6

Había llegado a esa edad difícil y poco atractiva de la adolescencia, y respondía al patrón emocional propio de los chicos de ese grupo. Veneraba lo temerario y lo melodramático, era un soñador y un inconsciente, rabiando contra la vida y amándola, una mente en crisálida que sin embargo tenía brotes súbitos de madurez. Me dejaba llevar por ese laberinto de espejos deformantes, mientras mi ambición se desbordaba. La palabra «arte» no penetró jamás en mi cabeza ni en mi vocabulario. El teatro significaba para mí solo una manera de ganarme la vida y nada más.

Vivía solo en medio de esa niebla y esa confusión. Prostitutas, muchachas fáciles y unas ocasionales borracheras se entretejen en mi vida durante ese período; pero ni el vino ni las mujeres ni las canciones me interesaron durante mucho tiempo. Yo necesitaba realmente un idilio romántico y aventuras.

Comprendo perfectamente la actitud psicológica del teddy boy, con su traje eduardiano; como todos nosotros, quiere que se le preste atención; quiere que en su vida haya algo novelesco y dramático. ¿Por qué no va a permitirse momentos de exhibicionismo y de diversión, como lo hace el muchacho de las escuelas públicas con su callejeo y travesuras? ¿Acaso no es natural que cuando ve a las clases ricas alardeando de su «dandismo» trate él de afirmar el suyo?

Sabe que la máquina obedece a su voluntad, como a la de cualquier clase social; que no se requiere una mentalidad especial para hacer funcionar un engranaje u oprimir un botón. En esa época insensata, ¿no es tan temible como cualquier Lanzarote aristócrata o erudito, no es su dedo tan poderoso como cualquier ejército napoleónico para destruir una ciudad? ¿No es el teddy boy un ave fénix que resurge de las cenizas de una clase gobernante corrupta? ¿Acaso su actitud no está motivada por un sentimiento subconsciente de que el hombre es solo un animal a medio domesticar que durante generaciones ha gobernado a los demás por medio del engaño, la crueldad y la violencia? Pero, como dijo Bernard Shaw: «Estoy divagando como lo hace siempre el hombre que sufre un agravio».

Finalmente, conseguí trabajo con un grupo de vodevil en el circo Casey, imitando a Dick Turpin, el salteador de caminos, y al «doctor» Walford Bodie. Con el «doctor» Bodie tuve cierto éxito, pues era algo más que una farsa: era la parodia de un profesor, de un erudito, y concebí la feliz idea de caracterizarme para parecerme exactamente a él. Yo era la estrella de la compañía y ganaba tres libras a la semana. En la compañía había una troupe de muchachos que hacían de personas mayores en una escena callejera. En mi opinión, era un espectáculo detestable, pero me dio una oportunidad para mi formación cómica.

Cuando el circo Casey actuó en Londres, seis miembros de la compañía nos hospedamos en Kennington Road, en casa de la señora Fields, una viuda de sesenta y cinco años, que tenía tres hijas: Frederica, Thelma y Phoebe. Frederica estaba casada con un ebanista ruso, un hombre muy simpático, pero extraordinariamente feo, que tenía una ancha cara de tártaro, pelo rubio, bigote rubio y un defecto en la mirada. Los seis comíamos en la cocina y llegamos a intimar con la familia. Siempre que Sydney trabajaba en Londres vivía también allí.

Cuando me fui del circo Casey regresé a Kennington Road y seguí hospedándome en casa de los Fields. La anciana era cariñosa, trabajadora y tenía mucha paciencia; sus únicos ingresos procedían del alquiler de las habitaciones. A Frederica, la hija casada, la mantenía su marido. Thelma y Phoebe ayudaban en los trabajos domésticos. Phoebe tenía quince años y era bella. De rasgos finos y nariz aguileña, tenía para mí un fuerte atractivo, tanto física como sentimentalmente; a este último me resistí, porque yo no había cumplido aún diecisiete años y mis intenciones hacia las chicas no eran muy puras. Pero ella era decente y no llegó a pasar nada. Sin embargo, me cogió cariño y nos hicimos muy buenos amigos.

