30
Embarqué en el Queen Elizabeth a las cinco de la madrugada, una hora romántica, pero por la sórdida razón de evitar que me entregasen una citación. Las instrucciones de mi abogado fueron que embarcase de manera furtiva, me encerrase en el camarote y no apareciese en cubierta hasta que el práctico hubiese desembarcado. Como hacía doce años que estaba preparado para lo peor, obedecí.
Había soñado verme en cubierta con mi familia, disfrutando de aquel emocionante momento que es la partida de un barco, cuando suelta amarras y se desliza conduciéndonos a otra vida. En lugar de esto, estaba encerrado ignominiosamente en mi camarote, atisbando a través de la portilla.
—Soy yo —dijo Oona llamando a la puerta.
La abrí.
—Jim Agee acaba de llegar para despedirse de nosotros. Está en el muelle. Le he gritado que te había escondido para evitar que te entregasen la citación y que le saludarás desde la portilla. Allí está ahora, en el extremo del muelle —me dijo.
Vi a Jim algo separado de un grupo de personas, de pie bajo el implacable sol, mirando el barco. A toda prisa me quité el sombrero, saqué un brazo por la escotilla y lo agité, mientras Oona miraba por la segunda escotilla.
—No, todavía no te ha visto —me dijo ella.
Y Jim no me vio jamás; aquella fue la última visión que tuve de Jim, de pie, solo, como si estuviera separado del mundo, atisbando y buscando. Dos años después murió de un ataque al corazón.
Por fin emprendimos el viaje, y en cuanto el práctico se hubo marchado descorrí el cerrojo de la puerta y subí a cubierta como un hombre libre. Allí estaba la silueta altanera de Nueva York, distante y magnánima, alejándose de mí a la luz del sol, haciéndose más etéreamente bella a cada momento… y la visión de aquel vasto continente que desaparecía en la niebla me produjo una sensación especial.
Aunque excitado de antemano ante la idea de visitar Inglaterra con mi familia, me sentía agradablemente sereno. El largo trayecto por el Atlántico es liberador. Me sentía otra persona. Ya no era un mito del mundo cinematográfico, blanco de la acritud de la gente, sino un hombre casado que se marchaba de vacaciones con su esposa y su familia. Los niños estaban en cubierta, entretenidos con sus juegos, mientras Oona y yo nos sentábamos en un par de tumbonas. Y de este modo comprendí qué era la felicidad completa: algo muy cercano a la tristeza.
Hablábamos afectuosamente de los amigos que dejábamos atrás. Hablamos incluso de la simpatía de la gente del Departamento de Inmigración. ¡Qué fácilmente se sucumbe a una ligera cortesía! La enemistad es difícil de fomentar.
Oona y yo teníamos el propósito de tomarnos unas largas vacaciones y divertirnos; y con la presentación de Candilejas aquellas vacaciones tendrían su finalidad. La idea de combinar los negocios con el placer era sumamente agradable.
La comida del día siguiente no pudo ser más alegre. Nuestros invitados fueron Arthur Rubinstein y su esposa y Adolph Green. Pero al rato entregaron a Harry Crocker un cablegrama. Iba a guardárselo en el bolsillo, pero el repartidor le dijo: «Están esperando respuesta por radio». Mientras lo leía se le ensombreció la cara; luego se disculpó y se levantó de la mesa.
Poco después me llamó a su camarote y me leyó el telegrama. Me anunciaban que las puertas de Estados Unidos estaban cerradas para mí, y que antes de que pudiera entrar de nuevo en el país tendría que presentarme ante el Comité Investigador de Inmigración para contestar a unas acusaciones de orden político y de depravación moral. La United Press deseaba saber si tenía algún comentario que hacer.
