Capítulo 2

Ché

El hogar familiar, los amigos, los allegados… no son más que la renuncia colectiva de los débiles en respuesta a la verdad fundamental de nuestra existencia: que cada uno de nosotros no es más que un esclavo de los impulsos en interés propio.

»He ahí, pues, el porqué de que los débiles aborrezcan las acusaciones de egoísmo. El porqué de que siempre ofrezcan caridad y buena voluntad cuando les conviene. El porqué de que hablen con inmensa convicción del espíritu de una sociedad justa.

»Entonces elegid a uno. Decidle que podría salvarse si matara a un prójimo. Ofrecedle una hoja de acero.

»Observad cómo toma el cuchillo de vuestra mano y comete el acto».

El diplomático Ché se llevó una mano a la boca para contener un bostezo de aburrimiento, y las palabras del Libro de las mentiras fueron sonando cada vez más lejanas en sus oídos hasta desaparecer. La acólita que tenía más próxima le lanzó una mirada a través de los orificios de la máscara, y él se la sostuvo con frialdad, sin pestañear, hasta que ella acabó apartando los ojos.

Ché paseó entonces perezosamente la mirada en derredor, por la amplia cámara sin ventanas atestada de humo y generosamente iluminada por las lámparas de gas, y levantó los ojos hacia el invisible techo abovedado que se elevaba decenas de metros sobre sus cabezas, de tal modo que tuvo la impresión de hallarse en el fondo de un pozo. Finalmente depositó su atención en el mar de cabezas afeitadas congregadas allí la víspera del día de Augere el Mann, pertenecientes a los centenares de oficiantes sacerdotales del Caucus que escuchaban atentamente las palabras sagradas de Nihilis, el primer patriarca de Mann.

Ché no podía afirmar que siguiera creyendo en aquellas enseñanzas, ni siquiera que siguiera respetando el concepto de «creencia» en sí, pues, en el fondo, ¿qué significaba aparte de representar una especie de permiso para ver el mundo como realmente querías verlo, a través de la experiencia personal, las inclinaciones y las opiniones propias? Rara vez parecía acercarte a la verdad, a no ser que fuera por casualidad o acarreando el cumplimiento de sus propias profecías; más bien era un camino que conducía a los reinos de la desilusión, de un fanatismo de miras estrechas.

Ché, por el contrario, disfrutaba recordando la frase inicial de la sátira prohibida de Chunaski Los gitanos del mar: «Las creencias son como el culo, todos tenemos uno».

Se cruzó de brazos y apoyó la espalda contra el frío mosaico de la pared, dejando que todo el peso de su cuerpo recayera en sus pies. El día había sido largo y su final todavía parecía lejano. Lo que más deseaba era que terminara de una vez para poder volver a su apartamento y relajarse en soledad.

Buscó el rostro al que debía prestar atención esa noche. La asamblea de sacerdotes colmaba la cámara repartida en siete delgadas cuñas de bancos: cinco reservados para las ciudades de Lanstrada —en el interior de Mann—, con Q’os en el centro, y otros dos para las regiones de Markesh y Ghazni y los territorios de los márgenes. El hombre a quien Ché debía vigilar, Deajit, estaba sentado entre los representantes de la ciudad interior de Skul, varias hileras por detrás de la única silla situada en el ápice de la composición, de cara al estrado central y ocupada por el sumo sacerdote de Skul, Du Chulane, que guardaba un silencio solitario. Ché perdió de vista momentáneamente al sumo sacerdote, pero entonces un sacerdote ladeó la cabeza para susurrar algo al oído de su vecino y Ché volvió a verlo fugazmente. El joven sacerdote tenía los ojos clavados en el suelo y ocultos bajo la capucha, como si estuviera dormido o inmerso en una profunda meditación.

Ché suspiró y adoptó una postura todavía más cómoda. Prácticamente estaba más fuera que dentro del escenario, y contemplaba la situación desde los límites de la cámara, donde los sacerdotes de menor rango se entremezclaban con los escasos miembros del cuerpo de guardia de los acólitos, o iban y venían por las puertas que había al fondo. Todos los años se celebraba allí el Caucus durante la semana del Augere. Los asistentes pasaban en vela la noche como muestra de respeto a las viejas tradiciones de Mann, que databan de cuando no había sido más que una secta urbana secreta que tramaba el derrocamiento de la dinastía Q’osian. El acto se prolongaba hasta el amanecer.

Centenares de pies patearon el suelo con un estruendo trepidante, como de tormenta inminente, cuando el sermón llegó a su fin y los oficiantes aprovecharon la oportunidad para abandonar sus asientos y relajarse un poco. Algunos regresaron apresuradamente. Deajit permaneció sentado mientras el nuevo orador subía al estrado, un hombre que se presentó como oficiante de impuestos de Skansk. Deajit se incorporó en la silla como si se le hubiera despertado un interés repentino.

