31

Después de los estrenos de París y Roma regresamos a Londres, donde estuvimos varias semanas. Tenía que buscar aún casa para mi familia. Un amigo me sugirió Suiza. Por supuesto, me hubiera gustado instalarme en Londres, pero no estábamos seguros de que el clima les fuera a sentar bien a los niños, y por entonces estábamos francamente preocupados por el dinero bloqueado.

Así que, con cierta melancolía, reunimos nuestros enseres y con los cuatro niños llegamos a Suiza. Nos alojamos provisionalmente en el hotel Beau-Rivage, en Lausana, frente al lago. Era otoño y resultaba algo triste, pero las montañas eran hermosas.

Estuvimos cuatro meses buscando una casa que nos conviniera. Oona, que esperaba nuestro quinto hijo, dijo terminantemente que cuando saliera de la clínica no quería volver a un hotel. Eso fue lo que me obligó a buscar algo, y nos acomodamos, por fin, en el Manoir de Ban,[15] en el pueblo de Corsier, un poco más arriba de Vevey. Ante nuestro asombro, descubrimos que tenía treinta y cinco acres de terreno que, entre otras cosas, produce cerezas, deliciosas ciruelas claudias, manzanas y peras; y una huerta en la que se cultivan fresas, maravillosos espárragos y maíz, una huerta a la que, en temporada, y estemos en donde estemos, vamos en peregrinación. Frente a la terraza hay una pradera de cinco acres, con magníficos y corpulentos árboles, que encuadran las montañas y el lago, a lo lejos.

Contraté a un personal muy competente: la señorita Rachel Ford, que se ocupó de organizar nuestra casa y que se convirtió más adelante en mi administradora, y a la señora Burnier, mi secretaria anglosuiza, que ha escrito y reescrito a máquina este libro muchas veces.

Estábamos un poco intimidados por la pretenciosidad de la mansión y nos preguntábamos si se adaptaría a nuestros ingresos; pero cuando el propietario nos dijo lo que costaba su mantenimiento, vimos que estaba dentro de los límites de nuestro presupuesto. Y así fue como nos fuimos a vivir al pueblo de Corsier, cuya población es de 1.350 habitantes.

Nos llevó casi un año orientarnos. Durante algún tiempo los niños fueron a la escuela del pueblo de Corsier. No era fácil que se les enseñara de repente todo en francés, y teníamos ciertos temor en cuanto al efecto psicológico que esto podría ejercer sobre ellos. Pero muy pronto hablaron francés con soltura, y era emocionante ver lo bien que se habían adaptado al estilo de vida suizo. Incluso Kay Kay y Pinnie, las encargadas de los niños, se decidieron a aprender francés.

Y entonces empezamos a romper los vínculos con Estados Unidos. Esto nos llevó un tiempo considerable. Fui a ver al cónsul estadounidense y le entregué mi permiso de regreso, diciéndole que renunciaba a mi residencia en Estados Unidos.

—¿No va a volver, Charlie?

—No —dije, casi disculpándome—. Soy un poco viejo para soportar más tonterías de esas.

No hizo ningún comentario, pero dijo:

—Bien; pero siempre podrá usted volver con un visado ordinario, si desea regresar.

Sonreí, meneando la cabeza.

—He decidido establecerme en Suiza.

Nos dimos la mano y eso fue todo.

Oona decidió después renunciar a su ciudadanía estadounidense. Para ello, cuando estábamos visitando Londres, lo comunicó a la embajada de su país. Sin embargo, le dijeron que llevaría, por lo menos, tres cuartos de hora terminar todas las formalidades. «¡Qué tontería! —le dije a Oona—. Es ridículo que tarden tanto. Iré contigo.»

Cuando llegamos a la embajada todos los insultos y calumnias del pasado se hincharon dentro de mí como un globo a punto de estallar. En voz alta pregunté por la oficina del Departamento de Inmigración. Oona estaba azorada. Se abrió una de las puertas de la oficina y apareció un hombre, que dijo: «¡Hola, Charlie! ¿Quiere entrar aquí con su mujer?»

