Capítulo 26

La cresta

Un pelotón de la infantería imperial enfilaba por la cresta de la loma, con sus escudos entrelazados y empuñando espadas cortas: soldados profesionales de Gahazni, a decir por los penachos que sobresalían de sus yelmos.

—¡Aguanten firmes! —bramó Halahan a las dos líneas de los Chaquetas Grises dispuestas en el centro de la cresta; la primera cubriendo la retaguardia con escudos prestados del enemigo. Halahan no dudaba de que sus hombres aguantarían firmes. Únicamente había querido recordarles que él estaba allí, que no estaban solos.

Los Chaquetas Grises se enfrentaban a la primera contraofensiva ordenada desde que se habían apoderado de la posición en lo alto de la loma, desde donde se dominaba el campamento imperial. En las laderas cubiertas por magros pinos amarillos, los cuerpos retorcidos de los soldados imperiales que habían acometido los primeros intentos desorganizados de recuperar la cresta yacían allí donde habían caído. Desde entonces, las fuerzas imperiales se habían limitado a arrojarles proyectiles, dispararles con los rifles, los arcos y las ballestas y lanzarles alguna que otra granada.

Una parte de los hombres de Halahan se había desplegado en una delgada línea defensiva alrededor de la punta más occidental de la cresta, y estaban respondiendo al fuego manniano parapetados tras los cadáveres y los escudos afirmados en el suelo.

Otro grupo de los Chaquetas Grises manejaba los morteros que habían arrebatado al enemigo en el centro de la cresta. Los hombres manipulaban los proyectiles con sumo cuidado y concentración, y les retiraban los envoltorios impermeables como si fueran unos bebés recién nacidos. La munición de los morteros parecía cartuchos de rifle gigantes, aunque de su parte superior abierta, de papel grueso, sobresalía una mecha corta. Los artilleros empapaban la mecha con el agua de sus cantimploras y rápidamente dejaban caer el proyectil por el cañón ancho y corto del mortero, tras lo cual se cobijaban detrás de unas pantallas de mimbre colocadas allí con ese objeto. Un instante después, la carga era perforada por un percutor colocado en el fondo del tubo del cañón, la pólvora prendía por la repentina exposición a la humedad y el proyectil —simplemente una granada de mayor tamaño— salía disparado con un bramido seco, tan rápido que la vista no podía seguirlo.

Halahan observó a los artilleros un rato. Sin embargo, tenía asuntos más apremiantes de los que ocuparse en ese momento: el asalto enemigo a la cresta de la loma, por ejemplo.

—¡Fuego! —espetó el sargento del estado mayor Jay a los hombres apostados en el centro de la cresta.

La descarga de los soldados impactó en la primera línea de la infantería que progresaba en su dirección, y media docena de los soldados profesionales de Ghazni cayeron. Los que venían por detrás pasaron por encima de sus cuerpos, y los huecos que habían dejado en la formación enseguida fueron cubiertos.

Los oficiales imperiales bramaban órdenes para mantener el orden de la línea y continuar con el avance.

Otra descarga de los rifles de los Chaquetas Grises provocó una nueva oleada de caídas de hombres ensangrentados. Sin embargo, los soldados imperiales seguían acortando la distancia.

Cuando sólo les separaban tres metros de los chaquetas grises, la infantería asaltante cargó contra ellos con un rugido ensordecedor, y las dos líneas de hombres y escudos chocaron. Halahan observaba la escena a través de la nube de humo que despedía su pipa.

La impresión de una colisión así habría bastado para conmocionar a algunos hombres y dejarlos petrificados meándose en los pantalones o algo peor. A veces, cuando los reclutas estaban muy verdes, incluso podían tirar las armas, levantar las manos hacia los asaltantes y gritarles que se detuvieran, que tuvieran un poco de cordura, o suplicarles una tregua.

Dos soldados inexpertos reaccionaron así: primero se quedaron inmóviles por el espanto y luego se desmoronaron. Enseguida fueron tres. Y después, cuatro.

Halahan no parecía excesivamente preocupado mientras observaba al personal médico acudiendo rápidamente junto a ellos para ayudarlos. Al principio siempre ocurría lo mismo. En cuanto a los hombres que habían caído de verdad, esos que no se recuperarían, que dejarían seres queridos llorando… Halahan no tenía tiempo para ese tipo de sentimentalismos. Había que dejarlos para el final. Dejarlos para la botella.