En nuevo orador se entregó a un discurso apasionado acerca del hundimiento de las cosechas en Ghazni. Los años del boom agrícola y del riego desmesurado de los campos en la región oriental habían acabado provocando un desplome en la productividad. Para mantener el nivel de ingresos, insistió el orador, se necesitaría incrementar los impuestos a partir del nuevo año y reducir en la medida de lo posible los gastos públicos. Aquello bastó para desencadenar una nueva tormenta de pies en estampida.

Ché se percató de que otra vez estaba rascándose distraídamente el cuello, justo debajo de la oreja derecha, donde todavía le palpitaba un pulso acelerado que no se correspondía con el suyo. Se trataba de la glándula pulsátil que le habían implantado debajo de la piel y que respondía a la acción de una glándula idéntica que habían implantado a uno de sus colegas diplomáticos presente en la cámara. Ya había examinado los rostros de varios sacerdotes intentando descubrir quién de ellos sería, o si de hecho habría más de uno. Sin embargo, no había modo de averiguarlo a menos que se acercara uno por uno a todos los presentes en la sala. Por lo tanto, dejó de rascarse y trató de olvidar el tema, si bien su mirada continuó errando por la cámara.

Su mente había iniciado un viaje interior, y sus pensamientos se sucedían mientras el tiempo pasaba.

Pensó en el nuevo y lujoso apartamento en el distrito al sur del Templo que le habían entregado recientemente tras su regreso de la misión en Cheem; al parecer una recompensa de la Sección por sus muestras de lealtad. Pensó también en las dos muchachas, Perl y Shale, a quienes había estado cortejando durante los últimos meses en busca de sexo y de compañía grata. Ché, como un gato jugando con el extremo de un cordón, caviló sobre a cuál de las dos llamaría la próxima vez que quisiera pasar una noche de diversión.

Un movimiento atrajo su mirada. Se trataba de Deajit, que se levantaba de su asiento tras una eternidad. Ché lo observó sin mover la cabeza mientras el joven sacerdote enfilaba tranquilamente hacia las puertas del fondo de la cámara.

Ché tomó impulso para separarse de la pared y salió con paso decidido detrás de él.

En medio del bullicio del pasillo principal, los latidos de la glándula pulsátil de Ché apenas si se advertían. El diplomático divisó a Deajit en la distancia, sirviéndose una copa de vino junto a una de las mesas para el banquete dispuestas a ambos lados de la estancia. Había criados repartidos a lo largo de las mesas que explicaban qué ingredientes componían los exóticos platos expuestos en ellas. Deajit probó una cucharadita de carne de langosta y luego degustó el gelatinoso tuétano del mamut de las nieves, mientras hacía gestos de aprobación con la cabeza.

Ché se detuvo y buscó cobijo en una estancia que contenía una estatua de bronce de tamaño natural de Nihilis. Vigilado por las facciones extraordinariamente adustas del primer patriarca —unas facciones más célebres ahora que cuando gozaba de vida—, Ché sacó un frasquito de un bolsillo de su túnica, desenroscó la tapa y lo puso del revés con el dedo índice taponando el orificio; luego volvió a cerrarlo con sumo cuidado y se pasó el dedo humedecido por los labios. Durante un instante notó un leve aroma tóxico asaltándole las fosas nasales.

Deajit estaba deambulando por una de las salas secundarias que jalonaban el pasillo principal, todavía con la copa en la mano. Ché también cogió una copa al paso junto a una de las mesas y siguió al joven sacerdote al interior de la sala.

Una galería que se asomaba al espacio inferior recorría la mitad superior de la sala. Ché se detuvo junto a la barandilla, desde donde podía observar a Deajit con el rabillo del ojo, y luego fijó su mirada en una reunión poco nutrida que estaba teniendo lugar debajo y que congregaba a un par de docenas de sacerdotes, la mayoría exultantemente jóvenes, que escuchaban con el gesto ávido a un hombre que hablaba frente al alto mosaico que representaba el mapa del imperio. El sacerdote parecía estar explicando la teoría de gobierno de las dos manos.

Deajit daba sorbos a su copa de vino y escuchaba lo que se decía abajo. Por la galería deambulaba otro puñado de sacerdotes que observaban o hablaban entre sí en susurros. Ché recordó la misión que lo había llevado hasta allí y puso cuidado en no tocar su vino ni lamerse los labios.

Sus ojos se entretuvieron inconscientemente en los detalles del mapa, pues era un enamorado de ellos.