Debió de leer mi pensamiento, pues su primera observación fue: «Un estadounidense que va a renunciar a su ciudadanía debe saber bien lo que va a hacer y estar en sus cabales. Por eso empleamos este tipo de interrogatorio: para proteger al ciudadano».

Desde luego, aquello me pareció natural.

Era un hombre que frisaba los sesenta años. «Le vi a usted en Denver en mil novecientos once, en el antiguo teatro Empress», me dijo, mirándome con displicencia.

Me serené, naturalmente, y estuvimos hablando de los viejos tiempos.

Cuando terminó aquella prueba, estuvo firmado el último papel y le dimos un cordial adiós, me sentí un poco triste por mi falta de emoción en aquel asunto.

En Londres vemos de cuando en cuando a algunos amigos, y entre ellos a Sydney Bernstein, Ivor Montagu, sir Edward Beddington-Behrens, Donald Ogden Stewart; Ella Winter, Graham Greene, J. B. Priestley, Max Reinhardt y Douglas Fairbanks hijo. Aunque los veamos poco, pensar en ellos es reconfortante, como el placer de saber que existe una amarra en alguna parte si en alguna ocasión queremos anclar en un puerto.

En una de nuestras visitas a Londres recibimos una nota diciendo que a Jruschov y a Bulganin les complacería entrevistarse con nosotros en una recepción que ofrecía la embajada soviética en el hotel Claridge. Cuando llegamos, el vestíbulo estaba abarrotado por un gentío, acordonado y en plena excitación. Con ayuda de un miembro de la embajada soviética empezamos a abrirnos paso a través de la masa. De repente, viniendo de frente, vimos a Jruschov y a Bulganin; también ellos se estaban abriendo paso, y por su expresión notamos que estaban molestos y se iban a retirar.

Se podía advertir que Jruschov, incluso en un momento de apuro, no carece de humor. Cuando estaba empujando para encontrar una salida, nuestro acompañante le llamó: «¡Jruschov!». Pero él se alejó, haciendo con la mano un gesto para mostrar que estaba harto. «¡Jruschov, Charlie Chaplin!», gritó nuestro hombre. Tanto Bulganin como Jruschov se detuvieron, dieron la vuelta y sus caras se iluminaron. Naturalmente, esto me halagó. En medio de la marea humana y del amontonamiento de la multitud, fuimos presentados. Por medio de un intérprete, Jruschov dijo algo respecto a lo mucho que el pueblo ruso apreciaba mis películas; luego nos ofrecieron vodka. Me pareció que habían tirado un bote de pimienta dentro, pero a Oona le gustó.

Nos las arreglamos para formar un corrillo, de modo que pudiéramos ser fotografiados. Por culpa del ruido yo no podía decir nada. «Vamos a la habitación de al lado», dijo Jruschov. La gente comprendió nuestras intenciones y se libró una batalla. Con ayuda de cuatro hombres fuimos lanzados como con catapulta en un salón privado. Una vez solos, Jruschov y todos los demás suspiramos: «¡Uf!». Ahora tenía ocasión de recurrir al ingenio y hablar. Jruschov acababa de pronunciar un maravilloso discurso, lleno de buena voluntad, a su llegada a Londres. Fue como un rayo de sol, y así se lo dije, comentándole que había dado esperanzas de paz a millones de personas en todo el mundo.

Fuimos interrumpidos por un reportero estadounidense:

—He sabido, señor Jruschov, que su hijo estuvo por ahí anoche divirtiéndose.

Jruschov tuvo una sonrisa regocijada, pero un poco molesta.

—Mi hijo es un muchacho serio, que estudia mucho para convertirse en ingeniero…, pero supongo que se divertirá algo de vez en cuando.