Los Fields eran una familia intensamente temperamental y a veces tenían apasionadas disputas. El motivo de la discusión solía ser a causa de a quién le correspondía hacer los trabajos domésticos. Thelma, que tenía unos veinte años, era la señorita de la familia y la holgazana, y siempre decía que les tocaba a Frederica o a Phoebe. La discusión se convertía en una bronca, en la cual salían a relucir todos los trapos sucios de la familia. La señora Fields decía que desde que Thelma se había escapado y vivido con un joven abogado de Liverpool se creía una dama demasiado buena para realizar los trabajos domésticos y remataba su perorata diciendo: «Bueno, pues si eres una señora tan encopetada, lárgate y vete a vivir con tu abogado de Liverpool… Lo que pasa es que no quiere nada contigo». Y, como gesto decisivo y final, la señora Fields cogía una taza de té y la estrellaba contra el suelo. Thelma seguía sentada a la mesa muy digna e imperturbable. Luego cogía con toda calma otra taza y hacía lo mismo, pero dejándola caer suavemente en el suelo y diciendo: «Yo también sé perder la calma». A continuación tiraba otra taza, luego otra, luego otra y otra, hasta que el suelo estaba cubierto de pedazos de porcelana. «Yo también sé hacer una escena.» La pobre madre y las hermanas hacían gestos de desesperación. «¡Mirad, mirad lo que está haciendo! —gimoteaba la madre—. ¡Toma! ¡Toma otra cosa y rómpela!», decía, dándole a Thelma el azucarero; y Thelma lo cogía y con toda calma lo dejaba caer.

En aquellas ocasiones Phoebe hacía de árbitro. Era equitativa y justa y la familia la respetaba. En general ponía fin a la riña ofreciéndose para hacer el trabajo, a lo cual Thelma se negaba.

Estuve sin trabajo cerca de tres meses, y Sydney me mantuvo, pagando a la señora Fields catorce chelines por el alojamiento y la comida. Sydney se había convertido en un elemento destacado en la compañía de Fred Karno y le había hablado muchas veces a este de su inteligente hermano pequeño, pero Karno se hacía el sordo porque consideraba que yo era demasiado joven.

En aquella época los cómicos judíos estaban de moda en Londres. Y se me ocurrió que debía ocultar mi juventud bajo unas patillas. Sydney me dio dos libras esterlinas, que invertí en unos arreglos musicales de canciones y en un diálogo cómico tomado de un libro de chistes norteamericano, el Madison’s Budget. Practiqué durante varias semanas delante de la familia Fields. Se mostraban atentos y me animaban, pero nada más.

Había conseguido una semana de prueba, sin sueldo, en el Forester’s Music Hall, que era un pequeño teatro situado frente a Mile End Road, en pleno centro del barrio judío. Yo había trabajado allí con el circo Casey, y la gerencia creyó que era lo suficientemente bueno para darme una oportunidad. Mis esperanzas y mis sueños futuros dependían de aquella semana de prueba. Después de actuar en el Forester trabajaría en todas las giras de Inglaterra. ¿Quién sabe? En un año quizá llegaría a ser uno de los principales cómicos de vodevil. Había prometido a toda la familia Fields que les conseguiría entradas hacia el final de la semana, cuando ya dominara mi papel.

—Ya veo que no querrás vivir con nosotras después de tu triunfo —dijo Phoebe.

—Claro que sí —contesté afablemente.

A las doce de la mañana del lunes era el ensayo de la compañía para las canciones y el apuntador, entre otras cosas, y salí airoso profesionalmente. Pero no me había ocupado lo suficiente de mi maquillaje. Estaba indeciso en cuanto al aspecto con que debía presentarme. Cuatro horas antes de la función de la noche estuve en el camerino ensayando durante horas; pero a pesar de la gran cantidad de pelo sintético que usé no pude ocultar mi juventud. Aunque yo lo ignoraba, mi número era de lo más antijudío y mis chistes no solo estaban pasados de moda, sino que eran también muy malos, al igual que mi acento judío. Además, no tenía gracia.

Después del primer par de chistes, el auditorio empezó a arrojar monedas y cáscaras de naranja, a patear y a abuchearme. Al principio no me di cuenta de lo que ocurría. Después el horror de todo ello se apoderó de mí. Empecé a apresurarme y a hablar con más rapidez a medida que aumentaban los alaridos, los tomates y el aluvión de monedas y cáscaras de naranja. Cuando salí del escenario no esperé a oír el veredicto del gerente; me fui derecho al camerino, me quité el maquillaje, me largué del teatro y no volví allí jamás, ni siquiera a recoger mis libretos.

Cuando llegué a la casa de Kennington Road era tarde y la familia Fields ya se había acostado, algo que agradecí. Por la mañana, durante el desayuno, la señora Fields estaba deseosa de saber cómo había resultado la función. Yo dije con aire indiferente: «Muy bien, pero tengo que hacer unas cuantas modificaciones». Dijo que Phoebe había ido a verme, pero que no les había dicho nada, pues estaba muy cansada y quería meterse en la cama. Cuando vi a Phoebe no hizo ningún comentario; yo tampoco. Ni la señora Fields ni ningún otro miembro de la familia habló nunca de aquello, tampoco nadie se mostró sorprendido de que no continuara trabajando aquella semana.