Me puse muy nervioso. El hecho de volver a entrar o no en aquel desdichado país tenía poca importancia para mí. Me hubiera gustado decirles que cuanto antes me viera libre de aquel ambiente cargado de odio mejor, que estaba harto de los insultos de Estados Unidos y de su moral farisea, y que todo el asunto era una pesada molestia. Pero todo cuanto tenía estaba en Estados Unidos, y me aterraba pensar que pudiesen encontrar una manera de confiscarlo. Ahora podía esperar de ellos cualquier acción sin escrúpulos. Así que me destapé con una declaración pomposa, diciendo que regresaría para contestar a todas sus acusaciones, y que el permiso de retorno que tenía no era un «papel mojado», sino un documento que me había dado de buena fe el gobierno de Estados Unidos…, y bla, bla, bla…
En el barco ya no pude descansar. Recibí radiogramas de la prensa de todas partes del mundo pidiéndome declaraciones. En Cherburgo, nuestra primera escala antes de Southampton, más de cien periodistas europeos subieron a bordo para entrevistarme. Decidí concederles una hora en el comedor después del almuerzo. Aunque se mostraron agradables, la prueba fue pesada y agotadora.
El viaje de Southampton a Londres estuvo lleno de inquietud, pues mucho más importante que ser rechazado por Estados Unidos era mi ansiedad por saber cuál sería la reacción de Oona y de los niños cuando vieran por primera vez la campiña inglesa. Durante años había alabado la maravillosa belleza del sudeste de Inglaterra: Devonshire y Cornualles; y ahora estábamos pasando ante lúgubres bloques de edificios de ladrillo rojo y de calles de casas uniformes serpenteando sobre las colinas.
—Todas parecen iguales —dijo Oona.
—Danos una oportunidad —le dije—. Solo acabamos de salir de Southampton.
Y a medida que nos fuimos adentrando el paisaje se hizo más bello.
Al llegar a la estación de Waterloo de Londres, la muchedumbre fiel estaba allí, tan leal y entusiasta como siempre. La gente nos saludaba y aplaudía cuando salimos de la estación. «Háblales fuerte, Charlie», gritó una voz. Aquello me reconfortó.
Cuando por fin Oona y yo tuvimos un momento de tranquilidad, nos asomamos a la ventana de nuestra suite de la quinta planta del hotel Savoy. Le señalé el nuevo puente de Waterloo; pese a su belleza, ahora significaba poco para mí, simplemente me conducía a mi infancia. Estuvimos callados, gozando de la vista más emocionante de una ciudad que puede haber en el mundo. He admirado la romántica elegancia de la place de la Concorde de París, he sentido el místico mensaje de un millar de ventanas resplandecientes a la puesta del sol en Nueva York; pero, para mí, la vista del Támesis desde nuestra ventana del hotel las supera a todas en grandeza funcional, teniendo al mismo tiempo un sentido profundamente humano.
Miré a Oona mientras contemplaba el paisaje, con la cara tensa por una excitación que la hacía parecer más joven que sus veintisiete años. Desde nuestra boda había pasado por muchas pruebas conmigo, y mientras miraba Londres con la luz del sol cayendo sobre su oscuro pelo, vi en él por primera vez una o dos hebras de plata. No hice ningún comentario; pero en aquel momento, mientras Oona decía apaciblemente: «Me gusta Londres», me sentí consagrado para siempre a ella.
Habían pasado veinte años desde la última vez. Situado en mi punto de observación, el río se curva y en sus orillas se alzan unas construcciones feas y modernas, que desfiguran su contorno. La mitad de mi infancia había transcurrido entre las cenizas calcinadas de sus solares, solitarios y llenos de hollín.
Cuando Oona y yo vagabundeábamos por Leicester Square y Piccadilly, adulterados ahora por los puestos de productos estadounidenses —hamburguesas, perritos calientes, cafeterías, etcétera—, vimos a jóvenes sin sombrero y a chicas con vaqueros yendo de aquí para allá. Recuerdo cuando te vestías para ir al West End y paseabas con guantes amarillos y bastón. Pero aquel mundo ha desaparecido y otro ha ocupado su lugar; los ojos ven de un modo diferente; la emoción reacciona ante otras cosas. Los hombres lloran con el jazz y la violencia se ha hecho sexual. El tiempo prosigue su avance.
