Capítulo 15

El alistamiento

Todavía era una niña —debía de tener cuatro años— cuando su madre había muerto al dar a luz a su hermana menor, Annalese. De hecho, era tan pequeña que ahora apenas recordaba el episodio, ni si había ocurrido de noche o de día, en verano o en invierno, si había sido una muerte rápida o lenta; ni siquiera se acordaba de quién se encontraba presente ni de quién no.

Curl sólo recordaba de verdad los instantes finales, y éstos se mantenían tan frescos en su memoria que todavía se le aceleraba el corazón de la emoción cuando los evocaba.

Su madre, pálida como la luz de la luna, consumida y ensangrentada en el lecho donde acababa de dar a luz, con la mirada perdida fija en el techo. Los rizos negros pegados alrededor de su cutis. Su pecho hinchándose apenas pese a sus esfuerzos por respirar a un ritmo ya prácticamente imperceptible. Sus pezones, oscuros y duros en sus pechos atravesados pos las estrías y abultados por la leche, con el amuleto —un delfín tallado en madera de jupe sin tratar— colgado entre ellos. La recién nacida chillando en la habitación contigua.

Al final su madre parecía no ser consciente de que Curl le agarraba la mano y vertía sus lágrimas sobre su cuerpo marchito y tendido boca abajo. Sólo una vez sus ojos se habían encontrado, y por un momento su madre había mirado a su hija como si la reconociera. Había apretado la manita de Curl hasta que a ésta le empezó a doler y la había mirado como si tratara de transmitirle algo trascendental durante sus últimos instantes en este mundo.

«Disfruta de la vida, hija mía —parecía aconsejarle para los años venideros con sus ojos—. ¡No sigas más camino que el tuyo propio!».

Y entonces se había dormido, y había muerto, y la habían enterrado.

También los años siguientes permanecían borrosos en la memoria de Curl, como si una especie de manto de olvido hubiera cubierto su mundo. Sólo recordaba algunos fragmentos inconexos de su vida.

Su padre, silencioso y consumido por el rencor, ya no era el hombre que había sido y se había refugiado en su trabajo como médico local. Una casa sin alegría ni felicidad ni risas. Aún parecía oír el crujido de las pisadas en el suelo de madera; todo el mundo se movía con sigilo. Y más allá de los confines de la tristeza familiar, los soldados que estaban de paso en el pueblo; los sacerdotes de Mann declamando a voz en grito sus sermones y censurando la fe antigua; rumores de guerra y de rebelión como truenos distantes.

Cuando Curl cumplió trece años, su tía y sus hermanas pequeñas celebraron su paso a la adultez.

Fue su tía, que siempre hablaba en susurros, que era sabia y hermosa de un modo sutil, quien les explicó el desarrollo de los ciclos de la luna en su organismo, quien les habló de todos los cambios que experimentarían para convertirse en mujeres. Durante esa noche de celebración, su tía regaló a Curl un simple trozo de madera y le explicó que era un nudo de un sauce caído.

—Tállalo esta noche —le dijo—, cuando estés sola. Acábalo antes de irte a dormir.

—¿Y qué tallo? —preguntó Curl sorprendida.

—Lo que quieras, sobrina mía. Aquello que te reconforte el corazón.

Cuando el resto de la familia se acostó, Curl se sentó en la alfombra tupida frente a la chimenea, un poco achispada por la sidra que le habían permitido probar por primera vez, y armada con la cuchilla de tallar de su padre y una piedra de pulir, empezó a tallar el trozo de madera del modo que le pareció más apropiado. Las horas pasaron volando; el fuego de la chimenea fue apagándose hasta que sólo quedaron unas cenizas brillantes que conservaban el recuerdo del calor.

Curl se despertó en el mismo lugar donde había caído dormida enfrente de la chimenea. Todavía era de noche. Su tía la había cogido en brazos, la había envuelto con una manta y la llevaba a la cama. En el otro catre se oía el ruido que hacían profundamente dormidas sus dos hermanas.

—¿Qué has tallado? —le preguntó su tía en un susurro mientras la metía debajo de las mantas.

Curl abrió la mano para mostrarle lo que había hecho.

