con ellas. Y entonces me pregunto: ¿Cuántos laqs? ¿Qué distancia han recorrido desde la lejana tormenta hasta llegar aquí?
Ash lo escuchaba con atención. Su resaca había quedado en un segundo plano. Los ojos del monje habían adquirido un oscuro color verde por el brillo apagado del mar y ahora se volvían a él.
—¿Le apetece escucharme? ¿No estoy aburriéndolo?
Ash hizo un gesto de negación con la cabeza.
Meer devolvió la mirada al mar.
—Verá, observo cómo rompen contra la costa y luego desaparecen. El final de su viaje; el final de su existencia. Y entonces, en esos momentos, se me aparece claro que ese final es lo que las completa. Es lo que las dota de significado, lo que da sentido a sus vidas. ¿Qué serían si no, si simplemente estuvieran errando por los océanos del mundo por toda la eternidad? ¿Qué es la creación sin la destrucción? Algo anodino, uniforme e inmutable. Algo realmente sin vida.
Meer se inclinó hacia atrás y respiró hondo, como si estuviera volviendo en sí. Se volvió de nuevo a Ash con sus ojos vibrantes y escudriñó la expresión de su rostro para discernir hasta qué punto el roshun lo había comprendido.
Al parecer llegó a la conclusión de que no lo suficiente.
—Le diré algo —dijo Meer—. Al final, la muerte sólo es un regalo de la vida. Lo sé, es difícil apreciarlo cuando se pierde a alguien por quien se sentía tanto amor. Pero sin la muerte no estaríamos vivos. Aquéllos a quienes usted ha perdido nunca habrían vivido.
Ash fue a sentarse en cuclillas frente a la hoguera, de espaldas al monje. Las palabras de Meer estaban cargadas de buenos sentimientos. Sin embargo, sólo eran eso: palabras e ideas. No aliviaban el sufrimiento.
—Le diré otra cosa. Tómelo como un adelanto por todo lo que usted me contará sobre Honshu. Cuando visité las Islas del Cielo vi como vivía la gente allí. Son prácticamente inmortales, ¿lo sabía? Tienen medios para preservar la vida, incluso para engañar a la muerte. Pero pensé que, en última instancia, su longevidad era una fuente de sufrimiento. No me parecían humanos. A pesar de todas las maravillas y los milagros, vivían sumidos en el aburrimiento y la apatía más profundos. Peor aun, mucho peor, estaban tan encerrados en sí mismos que habían perdido la capacidad de percibir la poesía del mundo que los rodeaba.
Ash se volvió lentamente con una ceja enarcada en un gesto de incredulidad.
—¿Las Islas del Cielo?
—Se lo prometo.
—Creía que sólo los mercaderes de larga distancia de Zanzahar conocían el camino hasta ellas.
Meer se encogió de hombros.
—Tal vez cuando usted me hable de Honshu yo le contaré alguna historia más sobre mí. ¿Qué le parece?
Ash abrió la boca y la volvió a cerrar haciendo chocar los dientes.
Meer estaba equivocado en lo de compartir las aflicciones. Ahora se sentía peor que unos minutos antes. Se levantó con un gruñido y se echó la gabardina sobre los hombros.
—Gracias de nuevo —dijo el roshun, y se marchó en busca de la comodidad de su cuarto y de un buen rato con el cuerpo en remojo en la bañera.
Los soldados profesionales estaban hablando de la guerra cuando Ash por fin se levantó de la cama la tarde del día siguiente y bajó al bar para tomar un trago.
Se sentó en un taburete apoyado en la barra con una botella de fuego de Cheem medio vacía y jugó una partida de ylang con Samanda, la mujer alhazií de piel morena que había visto la noche que había llegado a la taberna y que resultó ser la esposa del propietario. Lars, el propietario, parecía mucho más encaprichado con su esposa que ella con él, y rara vez se quejaba de que se negara a realizar ningún trabajo en la taberna.
—Me acuesto contigo. Eso ya es suficiente trabajo —replicó la única vez que él rozó la crítica.
Y Lars agachó la cabeza y se alejó mascullando.
Ash se rascaba las picaduras de las chinches y escuchaba los chismorreos de los hombres repartidos por la sala. Estaban comentando el último rumor: al parecer, la matriarca había muerto por las heridas que había sufrido durante la batalla de Chey-Wes.
Ash suspiró por que fuera cierto. Apenas prestó atención ya cuando continuaron parloteando sobre los invasores imperiales y su guerra interna; sobre lo terrible de la situación en la defensa del Escudo y la caída inminente de la muralla de Kharnost.
Ash ya tenía la cabeza en otra parte y perdió la partida de ylang. Borracho y necesitado de un paseo, se excusó y salió de la taberna acompañado de su botella. Los caminos estaban cubiertos por una alfombra de hojas secas, que además se apilaban contra las paredes de las casas convirtiendo el acto de caminar en una aventura arriesgada. El viento soplaba frío ese día, y daba la impresión de que el invierno estaba a la vuelta de la esquina.
Ash divisó al monje Meer cerca de los límites del Bajío, junto a las olas, sentado rodeado por un grupo de niños bajo un cobertizo que había cerca del mar. El roshun se detuvo y bajó la botella de fuego de Cheem para observarlo.
El monje sujetaba una pizarra y un trozo de tiza. Estaba enseñando a los niños a leer y ellos se lo tomaban como un juego y reían.