Ché se fijó en la preponderancia del color blanco que representaba las naciones bajo dominio de Mann; una blancura que se había extendido por la mayor parte del mundo conocido como un manto de hielo. Luego observó las motas de un color rosa más cálido de quienes todavía oponían resistencia: la Liga de los Puertos Libres, en la costa sur del Midères, aislada y sola. Zanzahar y el Califato alhazií en el este, únicos proveedores de pólvora procedente de las misteriosas e ignotas tierras de las Islas del Cielo: los diminutos y primitivos reinos montañosos de los Aradères y del Alto Pash.

Ché sabía que muy pronto estaría adentrándose en una de esas naciones de color carne, formando parte de una fuerza invasora con la misión de derrotar a un pueblo al que el imperio había catalogado como uno de sus enemigos más peligrosos. Sin embargo, Ché sospechaba que el asunto tenía más que ver con la riqueza mineral y agrícola del lugar que con la amenaza real que pudiera suponer, por no mencionar la arrogancia de la que hacían gala sus habitantes con su desafío a la ideología de Mann. Aun así significaba una ocasión para escapar del confinamiento en Q’os, de todo el fanatismo, la paranoia y las luchas por el poder que constituían una parte esencial de la vida en la capital imperial, así como de los asesinatos menores que se habían convertido en habituales.

Se volvió hacia la ventana que había en la pared de enfrente, a la altura de la galería, y su mirada recorrió la zona norte de la metrópoli dormida de Q’os. Un par de aeronaves aparecían en el cuadro, estriando el cielo estrellado con las estelas de fuego y humo que despedían los tubos de sus propulsores. Bajo ellas se extendía la isla ciudad, como la huella descomunal de una mano cubierta de luces brillantes, una costa transformada por el hombre a los pies del edredón negro del mar.

Ché trazó con el dedo el perfil de la isla con forma de mano hasta que su atención se detuvo en el Primer Puerto, en la ensenada que se extendía entre los dedos pulgar e índice de la isla y donde los faroles de la flota que lo llevaría a la guerra en cuanto se diera la orden brillaban en la oscuridad.

—Tal como nos enseña Nihilis —dijo el orador debajo—, y como hemos practicado y perfeccionado a lo largo de todos estos años de conquistas, un gobierno total es un gobierno que emplea con fuerza una mano y con tacto la otra. El pueblo debe ser cómplice de su sumisión a Mann; debe llegar a entender que ofrece el mejor modo, y el único verdadero, de vivir.

»Por eso, cuando la orden se apoderó de Q’os durante la Noche más Larga, se deshizo de la joven reina y de los viejos partidos políticos compuestos por los nobles, si bien mantuvo la asamblea democrática. Y por eso los ciudadanos del interior del Imperio Medio votan al sumo sacerdote de su ciudad y a los administradores menores de sus distritos en lo que supone un acto de lo que llamamos la «mano cómplice», la mano que concede al pueblo una participación mínima en el gobierno de sus vidas, o al menos la apariencia de que es así. Ése es el secreto de nuestro éxito, aunque no pueda afirmarse que sea un secreto. Es lo que nos permite gobernar con tanta eficacia.

Ché frunció los labios al oír aquello. Sabía que se necesitaba algo más que los preceptos de las dos manos de Mann para subyugar el mundo conocido. Después de todo, él era un diplomático, formaba parte de la tercera mano, de la mano oculta. Como también la orden Élash: los espías, chantajistas e intrigantes que urdían ataques y contraataques. Y los reguladores —la policía secreta—, que vigilaban a las masas en busca de indicios de disidencia o de organización y que denunciaban todos los delitos que atentaban contra la ley de Mann.

Ché se percató de que Deajit también se sonreía mientras escuchaba, y por un momento sintió que compartían un estrecho vínculo. Tal vez Deajit también tuviera relación con la tercera mano, y se preguntó por vez primera qué habría hecho aquel hombre para merecer un destino como el que le aguardaba, pues su superior no le había proporcionado más datos aparte del nombre del objetivo.

Entonces Deajit dio media vuelta y enfiló hacia la puerta. Había llegado el momento.

Ché dio un paso adelante para provocar el roce del sacerdote con su brazo y, en un abrir y cerrar de ojos, el diplomático lo agarró de la muñeca y lo giró para ponerlo cara a cara con él. El sacerdote torció el gesto con estupefacción, y Ché, sin mediar palabra, apretó los labios contra los de Deajit y le plantó un beso intenso.

El sacerdote, enfurecido, dio un brinco hacia atrás con un gruñido y se quedó mirando fijamente a Ché y luego la muñeca que éste mantenía agarrada. Un escalofrío recorrió la espalda del diplomático.

—No debería traicionar la confianza de sus amigos tan a la ligera —aseveró Ché, tal como le habían ordenado, en un tono pausado, y soltó la muñeca del sacerdote. Notaba el corazón aporreándole el pecho.

Deajit se limpió los labios con el dorso de la mano y abandonó la sala echando antes un último vistazo atrás en dirección a Ché.