Fuimos en taxi a Kennington para ver el número 3 de Pownall Terrace; pero la casa estaba vacía, a punto de ser derribada. Nos detuvimos ante el número 287 de Kennington Road, donde Sydney y yo habíamos vivido con mi padre. Cruzamos Belgravia y vimos en las habitaciones de aquellas que fueron en un tiempo magníficas mansiones particulares luces de neón y escribientes trabajando ante las mesas; otras casas habían sido sustituidas por formas oblongas, como cubos de cristal y cajas de cerillas de cemento, ascendiendo hacia lo alto, todo en nombre del progreso.
Teníamos muchos problemas que solucionar: el primero, sacar nuestro dinero de Estados Unidos. Eso significaba que Oona tendría que regresar en avión a California y retirar cuanto teníamos en la caja del banco. Estuvo ausente diez días. Cuando regresó me contó con todo detalle lo que había sucedido. En el banco, el empleado observó su firma, la miró, luego se marchó y estuvo hablando durante un buen rato con el director. Oona tuvo un momento de inquietud, hasta que abrieron nuestra caja fuerte.
Me dijo que una vez completados los trámites en el banco fue a la casa de Beverly Hills. Todo seguía exactamente igual que lo habíamos dejado; las flores y el jardín estaban preciosos. Permaneció sola un momento en el cuarto de estar, muy emocionada. Después vio a Henry, nuestro mayordomo suizo, quien le dijo que después de habernos marchado, los hombres del FBI habían ido dos veces y le habían interrogado, queriendo saber qué clase de hombre era yo, si sabía de ciertas bacanales con chicas desnudas que se habían celebrado en mi casa, etcétera. Cuando les dijo que yo vivía tranquilamente con mi mujer y mis hijos, quisieron amedrentarlo, haciéndole preguntas sobre su nacionalidad y el tiempo que llevaba en el país, y le pidieron su pasaporte.
Oona dijo que al oír todo eso el cariño que sintió por la casa desapareció en aquel mismo instante. Incluso las lágrimas de Helen, nuestra doncella, que lloró al marcharse Oona, no tuvieron otro efecto que el de precipitar su partida.
Mis amigos me han preguntado cómo me las arreglé para suscitar tanta hostilidad en los estadounidenses. Mi estupendo pecado fue, y sigue siendo, mi carácter inconformista. Aunque no soy comunista, me negué a seguir la corriente y a odiarlos. Esto, por supuesto, ha molestado a muchos, incluida la Legión Americana. No me opongo a esa organización en lo que respecta a su significación, verdaderamente constructiva; medidas como la enseñanza obligatoria, la Carta de Derechos Humanos y otros beneficios para los excombatientes y sus hijos necesitados, son excelentes y humanitarias. Pero cuando los legionarios sobrepasan sus derechos legítimos y bajo la máscara del patriotismo utilizan su poder para abusar de los demás, entonces cometen un delito contra la estructura fundamental del gobierno estadounidense. Estos superpatriotas pueden llegar a ser las células que conviertan a Estados Unidos en una nación fascista.
En segundo lugar, me oponía al Comité de Actividades Antiamericanas, un nombre para empezar deshonesto, lo suficientemente elástico para cerrar su garra alrededor de la garganta y estrangular la voz de cualquier ciudadano estadounidense cuya honrada opinión sea minoritaria.
En tercer lugar, nunca he querido hacerme ciudadano estadounidense. Por otra parte, hay muchos estadounidenses que se ganan la vida en Inglaterra y que no han intentado nunca hacerse súbditos británicos; por ejemplo, un director estadounidense de la MGM, que gana en dólares a la semana un sueldo de cuatro cifras, vive y trabaja en Inglaterra desde hace más de treinta y cinco años sin hacerse súbdito británico, y los ingleses no le han molestado nunca.
Esta explicación no es una disculpa. Cuando empecé este libro me pregunté qué razón tenía para escribirlo. Hay muchas razones, pero la disculpa no es una de ellas. Para resumir mi situación, diré que en un ambiente de camarillas poderosas y de gobiernos ocultos, suscité la hostilidad de todo un país y perdí, desgraciadamente, el afecto del público estadounidense.
