Capítulo 34
La emboscada
Un hombre de los Chaquetas Grises se desplomó en la oscuridad, muerto antes de dar con sus huesos en el suelo, justo cuando Halahan lo rebasaba corriendo. El coronel se abrió paso escarbando en los escombros de un almacén derrumbado y se detuvo junto al sargento Jay, que estaba en cuclillas detrás de un carro volcado. Los arqueros apostados a ambos lados de ellos disparaban sin tregua desde la barricada que se extendía a lo ancho de la calle. Halahan echó un vistazo por encima del carro y vio los destellos fulgurantes de los cañones y los surcos que abrían los proyectiles en su vuelo nocturno.
Las sombras de unas figuras que corrían agachadas revoloteaban entre los escombros de la torre de entrada. Detrás de ellos se vislumbraba, a través de los escudos de asedio instalados sobre el puente reparado a marchas forzadas, otro tropel de figuras que se congregaban para formar la segunda oleada del asalto.
—¿Dónde está? ¿Ha enviado a otro mensajero? —gritó Halahan al oído de Jay.
El sargento del estado mayor asintió y se asomó por un agujero que había en la madera, por donde observó con el gesto compungido las hordas de soldados imperiales que estaban cruzando el puente.
Una explosión hizo tambalearse al sargento. Estaban arrojando granadas como preámbulo al asalto.
Halahan paseó la mirada por los edificios adyacentes. Los soldados armados con rifles y arcos ya estaban dándolo todo. En el cielo nocturno que se extendía sobre el lago los cañones rugían con los disparos que intercambiaban las aeronaves de ambos bandos.
Las posiciones de tiro en los edificios ruinosos a ambos lados de la torre de entrada habían acabado cayendo, y ahora llegaban informes sobre unidades enemigas intentando flanquear la segunda línea defensiva. Halahan sospechaba que habían intervenido comandos que habrían llegado sigilosamente a nado desde sus posiciones en el puente o incluso desde la otra orilla. Al parecer, a juzgar por el estallido de disparos procedente de allí, estaban atacando la costa sur de la isla.
Halahan frunció la frente cuando vio que los soldados de la Guardia Roja y los Especiales retrocedían hacia su posición desde una calle lateral que habían estado defendiendo. Un arquero que Halahan tenía al lado se levantó y disparó a un soldado imperial que estaba trepando por el otro lado del carro. Otros guerreros trataban de encaramarse a él aullando como perros salvajes, y el vehículo vibraba bajo su peso. Miembros de la Guardia Roja a ambos lados de Halahan pasaron a la ofensiva embistiéndolos con sus chartas. Un hombre con el rostro desencajado se quedó mirando a Halahan antes de derrumbarse de espaldas y desaparecer detrás del carro.
El coronel se volvió con una maldición en los labios para echar un vistazo hacia la calle que se extendía a su espalda, pero entonces divisó la mole oscura de Creed enfilando a trancos directamente hacia él, seguido por los miembros de su escolta, que caminaban a trompicones intentando mantener el paso del general. Halahan corrió a su encuentro.
—¡Están atacando toda la costa sur con botes y nadadores! —bramó el general con el rostro encendido por la tensión del momento—. ¿Cuánto tiempo puede seguir aguantando la posición?
—¿Aguantándola? ¿Tiene pinta de que estamos aguantándola?
—Todavía quedan dos mil hombres en la ciudad, coronel. Debe darnos tiempo para evacuarlos a todos.
—Soy consciente de sus problemas, general. Sólo le digo que no podemos seguir aguantando esta posición.
Creed levantó la mirada, igual que todos, hacia la onda expansiva de una explosión que se produjo en el cielo, al este. Una aeronave estaba desintegrándose en fulgurantes fragmentos llameantes.
—Está bien —espetó Creed—. Repliéguense en orden, pero contenga al enemigo todo lo que pueda. Habrá un barco esperándolos.
—¿Me lo promete, general?
Se miraron intensamente un momento, ambos llenos de odio, ansiosos por ponerse a gritar al otro en la cara sin más motivo que la necesidad común de dar rienda suelta a sus frustraciones. Pero entonces el gesto de Creed se suavizó y el general tendió la mano a Halahan. El coronel se la estrechó y la sacudió con fuerza.
—Allí nos veremos —dijo Halahan.
Era evidente que el principari Vanichios sabía lo que iba a decirle antes de oírlo.