En la palma de la mano sostenía una sencilla figurita del tamaño de su dedo pulgar que representaba una mujer de curvas excesivas. Apenas había un par de detalles distinguibles en la estatuita, por lo demás vagamente definida: los pechos grandes y la barriga abultada.

Su tía sonrió y le dio un beso en la frente.

—A tu madre le habría gustado —le dijo—. Te has buscado una buena aliada. Ahora asegúrate de llevarla siempre encima, y quizá te proteja cuando más lo necesites.

Curl se durmió consciente de que recordaría aquel día por el resto de su vida.

Más adelante, en las noches más frías de lo más riguroso del invierno, su padre empezó a visitar a Curl mientras sus hermanas pequeñas fingían dormir en el otro lado del dormitorio.

Y de ese modo su mundo volvió a cambiar.

Para Curl fue un invierno de pesadillas y de tinieblas, plagado de más pérdidas, de las que la menos importante no fue la de su padre.

Durante la primavera siguiente lo encontraron ahorcado: se había colgado de las vigas de la sala donde ahumaban los alimentos. Las tres hermanas se quedaron mirando el cuerpo que giraba suavemente, vestido con su ajado y elegante traje de boda, con los zapatos recién abrillantados y el pelo cuidadosamente peinado hacia un lado para cubrir su calvicie incipiente.

Sobre el pecho le colgaba el amuleto de madera en forma de delfín que su madre había tallado y llevado en el pasado.

La mañana que aparecieron los soldados, Curl se encontraba fuera, recogiendo seiscampanas en los campos que se extendían por encima de la ciudad de Hart, adonde su tía se las había llevado a vivir tras el fallecimiento de su padre.

Curl tenía la esperanza de evitar quedar en cinta con la menuda hierba azul, pues por entonces estaba viéndose en secreto con un hombre de la ciudad, un carretero casado que le sacaba más del doble de años. Esa mañana se alejó más de lo acostumbrado, y deambuló por las colinas buscando las hierbas; las horas pasaban tranquilamente mientras ella se llenaba el bolsillo de seiscampanas.

Sólo a su regresó se percató del humo que cubría el cielo como si fueran nubarrones. Se cogió el borde de la falda, salió corriendo por la cresta de la última colina y soltó un gritito ahogado preñado de incomprensión por lo que veía frente a ella.

La ciudad estaba envuelta por las llamas. A su alrededor se extendía la línea de motas blancas de los soldados, que se adentraban en las calles.

Los gritos de la gente fluctuaban como los reclamos de los pájaros arrastrados por el viento.

Curl pensó entonces en su tía y en sus hermanas, que se encontraban allí abajo. Pensó en sus rostros mientras veía cómo los soldados y las llamas se aproximaban a ellas. Se dobló en dos y sintió náuseas.

Permaneció todo el día escondida entre la hierba, escuchando los gritos agónicos de los habitantes de la ciudad tapándose los oídos con las manos. En ocasiones, el peso de su sentimiento de culpa la vencía e intentaba levantarse con la intención de bajar y ayudar a sus vecinos. Pero siempre se quedaba paralizada, incapaz de moverse. Lloró y lloró hasta agotar las lágrimas, y entonces se le agarrotaron los músculos y se calló.

Los soldados se marcharon con el crepúsculo, con los carros cargados a rebosar con el botín. A su espalda, la ciudad yacía como un páramo humeante.

Curl esperó otra hora antes de reunir el valor suficiente para bajar a las ruinas de la ciudad.

Cegada por las lágrimas y ahogada por la pena, fue incapaz de encontrar a su familia entre la pila carbonizada que había sido su hogar.

Su existencia transcurrió de un modo salvaje desde entonces, deambulando sin rumbo entre las piras y las ruinas de su ciudad. Para entonces había empezado a desvariar un poco, y el tiempo se había transformado para ella en un instante eterno.

Un día Curl estaba caminando por la playa cuando divisó a un hombre delante de ella. Era corpulento y lucía una barba espesa. Curl conservaba el suficiente sentido común como para tirarse de bruces al suelo y esconderse.

Sin embargo, resultó ser demasiado tarde. El hombre corrió hacia donde ella yacía con la cara apretada contra los hierbajos ásperos de las dunas.

—No tengas miedo —dijo el hombre en un tono cordial—. No voy a hacerte daño, muchacha.