Unos minutos más tarde trajeron una nota diciendo que el señor Harold Stassen estaba fuera y que le gustaría ver al señor Jruschov. Se volvió hacia mí con aire jovial:

—¿No le importa? Es estadounidense.

Me eché a reír.

—No me importa.

Poco después, el señor y la señora Stassen y el señor y la señora Gromiko entraron disparados por la puerta. Entonces Jruschov se disculpó conmigo, diciendo que solo se entretendría unos minutos, y fue hacia un rincón apartado de la habitación para hablar con Stassen y Gromiko.

Por entablar conversación, pregunté a la señora Gromiko si iba a regresar a la Unión Soviética. Dijo que volvía a Estados Unidos. Observé que ella y su marido residían allí hacía mucho tiempo. Se echó a reír, un poco cohibida.

—No me importa —dijo—. Me gusta aquello.

—No creo que el auténtico Estados Unidos esté en Nueva York ni en la costa del Pacífico —dije—; personalmente, me gusta mucho más el medio oeste, lugares como Dakota del Norte y del Sur, Mineápolis y Saint Paul. Me parece que allí se encuentran los verdaderos estadounidenses.

—¡Oh! —exclamó de repente la señora Stassen—. Me alegra mucho que usted diga eso. Mi marido y yo somos de Minnesota. —Se echó a reír nerviosamente y repitió—: ¡Me alegra tanto que usted diga eso!

Creyó que me proponía soltar una andanada contra Estados Unidos y que las piedras y flechas que había recibido de aquel país me habían dejado resentido. Pero no era así, y aun en caso afirmativo, no soy de los que descargan su rencor contra una dama tan encantadora como la señora Stassen.

Vi que Jruschov y los demás iban a tener una larga charla; así que Oona y yo nos levantamos. Cuando Jruschov vio que nos íbamos dejó a Stassen y vino a decirnos adiós. Mientras nos dábamos la mano eché una mirada a Stassen; estaba recostado contra la pared y miraba hacia delante, sin querer enterarse de nada. Me despedí de todos, sin fijarme en Stassen, algo que en tales circunstancias creía que era lo más diplomático, aunque la rápida visión que tuve de él me gustó.

Al día siguiente Oona y yo cenamos solos en el Grill del Savoy. Cuando estábamos en los postres, sir Winston Churchill y lady Churchill llegaron y se detuvieron ante nuestra mesa. No había visto a sir Churchill ni había tenido noticias suyas desde 1931. Pero después del estreno de Candilejas en Londres recibí unas líneas de la United Artists, nuestros distribuidores, solicitando permiso para proyectar la película ante sir Churchill en su casa. Lo di, claro, de muy buen grado. Unos días después me envió una carta dándome las gracias y diciéndome lo mucho que le había gustado.

Y ahora sir Churchill estaba ante nuestra mesa, mirándonos. «¡Bien!», dijo.

Parecía haber un matiz reprobatorio en aquel «¡Bien!».

Me puse de pie enseguida, todo sonriente, y les presenté a Oona, que en aquel momento se iba a retirar.

Una vez que Oona se hubo marchado, pregunté si podía acompañarles a tomar café, y fuimos a su mesa. Lady Churchill dijo que había leído en los periódicos mi entrevista con Jruschov.

«Siempre me he llevado bien con Jruschov», dijo sir Churchill.

Pero durante todo el rato pude notar que tenía cierto resquemor contra mí. Naturalmente, habían ocurrido muchas cosas desde 1931. Él había salvado Inglaterra con su indomable valor y su inspirada elocuencia; pero yo estimaba que su discurso de Fulton sobre el «telón de acero» no había conseguido más que una intensificación de la guerra fría.

La conversación recayó en mi película Candilejas.

—Le mandé una carta hace dos años felicitándole por su película —dijo finalmente—. ¿La recibió?

—¡Oh, sí! —dije con entusiasmo.

—Entonces, ¿por qué no me contestó?

—Creí que no requería contestación —dije, cortés, disculpándome.