Un quinto hombre cayó. Tenía un muñón en el brazo del que salía la sangre a borbotones. La línea se combó hacia dentro.

—¡Sargento Jay…! ¡Ordene que la mitad del primer pelotón refuerce al segundo!

El sargento del estado mayor Jay, recorrió encorvado y toda velocidad, la línea de los Chaquetas Grises situada en el borde sur de la cresta y fue dando palmadas en la espalda uno a uno a los hombres. A medida que recibían la indicación del sargento, se ponían en pie, desenfundaban la espada y corrían para incorporarse a la lucha.

La línea había estado a punto de quebrarse, pero consiguió mantenerse firme con la oportuna llegada de los refuerzos y lentamente logró enderezarse.

Halahan enfiló a trancos hacia el borde de la cresta donde los tiradores de los Chaquetas Grises continuaban disparando tumbados bocabajo. Los proyectiles cortaban el aire silbando o impactaban en las rocas de la cresta con un chasquido. Halahan no hizo caso de ellos; era demasiado orgulloso y testarudo como para obrar de otro modo.

Una bengala trepó por el cielo, emitiendo un ruido estridente como de fuegos artificiales mientras se elevaba por encima del humo de su estela, y arrojó un manto de luz de tonos verdosos sobre la batalla arrebatada. También iluminó un lejano pájaro de guerra al este del campamento. Otra aeronave lo perseguía, disparando su cañón de proa contra la envoltura de la nave manniana.

La cresta de la loma se extendía de este a oeste a lo largo del campamento imperial y ofrecía una vista panorámica del campo de batalla. Halahan pudo comprobar que allí abajo las cosas pintaban mal. La formación khosiana se estiraba ante sus ojos y se desplegaba en una línea delgada y larga, rodeada por una masa oscura de formaciones cuadradas enemigas integradas por miles de hombres y en las que brillaban centenares de antorchas. En algunos tramos la línea khosiana estaba combándose hacia dentro o directamente escindiéndose. Halahan vio que a su derecha, las primeras líneas de la formación habían frenado en seco su avance. A ese ritmo el ejército no duraría otra media hora.

El coronel dudó que pudiera aguantar en la cresta la mitad de ese tiempo.

Entornó los ojos mientras calculaba la distancia que debía haber entre la cresta y la formación khosiana y llamó al cabo del pelotón que manejaba los morteros.

—Curtz —dijo cuando el cabo larguirucho se detuvo a su lado—, ¿cree que los morteros podrían alcanzar desde aquí aquellas líneas enemigas que acosan a nuestra chartassa? —preguntó señalando la primera línea de batalla entre los khosianos y los mannianos.

El hombre calculó la distancia a ojo y luego alzó la nariz para recabar información sobre la brisa. Curtz había sido sargento de artillería en el ejército pathiano, y sabía hacer su trabajo.

—Eh… Creo que sí, coronel. Aunque tendremos que andarnos con mucho ojo.

—En ese caso transmita las instrucciones. Apunte los morteros a las líneas mannianas desplegadas delante de nuestra chartassa.

La orden fue transmitida. Curtz se encargó personalmente de efectuar el primer disparo, ajustando la elevación del mortero y anotando los datos de la posición. Empapó las mechas y dejó caer el proyectil por el tubo del cañón, y permaneció agachado allí mientras sus hombres retrocedían para cobijarse detrás de la pantalla más cercana.

El proyectil salió disparado con un estruendo seco, y Curtz se quedó mirando la llanura, esperando. Después de unos largos instantes apareció el brillo de las llamas entre la masa oscura de la predoré, a escasa distancia de la primera línea khosiana. Un disparo extraordinario.

Curtz se volvió hacia Halahan.

—No puedo hacerlo mejor.

Halahan mordisqueó la boquilla de la pipa.

—¡Sigan disparando!

Cuando Ash llegó por fin al campamento de la matriarca, éste estaba prácticamente desierto, de modo que decidió seguir a una columna de túnicas blancas que marchaba bajo el estandarte imperial en dirección al escenario de la batalla. Delante de ellos también ondeaba el estandarte del cuervo de Sasheen.

Ash se detuvo cuando llegó a un puesto médico profusamente iluminado dentro del campamento principal. El flujo de camilleros que llegaban era constante, y los cadáveres se exponían en la nieve detrás de la tienda principal. No había centinelas a la vista.