Curl levantó la cabeza y posó sus ojos en un rostro cansado y curtido por los elementos. Tenía una voz extraña, aunque esa sensación sólo se debía a que hacía mucho tiempo que no oía otra voz humana.

—Acompáñame —dijo el hombre, tendiéndole la mano—. Debemos marcharnos.

Curl se levantó y se dio la vuelta con la intención de salir corriendo.

«Acompáñale».

Por primera vez vaciló.

—No tengas miedo —repitió el desconocido, cogiéndola delicadamente del brazo—. Acompáñame. Tenemos que marcharnos de aquí.

El hombre la condujo hasta una pequeña playa de guijarros. Una barca de pescadores cabeceaba en el mar, y había hombres y mujeres caminando por el agua con la intención de subirse a ella.

El hombre la metió en el agua, y Curl se estremeció con el repentino contacto del mar en sus muslos.

—¡Una más! —gritó el desconocido a alguien que ya estaba a bordo.

Un puñado de cabezas se volvieron hacia ella. Curl vio a hombres y mujeres con los ojos rojos, el pelo alborotado y una mueca de derrota en el rostro. Nadie abrió la boca mientras la ayudaban a subir a la barca. Curl encontró un espacio libre entre los fardos y se sentó con las rodillas flexionadas apoyadas contra el pecho.

—¿Estamos todos? —preguntó el hombre.

—Sí, patrón —respondió otro—. Larguémonos de una maldita vez de aquí ahora que podemos.

Dos hombres remaron y la barca se deslizó por las olas suaves de la cala hasta adentrarse en el oleaje más bravo del mar abierto. Desplegaron la vela, que soltó una sacudida al recibir el viento de terral. Poco después surcaban el mar agitado con las miradas vueltas hacia la lejana isla que dejaban atrás.

—Ese maldito Lucian y sus rebeldes —espetó un hombre menudo y calvo, echando un vistazo a su alrededor con sus ojos negros—. Ha sido la perdición para todos, y maldigo su alma por ello. ¡Yo maldigo tu alma, Lucian! —bramó, sacudiendo el puño en el aire.

El resto del grupo permanecía sentado en silencio, con la mirada perdida en sus hogares, que iban menguando en la distancia.

El viejo patrón gritó una orden, y el muchacho que llevaba el timón viró la barca para dejar el sol a la espalda.

El hombre calvo fue calmándose poco a poco, y sus murmullos entre dientes fueron disminuyendo gradualmente hasta que se calló por completo y empezó a sollozar, y el resto de los hombres evitó mirarlo por respeto. Una tras otra, también las mujeres se pusieron a llorar. Curl, sin embargo, se limitó a mirar por encima de la borda, todavía conmocionada.

—Has tenido suerte de encontrarte con nosotros —dijo el hombre calvo, que se acercó para sentarse a su lado ya con los ojos secos—. Tal vez tu aliado ha estado cuidando de ti, ¿eh? —dijo, y chasqueó la lengua para sí en tono burlón.

—Deja en paz a la chica —espetó el viejo patrón.

El calvo frunció el ceño, pero ya no volvió a molestar a Curl.

Ella oía a las mujeres que charlaban a su lado.

—¿A dónde vamos? —preguntó la más joven.

—A los Puertos Libres —respondió la mayor—. Son libres, todavía. Y no son tan hostiles con los refugiados como en Zanzahar.

«Refugiados». Curl intentó pronunciar la palabra. Así que eso era ahora. Pensó que era una palabra muy corta para el significado inmenso que contenía.

Curl echó otro vistazo a la isla de Lagos, ya una mera mancha en el horizonte. En la mano apretaba a su aliada de madera y la acariciaba con la yema del dedo pulgar, mientras el viento cortante le atravesaba el cuerpo y le perforaba el corazón.

—Ya basta. No quiero que te oigan los niños —espetó Rosa en un susurro alterado. Salió como un torbellino hacia la puerta de la cocina para cerrarla y regresó a la mesa para seguir doblando la ropa de los críos.

—¿Cómo? —exclamó Curl, que estaba sentada al otro lado de la mesa y observaba cómo trabajaba su casera.

Exasperada, lanzó una mirada por la ventana abierta hacia los golfillos medio salvajes que estaban jugando a simular robos callejeros en el patio trasero.