Gracias a Dios, Sydney estaba en provincias, así que no tuve que pasar por el doloroso tormento de hablarle de lo sucedido, pero debió imaginárselo o tal vez se lo contaron las Fields, porque nunca me preguntó nada. Hice todo lo que pude para borrar de mi mente aquella noche pavorosa, pero dejó una huella indeleble en mi autoestima. Aquella experiencia fantasmal me enseñó a verme bajo una luz más verdadera. Me di cuenta de que no era un cómico de vodevil; no tenía ese poder íntimo de atracción, de identificación con el público; me conformaba con ser un actor de carácter. Sin embargo, tendría que sufrir todavía uno o dos desengaños más antes de afianzarme profesionalmente.

A los diecisiete años hice el principal papel juvenil en un sketch titulado The Merry Major, una obra lamentable y deprimente que solo duró una semana. El principal papel femenino, mi esposa, era una mujer de cincuenta años. Todas las noches al llegar se tambaleaba en el escenario oliendo a ginebra, y yo, el amante y entusiasmado marido, tenía que cogerla en brazos y besarla. Aquella experiencia me curó la ambición de ser actor protagonista.

Después intenté ser autor. Escribí un sketch cómico, titulado Twelve Just Men, un sainete chabacano sobre un jurado que discutía un caso de ruptura de promesa matrimonial. Uno de los miembros del jurado era sordomudo, otro un borracho y otro un charlatán. Vendí la obra a Charcoate, un hipnotizador de vodevil que hipnotizaba a un compinche y le hacía dar vueltas por la ciudad guiando un landó con los ojos vendados, mientras él se sentaba en la trasera del coche, enviándole impulsos magnéticos. Me dio tres libras esterlinas por el original, con la condición de que lo dirigiera yo. Contratamos a un grupo de actores y ensayamos en un pub de Kennington Road. Un viejo actor gruñón dijo que aquel número no solo estaba mal escrito sino que era estúpido.

El tercer día, en medio del ensayo, recibí una nota de Charcoate diciendo que había decidido no representarlo. Como yo no era de la categoría de los valientes, me guardé la nota en el bolsillo y seguí ensayando. No tuve el valor de decírselo a la compañía. En vez de hacerlo, me los llevé a casa y les dije que mi hermano quería hablar con ellos. Llevé a Sydney al dormitorio y le enseñé la nota.

—Bueno, ¿se lo has dicho? —me dijo, después de leerla.

—No —susurré.

—Pues hazlo.

—No puedo —repliqué—. No puedo, después de haber estado ensayando tres días para nada.

—Pero no es culpa tuya —dijo Sydney—. Ve a decírselo —gritó.

Perdí el ánimo y me eché a llorar.

—¿Qué voy a decirles?

—¡No seas idiota!

Se levantó, entró en la habitación contigua, les enseñó la carta de Charcoate y explicó lo ocurrido; luego nos llevó a todos al pub de la esquina a tomar un sándwich y unas copas.

Los actores son impredecibles. El viejo histrión que había gruñido tanto fue el que se lo tomó con más filosofía y se rió cuando Sydney le habló de la situación en que me encontraba. «No es culpa tuya, hijo —dijo, dándome golpecitos en la espalda—. Ese Charcoate es un viejo canalla.»

Después de mi fracaso en el Forester todo lo que intenté resultó un desastre. Sin embargo, en la juventud existe el formidable elemento del optimismo, pues se siente instintivamente que la adversidad es pasajera y que una racha continua de mala suerte es tan improbable como el recto y estrecho sendero del bien. Ambos se desvían con el tiempo.

Mi suerte cambió. Un día Sydney me dijo que el señor Karno quería verme. Al parecer, estaba descontento con uno de los cómicos que trabajaba con Harry Weldon en la obra The Football Match, uno de los sketches de mayor éxito de Karno. Weldon era un cómico muy popular y siguió siéndolo hasta la década de 1930, en que murió.

El señor Karno era un hombrecito rechoncho, cetrino, con unos ojos vivos y centelleantes, que estaban siempre sopesando algo. Había empezado como acróbata en las paralelas y luego había reunido tres comediantes. Aquel cuarteto fue el núcleo central de sus números de pantomima. Él era un cómico excelente y hacía muchos papeles. Seguía actuando incluso con cinco compañías en marcha.