Candilejas se estrenó en el Odeón, en Leicester Square. Me intranquilizaba saber cuál sería la acogida que le dispensarían, pues no era una película corriente de Chaplin. Antes del estreno tuvimos un pase privado para la prensa. El tiempo me había alejado lo suficiente de la película para permitirme juzgarla con objetividad. Y debo decir que me conmovió. Esto no se debe al narcisismo, pues puedo divertirme con ciertas secuencias de mis películas y detestar otras. Sin embargo, no lloré, como dio a entender no sé qué reportero, y aunque hubiera llorado, ¿qué hay de malo en ello? Si el autor no siente emoción ante su obra, difícilmente podrá esperar que la sienta el público. Francamente, yo me divierto con mis películas aún más que el público.
La función de gala de Candilejas se organizó para fines benéficos, y la princesa Margarita asistió a ella. Al día siguiente se proyectó para el público en general. Aunque las críticas fueron tibias, batió los récords mundiales de taquilla, y a pesar de que fue boicoteada en Estados Unidos, me ha dado más dinero que ninguna de las películas que he hecho en mi vida.
Antes de dejar Londres para dirigirme a París, Oona y yo fuimos invitados de lord Strabolgi en una cena que se celebró en la Cámara de los Lores. Estuve sentado junto a Herbert Morrison, y me sorprendió oír que como socialista apoyaba la política de defensa atómica. Le dije que por mucho que aumentáramos nuestro arsenal de armas atómicas, Inglaterra sería siempre un blanco vulnerable; que era una isla pequeña y que las represalias serían de poco consuelo después de que hubiéramos quedado reducidos a cenizas. Estoy convencido de que la estrategia más sana para la defensa de Inglaterra es la de la neutralidad absoluta, aunque dudo que en una era atómica la neutralidad absoluta no fuera violada. Pero mis opiniones no estaban en modo alguno de acuerdo con las de Morrison.
Me sorprende ver cuántas personas inteligentes hablan en favor de las armas atómicas. En otra casa coincidí con lord Salisbury, que era de la misma opinión que Morrison, y al expresar mi odio a la defensa nuclear, tuve la impresión de no haber quedado en buen lugar ante «Su Señoría».
En este trance, me parece adecuado resumir el estado del mundo tal como lo veo hoy día. Las complejidades cada vez mayores de la vida moderna, la invasión dinámica del siglo XX, mantienen al individuo cercado por gigantescas instituciones que le amenazan por todos lados, política, científica y económicamente. Nos hemos convertido en víctimas de la limitación del alma, de las sanciones y de las cosas permitidas.
Esta materia en la que nos hemos dejado encerrar se debe a una falta de discernimiento cultural. Nos hemos zambullido ciegamente en la fealdad y en el aborregamiento y hemos perdido nuestro sentido de la estética. Nuestro sentido de la vida ha quedado embotado por el ansia de ganancia, el poder y el monopolio. Hemos permitido que esas fuerzas nos envuelvan con un descuido total de sus nefastas consecuencias.
La ciencia, sin una inteligente orientación o sentido de la responsabilidad, nos ha entregado a los políticos y las armas militares de destrucción, que tienen en sus manos el destino de todos los seres vivos de este planeta.
Esta plétora de poder dejada en manos de hombres cuya responsabilidad moral y cuya competencia intelectual no son, y es lo menos que de ellos puede decirse, infalibles, y en muchos casos son discutibles, puede terminar en una guerra de exterminio de toda vida existente sobre la Tierra. Sin embargo, vamos ciegamente hacia delante.
Como me dijo en una ocasión Robert Oppenheimer: «El hombre está impulsado por la necesidad de saber». Bien está, pero en muchos casos, sin preocupación alguna de las consecuencias. Con esto Oppenheimer estuvo de acuerdo. Algunos sabios son como los fanáticos religiosos. Se lanzan hacia delante, creyendo que lo que descubren es siempre para bien y que su credo del conocimiento es un credo moral.
El hombre es un animal con instintos primarios de supervivencia. En consecuencia, su ingenio se ha desarrollado primero, y su alma después. Por tanto, el progreso de la ciencia va muy por delante de la conducta ética del hombre.