—Ahora o nunca, viejo amigo —dijo de todas formas Creed—. Debemos marcharnos.
El Michinè apoyó la mano en la balaustrada y oteó el sur de la ciudad. Desde la atalaya de la torre más alta de la ciudadela podía ver Tume en toda su extensión. Desde el sur llegaba el estruendo de los cañones. Un puñado de edificios estaban, envueltos en llamas, y la brisa que soplaba de levante hacía ondear estandartes de fuego en el cielo. Bandadas de soldados se retiraban en perfecto desorden en dirección al Canal Central, donde los últimos transbordadores ultimaban los preparativos para la partida.
—¿Te dará tiempo a evacuar a todos tus hombres? —preguntó Vanichios.
—No —admitió Creed con pesar—. Algunos han quedado atrapados en el suroeste. No podremos sacarlos a tiempo.
—¿Y el resto? ¿Tienes sitio para todos?
—Vamos improvisando. Todavía queda sitio para ti y tus hombres si quieres.
Vanichios apartó la mirada del general. Las llamas se reflejaban en sus ojos. No tenía nada más que añadir sobre el asunto.
Creed se planteó por un momento envolver al principari con sus poderosos brazos y sacarlo a la fuerza de su vetusto hogar; pero eso habría sido una acción indigna, sobre todo con aquel hombre. Era un Michinè: sin dignidad no era nada.
En el este continuaba librándose la cruenta batalla aérea, y Creed veía las bolas de fuego que salían despedidas de los cascos de las aeronaves, que se hostigaban unas a otras con toda su artillería.
—Nunca pensé que estaría tan asustado —confesó en un susurro Vanichios.
Creed se estremeció. Abandonarlo en esas circunstancias le hacía sentirse un villano.
—Adiós —dijo al cabo, y posó una mano en el hombro de su viejo amigo.
Vanichios evitó mirar al general mientras éste se marchaba.
Ash estaba temblando debajo de las sábanas. Tenía los ojos empañados y sólo veía formas fantasmagóricas de diversos colores. A pesar de que había corrido las cortinas de la ventana del dormitorio, la luz de la luna que se colaba por los bordes resultaba demasiado intensa para sus ojos, de modo que se había tapado la cabeza mientras tosía y carraspeaba acosado por la fiebre. Se sentía como si la cama no parara de dar vueltas.
En su cabeza, los disparos lejanos no eran más que cáscaras de maíz chisporroteando en el fuego. Estaba medio soñando con la taberna de su pueblo natal, Asa, con su salón calentado por el fuego que ardía en la chimenea y sobre el que Teeki preparaba el maíz, que crepitaba dentro de la olla e inundaba con su aroma la taberna con la atmósfera cargada de humo. Él estaba sentado en un rincón, solo, observando con un sentimiento de odio cada vez más intenso al tío de su esposa, sentado en el lado opuesto de la taberna.
Ash había permanecido sentado allí toda la noche, emborrachándose silenciosamente como los viejos parroquianos de la taberna, meditando delante del vino de arroz que le proporcionaba su tregua nocturna. La carga que pesaba sobre su conciencia, sin embargo, se negaba a darle un respiro. No quería regresar a casa junto a su esposa y su hijo y todas las responsabilidades que éstos representaban.
Esa misma mañana habían perdido otro perro de cría por culpa de la fiebre, y Ash no sabía de dónde iba a sacar el dinero para reemplazarlo, ni siquiera cómo pagarían las deudas que ya tenían contraídas.
A medida que bebía ganaba fuerza en su cabeza la idea de huir y abandonarlo todo. La vida que llevaba no tenía nada que ver con lo que había imaginado para sí en su niñez, cuando en la granja familiar veía a sus padres trabajando de sol a sol para intentar pagar unas deudas y unos impuestos que no dejaban de crecer. Ash había soñado con largarse cuando tuviera edad suficiente y ganarse la vida como soldado, marinero o cualquier otra cosa distinta de aquello.
Pero entonces se había enamorado —nada menos— y se había casado, y había fundado un hogar… Así que en un abrir y cerrar de ojos, o al menos esa era la impresión que él tenía, allí se encontraba ahora, intentando ahogar sus penas en el alcohol como había hecho su padre antes que él.