Uno de los primeros miembros de la compañía cuenta la historia de su retirada. Una noche, en Manchester, después de una representación, la troupe se quejó de que Karno ya estaba quemado y de que la gente no se reía. Karno, que por entonces ya había acumulado 50.000 libras esterlinas de sus cinco espectáculos, dijo: «Bueno, muchachos; si opináis eso, ¡me retiro! —Luego se quitó la peluca, la dejó sobre la mesa del camerino y sonrió con una mueca—: Consideradlo mi dimisión».

La casa de Karno estaba en Coldharbour Lane, en Camberwell; junto a ella había un almacén, donde guardaba los decorados de sus veinte producciones. Allí también tenía sus oficinas. Cuando llegué me recibió amablemente.

—Ya me ha contado Sydney lo bueno que eres —dijo—. ¿Crees que podrás trabajar con Harry Weldon en The Football Match?

Harry Weldon tenía un contrato especial, con un elevado sueldo, treinta y cuatro libras esterlinas a la semana.

—Todo lo que necesito es una oportunidad —dije con aplomo.

Sonrió.

—Diecisiete años son muy pocos, y tú pareces todavía más joven.

Me encogí de hombros con toda naturalidad.

—Eso es cuestión de maquillaje.

Karno se echó a reír. Aquel encogimiento de hombros, le dijo a Sydney más tarde, hizo que me contratara.

—Bueno, bueno; veremos qué puedes hacer —dijo.

Sería un contrato de prueba durante dos semanas, a tres libras con diez chelines a la semana, y si daba resultado podía conseguir un contrato por un año.

Tenía una semana para estudiar el papel antes de que se abriera el London Coliseum. Karno me dijo que fuera al Shepherd’s Bush Empire, donde se representaba The Football Match, y que observara al actor cuyo papel tenía que representar. Debo confesar que aquel hombre era soso y engreído, y, sin falsa modestia, yo sabía que lo haría mejor que él. El papel necesitaba más comicidad. Me decidí a interpretarlo de esa manera.

Solo me concedieron dos ensayos, pues el señor Weldon no podía darme más tiempo. La verdad es que le molestaba tener que aparecer por allí, porque le interrumpía su partida de golf.

En los ensayos no causaba mucha impresión. Leía con lentitud, y noté que Weldon albergaba dudas acerca de mi capacidad. Como Sydney había hecho el mismo papel, podría haberme ayudado si hubiera estado en Londres, pero se encontraba actuando en provincias en otra gira.

Aunque The Football Match era una obra de género burlesco bastante chocarrera, no se oía una sola risa hasta que aparecía Weldon. Todo estaba supeditado a su entrada, y como Weldon era un cómico excelente, mantenía al público en una carcajada continua desde el momento en que aparecía.

La noche del estreno en el Coliseum tenía los nervios de punta. Aquello suponía recuperar la autoestima y borrar la vergüenza de mi fracaso del Forester. Iba de un lado para otro al fondo del enorme escenario; sentía a la vez ansiedad y miedo y rezaba en voz baja.

¡Sonó la música! ¡Se levantó el telón! En escena había un grupo de hombres haciendo ejercicios. Al poco rato salieron, dejando el escenario vacío. Era el momento de mi entrada. Avancé, sumido en un caos emocional. O se sobrepone uno a un acontecimiento o sucumbe. En cuanto estuve en escena me sentí aliviado, se acabó el miedo. Entré dando la espalda al público, una idea mía. De espaldas, aparecía impecable, con la levita, el sombrero de copa, el bastón y los botines: un típico villano eduardiano. Después me di la vuelta y exhibí mi nariz roja. Se oyó una carcajada. De ese modo me metí al público en el bolsillo. Me encogí de hombros melodramáticamente; luego chasqueé los dedos y me paseé por el escenario, tropezando con una pesa de gimnasio. Después mi bastón se enredó con un saco de arena de boxeo, que me dio en la cara. Yo me tambaleaba y balanceaba, golpeándome la cabeza con el bastón. El público se desternillaba de risa.

De pronto estaba tranquilo y en plena iniciativa. Podría haber permanecido en el escenario cinco minutos haciendo reír al público sin pronunciar una sola palabra. En medio de mi paseo fachendoso noté que se me caían los pantalones. Se me saltó un botón. Empecé a buscarlo. Recogí una cosa imaginaria, y luego, indignado, la tiré a un lado. «¡Esos malditos conejos!» Más carcajadas.

La cabeza de Harry Weldon apareció entre bastidores como una luna llena. Jamás se había oído una carcajada hasta que él entraba en escena.