Los movimientos de Rosa eran rígidos y coléricos, y la mesa daba una sacudida cada vez que apoyaba algo de peso en ella, de tal modo que las patas traqueteaban contra el suelo de madera y transmitían la sensación de urgencia de su frustración. Estaban solas en la cocina. Hacía rato que se había servido el desayuno, poco antes del amanecer, y la variopinta colección de inquilinos había engullido su escueta ración de gachas con el estruendo de los cañones en el vecino istmo de Lans punteando su conversación sobre la invasión y la guerra.

Incluso entonces, al otro lado de la sala, la mesa principal parecía arrojarle una silenciosa mirada acusadora. La muchacha se la quedó mirando con una mueca de asco. Sobre ella yacía el hule sucio que nunca se retiraba, ni siquiera cuando comían, los cuencos con los restos de comida y los platos y los cubiertos de los inquilinos. Esa mañana le tocaba a ella lavar todo aquello. Pero por mucho que lo intentaba se sentía incapaz de levantarse para acometer la tarea.

—Sólo estoy contándote lo que he oído.

—Bueno, que lo sepamos o no, no va a cambiar las cosas. Ya nos enteraremos a su debido tiempo si esos monstruos derriban las murallas y vienen a por nosotros. Hasta entonces, por favor, olvida el tema. Vivamos en paz mientras podamos.

Curl tiró de un hilo suelto de su blusa de lino y se mordió la lengua. Sin embargo, no resultaba sencillo, pues estaba muy alterada y no deseaba otra cosa en el mundo más que seguir parloteando.

—Tengo medio decidido presentarme voluntaria.

Rosa se echó a reír estridentemente.

—¡Ah, Curl! Tú sí que sabes hacerme reír.

Curl se ruborizó.

—¿Eh? No me refiero a luchar. Necesitan gente para otro tipo de labores. Cocinar y… bueno, cosas así.

Rosa dejó de reír. Arrojó una camisa de dormir doblada en la cesta que tenía en el suelo y cogió la última camisa de dormir recién lavada que quedaba por doblar. Respiraba con dificultad.

—No sé qué te ha dado hoy, jovencita. Pero más te vale no ir diciendo ese tipo de cosas a los niños. De lo contrario, te daré una buena leche; te lo prometo. No quiero que les metas el miedo en el cuerpo.

La puerta de la cocina se abrió de golpe y Misha y Neese entraron corriendo.

—¡Fuera! ¡Fuera! —rugió Rosa—. ¡Estáis ensuciando la cocina!

No obstante, las niñas eran lo suficientemente valientes como para hacer caso omiso de sus reprimendas en su fase inicial, y se detuvieron enfrente de Curl, abrieron los ojos en una mueca de sorpresa fingida y estallaron en un coro de gritos mientras contemplaban su cabello encrespado.

—¡Largo de aquí! —bramó Rosa cuando las niñas ya se iban corriendo y chillando.

—¡Qué niñas más graciosas! —les gritó Curl.

Pea estaba plantada en el hueco de la puerta, sorbiéndose los mocos y con el dedo pulgar metido en la boca. Era nueva en la casa y todavía no había aprendido a no tomarse en serio los berridos de Rosa.

—Tengo hambre —dijo la niña llevándose una mano a la barriga.

—Pues tendrás que esperar —respondió Rosa—. Ahora vete, pequeñaja.

La niña se marchó con la cabeza gacha.

Rosa suspiró y se pasó el dorso de la mano por la frente. Su figura, con la otra mano apoyada en la cadera, quedaba encuadrada por la luz que entraba por la ventana mientras miraba a los niños que jugaban en el patio con una expresión de ternura y de consternación en el rostro.

A Curl se le ablandó el corazón al verla así. Había llegado a encariñarse de verdad de aquella mujer. Sabía que había tenido mucha suerte cuando meses atrás había llegado a la ciudad de Bar-Khos, había visto el letrero en la puerta y había llamado buscando alojamiento. Esperó plantada delante de la puerta vestida con la ropa usada que le habían dado los voluntarios del campamento de refugiados, embargada por el sentimiento de soledad que le producía una ciudad tan grande, y sin la menor idea de cómo iba a mantenerse. Y entonces la puerta se había abierto de repente y había aparecido Rosa con sus ojos amables y cansados.