Miró al tío de su esposa, que estaba en lado opuesto de la taberna, rumiando. Lokai era el representante del gobierno en una docena de pueblos repartidos por las estribaciones de las montañas Shale, un recaudador de impuestos con ropa elegante designado a dedo para el cargo por un oficial del cacique KengiNan. Compaginaba ese trabajo con el de prestamista local, y prestaba dinero con unos intereses desorbitados a la gente de los pueblos.
En otras circunstancias, Ash habría pensado que era útil tener a una persona como él en la familia. Sin embargo, el tío de su esposa estaba obsesionado con incrementar su riqueza, y encima con hacerlo aprovechándose de los poderes que otros le habían concedido. Cuando se trataba de dinero, Lokai no mostraba demasiada consideración por los lazos de sangre.
Esa noche Lokai estaba divirtiéndose. Mientras reía y bromeaba rodeado por sus secuaces, se dignó a corresponder a la mirada penetrante que le dirigía Ash y se lo quedó mirando con la pipa colgada de la comisura de los labios, con la cabeza inclinada hacia atrás lo justo para poder ver por debajo de la nariz. A pesar incluso de la distancia que los separaba y del humo que inundaba la sala, sus ojos parecían estar riéndose de él.
Ash no supo por qué estalló en ese preciso momento. La intuición del borracho, quizá. Tuvo la sensación de que en aquellos ojos que estaban burlándose de él subyacía el convencimiento de que él iba a reaccionar así, por mucho que Ash todavía la ignorara.
Ash se percató de que el tío de su esposa abría completamente los ojos cuando él se puso de pie tambaleándose y cruzó la taberna en dirección a él.
Cuando llegó hasta Lokai dijo algo arrastrando las palabras que ni siquiera él entendió, mientras el tío de su esposa se levantaba desmañadamente secundado por los secuaces que lo acompañaban.
Una mesa quedó hecha trizas y las bebidas se desparramaron. Lokai rodó por el suelo y apareció un reguero de sangre en su rostro.
Ash descargó con un gruñido los nudillos contra la figura despatarrada en el suelo.
Los hombres lo agarraron por la espalda. Él forcejeó con ellos hasta que le faltó el aire y se quedó quieto entre sus brazos. Así permaneció, recuperando el aliento y con la mirada clavada en Lokai.
—¿Te crees especial? —espetó el tío de su esposa desde el suelo, tapándose la nariz ensangrentada con una mano—. ¿Crees que porque te casaste con mi preciosa sobrina, porque gracias a ella entraste en una familia mejor que la tuya, eres alguien? —Espantó con un manotazo las manos que le tendían sus secuaces para ayudarlo a levantarse y trató de ponerse en pie tambaleándose—. No eres más que un idiota —espetó—. Y tu propia esposa te convierte en el mayor idiota del mundo.
Se hizo el silencio en la sala. El comentario estaba tan fuera de lugar que Ash tardó unos segundos en desentrañar su significado.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Ash con su voz pastosa.
Para entonces Lokai ya se mantenía en pie sin problemas.
—¿Qué crees que quiero decir? Aquella vez que necesitaste dinero, el mismo año que te casaste, para comprar tus malditos perros, ¿acaso crees que te lo presté a cambio de nada? Me la cepillé como pago de la cuota. —Hizo una pausa para pasear la mirada por el resto de los hombres que escuchaban boquiabiertos—. Ya lo creo que lo hice, y ninguno de vosotros se atreverá a decir una maldita palabra sobre el tema.
Lokai tomó aire para seguir hablando.
Ash se dio cuenta de que todavía agarraba en la mano izquierda la frágil jarra de la que había estado bebiendo y que ahora estaba vacía y, de improviso, se abalanzó sobre Lokai liberándose de los brazos que lo sujetaban y lo golpeó con todas sus fuerzas y toda la ira que lo devoraba.
Cuando levantaron a Ash, el tío de su esposa yacía en el suelo, con la cara hundida como si fuera un cuenco con un agujero en el fondo por el que salía la sangre a borbotones; su pie izquierdo dio unas sacudidas leves contra las tablas del suelo, y entonces Lokai soltó un último grito ahogado y murió ante la mirada de los presentes.
—Ha matado al representante del gobierno —masculló alguien.
Ash huyó amparado por la oscuridad de la noche.
Ahora Ash levantó la mirada y se sorprendió contemplando un recuadro de cruda luz de luna.
Era la ventana del dormitorio, sobre la que colgaban las cortinas vaporosas.