El diplomático esperó unos segundos. A su alrededor, la gente, visiblemente nerviosa, evitaba cruzar la mirada con él. Al cabo, Ché les dio la espalda, sacó otro frasquito del bolsillo y vació parte del líquido negro en el cuenco que había formado flexionando la palma de la mano; se limpió con él los labios y luego se frotó las manos, y con lo que quedaba se enjuagó la boca y escupió el líquido al suelo.

Fuera, en el pasillo, Deajit se había esfumado.

Del mismo modo también Ché borró de un plumazo al sacerdote de su mente, como si el joven miembro de la orden ya hubiera muerto.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

El acólito dejó caer el puño enguantado con el que había aporreado la enorme puerta de hierro de la Cámara de las Tormentas y dio un paso atrás para dejar solo a Ché cuando la puerta se abrió.

Frente a él apareció un sacerdote que el diplomático no reconoció. Había oído que el anterior conserje había sido ejecutado por equivocarse y permitir la entrada en la Cámara de las Tormentas a los roshuns durante su reciente asalto a la torre. Se decía que su destino había sido la larga travesía por el Cocodrilo y luego la lenta agonía de la Montaña de Hierro.

Ché vaciló un instante antes de cruzar el umbral de la puerta y entrar en la cámara.

La Cámara de las Tormentas estaba igual que la última vez que había sido convocado allí, de lo que ya hacía, ¿cuánto?, ¿un mes?, ¿dos?… No consiguió recordarlo. Se dio cuenta de que en su memoria reinaba un extraño desorden desde su regreso de la misión diplomática contra los roshuns, como si se negara a recordar los sucesos de su vida cotidiana. Esa noche la cámara estaba vacía, si bien todas las lámparas permanecían encendidas y sus llamas crepitaban encerradas en un vidrio verdoso.

—La Santa Matriarca le atenderá enseguida —declaró el anciano sacerdote antes de hacer una reverencia y retirarse a una estancia que había junto a la puerta de entrada.

Ché cruzó los brazos escondiendo las manos en las bocamangas de su túnica y se dispuso a esperar.

El ritmo de la glándula pulsátil había aminorado hasta acompasarse con el de su propio corazón.

A través de los ventanales que envolvían la estancia circular vio a la Santa Matriarca Sasheen, que se encontraba en la terraza acompañada por un puñado de sacerdotes. La matriarca, de gran estatura, llevaba puesta una vulgar y discreta túnica blanca y contemplaba el cielo negro de Q’os desde la balaustrada mientras sus acompañantes conversaban, con sus voces convertidas en meros murmullos a causa del grosor del cristal.

Dentro, el carbón crepitaba en la chimenea de piedra situada en el centro de la cámara, y el humo ascendía por un conducto de hierro que desaparecía por el suelo de los dormitorios del piso superior. Junto a la chimenea había otro mapa del imperio, de hecho el mismo que había visto en su anterior visita: una hoja de papel fijada a un caballete de madera que mostraba un dibujo hecho con tinta negra, todavía con los garabatos que señalaban los movimientos de las flotas para la inminente invasión a los Puertos Libres mercianos. Delante de ese acogedor espacio había un semicírculo de sillones de piel y, desperdigados por el resto de la estancia, otras butacas y largos bancos de madera con cubrecamas de pieles y mesitas con cuencos llenos de fruta, con incienso encendido y botes con narcóticos líquidos.

«Se presentaron aquí —pensó de pronto Ché—. Los roshuns llegaron hasta aquí en su segunda intentona. Justo hasta Kirkus, su hijo».

Apenas si era capaz de imaginar la escena. Los roshuns, uno de ellos sin duda un extranjero de tierras remotas, se habrían internado con paso decidido en esa misma estancia buscando a su víctima, dejando a su paso una estela de muertos y heridos desde los bajos del Templo de los Suspiros. Puso en duda que el mismísimo Shebec hubiera sido capaz de llegar tan lejos… Shebec, su viejo maestro roshun, el más hábil de todos, salvo una excepción.

«Ash —pensó, seguro de su intuición—. Sólo pudo ser Ash».

Pero entonces ahondó en ese pensamiento. ¿Era posible? En el caso de que siguiera vivo, Ash ya debía de rondar los sesenta años. ¿Era posible que a su edad hubiera hecho algo tan extraordinario?

Ché no podía menos que admirar a quienquiera que hubiera sido en realidad. Siempre le habían atraído las empresas arriesgadas y audaces, y se percató de que una sonrisa artera se le instalaba en los labios. El Templo de los Suspiros asaltado por un ejército de ratas, nada menos, y tres roshuns resueltos a cumplir su vendetta.

Empezó a sufrir sin previo aviso unas convulsiones en el pecho causadas por el nacimiento de unas carcajadas involuntarias, y sólo consiguió detenerlas mordiéndose la parte interior de la mejilla hasta que la sensación desapareció. Se aclaró la garganta y recuperó la compostura.