Ash enfiló con todo el descaro del mundo hacia el cadáver de un acólito y le quitó la túnica y la máscara. Vio de refilón a un cirujano en plena faena dentro de la tienda, cosiendo la herida de una extremidad mientras el paciente farfullaba presa del delirio.

El roshun no se entretuvo y siguió a la matriarca en su camino hacia la batalla.

Las bajas empezaban a ser considerables. El mismo Bahn estaba herido. Una flecha le había atravesado el antebrazo y —según pensó, puesto que no podía cerrar por completo el puño izquierdo— desgarrado los tendones. Sentía un dolor abrasador, y seguía al general Creed con los dientes apretados y sin abrir la boca ni una sola vez para quejarse mientras un miembro del equipo médico le trataba apresuradamente la herida.

No todo estaba perdido, pues volvían a avanzar. Al parecer, los hombres de Halahan apostados en la cresta estaban disparando fuego de mortero contra las primeras líneas imperiales. Los proyectiles habían mermado su número, así que la chartassa había podido reanudar su progreso. Creed estaba eufórico por la evolución de la situación, como si sus plegarias al cielo hubieran recibido respuesta. El general contemplaba la lucha de la chartassa ansioso por avanzar.

—¡No mueva el brazo! —gritó la sanitaria a Bahn mientras le limpiaba la herida con alcohol.

Transido de dolor, Bahn miró a la joven vestida con la ropa de cuero de los Especiales y advirtió, a pesar de las circunstancias, que no era más que una muchacha; y también que era guapa, de una manera sutil y frágil. La lengua le asomaba por la comisura de los labios mientras se aplicaba en limpiarle la herida, y tenía el cabello del color de la miel manchado y hecho un revoltijo aplastado.

En un principio no la reconoció. No allí. No en aquel lugar.

—¿Curl? —farfulló con sorpresa—. ¿Eres tú, Curl?

Sus miradas se encontraron fugazmente antes de que ella devolviera la suya a la tarea que tenía entre manos.

—No sabía si me reconocerías —dijo Curl respirando agitadamente.

—¿Qué estás haciendo aquí, por el amor del Necio?

—Curándote el brazo para que no te mueras desangrado.

—¿Estás bien?

Curl dejó por un momento lo que estaba haciendo y levantó la mirada.

—No —respondió meneando la cabeza, y sacó un vendaje de su bolsa—. ¿Lo estás tú?

Bahn vio que estaba lívida del terror y tenía una mirada ausente, como si hubiera visto cosas que se había prometido no volver a ver.

Bahn recordó que era lagosiana y que había sobrevivido a todos los crímenes que los mannianos habían perpetrado contra su pueblo. En ese momento, y con toda la intensidad del mundo, pensó: «Estos cabrones mannianos… si hay justicia en este mundo, de algún modo ganaremos esta batalla y aplastaremos a este ejército, y colgaremos a su Santa Matriarca de su cuello estirado».

Se toparon con un cuerpo —muerto sin lugar a dudas— en su camino y ambos pasaron por encima de él sin detenerse. Curl apretó un vendaje contra la herida.

—Sujétalo un momento —dijo, y volvió a hurgar en su bolsa. Sacó otro vendaje y empezó a envolverle el brazo con él—. Ya puedes soltarlo.

Bahn alargó la mano hacia la cantimplora, le sacó el tapón de corcho con los dientes, se lo puso en la misma mano con la que sujetaba la cantimplora y tomó un trago corto de agua fresca. Estaba empezando a perder la noción del tiempo. ¿Cuánto tiempo llevaban luchando?

—¿Quieres agua? —preguntó a Curl.

La muchacha abrió la boca y dejó que Bahn le vertiera un poco de agua. Cuando acabó de atarle el vendaje arrebató a Bahn el corcho de la mano, tapó la cantimplora y se la colgó del hombro por la correa.

—Yo la necesito más que tú. Para los heridos.

Bahn no tuvo la oportunidad de replicar. Creed había divisado algo delante y se adelantaba a trancos para escudriñar por entre el bosque de lanzas de las primeras líneas de la chartassa.

Bahn siguió la trayectoria de la mirada del general y no pudo creer lo que vio: el estandarte de la matriarca ondeaba justo delante de ellos. Sasheen se había sumado a la batalla.

