Capítulo 39

Punto de encuentro

Curl aguardaba en la azotea del almacén mientras los hombres trepaban por la escalera de cuerda hasta la aeronave, que mostraba serios daños en su casco chamuscado y unas jarcias deshilachadas. Otra nave ya remontaba el vuelo lentamente con la cubierta atestada de soldados, trazando una curva abierta para enfilar hacia el sur.

Era el segundo viaje que realizaban las aeronaves desde que había llegado ella. Los Chaquetas Grises y los arqueros mantenían el orden en los bordes de la azotea y abatían a todas las unidades imperiales que se acercaban a la posición. Al puerto seguían llegando más fuerzas enemigas. Era evidente que sería el último viaje antes de que el edificio fuera invadido por los mannianos.

—¿A quién esperas? —le preguntó un voluntario pasando a su lado, un hombre tan demacrado que lo mismo podía tener veinte como cuarenta años.

—¡A un amigo! —gritó para que se le oyera por encima de los disparos.

—Muchacha, tenemos que irnos ya… no podemos esperar más.

El soldado intentó empujarla hacia la nave.

—¡Déjeme! —le espetó a la cara, soltándose de él.

El soldado la miró atónito unos segundos. Pero entonces se dio por vencido y corrió hacia la nave.

Curl escudriñó el cielo y no vio rastro alguno de naves enemigas. Se acercó un poco más al borde de la azotea para echar un vistazo a las calles de los alrededores, al puerto y a los soldados imperiales cada vez más próximos. Todavía seguía el goteo de tropas khosianas que llegaban al almacén, muchas a la carrera, otras agrupadas en pelotones que se batían en retirada.

«¿Dónde estás, idiota?».

Curl no sabía cómo encajar en su vida a aquel hombre. Lo acababa de conocer, sí, pero había tocado todas las teclas correctas con ella. El sexo con él había sido memorable durante las largas horas que habían pasado juntos, despreocupado y travieso cuando no de una pasión desenfrenada. Aparte de eso, ¿quién era?

Era un misterio; y presentía que peligroso.

Curl tenía muy presentes las dos veces que se había enamorado de hombres así, y empezaba a sospechar que era un rasgo de su personalidad que la persona amada no le convenía demasiado, ya que en ambos casos la experiencia había demostrado que se trataba de unos cabrones egoístas.

Sin embargo, ahora estaban en la guerra y pensaba que era cierto lo que los soldados decían: la guerra crea circunstancias excepcionales. Se siente la responsabilidad de vivir de una manera temeraria y plena, pues se es consciente de que quizá no se vea el siguiente amanecer.

Como si viniera a confirmarle esas afirmaciones, Curl identificó un rostro en el borde de la azotea y a una voluntaria ayudando a caminar a Ché. Le dio un vuelco el corazón.

—¡Ché! —gritó corriendo a su encuentro.

El diplomático estaba empapado de sangre y apenas si se mantenía consciente.

—¡Ché!

Ché levantó la cabeza y trató de fijar la mirada en ella.

La expresión de su cara parecía decir: «Sácame de aquí».

Curl se pasó el brazo que Ché tenía libre por los hombros y ayudó a la voluntaria a arrastrarlo hacia la aeronave.

Uno de los diminutos skuds despegó de la azotea. Otro ya arrojaba fuego por los propulsores y maniobraba para ocupar el vacío que dejaba la nave anterior. Los hombres retrocedieron para dejarle sitio para maniobrar.

—¿Alguna noticia del viejo extranjero? —preguntó Ché con un gruñido.

Curl hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Dondequiera que esté, más le vale darse prisa si quiere salir de esta isla.

El muchacho resolló como si intentara reír.

—¿Ese viejo cabrón? Encontrará la manera de salir de aquí. Lo más probable es que ya se haya ido.

Ash cargó con el zel de batalla directamente contra la puerta principal de la casa, fustigándolo fuerte con la espada enfundada, y se encogió sobre la silla cuando la montura embistió la puerta y enfiló chacoloteando por el suelo de madera de un pasillo.