Cuando entró lo cogí dramáticamente de la muñeca y susurré: «¡Rápido! ¡Un alfiler! ¡Estoy perdido!». Todo esto lo hice ad libitum y sin ensayar. Había preparado bien al público para Harry, que tuvo un éxito tremendo aquella noche, y los dos juntos arrancamos muchas más carcajadas fuera de programa. Al bajarse el telón sabía que había estado muy bien. Varios miembros de la troupe me dieron la mano y me felicitaron. Cuando se dirigía al camerino, Weldon miró por encima de mi hombro y dijo con sequedad: «Has estado muy bien… ¡Estupendo!».

Aquella noche me fui andando a casa para calmarme. Me paré y me apoyé en el puente de Westminster y contemplé las oscuras y sedosas aguas que discurrían abajo. Sentí deseos de llorar de alegría, pero no podía. A pesar de que me esforcé e hice muecas, no acudieron las lágrimas: estaba vacío. Desde el puente de Westminster me dirigí al Elephant and Castle, y de camino me paré en un puesto a tomar una taza de té. Necesitaba hablar con alguien, pero Sydney estaba en provincias. Si al menos hubiera estado allí para contarle lo sucedido aquella noche, cuánto significaba para mí, especialmente después de mi fracaso en el Forester.

No pude dormir. Desde el Elephant and Castle me fui a Kennington Gate para tomar otra taza de té. En el camino no dejaba de hablar y de reír solo. Eran las cinco de la mañana cuando me metí en la cama, agotado.

El señor Karno no estuvo allí la primera noche; pero acudió la tercera, cuando me aplaudieron al entrar en escena. Luego se me acercó sonriendo, y me dijo que pasara por la oficina a la mañana siguiente para firmar el contrato.

No había escrito a Sydney hablándole de aquella primera noche, aunque le envié un escueto telegrama: «Firmado contrato por un año, a cuatro libras semanales. Abrazos, Charlie». The Football Match se representó en Londres catorce semanas seguidas; luego salimos de gira.

El papel de Weldon en la comedia era el de un tipo cretino, un idiota de Lancashire que hablaba con torpeza. Aquello encajaba bien en el norte de Inglaterra, pero en el sur no fue muy bien acogido. Bristol, Cardiff, Plymouth, Southampton, eran ciudades en baja para Weldon. Durante aquellas semanas se mostró irritado, trabajaba sin ganas y lo pagaba conmigo. En la obra tenía que golpearme bastante. En realidad, él fingía pegarme en la cara, pero alguien daba unas palmadas entre bastidores para producir un efecto realista. A veces me abofeteaba de verdad y, sin que fuera necesario, con mucha fuerza, impulsado, creo yo, por la envidia.

En Belfast la situación se hizo insoportable. Los críticos habían dado a Weldon una espantosa acogida, pero elogiaban mi trabajo. Eso le resultó intolerable; de modo que aquella noche, en el escenario, me dio un bofetón que me hizo olvidar la comedia y me dejó sangrando por la nariz. Cuando acabamos le dije que si volvía a hacerlo le machacaría los sesos con una de las pesas del gimnasio del escenario, y añadí que si tenía envidia no lo pagara conmigo.

—Envidia de ti —dijo despectivamente cuando íbamos hacia el camerino—. ¡Tengo más talento en el culo que tú en todo el cuerpo!

—Sí, pero solo lo tiene ahí —repliqué, y cerré enseguida la puerta de mi camerino.

Cuando Sydney regresó a Londres decidimos alquilar un piso en Brixton Road y amueblarlo con cuarenta libras. Fuimos a una tienda de muebles de segunda mano, en Newington Butts, y le dijimos al dueño cuánto podíamos gastar y que teníamos que amueblar cuatro habitaciones. El dueño se tomó un interés personal en el asunto y pasó varias horas ayudándonos a conseguir gangas. Alfombramos la habitación delantera y pusimos linóleo en las otras, y compramos un tresillo tapizado, un diván y dos sillones. En un rincón de la sala de estar instalamos un biombo morisco, iluminado por detrás con una bombilla pintada de amarillo, y en el rincón opuesto, sobre un caballete dorado, un cuadro al pastel con marco dorado. El cuadro representaba una modelo desnuda, en pie sobre un pedestal, mirando por encima del hombro cómo el barbudo artista estaba a punto de espantar una mosca de sus nalgas con el pincel. Yo creía que semejante objet d’art y el biombo daban tono a la habitación. El conjunto era una mezcla de establecimiento de cigarrillos y de prostíbulo francés. Pero a nosotros nos gustaba. Incluso compramos un piano vertical, y aunque gastamos quince libras más de las presupuestadas, lo que adquirimos lo valía. El piso, en el número 15 de Glenshaw Mansions, Brixton Road, era nuestro refugio preferido. ¡Cómo ansiábamos volver allí después de trabajar en provincias! Ahora éramos lo bastante prósperos para ayudar al abuelo con diez chelines a la semana, y podíamos contratar a una criada para que viniera dos veces a la semana a limpiar el piso, aunque eso apenas era necesario, pues allí no tocábamos casi nada. Vivíamos en el piso como en un templo. Nos sentábamos en nuestros amplios sillones con refinada satisfacción. Habíamos comprado un guardafuegos de metal y colocado delante un taburete de cuero rojo, y yo solía ir de la butaca al taburete para gozar de la comodidad de cada uno.