Sentada en la silla se apreciaba la silueta de una figura que daba golpecitos en uno de los brazos de madera.
—¿Ché?
La figura se incorporó en la silla. Ash oyó el crujido de la madera.
—Debe de haber sido duro oír esas noticias sobre su hijo.
Nico.
Ash sintió un estremecimiento extraño en el estómago, como de miedo a una caída. Se dio cuenta de que no podía hablar.
—Lo siento —dijo Nico—. No era mi intención entrometerme.
Ash apoyó la cabeza en el cabecero de la cama y se fijó en que la almohada estaba húmeda allí donde había estado en contacto con su cara.
El recuerdo anterior se fue difuminando en su cabeza, pero aún perduraba en su nariz el aroma del maíz crepitante.
—No tan duro como perderlo —dijo con la voz rasposa, y la sangre le bombeó en la garganta.
—Lo echa de menos.
—Pienso en Lin todos los días. También en ti.
—¿Y qué piensa?
—¿De ti o de mi hijo?
—De su hijo.
—¡Ay! —exclamó Ash con pesar.
Sintió la necesidad acuciante de tomarse un trago, y recordó que ya se había acabado el vino que había encontrado en la cocina.
—Pienso en sus ojos, idénticos a los de su madre. Pienso en cómo compartía el pan con sus amigos durante los días de mayor escasez. Me lo imagino persiguiendo a las chicas antes incluso de saber por qué las perseguía. Pienso… —Se detuvo cuando ya iba a decir una imprudencia—. Pienso en su muerte —añadió en un susurro.
Entonces Ash lo vio como si estuviera en el Mar del Viento y de la Hierba. Vio la hierba seca pulverizada envolviendo la batalla. El ala Pesada del general Shin emergiendo de detrás de las líneas de la Senda Luminosa, traicionándolos a todos por una fortuna en diamantes. Vio al jinete que embestía a su hijo y lo derribaba de un solo golpe, y luego los cascos de las monturas pisoteando su cuerpo como si no fuera más que un saco abandonado.
—¿Qué ocurre? —preguntó Nico rompiendo el silencio.
Ash se cogió de las sábanas que le cubrían las manos como si necesitara algo a lo que asirse.
—¿Aún quiere ocultarme cosas?
«No —respondió mentalmente Ash—. Quiero ocultármelas a mí».
Miró hacia la forma sombría de su aprendiz sentado en el otro lado del dormitorio.
—No sentí amor por él —dijo con la voz quebrada—. Durante algún tiempo creí que no lo amaba como a un hijo.
—¿Pensaba que no era suyo?
Ash se agarró más fuerte a las sábanas. Pensó que eliminar de su cabeza los recuerdos sobre cómo se había comportado con el chico tampoco iba a cambiar nada. Él seguiría allí, viviendo siempre con esa pena a cuestas.
—Después de oír lo que dijo el tío de mi esposa traté mal a Lin.
«Mal», se repitió mientras se escuchaba asqueado.
«Mal» no era la palabra. Se había comportado como un verdadero cabrón con el chico. Y durante el par de años que habían pasado juntos luchando por la causa antes de que Lin muriera, Ash lo había tratado con una frialdad y una indiferencia arrogantes.
—Te pido perdón, Nico.
—¿Por qué?
—Por si alguna vez te traté mal. Por si tuviste la impresión de que no me preocupaba por ti. A veces no se me dan bien… esas cosas.
La figura observaba a Ash en silencio.
—Ahora, si me disculpas, estoy cansado.
Ash se tumbó de nuevo, se tapó lentamente la cabeza con la sábana y esperó hasta que tuvo la certeza de que Nico se había ido.
Los transbordadores se aproximaban a la desembocadura del Chilo en fila de a uno, impulsados por la fuerte corriente del lago y las hileras de remos que se hundían en las aguas oscuras. Los tambores marcaban el ritmo lento y constante que ayudaba a los remeros que se afanaban en incrementar la velocidad de las embarcaciones.
Halahan se encontraba en la timonera blindada situada en la popa del barco junto al general Creed, quien observaba a través de un orificio del revestimiento de madera que envolvía el espacio penumbroso. Detrás de él, otros oficiales se balanceaban empujados por el cabeceo del barco; todos apestaban a sudor y hablaban más bien poco. Koolas, el corresponsal de guerra, estaba apretujado en uno de los rincones del fondo. La capitana de la embarcación, una mujer de mediana edad con una pipa en la boca igual que Halahan, manejaba el timón y también escudriñaba con los ojos entornados por el hueco que tenía enfrente. La tensión se respiraba en el ambiente. Nadie sabía si lo conseguirían.