El mapa colocado en el caballete capturó su atención.

En él estaba reflejada la promesa de otra empresa audaz: la invasión por mar de Khos, nada menos. Ché lanzó otro vistazo a los sacerdotes congregados al otro lado de los ventanales y a continuación se acercó distraídamente al mapa para examinarlo de cerca.

Se habían realizado varias modificaciones desde la última vez que lo había visto, aunque se mantenían los aspectos principales del plan. Dos flechas cruzaban hacia el sudeste el mar Midères recorriendo las islas de los Puertos Libres: dos flotas de recreo que habían partido la semana anterior para encontrarse con las naves de los Puertos Libres, con la esperanza de atraer las escuadras defensoras y alejarlas de Khos. Junto a ellas, escritos con un lápiz de punta fina, estaban anotados el tamaño de las flotas, la duración de las travesías y otros datos. Abundaban los signos de interrogación.

Una tercera flecha partía desde la capital de Q’os y atravesaba el mar hasta la más lejana isla de Lagos, en el extremo oriental, con más números y signos de interrogación garabateados a lo largo de ella. Y, por último, una cuarta flecha con origen en Lagos llegaba hasta Khos: la I Fuerza Expedicionaria, la invasión de Khos en sí.

Ché estaba tan absorto en el examen de los pormenores anotados en el mapa que se sobresaltó al percatarse de que no estaba solo en el interior de la cámara. Volvió la mirada hacia un sillón que estaba tan tapado y era tan hondo que no le había permitido advertir a la persona que lo ocupaba. Se trataba de Kira, la madre de la Santa Matriarca. La vieja bruja parecía dormida, con sus manos marchitas entrelazadas sobre la tela blanca de la túnica.

Ché suspiró y escudriñó a la anciana; un resplandor irradiaba de las rendijas de sus párpados. ¿Estaría observándolo? ¿Habría sido testigo de sus carcajadas contenidas? Sintió que se le erizaba el vello de los brazos. Estaba tan pasmado por el hecho de que la vieja hubiera pasado desapercibida como por la posibilidad de que hubiera estado observándolo con su mirada ladina.

Kira dul Dubois: una de las personas que, hacía cincuenta años, había participado en la Noche más Larga. Se rumoreaba que había sido amante del mismísimo Nihilis; y los rumores incluso llegaban a involucrarla en la muerte de éste cuando se cumplía el sexto año de su reinado como Santo Patriarca. Para Ché era como estar frente a una culebra.

El diplomático retrocedió lentamente alejándose del mapa con la esperanza de desaparecer también del campo de visión de la anciana. Carraspeó cuando regresó a su posición anterior y evitó desviar de nuevo la mirada hacia la madre de la matriarca.

Al fin las puertas de cristal correderas de la terraza se abrieron y empezó el desfile de sacerdotes al interior de la cámara. Un par de ellos arrojaron a Ché una mirada furtiva según iban abandonando la estancia, y éste reconoció a uno de los presentes como miembro de una secta de comercio, la Frelasé. A la cola del grupo marchaba Bushrali en persona. Ché se sorprendió de que siguiera vivo después de su fracaso a la hora de descubrir a los roshuns que se habían infiltrado en la ciudad. Y sin embargo, allí estaba, vivito y coleando y al mando de los reguladores gracias a sus astutas maniobras políticas para salvar el pellejo. Tal vez en este caso eran ciertos los rumores y poseía un dossier comprometedor de todos y cada uno de los sumos sacerdotes de Q’os.

Aun así, Ché pudo observar cuando pasó junto a él que Bushrali no había salido totalmente impune, pues le habían colocado el Collar de Q’os, un grillete de hierro alrededor del cuello del que partía un tramo de cadena con una pequeña bala de cañón prendida en el extremo y que el regulador sostenía apoyada contra el pecho. Tendría que cargar con ella el resto de su vida.

Fuera permanecieron únicamente Sasheen y un miembro de su escolta. La Santa Matriarca parecía profundamente sumida en sus pensamientos. Ché sintió en la mejilla la caricia de una ráfaga de aire procedente de la puerta abierta. Apenas si oía el ruido de la ciudad, en la que reinaba un silencio insólito desde que se había decretado el duelo oficial hacía varias semanas.

Sasheen se dio la vuelta y entró en la Cámara de las Tormentas apretándose el caballete de la nariz con los dedos pulgar e índice en un gesto revelador de que sufría un terrible dolor de cabeza. Su escolta permaneció en el exterior haciendo guardia, deambulando pausadamente por la terraza. La matriarca se acercó a una mesita con cuencos humeantes, se inclinó para inhalar los vapores de uno de ellos y volvió a erguirse con un grito ahogado y las mejillas encendidas. Cuando vio al diplomático esperándola sus ojos echaron chispas. Al cabo enfiló hacia la chimenea con las manos extendidas para recibir el calor de la hoguera.