A los dieciséis años, mi idea de lo que era un idilio me la había inspirado un cartel teatral que representaba a una muchacha de pie sobre un acantilado, con el viento agitando sus cabellos. Me imaginaba jugando al golf con ella —un juego que detesto—, paseando por las húmedas dunas, suavemente onduladas, rebosante de amor, salud y vigor. Aquello era en verdad un idilio. Pero el amor juvenil es algo diferente. En general, suele adaptarse a un patrón establecido. A causa de una mirada, de unas palabras al comienzo (normalmente, palabras estúpidas), todo el aspecto de la vida cambia en cuestión de minutos, toda la naturaleza vibra según nuestros deseos y revela de repente sus alegrías ocultas. Y eso es lo que me sucedió.

Tenía casi diecinueve años y era un cómico afortunado de la compañía Karno; pero me faltaba algo. La primavera llegó y se fue, y el verano me sorprendió experimentando una sensación interna de vacío. Mi rutina diaria era fastidiosa, por lo monótona; mi medio ambiente, aburrido. En el porvenir no veía más que lugares comunes, entre gente aburrida y vulgar. Tener como única ocupación la de ganar justo lo necesario para vivir no era suficiente. La vida era una esclavitud y carecía de encanto. Me sentía melancólico y poco satisfecho, y los domingos daba paseos solitarios y escuchaba las bandas de música en los parques. No soportaba mi propia compañía ni la de nadie. Y, por supuesto, ocurrió lo inevitable: me enamoré.

Trabajábamos en el Streatham Empire. Por aquellos días actuábamos en dos o tres music-halls cada noche, trasladándonos del uno al otro en un autobús alquilado. Íbamos temprano a Streatham, para aparecer más tarde en el music-hall de Canterbury, y después en el Tivoli. Era aún de día cuando empezábamos a trabajar. Con aquel calor agobiante el Streatham Empire estaba medio vacío, lo cual, dicho sea de paso, no disipaba mi melancolía.

Una troupe de cantantes y bailarinas nos precedía, las Yankee-Doodle Girls, de Bert Coutts. Apenas me había fijado en ellas. Pero la segunda noche, cuando estaba entre bastidores, apático e indiferente, una de las muchachas resbaló y las otras empezaron a reírse. Una de ellas me miró para ver si yo también disfrutaba con el incidente. Me vi de súbito avasallado por dos grandes ojos pardos que centelleaban maliciosamente y pertenecían a una esbelta gacela de rostro muy ovalado, con una boca fascinante, bien dibujada, y unos bonitos dientes; el efecto fue instantáneo. Cuando salió de escena me pidió que le sostuviera un espejito mientras se arreglaba el cabello. Eso me dio oportunidad para examinarla. Aquello fue el principio. Aquel miércoles ya le había preguntado si podría verla el domingo. Se rió.

—¡Ni siquiera sé cómo eres sin la nariz roja!

Yo hacía un papel de borracho en la comedia Mumming Birds, vestido de frac y con corbata blanca.

—No tengo la nariz tan roja ni soy tan decrépito como parezco —le dije—, y para demostrártelo te traeré una foto mía mañana, por la noche.

Le di una foto, que en mi opinión me favorecía, de un joven triste con corbata negra.

—¡Oh, pero eres muy joven! —dijo ella—. Creía que eras mucho mayor.

—¿Qué edad creías que tenía?

—Por lo menos, treinta años.

Sonreí.

—Voy a cumplir los diecinueve.

Como ensayábamos todos los días, era imposible verla entre semana. Sin embargo, me prometió estar en Kennington Gate a las cuatro de la tarde del domingo.

Aquel domingo era un perfecto día de verano y el sol no dejó de brillar. Yo llevaba un traje oscuro bien cortado, elegantemente ceñido en la cintura; una corbata, también negra, y jugaba con un bastón negro de ébano. A las cuatro menos diez no era más que un amasijo de nervios, esperando y mirando a los viajeros que se apeaban de los tranvías.