«Por Dao, si aún conseguiremos llegar hasta ella».

Los proyectiles de los morteros continuaban cayendo delante de sus líneas y sembrando la confusión entre los soldados enemigos. En Bahn volvió a renacer la esperanza.

«Ojalá Halahan consiga mantener la cresta».

—¡Coronel Halahan!

—Ya lo veo, sargento.

Los mannianos se disponían a atacar por la otra vertiente de la cresta, al sur del campo de batalla. Doce hombres de los Chaquetas Grises estaban apostados en esa posición, agazapados tras un muro bajo de nieve sobre el que habían amontonado todo lo que habían encontrado en el suelo. Apuntaban sus armas y las disparaban contra las tropas enemigas, que trepaban hacia ellos por la ladera de la loma.

Se oyó el crujido de los rifles que respondían al fuego de los khosianos y un soldado de los Chaquetas Grises se derrumbó de espaldas. Los defensores consiguieron disparar otra descarga antes de desenfundar las espadas cortas para encarar el ataque.

En el resto de la cresta estaba viviéndose una escena similar, y los mannianos estaban presionando por todos los lados.

Los Chaquetas Grises que aún aguantaban en el flanco oriental formaban dos filas y soltaban tajos y empujaban a un número que parecía infinito de soldados profesionales de Ghazni. Estaban agotados y se veían obligados a retroceder paso a paso.

En el lado norte, la mayoría de los Chaquetas Grises luchaban cuerpo a cuerpo contra la infantería que ascendía a la loma. Detrás de ellos, en el centro de la cresta, las cuadrillas de morteros seguían disparando a toda velocidad, si bien las reservas de proyectiles menguaban rápidamente.

«Cuidado».

Un manniano apareció por el flanco sur, por donde habían lanzado la última ofensiva, y el general Creed acabó con él de un tiro en el pecho. Recargó la pistola mientras estudiaba las líneas combadas buscando zonas de tensión y de debilidad, evaluando la elasticidad, los puntos de rotura, los nudos de fuerza, como un artesano examinaría su material de trabajo.

Las líneas eran jodidamenente delgadas. Otro par de soldados imperiales irrumpió en la cresta por el flanco sur. El coronel disparó la pistola y cogió otra con la otra mano, la amartilló y también la disparó. En cualquier momento se romperían las formaciones, y entonces la línea de los hombres apostados en el centro de la cresta se plegaría, y el resto sería historia.

—¡Sargento Jay! Ordene que cinco hombres de los morteros refuercen a los soldados apostados en el centro de la cresta. ¡Otros cinco a los del sur!

Era todo lo que podía hacer. Si relevaba más hombres de las cuadrillas de morteros, el daño que causarían en las líneas mannianas sería mínimo.

Halahan apoyó el peso sobre su pierna buena mientras encendía la pipa. Se preguntó si sería la última vez que disfrutaría del sencillo placer de fumar. Esperaba que no, pues estaba dejándole un resabio amargo en la boca.

Los resortes de su humor eran extraños.

Gruñó entre dientes. Parecía que estaba condenado a no derrotar jamás a aquella gente.

El sargento Jay estaba gritando algo desde el lado norte de la cresta. Halahan se volvió y vio que tropas imperiales estaban irrumpiendo por toda la línea. El sargento del estado mayor arremetía contra ellas a diestro y siniestro con su sable nathalés mientras gritaba hacia el coronel por encima del hombro.

Halahan apuntó y disparó, y el soldado enemigo que había al lado del sargento cayó rodando por el suelo. Se volvió por puro instinto al tiempo que sacaba otra pistola, la amartillaba y apuntaba por encima del hombro a otro soldado manniano que corría hacia él enarbolando una espada. Apretó el gatillo.

El arma produjo un ruido seco, pero no ocurrió nada.

Halahan era demasiado mayor como para quedarse petrificado por el hecho, de modo que esquivó una acometida brutal de la espada del manniano y hundió el cañón de la pistola en el cuello de su atacante. Si bien vio cómo caía éste, su mente ya estaba pendiente de la línea del sur.

También ésa estaba cediendo.

—¡Aguanten! —bramó con la boquilla de la pipa apretada entre los dientes, conteniendo el impulso de salir corriendo en auxilio de sus hombres. Descargó la quinta pistola en un soldado que atacaba a las cuadrillas de los morteros. La tiró a un lado y sacó la última pistola.