—¿Misión cumplida?

—Así es, matriarca.

—En ese caso, siéntate. Entra en calor.

Ché no tenía frío, aun así obedeció y optó por tomar asiento en un banco de piel enfrente del fuego. Se sentó con la espalda recta y las manos entrelazadas, y respiró hondo mientras trataba de reprimir el impulso de rascarse el cuello. Casi a continuación, la Santa Matriarca se separó del carbón crepitante y se sentó a su lado, lo suficientemente cerca como para que sus rodillas se tocaran.

Ché advirtió el olor a vino caliente y aromatizado con especias en su aliento y notó que estaba bebida.

Sasheen cruzó las piernas y la piel del banco crujió; su túnica se abrió y dejó al descubierto su muslo, de un suave color crema. Comparada con cómo acostumbraba a vestir la matriarca, en esa ocasión llevaba puesta una túnica muy sencilla, aunque una talla más pequeña de la que le habría correspondido, de modo que la tela de algodón se ceñía ostensiblemente a sus curvas. Por debajo del dobladillo asomaban sus pies descalzos, con las uñas pintadas de un vivo color rojo.

—Bushrali me ha dicho que no vendrán a por mí aunque haya matado a su aprendiz.

—¿Los roshuns? —inquirió Ché.

Sasheen entornó los ojos irritada. «No te andes con rodeos conmigo».

Ché hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Es poco probable. El aprendiz no llevaba ningún sello. Sólo emprenden una vendetta por quien posee un sello.

La matriarca meditó la respuesta del diplomático y lanzó una mirada en dirección a la figura dormida de su madre. Ché descubrió unos verdugones colorados a ambos lados de su cuello, que continuaban bajo el cuello de la túnica. Parecían las marcas rojas que dejaba una purga.

—Sin embargo, lo tomarán como un asunto personal —apuntó la matriarca—. Como una humillación pública. Como el asesinato de uno de sus cachorros.

«Y lo piensa ahora —dijo Ché para sus adentros—; cuando ya está hecho».

—No, no actúan según esa lógica. Tienen una especie de código. Para ellos la vendetta es un asunto de justicia natural, o al menos una simple cuestión de causa-efecto. Sin embargo, aborrecen el sentimiento de venganza. Emprender una vendetta por motivos personales iría en contra de su credo desde todos los puntos de vista.

—Entiendo —repuso Sasheen en un tono de alivio, tal vez divertida por la idea de tales principios—. Bushrali me dijo lo mismo. Quería oírlo de tu boca. Después de todo, conviviste con ellos y fuiste uno de los suyos.

Ché no pudo evitar apartar la mirada a pesar de que el gesto delataba su repentina incomodidad, y casi dio un brinco cuando notó las palmadas de la matriarca en la pierna. Miró directamente a los ojos de color chocolate de Sasheen y esta vez vio algo distinto en ellos, algo cercano a una muestra de ternura.

Sasheen sonrió.

—¡Guanaro! —gritó hacia el interior de la cámara—. ¿Todavía no es la hora del desayuno?

El anciano sacerdote del servicio emergió de la cámara secundaria situada junto a la puerta, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y regresó dentro. Alguien empezó a dar órdenes bruscas, y hasta los oídos de Ché llegó el repiqueteo de tablas de picar y de puertas de armarios que se abrían y se cerraban.

—¿Qué tal unos langostinos con mantequilla? —gritó Sasheen.

La matriarca dejó caer la espalda contra el respaldo y contempló el fuego que ardía frente a ambos, mientras acariciaba nerviosamente el brazo de cuero del banco.

—Todavía no te he dado las gracias —dijo con suavidad.

—¿Por qué, matriarca?

—Prestaste un servicio extraordinario guiándonos hasta el hogar de los roshuns. Demostraste tu lealtad hacia mí y hacia la orden. Por eso he pedido que seas mi diplomático personal en el asunto que estamos planteando. —Sacudió la mano en dirección al mapa—. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Ché meneó la cabeza y la matriarca volvió a fijar su mirada en él.

—Vamos a empezar una guerra con una de las tácticas más arriesgadas que hemos emprendido jamás. Cuando abandone este lugar protegido seré tan vulnerable como cualquiera. No sólo he de andarme con ojo con el enemigo, también con los nuestros; con el general Romano, por ejemplo. Aprovecharía la mínima oportunidad para sacarme los ojos. Así pues —añadió con una nueva sonrisa fugaz y apretando los labios, como si estuviera haciendo una confesión—, necesitaré rodearme de gente a la que pueda confiar mi vida y que obedezca a rajatabla mis instrucciones. Personas dispuestas a cumplir un trabajo sin reparo.

—Entiendo —dijo Ché.