El altruismo avanza despacio a lo largo del sendero del progreso humano. Camina y va dando tropezones detrás de la ciencia. Y solo se le permite actuar por la fuerza de las circunstancias. La pobreza no ha disminuido por el altruismo o por la filantropía de los gobiernos, sino por las fuerzas del materialismo dialéctico.
Carlyle ha dicho que la salvación del mundo vendrá del pensamiento colectivo. Pero para que esto ocurra el hombre debe ser impulsado por graves circunstancias.
Así, al desintegrar el átomo, se ve arrinconado y se pone a pensar. Puede elegir entre destruirse a sí mismo o saber comportarse; el ímpetu de la ciencia lo está forzando a tomar esta decisión. Y en estas circunstancias, creo que, al final, su altruismo sobrevivirá y triunfará su buena voluntad por la humanidad.
Después de abandonar Estados Unidos vivíamos en un plano distinto. En París y en Roma fuimos recibidos como héroes triunfantes; invitados por el presidente Vincent Auriol a comer en el Elíseo, e igualmente invitados a comer en la embajada británica. Luego el gobierno francés me elevó al rango de oficial de la Legión de Honor, y ese mismo día la Sociedad de Autores y Compositores Dramáticos me nombró miembro honorario. Fue muy conmovedora para mí una carta de su presidente, Roger Ferdinand. Decía así:
Querido Sr. Chaplin:
Si algunas personas se extrañaron por la publicidad hecha en torno a su presencia, se debió a que estaban mal informadas de las razones por las que lo queremos y lo admiramos; serían también malos jueces de los valores humanos, y no se habrían tomado la molestia de contar los beneficios que ha generado usted en nosotros durante los últimos cuarenta años, ni de apreciar en su justo valor sus enseñanzas, ni la calidad de las alegrías y emociones que nos ha prodigado; en el mejor de los casos, serían, por lo menos, ingratas.
Usted se cuenta entre las más grandes personalidades del mundo, y los títulos que le dan derecho a la fama son iguales a los de quienes pueden situarse entre los más ilustres.
El primero de ellos es su genio. Esta palabra «genio», de la que tanto se ha abusado, adquiere su verdadero sentido cuando se la aplica a un hombre que no es solo un maravilloso actor, sino también autor, compositor, productor y, sobre todo, un hombre cordial y de bien. Pues usted es todo eso, y además con una sencillez que aumenta su estatura y que tiene un atractivo cálido y espontáneo, sin cálculos ni esfuerzos, para los corazones de los hombres de hoy, que se sienten tan atormentados como el de usted. Pero el genio no es suficiente para merecer la estimación, ni es suficiente para engendrar amor. Y, sin embargo, amor es la única palabra para expresar el sentimiento que usted inspira.
Cuando vimos Candilejas nos reímos muchas veces de todo corazón y lloramos, con lágrimas auténticas, las suyas, pues usted nos dio el precioso don de las lágrimas.
Realmente, la verdadera fama no puede usurparse; solo tiene sentido, valor y duración cuando se consagra a una buena causa. Y su victoria reside en el hecho de tener usted una generosidad y una espontaneidad humanas, que no están coartadas por las reglas o por las habilidades, sino que provienen de su propio sufrimiento, de sus alegrías, esperanzas y contrariedades; todo esto lo comprenden los que sufren más allá de sus fuerzas e imploran piedad y esperan constantemente ser aliviados, que les proporcionen un olvido momentáneo, con esa risa que no pretende curar, sino solo consolar.
Se puede uno imaginar, aun cuando no lo sepa, el precio que usted ha pagado por este don maravilloso que usted tiene de hacernos reír y luego, de pronto, llorar. Se puede uno imaginar, o mejor aún, puede uno percibir los sufrimientos que ha tenido usted que padecer para poder retratar con todo detalle todas esas pequeñas cosas que nos conmueven tan hondamente, y que usted ha tomado de los momentos de su propia vida.