«Así que éste es el final —dijo con gravedad para sus adentros—. Al menos por una vez les hemos atacado nosotros a estos cabrones».

—¡Coronel!

El sargento del estado mayor Jay estaba jadeando exhausto en el flanco norte. Todos los hombres que estaban junto a él jadeaban. Sus cuerpos despedían columnas de vaho y sus espadas goteaban sangre mientras ellos miraban fijamente la ladera de la loma. De algún modo habían conseguido repeler el ataque.

Halahan se olvidó del tumulto desesperado que había estado presenciando y enfiló hacia ellos.

En la ladera, entre los árboles, unas figuras vestidas de negro se abrían paso hacia la cima abatiendo los restos de las tropas imperiales que ascendían por ella. Eran Especiales.

Halahan sintió un atisbo de verdadera sorpresa.

Los Chaquetas Grises alargaron las manos para ayudarlos a coronar la cresta de la loma. Los rostros de los Especiales emergieron de la oscuridad de la noche, mugrientos, adustos y con los ojos completamente abiertos. En total debían de sumar una cuarentena; muchos de ellos estaban heridos.

—Me alegro de veros por aquí —dijo Halahan ayudando a una mujer a poner el pie en lo alto de la loma.

—Y nosotros de haber llegado —respondió sin aliento la especial.

—¿Algún oficial?

—Todos muertos.

Típico de los Especiales, ya que sus oficiales siempre lideraban a sus hombres desde la cabeza de la unidad. Halahan se volvió a los recién llegados.

—Ahora hay que darse prisa. Los que puedan luchar que se desplieguen por las líneas para reforzarlas. Tenemos instrucciones de conservar esta cresta el tiempo que nos esa posible.

Todos los Especiales se deslizaron hacia las posiciones defensivas, y en cuestión de segundos las líneas se estabilizaron y se repelieron los ataques que aún no habían sido neutralizados, salvo la ofensiva permanente contra el centro de la cresta. Al menos ahora estaban manteniendo las posiciones.

De todos los lados de la cresta se llevaban cuerpos rodando por el suelo para levantar unas murallas improvisadas que apuntalaran las defensas.

—Bien hecho, sargento.

—Gracias —dijo el viejo herrero, toqueteándose un corte que tenía en la frente.

—Conceda unos minutos de descanso a los hombres que lo necesiten. Eche una ojeada a los heridos y reparta un poco de agua.

El sargento asintió mientras observaba a los Especiales que se desplegaban entre los Chaquetas Grises y luego se inclinó hacia el coronel.

—Ya sabe que si nos vuelven a atacar seguimos estando escasos de medios, ¿verdad? —susurró.

—Sí. Pero eso que quede entre usted y yo, ¿eh?

Ahora que Curl se hallaba relativamente protegida en las entrañas del grueso de la fuerza khosiana y tenía tiempo para sí, para pensar y sentir, notó que el pánico empezaba a apoderarse de ella.

Ya no era por la locura ni la violencia, ni porque estaba arriesgando su vida. No. Era por la proximidad de esos soldados de Mann desplegados al otro lado de la chartassa; algunos incluso estaban causando estragos en el seno mismo de la formación. Eran los mismos hombres que habían masacrado a sus compatriotas y habían reducido a cenizas su tierra.

Curl se avergonzaba del terror que le infundían. Era algo irracional, algo primario, como el temor a la oscuridad. Resultaba patético que todavía la dominaran con esa fuerza.

Colocó apresuradamente el cabestrillo para el brazo herido de Bahn. Se sentía bien a su lado; era reconfortante encontrar una cara conocida en medio de la tormenta. Él también estaba aterrorizado; lo notaba.

—Gracias —dijo Bahn examinando el cabestrillo.

—Ve a que te lo mire un médico cuando puedas.

Se miraron un momento y se dijeron cosas sin hablarse. Bahn abrió la boca para decir algo, pero entonces sus ojos se desviaron hacia un lado y ella también lo vio: un pelotón de soldados imperiales estaba detrás de sus líneas y uno de ellos lanzó una granada en su dirección. Alguien dio la voz de alarma. Bahn se abalanzó sobre Curl y la envolvió con sus brazos. Entonces una explosión descomunal anuló los sentidos de la muchacha y una ráfaga de viento gélido la embistió, seguida inmediatamente por un chorro de aire abrasador.