Mientras aguardaba allí me di cuenta de que no la había visto sin maquillar. Empecé a olvidarme del aspecto que tenía. Por mucho que me esforzara, no recordaba sus rasgos. Un suave temor se apoderó de mí. ¡Quizá su belleza era una farsa! ¡Una ilusión! Cada muchacha de aspecto corriente que se apeaba me sumía en la desesperación. ¿Me sentiría decepcionado? ¿Había sido engañado por mi imaginación o por los artificios del maquillaje?

A las cuatro menos tres minutos alguien se apeó del tranvía y se dirigió hacia mí. El corazón me dio un vuelco. Sus facciones eran como para desalentar a cualquiera. El terrible pensamiento de tener que pasarme toda la tarde con ella fingiendo entusiasmo era ya insoportable. Sin embargo, me quité el sombrero y sonreí; me miró fijamente indignada y pasó de largo. A Dios gracias, no era ella.

Luego, justo a las cuatro y un minuto, se apeó una joven de un tranvía, avanzó y se detuvo frente a mí. No estaba maquillada y parecía más bella que nunca; llevaba una sencilla gorrita de marinero, una chaqueta azul con botones de metal y las manos hundidas en los bolsillos hasta el fondo.

—Aquí estoy —dijo.

Yo estaba tan aturdido por su presencia, que a duras penas pude hablar. Me sentía muy turbado. No se me ocurría nada que decir ni hacer.

—Tomemos un taxi —dije en voz baja, mirando la calle de arriba abajo; luego me volví hacia ella—: ¿adónde te gustaría ir?

Se encogió de hombros.

—A cualquier parte.

—Entonces, vayamos al West End a merendar.

—Ya he merendado —dijo ella con calma.

—Bueno, hablaremos de eso en el taxi —dije.

La intensidad de mi emoción debió de sorprenderla, pues durante todo el recorrido no hice más que decir: «Sé que voy a lamentarlo. ¡Eres demasiado bonita!». Intenté en vano mostrarme divertido e impresionarla. Había sacado tres libras esterlinas del banco y proyectado llevarla al Trocadero, donde, en un ambiente de música y de aterciopelada elegancia, ella podría verme bajo un aspecto muy romántico. Quería hacerla bajar de su pedestal. Pero ella me miraba de un modo frío y un tanto perpleja por las expresiones que utilizaba, sobre todo esta: que ella era mi Némesis, una palabra que había aprendido recientemente.

¡Qué poco comprendió lo que todo aquello significaba para mí! No tenía nada que ver con el sexo; lo más importante era su compañía. Encontrarse con la elegancia y la belleza en mi posición social era raro.

Aquel atardecer, en el Trocadero, intenté persuadirla de que cenáramos, pero fue inútil. Tomaría un sándwich, por hacerme compañía, dijo. Como estábamos ocupando una mesa en un restaurante de postín, creí oportuno pedir una comida elaborada que en realidad no quería. La comida fue un largo tormento; yo no sabía qué cubiertos utilizar. Fanfarroneé, impostando un aire encantador y dégagé, hasta el punto de fingir familiaridad a la hora de usar la escudilla para lavarse los dedos entre platos; pero creo que los dos nos alegramos al salir del restaurante y relajarnos.

Después del Trocadero decidió volver a su casa. Le sugerí que tomáramos un taxi, pero prefirió ir andando. Como vivía en Camberwell, nada podía convenirme más, pues aquello significaba que estaría más tiempo con ella.

Ahora que mis emociones se habían calmado parecía que la chica estaba más a gusto. Aquella noche paseamos a la orilla del Támesis; Hetty bromeando, charlando de sus compañeras y de otras cosas sin importancia. Pero yo apenas me daba cuenta de lo que decía. Solo sabía que la noche era deliciosa, que paseaba por el paraíso con una beatífica exaltación interior.

Después de dejarla volví a la orilla del Támesis, hechizado. E iluminado por una amable luz y una ferviente buena voluntad, repartí entre los vagabundos que dormían allí lo que quedaba de mis tres libras.

Prometimos vernos a las siete de la mañana siguiente, porque ella tenía ensayo a las ocho en Shaftesbury Avenue. Desde su casa hasta el metro del puente de Westminster había un paseo de una milla y media, y aunque yo trabajaba tarde y nunca me acostaba antes de las dos, me levanté al amanecer para ir a buscarla.