Usted tiene buena memoria. Es fiel a los recuerdos de su infancia. No ha olvidado nada de su tristeza, de sus privaciones; ha querido ahorrar a otros el daño que padeció, o al menos ha querido dar a todos una razón para tener esperanza. Nunca ha traicionado usted su triste juventud, y la fama no ha podido jamás apartarle del pasado, pues, por desgracia, estas cosas pueden ocurrir. Esta fidelidad a sus primeros recuerdos es quizá su mayor mérito y el más importante de sus valores, y también la verdadera razón por la que las multitudes le adoran. Responden a las sutilezas de su interpretación. Parece como si usted estuviera siempre en contacto directo con los corazones de los demás. Y, claro, nada es más armonioso que esta comunión del autor, del actor y del director, que aplican sus talentos combinados al servicio de todo lo que es humano y bueno.
Esta es la razón de que su obra sea siempre generosa. No está coartada por las teorías y casi ni siquiera por la técnica; es siempre una confesión, una confidencia, una oración. Y cada cual es su cómplice, porque piensa y siente como usted.
Con su talento ha subyugado usted a los críticos, porque siempre ha logrado seducirlos. Es una tarea difícil. Nunca admitirá que usted responde por igual al encanto del melodrama pasado de moda y al endiablado gusto de Feydeau. Y, sin embargo, usted lo consigue, aunque haciendo gala también de cierta gracia, que nos hace pensar en Musset. Pero usted no imita a nadie ni a nadie se asemeja. Este es también el secreto de su gloria.
Hoy, nuestra Sociedad de Autores y Dramaturgos tiene el honor, el gozo, de darle la bienvenida. De este modo nos sumamos por unos momentos al peso de los compromisos que ha sobrellevado valientemente. Estamos ansiosos de recibirle en nuestro seno y de decirle cuánto le admiramos y le amamos, y de decirle también que usted es en verdad uno de los nuestros. Pues en sus películas el argumento está escrito por el señor Chaplin. Y la música también está compuesta por él, y él es quien la dirige. Y ser actor es, además, una contribución adicional y asimismo de primera clase.
Aquí tiene a los autores de Francia, autores de obras de teatro y de películas, compositores y productores, todos, como usted, de su propia clase, familiarizados con el orgullo y el propio sacrificio del arduo trabajo que usted tan bien conoce, con la ambición de conmover y divertir a las multitudes, mostrarles las alegrías y las tristezas de la vida, retratar el temor del amor perdido, la piedad para las tribulaciones inmerecidas, y con el deseo de enmendar lo que está equivocado, con un espíritu de paz, esperanza y fraternidad.
Gracias, señor Chaplin.
ROGER FERDINAND
Al estreno de Candilejas asistió un público muy distinguido, entre el que se encontraban los ministros del gabinete francés y los embajadores extranjeros. Sin embargo, el embajador de Estados Unidos no estuvo presente.
En la Comédie Française fuimos invitados de honor en una representación especial del Don Juan de Molière, que fue interpretado por los más relevantes artistas de Francia. Aquella noche se iluminaron y corrieron las fuentes del Palais-Royale, y Oona y yo fuimos recibidos por estudiantes de la Comédie vestidos con libreas del siglo XVIII y sosteniendo candelabros encendidos con los que nos condujeron al anfiteatro, ocupado por las mujeres más bellas de toda Europa.
En Roma tuvimos un recibimiento semejante; fui honrado, condecorado y recibido por el presidente y los ministros. En aquella ocasión ocurrió un incidente divertido en la proyección privada de Candilejas. El ministro de Bellas Artes propuso que entrase por la puerta del escenario, a fin de evitar el gentío. La sugerencia del ministro me pareció algo rara, y le dije que si el público tenía la paciencia suficiente para permanecer delante del teatro con objeto de verme, lo menos que podía yo hacer era tener la cortesía de entrar por la puerta principal y dejarme ver. El ministro lucía una expresión curiosa, mientras me reiteraba en tono suave que entrando por la puerta lateral me ahorraría muchas molestias. Pero insistí, de modo que él no presionó más.