Ahora, como una pesadilla que se convertía en realidad, los mannianos los acechaban para destruir su mundo una vez más.

—Es sólo que… —empezó a decir—. Necesito sentir que estoy haciendo algo.

Rosa se volvió y la miró un momento con un gesto cargado de compasión.

—Si quieres, ahora mismo podrías hacer algo que me resultaría muy útil, jovencita.

—¿Qué?

Rosa sacudió la cabeza en dirección a la mesa con los platos sucios y una sonrisa ladina asomó a sus labios.

Curl se llevó ambas manos abiertas a las mejillas y soltó un suspiro de exasperación.

Las contraventanas estaban abiertas, de modo que Curl distinguía entre el rugido de los cañones los bramidos atenuados de las órdenes de los oficiales y el débil estrépito de multitud de pisadas. Estaba sentada en la cama con su cajita en el regazo, con la escoria a medio desenvolver sobre la tapa abierta. El ruido de fuera, sin embargo, la llevó a dejar todo lo que tenía sobre la falda a un lado y acercarse a la ventana.

No había nada que ver salvo las casas de enfrente, un carrito empujado por la calle por un anciano harapiento y un puñado de niños que lo adelantaban corriendo en silencio. No se veía a chicas de la calle por ningún lado. Muy probablemente estaban en la avenida de las Mentiras, haciendo negocios apresurados con los soldados que salían de la ciudad en dirección a los centros de reunión al otro lado de las murallas septentrionales.

Curl se sintió aliviada por no tener que volver a hacer la calle. No estaba orgullosa de la facilidad con la que había asumido su profesión, ni de la popularidad de la que gozaba entre la clientela que visitaba de vez en cuando la zona. No obstante, en sólo un par de meses de trabajo había conseguido un número estable de clientes de confianza, así que podía citarlos directamente en su cuarto y además cobrarles un poco más por ello.

Recordó que tenía una cita esa noche con ese viejo verde de Bostani: el aliento le apestaba a grindela y a alcohol y la piel a sudor rancio, y tenía unos ojos de cerdito que parecían ajenos a todo, incluso al placer. Curl había tomado por costumbre no pensar en ese tipo de cosas durante su tiempo libre. Regresó a la cama, volvió a ponerse la caja abierta sobre el regazo y la observó atentamente y sin pestañear.

El polvo gris era algo de lo que tampoco se enorgullecía. También se había aficionado a él con demasiada facilidad, pues la ayudaba a sobrellevar los largos días y las aún más interminables noches. «Una prostituta adicta a la escoria», pensó. A su tía y a sus hermanas se les rompería el corazón si pudieran ver en qué se había convertido. En cuanto a su madre, su aliada…

Curl apartó la mirada de la cajita de escoria con un brillo repentino en los ojos.

Se preguntó por qué había acabado en Bar-Khos. La ciudad portuaria de Al-Khos estaba más cerca del campamento de refugiados del norte. Sin embargo, un impulso la había llevado a recorrer a pie y haciendo autostop todo el camino desde el sur de la isla, descalza y sola, a menudo esquivando los problemas gracias a un golpe de suerte o a la amabilidad de los extraños.

Desconocía el motivo, pero había una parte de ella que necesitaba ir a Bar-Khos y al Escudo; la ciudad eternamente sitiada cuyos habitantes habían aguantado firmes contra las fuerzas de Mann, y así seguirían, incluso entonces, mientras un ejército imperial se congregaba en la costa oriental con la intención de conquistarlos.

Había llegado a apreciar a los khosianos y sus costumbres. Al principio había desconfiado de la ayuda que habían prestado a sus compañeros refugiados, recién llegados con ella en la barca desde Lagos. Pero enseguida se había dado cuenta de que ese espíritu de generosidad era un rasgo que honraba al pueblo khosiano, y también su humildad, aunque resultara paradójico dados su orgullo y su severidad.