Estaba tendida boca arriba en el suelo con el viento rozándole el cuerpo y Bahn apretado contra ella.

—Estoy bien —dijo—. Estoy bien.

Bahn, sin embargo, tenía los ojos cerrados, y ella no notaba su respiración.

Curl se lo quitó de encima de un empujón y lo tumbó de espaldas en el suelo. Bahn tenía la mejilla izquierda en carne viva, y la sangre se deslizaba del oído de ese lado. Había otro hombre tendido cerca de ellos con los ojos abiertos y la mirada fija en el cielo nocturno.

—¡Bahn! —gritó Curl mientras le tomaba el pulso. Le costó encontrarlo, pero ahí estaba. Su corazón latía débilmente.

Curl estaba hurgando en su bolsa cuando se le acercó a trancos el general Creed en persona seguido por su escolta, que se las veía y se las deseaba para mantenerle el paso.

—¿Está vivo?

—¡Por los pelos! —respondió Curl.

El general se volvió hacia un oficial que estaba gritando su nombre y rápidamente devolvió su atención al cuerpo de Bahn, despatarrado en el suelo.

—¡Cuida de él! ¿Me has oído?

Curl asintió con la cabeza.

Creed miró una última vez a Bahn y salió a grandes zancadas hacia el oficial.

—¡Cuida de él! ¿Me has oído?

—Matriarca —dijo el capitán de su guardia de honor—. Deberíamos retroceder hasta una posición más segura.

El capitán tenía razón. Sasheen se hallaba en una posición muy adelantada de las líneas imperiales; una decisión para la que tenía una razón de peso.

—Capitán, cuando gane esta batalla no quiero que me digan que me quedé sentada en la retaguardia contemplando la lucha. Sois mi escolta. Protegedme.

Ché escuchaba la conversación con interés. Se encontraban en un claro entre la multitud de formaciones que continuaban inmersas en la lucha, y las que tenían justo delante ya estaban participando en la acción.

Los khosianos estaban acercándose peligrosamente.

Hacía unos minutos que Sasheen había requerido la presencia del archigeneral Sparus, y éste apareció en ese momento caminando, seguido por su séquito de oficiales.

—¿No puede detenerlos, archigeneral? —inquirió Sasheen, sentada a horcajadas en su zel mientras contemplaba la escena que se desarrollaba frente a ella—. Tenía entendido que estaba a punto de aplastarlos.

Sparus levantó la mirada hacia la matriarca con los ojos inyectados en sangre, como un hombre que llevara horas preparado para meterse en la cama.

—Y lo estoy, matriarca. Pero tienen cuadrillas de morteros en una posición elevada en la cresta de la loma al sur. —Señaló hacia allí—. Están disparando sobre nuestras líneas y eso les permite avanzar.

—Entonces, recupere la cresta de la loma y acabemos de una vez.

—Eso intentamos, matriarca —respondió, ocultando perfectamente su fastidio—. No tardaremos en recuperarla.

Sasheen le ordenó que se retirara con un ademán despectivo y Sparus inclinó levemente la cabeza.

Ché dio la espalda a la escena. Detrás de ellos, la infantería esperaba con impaciencia que le llegara el turno de unirse a la lucha. También parecían ansiosos por poner fin de una vez a aquel asunto. Debían de tener frío con esas armaduras en aquel valle glacial. Muchos parecían estar sufriendo los estragos de la resaca, o al menos todavía estaban faltos de descanso después de haber visto su sueño interrumpido con tanta brusquedad.

Como roshun, y luego como diplomático, Ché había sido entrenado para fijarse primero en los detalles importantes. Y en ese momento algo atrapó su atención. Entornó los ojos para escudriñar al hombre que emergía de entre las formaciones de acólitos y enfilaba hacia la posición de la matriarca.

Ché sólo tardó un instante en darse cuenta de lo que fallaba en esa imagen: el acólito llevaba unas medias debajo de la túnica.

La mano del diplomático se deslizó hasta la empuñadura de su espada.

Ash estaba cerca.

Veía a la matriarca con una máscara dorada cubriéndole la cara sentada a horcajadas sobre su zel blanco, rodeada por túnicas blancas y su escolta montada. Su estandarte ondeaba sobre todos ellos.

El roshun entrecerró los ojos.