Sin embargo, la matriarca no parecía del todo satisfecha por su respuesta, y se volvió para coger un cigarrillo de hazii de una mesa que había junto al banco.

—Ya he dado la orden final. Partiremos con la flota con destino a Lagos pasado mañana por la mañana para reunirnos allí con el VI Ejército.

Ché sintió en el estómago el hormigueo producido por la emoción y miró a la matriarca con los ojos fríos de un asesino mientras, por un momento, resonaba en su cabeza la voz bronca de uno de sus superiores diciéndole lo que debería hacer en el caso de que la matriarca mostrara síntomas de debilidad o corriera el riesgo de ser capturada durante la campaña.

—Vais a perderos el Augere —señaló el diplomático.

—Lo sé —aseveró Sasheen mientras buscaba una cerilla—. Todas esas horas tediosas desfilando.

Ché se levantó con soltura y se acercó a la chimenea, consciente de que los ojos de la matriarca lo seguían. Prendió en el fuego uno de los juncos contenidos en un tarro de arcilla y tendió el extremo encendido hacia Sasheen, quien lo observó con franco interés.

La matriarca posó sus dedos en la mano del diplomático para estabilizar la punta del junco, y sus ojos, maquillados con una capa de kohl, pestañearon y se encontraron con los de Ché. La boca de Sasheen se frunció suavemente alrededor de la punta del cigarrillo de hazii, y Ché sintió una contracción en los muslos, más bien en la entrepierna.

«Para, idiota. Ya sabes que siempre actúa así, que utiliza sus encantos con la gente en la que debe confiar».

Ché volvió a sentarse envuelta por una nube de humo de hazii. Sasheen se volvió hacia la puerta de la habitación secundaria, quizá atraída por el aroma de la mantequilla en el fuego.

—¿Tienes hambre? —le preguntó—. No te había preguntado.

La idea de compartir un desayuno con ella, allí, en aquella cámara en la cima del mundo, le provocó una repentina sensación de incomodidad.

—No, gracias. Ya he desayunado.

Sasheen lo escudriñó unos segundos y se miró la pierna descubierta antes de clavar de nuevo la mirada en él. La mano que tenía apoyada sobre el brazo del banco se quedó quieta y luego dio una suave palmada contra la piel del tapizado.

—Supongo que te habrás enterado de que por fin hemos recuperado a Lucian. Los élash lo sacaron de la corte del príncipe Suneed en Ta’if.

—Sí.

Sasheen se levantó con un leve susurro de su túnica y avanzó sigilosamente por la alfombra hasta otra mesita que había junto al fuego. Sobre ella sólo había un tarro de cristal casi lleno a rebosar de un líquido blanco. A continuación, se oyó el característico chirrido del roce del vidrio mientras desenroscaba cuidadosamente la tapa. La matriarca se arremangó la manga derecha hasta el codo, se inclinó hacia delante e inhaló la sustancia contenida en el tarro.

—Leche Real —explicó, sin apartar los ojos del bote.

Ché miró perplejo. Nunca había visto la Leche, únicamente conocía su existencia. Se trataba de las excreciones de una tal reina Cree de los confines del Gran Silencio, célebres por sus poderes revitalizadores.

Toda la riqueza de un minúsculo reino estaba contenida en aquel único tarro.

Hasta Ché llegó el hedor de la sustancia líquida imponiéndose al aroma dulzón de la mantequilla y los langostinos en el fuego. Era un olor desagradable, como a bilis. Sasheen sumergió con sumo cuidado la mano en el líquido blanco, agarró algo del fondo y tiró de ello. Era una mata de pelo.

«Una cabellera», pensó Ché… pero entonces fue apareciendo todo lo demás: una frente, un par de ojos cerrados, una nariz, una boca congelada en una mueca, una barbilla chorreando y un cuello cercenado irregularmente. La matriarca sostuvo la cabeza sobre el tarro mientras la sustancia líquida se deslizaba por ella y por su propia mano como si fuera mercurio.

Mientras la Leche resbalaba por la cabeza decapitada, Ché pudo constatar que pertenecía a un hombre de mediana edad, con el pelo negro salvo por las canas en las sienes, la boca grande, la nariz larga y los pómulos y las cejas afilados.

Cuando la última gota cayó de la cabeza, Sasheen la balanceó encima de la mesa y la depositó apoyada sobre el cuello en la superficie oscura de madera de tiq.

El rostro hizo una mueca de dolor o de sorpresa. Ché se quedó petrificado y clavó sus ojos, abiertos como platos, en la cosa puesta delante de él. La matriarca retrocedió. Los párpados de la cabeza temblaron hasta que finalmente se abrieron y mostró sus ojos inyectados en sangre, que expresaban un gran sufrimiento. Pestañeó para aclararse la vista y cuando vio a Sasheen le lanzó una mirada fulminante, mientras la Leche blanca continuaba corriendo por la comisura de sus labios.