Como pueblo parecían propensos a la melancolía; aunque también eran románticos. Hasta tal punto que incluso los soldados podían ser poetas y amantes con la misma facilidad que borrachos con tendencias suicidas. Disfrutaban de su libertad, pero también cultivaban la cooperación y la colectividad. Su prioridad era la familia y la vida sencilla y pacífica por encima de cualquier otra cosa. De los que disfrutaban de riquezas y de poder, como los nobles Michinè, a menudo se hablaba con una especie de compasión amarga, como si los hombres y las mujeres de rostros maquillados sufrieran una enfermedad del espíritu, alterado por sus deseos de tratar a los demás con prepotencia.

De sus conversaciones con otros refugiados que vivían en la zona y que habían viajado por las Islas Mercianas y las conocían bien, Curl había aprendido que ocurría lo mismo —si no de una manera más acusada— con toda la gente de los Puertos Libres, en los que no existía la nobleza.

Curl miró de nuevo la escoria que tenía en el regazo. Durante el desayuno, otro inquilino había dicho que los invasores imperiales pertenecían al VI Ejército, el mismo que había arrasado Lagos.

Pensó en un una ciudad envuelta en llamas y en un cielo pálido oculto por el humo. Los gritos de su familia se fundían con los de muchas otras víctimas. Le resbalaron las lágrimas por las mejillas y continuó sentada en la cama largo rato, temblando y con un dolor lacerante en el corazón, tapándose la cara ardiente con una mano.

Cuando un sollozo se abrió paso desde su pecho hasta el exterior, Curl se puso derecha y meneó la cabeza como reprendiéndose. Se sorbió los mocos y se pasó una mano por la mejilla como si estuviera quitándose una telaraña de la cara. Se volvió hacia su minúsculo altar dedicado a Oreos y sintió cómo arraigaba en su interior una decisión.

—Mierda.

El interior del Estadio de Armas era mucho más vasto de la idea que Curl se había formado a partir de la fachada de columnas y de muros ondulados.

Contempló el caos apenas contenido que reinaba en el lugar desde la entrada principal, pegada a un lado para no entorpecer el paso apresurado de los soldados en ambos sentidos. Había cientos de hombres repartidos por el suelo de arena del anfiteatro donde todos los días del Necio se celebraban las carreras de zels y el resto de los días hacían maniobras los reclutas.

Había fuerzas de la Guardia Roja, de los Chaquetas Grises y de los Voluntarios Libres. La mayoría de los hombres de edad avanzada lucían ropa de civil. Incluso había quien iba vestido con harapos sucios y a quienes estaban retirando los grilletes de los tobillos. Diseminados entre ellos se veía a soldados encorvados por el peso de los equipos que iban apilando en montones dispersos a lo largo y a lo ancho del estadio. Parecía reinar el más absoluto desorden. Sin embargo, había hombres vociferando órdenes como si conocieran el terreno que estaban pisando.

Curl se pegó un poco más a la pared cuando una compañía de la Guardia Roja se puso en marcha; algunos hombres le soltaron piropos y le silbaron cuando pasaron por su lado con su paso marcial, a pesar de que iba vestida con las mismas insulsas prendas masculinas que había llevado puestas a su llegada a la ciudad. Curl agachó la cabeza y enfiló rápidamente por la amplia arcada que se extendía debajo de las gradas.

Un zel que un grupo de hombres intentaba enganchar a un carro se había parado a dos patas bajo los arcos, y sus cascos chacolotearon contra el suelo de piedra. Los herreros descargaban sus martillos sobre espadas y puntas de lanza. Y los soldados pasaban rozándola sin prestarle atención o pidiéndole de mala manera que se apartara. Curl notó que la sangre le empezaba a hervir en medio de la confusión reinante. Detuvo a un muchacho con una sonrisa improvisada en los labios y le preguntó dónde podía encontrar la oficina de reclutamiento.

El joven pensó en un primer momento que estaba tomándole el pelo, pero Curl se lo quedó mirando con cara de pocos amigos hasta que el chico se la tomó en serio.

—A la derecha —respondió, recorriendo el cuerpo de Curl con la mirada y sacudiendo con desgana una mano—. Ve por aquella puerta y luego continúa hasta la segunda de la izquierda.