Aquella noche tuvo el esplendor habitual de las funciones de gala. Cuando nos apeamos del coche, el gentío se amontonaba al otro lado de la calle, acordonada, demasiado lejos, pensé. Con toda la seducción de que soy capaz, bajé del coche y llegué hasta la mitad de la calzada, y ante una plétora de luces de arco, con una amplia sonrisa, levanté los brazos a la manera de De Gaulle. En ese mismo momento cayeron junto a mí repollos y tomates. No estaba muy seguro de qué era aquello ni de lo que había ocurrido, hasta que oí que mi amigo italiano, el intérprete, murmuraba a mi espalda: «¡Y pensar que esto suceda en mi país!». Sin embargo, no me alcanzó ningún proyectil, y rápidamente entramos en el teatro. Entonces me hizo gracia lo humorístico de la situación y no pude dejar de reír. Hasta mi amigo italiano tuvo que reírse conmigo.
Después nos enteramos de que los agresores eran jóvenes neofascistas. Debo decir que no tiraban con demasiada vehemencia; era, más que nada, una simple manifestación. Cuatro de ellos fueron inmediatamente detenidos y la policía me preguntó si deseaba presentar una denuncia contra ellos. «Claro que no —dije—. Solo son chicos.» Eran de edades comprendidas entre los catorce y los dieciséis años, y así terminó el asunto.
Antes de marcharnos de París para trasladarnos a Roma, Louis Aragon, poeta y director de Les Lettres Françaises, había llamado para decir que a Jean-Paul Sartre y a Picasso les gustaría entrevistarse conmigo. Así es que los invité a cenar. Sugirieron que fuera en algún sitio tranquilo; de modo que cenamos en mis habitaciones del hotel. Cuando Harry Crocker, mi agente de publicidad, se enteró de ello, casi le dio un ataque.
—Esto echará por tierra todo lo que habíamos conseguido desde que salimos de Estados Unidos.
—¡Pero, Harry, estamos en Europa, no en Estados Unidos, y resulta que estos señores son tres de las figuras más relevantes del mundo! —le dije.
Había tenido buen cuidado de no confiar a Harry ni a nadie que no tenía intención de regresar a Estados Unidos, porque aún tenía allí bienes de los que no había dispuesto en aquella fecha. Harry casi me hizo creer que una entrevista con Aragon, Picasso y Sartre era una conspiración para derrocar la democracia occidental. Sin embargo, su preocupación no fue óbice para que les persiguiese con objeto de que firmaran en su libro de autógrafos. Harry no fue invitado a cenar. Le dije que esperábamos que llegase después Stalin, y no queríamos que se diera a aquello ninguna publicidad.
No estaba muy seguro de cómo resultaría la noche. Solo Aragon sabía inglés, y la conversación a través de un intérprete es como disparar a un blanco lejano y esperar a saber el resultado de su puntería.
Aragon es un hombre apuesto, de rasgos bien dibujados. Picasso tiene una mirada burlona y humorística, y podría pasar por un acróbata o por un payaso antes que por un pintor. Sartre tiene la cara redonda, y aunque sus facciones no se prestan al análisis, poseen un sutil atractivo y sensibilidad. Sartre reveló poco de sí mismo. Aquella noche, después de haberse disuelto la reunión, Picasso nos llevó a su estudio de la orilla izquierda, que todavía utiliza. Cuando subíamos la escalera vimos un cartel en la puerta del cuarto que estaba debajo del suyo: «Este no es el estudio de Picasso; es un piso más arriba, por favor».
Llegamos a una buhardilla deplorable y parecida a un granero, incluso a Chatterton le habría desagradado morir en ella. Colgando de un clavo, en una viga, había una bombilla, que nos permitió ver una cama desvencijada de hierro y una estufa rota. Apoyada en la pared había una pila de viejos lienzos polvorientos. Cogió uno; era un Cézanne y de los más bellos; cogió otro y otro. Vimos más de cincuenta obras maestras. Sentí la tentación de ofrecerle una suma elevada por el lote, solo por sacarlo de aquella leonera. En aquel «bajo fondo» a lo Gorki había una mina de oro.