Enfiló por delante de una formación en cuadrado de hombres. Había tiendas pisoteadas y objetos del equipo de campaña diseminados por el suelo removido, que se había convertido en una papilla asquerosa. Atravesó los vestigios de una hoguera y, a su paso, levantó nubes de ceniza y esparció brasas todavía candentes. Apretó el puño alrededor de la empuñadura de su espada según se acercaba a la fila más externa de acólitos congregados alrededor de la matriarca.

Detrás de Sasheen, separado del resto de túnicas blancas, un joven acólito miraba fijamente a Ash.

El roshun se detuvo.

El acólito desenfundó su espada y se adelantó para encararse con él.

Mientras los khosianos proseguían su avance hacia la posición de la matriarca, la infantería ligera imperial de la LXXXI Predasa —tropas auxiliares recién llegadas de realizar labores de guarnición en las tierras del norte, con todos sus integrantes ya sobrios y agotados, que estaban luchando en primera línea junto a unos acólitos fanáticos— decidió que perder la mitad de sus unidades por fuego de mortero y granadas —incluidos la mayoría de sus oficiales— era algo intolerable para una sola noche y resolvió retroceder hasta una posición más segura.

De hecho, se retiró cuando el miembro más grande y más fiero de sus filas, Cunnse, de las tribus del norte —que estaba allí por dinero y poco más—, tiró el escudo y la espada y se abrió paso por entre sus compañeros gritando que ya estaba harto y que era el momento de que otros se ocuparan de la carnicería. Los demás no tardaron ni un segundo en seguir su ejemplo.

En un abrir y cerrar de ojos estaban corriendo en desbandada hacia las líneas más retrasadas, directamente hacia la posición de la matriarca. Otros mannianos de la primera línea del frente se les unieron y huyeron de los proyectiles que arrojaban los morteros desde la cresta de la loma.

Aquella marca de soldados embistió repentinamente a Ché por la espalda justo cuando se disponía a adelantarse. Cayó rodando por el barro, aunque recuperó rápidamente su espada. Cuando se puso de nuevo en pie vio una riada de hombres pasando alrededor de la matriarca. Sus acólitos y su escolta montada se afanaban por apartarlos o enviarlos de vuelta a la batalla. Las espadas surcaron el aire y abatieron a algunos de los soldados: muertos mejor que desertores.

Ché ya no veía al impostor en medio de aquella repentina muchedumbre.

«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó.

Tenía asuntos más importantes de los que ocuparse. Los khosianos estaban acercándose rápidamente a la posición de la matriarca, que no salía de su asombro a lomos de su inquieto zel blanco con la cola teñida de un precioso color negro.

Ché quitó de en medio de un empujón a uno de los soldados, sacó la pistola con la bala envenenada y esperó a ver qué hacía Sasheen.

Bahn volvió en sí con un gemido y se encontró con que un soldado barbado lo llevaba arrastrando por el suelo.

Una mujer lo colmaba de atenciones.

—¿Marlee? —farfulló.

Sin embargo, se trataba de Curl, no de su esposa. La muchacha estaba inclinada sobre él y en la mano sostenía un frasquito con sales aromáticas. Parecía sorprendida de que hubiera despertado, e incluso consiguió hacer un gesto nervioso con los labios fruncidos.

—No te muevas —dijo la muchacha—, puedes tener una conmoción.

Bahn levantó la mirada hacia el rostro lleno de moratones y ensangrentado del soldado, que le hizo un gesto inclinando la cabeza y continuó arrastrándolo.

Bahn no recordaba cómo había llegado allí. Curl estaba curándole la herida del brazo cuando… oscuridad.

—¿Qué ha pasado? —masculló.

—Estás bien —le tranquilizó Curl—. Vas a ponerte bien.

—¿Me han dado?

—Te alcanzó la onda expansiva. Tienes suerte de continuar de una pieza.

Bahn se miró el cuerpo y comprobó que todo seguía en su sitio.

A su alrededor todavía rugía la batalla. La formación al completo seguía perseverando en su avance.

—Ayúdame a levantarme —dijo tendiéndole débilmente la mano.

Curl frunció el ceño, le agarró de la mano y ella y el soldado tiraron de él hasta levantarlo. Bahn se sentía sin fuerzas y con ganas de vomitar.

—Así que seguimos aquí —dijo Bahn.

—Sí —respondió el soldado con su voz áspera—. Me temo que sí.