Curl siguió las indicaciones del muchacho y recorrió un pasillo muy animado que desembocaba en las letrinas, donde a lo largo de una pequeña depresión se desplegaba una hilera de soldados enfundados en armaduras que charlaban mientras orinaban. En un abrir y cerrar de ojos, una docena de rostros se pusieron a gritarle desde los confines claustrofóbicos de la hedionda habitación y se propusieron reventarle los tímpanos con sus chiflidos. Curl hizo caso omiso de sus insinuaciones, y se limitó a enarcar una ceja y marcharse mascullando una retahíla de improperios.

Cuando por fin llegó a la puerta de la oficina de reclutamiento estaba sudando y aturullada. La oficina resultó estar más concurrida que cualquiera de los lugares por los que había pasado. Curl se deslizó junto a un hombre que salía precipitadamente por la puerta y fue abriéndose paso hasta el centro de la sala, donde había un escritorio atiborrado de montones de papeles. Detrás de la mesa había un hombre sentado que tenía toda la pinta de estar sufriendo un auténtico ataque al corazón, y que tenía el rostro más rojo que Curl había visto jamás, con el sudor resbalando a raudales por su tez.

—¡Me da igual! —espetó con la voz ronca y ahogada a otro hombre inclinado a su lado que parecía muy nervioso—. ¡Si pueden caminar, irán!

—Pero tienen el equipo dañado por las inclemencias del tiempo —repuso el hombre, nervioso—. Todo el equipo.

—¡Me da igual! ¡Haga lo que sea necesario para que se pongan en marcha!

Curl esperó a que el hombre recuperara el aliento antes de acercarse a él.

—Disculpe —dijo la muchacha, que se inclinó para que el hombre la oyera mejor, posando las manos sobre el escritorio con cuidado de no desbaratar los papeles ni tocar la pluma ni el tintero—. Disculpe —repitió alzando la voz.

El oficial levantó sus ojos redondos y Curl vio como giraban en las órbitas trazando un ocho en el aire.

—¿Y ahora qué pasa? —gruñó—. ¿Quieres darle un beso de despedida a tu novio?

Las manos diminutas de Curl se cerraron y se apretaron en un puño sobre el escritorio.

—He venido para alistarme.

El oficial abrió la boca y ya no la cerró. Un silencio fue propagándose a su alrededor hasta que la sala al completo enmudeció y todos los hombres se volvieron hacia ella.

—Vuelve a casa, jovencita —replicó el oficial haciéndole un gesto despectivo con la mano—. Créeme, ya no necesitamos más putas en el campamento. Te lo aseguro.

Curl no se lo pensó dos veces: agarró el tintero y lo lanzó contra el oficial, y vio cómo rebotaba en su frente al tiempo que iba tomando conciencia de lo que acababa de hacer.

—¡Maldita zorra! —espetó estupefacto el oficial llevándose la mano a la frente.

Curl cogió también el bote donde estaba la pluma y levantó el brazo con la intención de acabar lo que había empezado.

Pero entonces le agarraron la mano por detrás y le arrancaron de ella la pluma.

Curl se dio media vuelta hecha una furia y se topó con la figura imponente de un hombre enfundado en una armadura de piel negra y con el cuello y la cara barbada plagados de cicatrices.

—Eres una chica mala —dijo el hombre—. Has estado a punto de sacarle un ojo.

—Eso pretendía —respondió jadeando Curl.

El hombre se echó a reír e, inmediatamente, el resto de las personas que se encontraban en la oficina también rió entre dientes.

—¿Decías en serio que querías alistarte?

—Esto es la oficina de reclutamiento, ¿no?

El hombre se volvió al oficial sentado al escritorio y luego miró detenidamente a Curl un momento.

—¿Sabes coser heridas?

Curl recordó entonces a su padre, médico, y la herida en la cabeza que había tenido que coserle una vez; y recordó también que su padre le hablaba mientras ella daba puntadas con los dedos temblorosos.

—Lo suficiente —respondió—. También sé algo sobre medicamentos tradicionales caseros… Hierbas y ungüentos.

—Dale tus datos a Hooch. Tal vez puedas ser de alguna utilidad a nuestros médicos. Por cierto, soy el mayor Bolt.

Curl sonrió y abrió la boca para darle las gracias, pero el mayor se le adelantó.

—No, no me des las gracias, muchacha —dijo Bolt levantando una de sus poderosas manos—. Puedes maldecirme si quieres cuando llegue el momento… pero, por favor, no me des las malditas gracias.