Ahora Camberwell Road estaba hechizado porque Hetty Kelly vivía allí. Aquellos paseos matutinos, con las manos cogidas durante todo el camino hasta llegar al metro, eran la felicidad mezclada con unos confusos deseos. La descuidada y deprimente Camberwell Road, que solía evitar, tenía ahora para mí un gran atractivo mientras caminaba entre la niebla matutina, emocionado por la silueta de Hetty avanzando a lo lejos hacia mí. No recordaba nada de lo que ella decía en aquellos paseos. Estaba demasiado embrujado; creía que una fuerza mística nos había acercado y que nuestra unión era una afinidad predeterminada por el destino.

La conocía hacía tres mañanas; tres cortas mañanas que hacían que el resto del día no existiera hasta la mañana siguiente. Pero su actitud cambió en la cuarta. Me saludó con frialdad, sin entusiasmo, y no me cogió la mano. Se lo reproché, y bromeando la acusé de no estar enamorada de mí.

—Tú esperas demasiado —dijo—. Después de todo, solo tengo quince años, y tú eres cuatro mayor que yo.

No comprendí el sentido de su observación; pero no podía ignorar la distancia que de repente se había abierto entre nosotros. Miraba hacia el frente, andando con un paso elegante, de colegiala, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo.

—En otras palabras, que no me quieres —dije.

—No lo sé —respondió.

Me quedé estupefacto.

—Si no lo sabes, es que no me amas. —Por toda respuesta ella siguió caminando en silencio—. Ves como soy profeta —continué con aire indiferente—. Te dije que lamentaría haberte conocido.

Intenté penetrar en sus pensamientos y ver hasta qué punto sentía algo hacia mí, y a todas mis preguntas respondía: «No lo sé».

—¿Te casarías conmigo? —inquirí.

—Soy demasiado joven.

—Bueno; si te obligaran a casarte, ¿lo harías conmigo o con otro?

—No lo sé… Me gustas…, pero…

—Pero no me quieres —dije, angustiado.

Se quedó callada. Era una mañana nubosa y las calles me parecían grises y deprimentes.

—Lo malo es que he dejado que las cosas vayan demasiado lejos —dije roncamente; habíamos llegado a la entrada del metro—: creo que es mejor que nos despidamos y no volvamos a vernos —dije, preguntándome cuál sería su reacción.

Adoptó un aire solemne.

Le cogí la mano y le di unos golpecitos cariñosos.

—Adiós; es mejor así. Tienes ya demasiado influjo sobre mí.

—Adiós —respondió—; lo siento.

La excusa me impresionó de un modo terrible. Y cuando desapareció en el metro sentí un vacío insoportable.

¿Qué había hecho? ¿Había sido demasiado impetuoso? No debía haberle planteado la cuestión. Había sido un solemne idiota y había conseguido que fuera imposible verla de nuevo, a menos que me pusiera en ridículo. ¿Qué iba a hacer? Simplemente sufrir. Si al menos pudiera sumir en el sueño aquella agonía mental hasta que volviera a verla. Tenía que alejarme de ella a toda costa, en espera de que deseara verme. Acaso me mostraba demasiado serio, demasiado profundo. La próxima vez que nos viéramos sería frívolo y despreocupado. Pero ¿querría ella volver a verme? ¡Claro que tenía que verme! No me podía despedir tan fácilmente.

A la mañana siguiente no pude resistir la tentación de encaminarme a Camberwell Road. No la vi, pero vi a su madre.

—¿Qué le ha hecho usted a Hetty? —me preguntó—. Vino llorando y dijo que no quería volver a verle.

Me encogí de hombros y sonreí irónicamente.

—¿Qué me ha hecho ella a mí? —repliqué.

Luego, dudando, le pregunté si podía volver a verla.

Ella hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No, creo que no.

La invité a tomar algo y fuimos al bar de la esquina para hablar de la cuestión, y después de rogarle largo rato que me permitiera ver de nuevo a Hetty, la madre accedió.

Cuando llegamos a su casa, Hetty abrió la puerta. Se quedó sorprendida e impresionada al verme. Acababa de lavarse la cara con un jabón de tocador que exhalaba un agradable olor. Permaneció de pie en la entrada. En sus grandes ojos había una mirada fría y desapasionada. Comprendí que no podía albergar ninguna esperanza.

—Bien —dije—; he venido a decirte otra vez adiós.

No contestó, pero vi que estaba deseando desembarazarse de mí.

Le tendí la mano y sonreí.

—Adiós, otra vez —dije.

—Adiós —contestó ella fríamente.

Di la vuelta y oí cómo la puerta de la calle se cerraba con suavidad a mi espalda.

Aunque solo la había visto cinco veces apenas durante más de veinte minutos, aquel breve encuentro me afectó mucho tiempo.