La capitana giró con fuerza el timón y el barco viró lentamente, sobrecargado por el peso de tantos hombres en sus cubiertas superior e inferior.
—Allá vamos —masculló cuando se adentraron por la desembocadura del río, y golpeó tres veces el suelo con el talón de la bota.
Alguien gritó una orden desde abajo y el ritmo de los tambores se aceleró. Los remos empezaron a moverse más rápido. Halahan oyó cómo impactaba la primera ráfaga de disparos contra el revestimiento de madera que los rodeaba.
Una bengala se elevó por el cielo e iluminó el barco y los alrededores como si se tratase del sol del mediodía.
Cayó otra lluvia de disparos. Las flechas cortaban el aire en dirección al barco. Los tiradores apostados en la cubierta respondieron con sus rifles; entre los Chaquetas Grises y los soldados de carrera también había arqueros.
Halahan se acercó a la parte del revestimiento que había en el lado izquierdo de la timonera y estiró el cuello para ver lo que ocurría detrás de ellos. El resto de los transbordadores arfaban sobre la estela espumosa de su barco; las aguas agitadas del Chilos resplandecían con un fuego azul. Cada una de las naves remolcaba una hilera de botes improvisados, cargados de hombres encogidos detrás de cualquier cosa que pudieran utilizar como parapeto. Los pasajeros de estas balsas ya estaban cayendo por los disparos de los francotiradores.
«¡El miedo es el Gran Destructor!», salmodió alguien alzando la voz por encima del estruendo de los disparos.
La luz brillante de una bengala se filtró por las rendijas del revestimiento y permitió ver a Halahan que se trataba de Koolas. Estaba recitando la plegaria de la Misericordia del Destino.
«La necesitarán», pensó el coronel cuando vislumbró las formas oscuras de los cañones en la orilla occidental del río y a las cuadrillas de hombres maniobrando para apuntarlos hacia las embarcaciones.
«No os lamentéis como la paja con el vendaval».
Halahan se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración y echó un vistazo a Creed para ver cómo le iba a él. El general estaba observando atentamente el tramo de río que tenían delante con el rostro contraído en una mueca; parecía como si quisiera destrozar algo, y mantenía apretado el puño izquierdo.
Ahora estaban deslizándose por la entrada del cañón.
«Sed como el balde vacío bajo la lluvia».
Halahan esperaba que en cualquier momento abrieran fuego contra ellos. Trató de no pensar en los hombres hacinados en la cubierta inferior; en lo que les ocurriría si abrían un boquete en el casco y el barco se iba a pique.
Los tiradores de la cubierta superior no se tomaban un respiro respondiendo a los proyectiles llegados desde la orilla. Los estallidos de los disparos fueron creciendo hasta que se fundieron en un único estruendo ensordecedor.
«Sed como el arroyo que no se sale de su cauce».
Ya habían pasado el cañón. Halahan soltó el aire de los pulmones y se tambaleó hacia atrás. Le dolían los pies. Echó otro vistazo hacia el resto de las embarcaciones.
El segundo transbordador no había tenido tanta fortuna y por el costado de babor estaba despidiendo un chorro de agua espumosa que se precipitaba sobre el río como una cascada estridente. El barco se escoró hasta prácticamente tumbarse sobre el agua y empezaron a oírse gritos procedentes de las cubiertas.
Los hombres caían rodando de los botes y se sujetaban a lo que podían mientras trataban de mantenerse ocultos en el agua.
Los disparos desde la cubierta superior empezaron a ser cada vez más esporádicos. Halahan vio que ellos habían superado la emboscada mientras escuchaba los cañonazos que reanudaban sus descargas detrás de su embarcación.
Las orillas estaban despejadas en ese tramo del río, y tomadas por la oscuridad hasta que otra bengala surcó el cielo.
En la estela de su transbordador había cadáveres flotando.
—Les haré pagar por esto —masculló Creed para sí—. A Kincheko y a los demás. Pagarán por esto.
El general se agarró el brazo izquierdo como afectado por un dolor repentino y apretó los dientes consumido por una ira silenciosa.