Oyó los gritos de sus perseguidores a su espalda cuando el zel volvió a salir por una puerta trasera.

El animal resolló y atravesó un patio abierto en tres zancadas. Ash lo espoleó con fuerza y el zel salvó una valla de un salto, aterrizó en el otro lado y se tambaleó un momento antes de recuperar el equilibrio y bordear una plaza desierta con los proyectiles de las ballestas cortando el aire a su espalda.

Ash echó un vistazo atrás y vio un tropel de hombres salvando la valla y más jinetes emergiendo de las calles laterales.

Los cañonazos sonaban más cercanos. Ya no estaba lejos.

El zel tenía las ijadas empapadas de sudor y su cuello vibraba con su respiración estertorosa. Ash se sentía eufórico por estar cabalgando de nuevo con el viento en los ojos y la temeridad por bandera, como en sus años jóvenes.

—¡Vamos! —azuzó a su montura cuando ésta se elevó por encima de un montón de cestos esparcidos por el suelo y continuó por una calle que enfilaba desde el otro lado de la plaza con sus cascos tronando contra el suelo.

El puerto apareció ante sus ojos, al final de la calle, con sus muelles alargados totalmente vacíos de embarcaciones y sobre los que se elevaban unos soportes de madera con farolas encendidas.

El estruendo de un cañonazo retumbó por toda la calle.

Ash y su montura emergieron de la calle y se toparon de frente con un pelotón de la infantería imperial. El zel lo embistió sin aminorar el paso. El roshun divisó un almacén que se extendía por el lado derecho del puerto, sobre cuya vasta azotea había suspendida una aeronave que destellaba con los cañonazos.

Por la azotea corrían hombres en dirección a la nave y trepaban por las escaleras de cuerda que oscilaban colgadas de su casco. A Ash le resultó familiar aquella aeronave. Entornó los ojos y distinguió el mascarón de proa de madera: un halcón con las alas desplegadas.

«No puedo creerlo».

Tiró de las riendas y enfiló hacia el edificio del almacén espoleando su montura. Con el zel al galope, Ash lanzó una mirada hacia el skud que sobrevolaba en círculo el puerto, disparando ráfagas de metralla. El agua cercana se agitó en leves ondas sucesivas y salpicaba el entarimado del muelle mientras Ash y el animal lo recorrían al galope. El roshun se sacudió el agua la cabeza y buscó la manera de llegar hasta la azotea. Divisó una escalera en un lado por la que todavía estaban subiendo un puñado de hombres. Se preguntó si Ché y la chica habrían conseguido llegar.

De repente el zel soltó un relincho y se derrumbó de bruces.

Ash salió disparado de la silla y rodó por el entarimado sin soltar la espada que aferraba en la mano. Se levantó de un brinco y volvió la vista atrás hacia el animal encabritado que yacía de costado en el suelo, manando sangre por una herida en la ijada. Entonces vio que los soldados imperiales corrían hacia él.

El roshun dio media vuelta y echó a correr para salvar la vida.

La aeronave empezó a moverse cargada hasta los topes de hombres evacuados, con los tubos de propulsión dispuestos a lo largo de su casco tronando cada vez con más intensidad.

Todavía había hombres colgados de las escaleras de cuerda. Uno de ellos cayó y aterrizó entre un grupo de tropas imperiales. Lo acuchillaron y lo descuartizaron con una saña frenética. Los soldados khosianos, por su parte, gritaban y tendían las manos a los camaradas que se asían con desesperación a los cabos y daban patadas al aire.

Ché estaba sentado con la espalda apoyada contra la barandilla de estribor mientras un médico le curaba la pierna. Curl estaba en cuclillas a su lado, rodeándolo con un brazo, y parecía ajena a los proyectiles y las balas esporádicos que sacudían el casco. Ché se sentía reconfortado por el contacto cálido e intenso con la muchacha. No quería volver a mirar la azotea que dejaban abajo.

—¡Mira! —exclamó Curl de repente, señalando hacia la azotea.

Ché se volvió para mirar qué señalaba.

Era Ash, que se detuvo en seco mientras la nave se alejaba cautamente.