—Hola, Lucian —dijo la matriarca.

La cabeza apretó los labios y gesticuló como si tomara una bocanada de aire.

—Sasheen… —gruñó en un tono extraño, áspero, casi como eructando el nombre.

La mirada de Ché saltó de la cabeza a la matriarca y regresó a la cabeza. Era nada más y nada menos que Lucian, el antaño célebre amante y general de la matriarca, uno de los primeros nobles de Lagos que se unió a las filas de Mann cuando la isla cayó en poder del imperio. Después, había traicionado a Sasheen y había encabezado la sublevación de Lagos por la independencia.

Ché había visto con sus propios ojos los restos de su cadáver descuartizado exhibido en La plaza de la Libertad, rodeado por los soldados destinados allí con la orden de espantar a los cuervos hambrientos. En aquel momento Ché creyó que ése había sido el destino final del traidor. Sin embargo, según parecía, Sasheen tenía ya entonces otros planes para su antiguo amante.

La Santa Matriarca dio la espalda a la cabeza y dirigió una sonrisa a Ché con un repentino brillo travieso en los ojos. Se llevó la mano derecha a la boca y se relamió los dedos uno a uno. Mientras la observaba, Ché sintió un escalofrío bajo la piel y notó como se le dilataban las pupilas. La matriarca dio por finalizada la acción con un chasquido con los labios.

—No hay nada en el mundo que pueda compararse —dijo jadeante, y dio un paso en dirección a Ché, con expresión de avidez.

El diplomático sintió una vez más el impulso absurdo de echarse a reír. La sensación no hizo más que agudizarse hasta convertirse en un dolor lacerante en el pecho cuando Sasheen se inclinó hacia él, posó la mano en su mejilla y apretó fuerte la boca contra la suya. La lengua de la matriarca se abrió camino entre sus labios.

Habría sido tan fácil matarla, pensó Ché, justo allí, en ese preciso momento, si sus labios todavía hubieran estado impregnados de veneno.

El sabor de la Leche Real no tenía nada que ver con ninguna de las cosas que había probado a lo largo de su vida. No era dulce ni agrio, ni amargo ni salado. Empezó a escocerle la lengua hasta quedar entumecida mientras Sasheen prolongaba el beso.

—Zorra —dijo la voz ronca de Lucian detrás de la matriarca.

Y entonces la sustancia le hizo efecto: Ché sintió una llamarada circulando por sus venas, que lo arrancó de su cansancio con una sacudida. Su ritmo cardíaco se aceleró y lo embargó una sensación de ligereza etérea, sutil, y en su interior brotaron los primeros atisbos reales de lujuria.

Sasheen separó su boca con un gemido, bajó la mirada con todo el descaro del mundo hacia la entrepierna del diplomático y se dio media vuelta con una sonrisa de satisfacción en los labios.

Ché soltó un grito ahogado, a punto de perder la cabeza por completo, y se acomodó de nuevo en el banco, despatarrado, como si se hubiera caído.

«Tengo dos pulsos en el cuello —pensó distraídamente—. Dos pulsos».

—¡Ah, el desayuno! —exclamó la matriarca cuando el anciano sacerdote entró en la cámara portando una bandeja con comida.

Ché intentó moverse, pero enseguida cambió de opinión y se aferró al banco como si tuviera miedo de salir volando de él en cualquier momento, mientras el ruido de los preparativos de Sasheen antes de ponerse a comer llegaba lejano de algún lugar a su espalda.

—¿Qué es esto? —espetó la matriarca—. Pero si me cuesta verlos de tan pequeños como son.

—Los langostinos siempre son pequeños en esta época del año, matriarca. Todavía son crías.

—¿Cómo? ¿Y no los pueden cebar un poco? ¿Y esto qué es? Hay manchas por todas partes. Supongo que los miembros del personal de cocina también son aún unos críos en esta época del año y son incapaces de mantener la cubertería limpia.

—Ruego que me disculpéis, matriarca. Todavía estoy aleccionando a los nuevos empleados sobre la manera correcta de trabajar. No volverá a ocurrir, os lo aseguro. Puedo prepararos otra cosa si así lo deseáis.

—¿Y esperar otra eternidad? No. Puedes retirarte.

Ché se volvió hacia el rostro endurecido de Lucian, quien a su vez le dirigía una mirada fulminante con sus ojos enloquecidos. Luego ladeó la cabeza para mirar a su derecha, hacia la anciana Kira, que seguía sentada inmóvil.

Ya no había duda de que entre sus pestañas se apreciaba un resplandor continuo, y la mirada que arrojaban sus ojos felinos cruzaba toda la cámara en dirección a Ché, como si pudiera ver a través de él.

El diplomático cerró los ojos y su mente echó a volar.