Ash sintió algo cercano a la paz interior mientras contemplaba la escena. Se adentró unos pasos más en las rocas y se agachó con la botella en la mano, todavía lo suficientemente cerca como para oír al grupo pero lo bastante lejos como para que le molestara el estruendo de las olas rompiendo contra la costa.
A pesar del fuerte oleaje, en el mar se veía un barco pesquero que luchaba contra los elementos con el objetivo de ponerse a resguardo en el puerto. Las velas flameaban hechas jirones y la tripulación se afanaba en los remos para avanzar a contracorriente. Un asunto peliagudo, pensó Ash.
El roshun se abstrajo en sus propios pensamientos, que revoloteaban en su cabeza como la hojarasca y aparecían para enseguida volver a desaparecer.
Un copo de nieve quedó atrapado entre sus pestañas. Ash lo liberó con un parpadeo y levantó la mirada hacia las nubes. Estaban cayendo más copos de nieve.
—¡Mirad, niños, nieve! —oyó exclamar al monje detrás de él.
Los niños enseguida se olvidaron de la clase y pasaron corriendo junto a él por las rocas, entusiasmados por los copos que caían flotando del cielo.
Ash notó el viento frío en los dientes cuando sonrió.
El monje se acercó a él con una larga caña de pescar en la mano cuando ya anochecía.
—Parece hambriento, mi triste amigo.
El estómago de Ash respondió con un ruido audible.
—Sígame. Pescaremos algo y disfrutaremos de una cena juntos.
Ash aceptó la invitación y encontraron un lugar llano junto al mar agitado cuando las estrellas empezaban a asomar y poco a poco iban poblando el firmamento nocturno con sus guijarros de luz. Meer lanzó el hilo con todas sus fuerzas y luego se puso a tararear mientras esperaban.
—Creía que los monjes de Kosh no comían pescado —dijo Ash después de un rato, retirando la mirada del cielo de levante, por donde emergían las estrellas.
Meer recogió lentamente el hilo y lanzó de nuevo el anzuelo, el plomo y el flotador al agua. Volvió a sentarse.
Pasó un minuto hasta que habló:
—He de confesarle una cosa. En realidad no soy monje.
Ash vio que estaba hablando en serio.
—¿Había oído hablar de los monjes impostores?
—Claro. Sólo los monjes pueden mendigar desde la guerra.
El monje que no era monje resopló.
—Lo considero una manera útil de vivir mientras esté aquí. Es lo que me conviene.
—Entonces, ¿por qué me lo cuenta?
—Porque no es un secreto. Si alguien me lo pregunta directamente se lo digo. Y aquí a la mayoría de la gente no le importa lo que seas. Les he ayudado cuando he podido, a diferencia de muchos monjes que encontrará en la isla y que viven recluidos en sus santuarios. Debo decírselo. En los pocos meses que pasé en el monasterio me encontré con que eran más los preocupados por el dogma y la política que por la Senda.
Meer lanzó entonces una mirada de soslayo a Ash, como si quisiera examinar su reacción.
—Además, en cuanto llegue la primavera volveré a marcharme a otra tierra.
—Pero en La Atalaya he oído decir que guarda la vigilia todas las noches en el santuario y que las pasa sumido en profundas meditaciones.
—¡Bah! Ellos le ponen el nombre que les da la gana. En el santuario yo simplemente me siento a mirar cómo gira el mundo.
Ash vio la ironía del comentario. En su lengua nativa de Honshu, el acto meditativo del chachen significaba simplemente «sentarse y permanecer quieto».
Observó a su compañero y se puso a cavilar.
—Iba a ir a visitarlo más tarde —confesó Meer—. He estado hablando con un par de amigos en la ciudad respecto a su situación.
—¿Que ha estado haciendo qué?
—Puedo llevarlo a Cheem, si eso es lo que quiere hacer.
—¿Eh? Y supongo que lo haremos volando como una hoja llevada por el viento.
Meer esbozó una de sus sonrisas instantáneas, juveniles.
—Tengo un amigo con una nave.
La expresión de Ash lo decía todo.
—Es cierto —dijo alegremente.
—Y, dígame. ¿Por qué se tomaría tantas molestias para ayudar a un simple viejo extranjero de tierras remotas como yo?
—Porque nos gustaría acompañarlo. Hasta Sato.
Ash alargó la mano hacia la espada, pero no encontró nada. Se había dejado el arma en su cuarto de la taberna.
—¿Quién es usted? —preguntó fríamente—. ¿De qué conoce Sato?
El hombre se encogió de hombros y abrió las manos con las palmas hacia arriba en un gesto de franqueza absoluta.
—Soy quien digo ser. Y un poco más. Lo único que necesita saber aquí y ahora es que soy amigo suyo, Ash. Y que tengo ciertas amistades. Gente que desea fervientemente intercambiar unas palabras con la orden Roshun.
—La orden Roshun ya no existe.
—¿Por qué no? ¿Porque las tropas imperiales la atacaron? Sí, ya hemos hablado con varios de sus agentes en los Puertos Libres. Todos dicen lo mismo que usted. Sin embargo, podrían quedar supervivientes en Cheem. Y si los hay, nos gustaría hacerles una oferta.
Ash se había levantado, aunque no recordaba haberlo hecho.
—¿Está con la Few?
Meer hizo un tímido gesto con la cabeza.
—Créame… Sólo queremos hablar con su gente. A cambio, yo podría estar dispuesto a ayudarlo.
—¿Ayudarme? ¿Con qué?
Meer se acercó a él para posar una mano sobre su hombro. Lo miró directamente a los ojos.
—Con su pérdida, amigo mío.