—¡Trench! —gritó el viejo roshun.

Ché se levantó como pudo y apartó al médico que maldecía y trataba de sujetarlo sentado.

—¡No podemos abandonarlo sin más! —espetó Ché, y buscó en derredor a alguien a quien gritar, a quien decirle que dieran media vuelta. Pero apenas si podía ver más allá de las cabezas de la gente que se agolpaba a su alrededor y sabía en lo más hondo de su corazón que era inútil.

Se volvió para asomarse por la barandilla, derrotado por la impotencia.

Ya estaban lo suficientemente alto como para que sus ojos abarcaran toda la azotea. Las calles que circundaban el almacén estaban plagadas de acólitos y soldados, y la azotea misma era como una isla inundada de ellos.

En el centro, la piel negra del extranjero de tierras remotas contrastaba marcadamente con el blanco de las túnicas.

Ché atisbó el resplandor plateado de la hoja del roshun avanzando en la oscuridad por los espacios que Ash abría a base de tajos entre la masa.

—Ten piedad, madre —dijo Curl asiendo el colgante de madera que le colgaba del cuello.

Ché apenas oyó a la muchacha por encima del rugido de los propulsores. La nave se ladeó para fijar el rumbo hacia la lejana orilla y la figura solitaria de Ash fue menguando hasta convertirse en un puntito negro que acabó desapareciendo.

Ash se dejó llevar por su instinto. Durante un rato estuvo tan concentrado en lo que hacía que ni un milímetro de su ser era consciente de su individualidad en medio de la carnicería. No conocía el miedo, ni la conciencia, ni siquiera el rencor mientras se movía libremente sin distinción entre cuerpo, mente y espada, que actuaban como uno solo, tejiendo sus patrones mientras él se agachaba y embestía y mataba en su avance progresivo hacia el borde de la azotea.

Sus oponentes se desplomaban a su alrededor convertidos en surtidores de sangre; sin pies, sin manos o sin brazos. Se desplomaban sin cabeza. Se desplomaban con los intestinos extendidos sobre sus manos. Se desplomaban en silencio como si se hubieran dormido. Se desplomaban quejándose voz en grito.

Y continuaron desplomándose.

—¡Atrás! —gruñó Ash cuando se dio la vuelta sobre el borde de la azotea. Sus pies se tambalearon peligrosamente sobre el filo.

—¡Atrás! —espetó de nuevo blandiendo la espada, que despidió chorros de sangre.

Los soldados obedecieron; o al menos hasta el punto de vacilar, de detenerse. Ash engulló aire mientras los hombres se apelotonaban armados con ballestas y unas cuantas pistolas. Se limpió la sangre de la cara y la escupió de la boca. Hasta el último centímetro de su cuerpo estaba embadurnado de ella.

Los mannianos jadeaban y observaban a aquella figura fantasmagórica bañada en sangre con un sentimiento cercano al sobrecogimiento.

Un soldado se abrió paso rápidamente hasta emerger de la primera fila. Era un oficial, a decir por los tatuajes que adornaban su rostro.

—¿Quién eres? —inquirió el oficial.

El manniano parecía albergar una curiosidad sincera.

Ash paseó la mirada por la masa harapienta congregada a su alrededor, que lo apuntaba con sus ballestas y sus pistolas. La mayoría de ellos parecían asustados. Asustados y cansados.

—¡Baja el arma! —ordenó el oficial—. Hazlo o morirás.

Ash meditó la amenaza un momento y a continuación abandonó su postura de ataque y bajó la espada. Los chillidos de una bandada de gansos llegaban desde algún lugar del cielo nocturno. Ash levantó la mirada, pero el cielo estaba demasiado encapotado y no vio a las aves. Sintió que la brisa que le acariciaba el rostro era como una bocanada de aliento de la Madre Mundo. Sus facciones se relajaron.

—Debería saber que antes me quitaría la vida yo mismo —aseveró, clavando la mirada en el oficial mientras enfundaba la espada.

A continuación, con las pistolas y las ballestas apuntándolo directamente al pecho, Ash hizo lo único que podía hacer: saltar.