—¡Hum! —refunfuñó, sin dejarse engañar—. Me pareció que era una especie de censura.

—¡Oh, no! Claro que no —contesté.

—A pesar de todo —añadió para poner fin a la discusión—, siempre disfruto con sus películas.

Me quedé encantado con la modestia del hombre, que se acordaba de una carta sin contestar de hacía dos años. Pero no he visto nunca con buenos ojos su política. «No estoy aquí para presidir la disolución del Imperio británico», decía Churchill. Esto puede ser una frase elocuente, pero resulta una declaración fatua ante los acontecimientos modernos.

Esta disolución no es obra de los políticos, de los ejércitos revolucionarios, de la propaganda comunista, de la excitación de la plebe ni de la lucha económica. Los conspiradores son los medios de difusión internacionales: la radio, la televisión y las películas, el automóvil y el tractor, las innovaciones de la ciencia, la aceleración de la velocidad y las comunicaciones. Estos son los revolucionarios responsables de la disolución de los imperios.

Poco después de regresar a Suiza recibí una carta de Nehru, dentro de la que venía una nota de presentación de lady Mountbatten. Aseguraba que Nehru y yo teníamos mucho en común. Él iba a pasar por Corsier y tal vez pudiéramos entrevistarnos. Como se estaba celebrando la conferencia anual de embajadores en Lucerna, escribía diciendo que le encantaría que pudiera ir a Lucerna y pasar allí la noche; al día siguiente me dejaría en el Manoir de Ban. De modo que me fui a Lucerna.

Me sorprendió encontrarme con un hombre pequeño, como yo. Su hija, la señora Gandhi, estaba también presente, y era una mujer atractiva y tranquila. Nehru me dio la impresión de ser un hombre de humor cambiante, austero y sensible, con una mente sumamente despierta y evaluadora. Al principio se mostró reservado, hasta que salimos juntos de Lucerna y nos dirigimos al Manoir de Ban, donde le había invitado a comer. Su hija iba en otro coche porque se dirigía a Ginebra. Por el camino tuvimos una interesante conversación. Habló muy bien de lord Mountbatten, que, como virrey de la India, había realizado una excelente labor liquidando los intereses de Inglaterra.

Le pregunté en qué dirección ideológica iba la India. Me respondió: «Sea cual sea la dirección, es en bien del pueblo indio». Y añadió que había inaugurado ya un plan quinquenal. Habló brillantemente durante el trayecto, mientras su chófer conducía a setenta millas por hora, corriendo junto a precipicios, por carreteras estrechas y haciendo de repente virajes cerrados. Nehru estaba absorto en la exposición de la política de la India; pero debo confesar que me perdí la mitad de lo que decía, preocupado por aquel modo suicida de conducir. Mientras los frenos chirriaban, vapuleándonos, Nehru se mantenía imperturbable. Gracias a Dios tuvimos un respiro cuando por fin el coche se detuvo un momento en un cruce de carreteras, donde su hija se separaría de nosotros. Fue entonces cuando Nehru se mostró como un padre cariñoso y solícito: abrazó a su hija y le dijo con ternura: «Cuídate», palabras que hubieran resultado más apropiadas dichas por la hija al padre.

Durante la crisis de Corea, cuando el mundo estuvo en suspenso ante aquella coyuntura tan sumamente peligrosa, la embajada china me telefoneó para decirme si quería prestar Luces de la ciudad para proyectarla en Ginebra ante Chu En-Lai, que era el eje central a cuyo alrededor iba a girar la decisión de paz o de guerra.

Al día siguiente el primer ministro nos invitó a cenar con él en Ginebra. Antes de salir para esa ciudad, el secretario del primer ministro llamó para decir que Su Excelencia iba a retrasarse porque había surgido de pronto un importante asunto en la conferencia (un eufemismo) y que no le esperásemos; después se reuniría con nosotros.

Cuando llegamos, y ante nuestra sorpresa, Chu En-Lai nos esperaba en la escalinata de su residencia para darnos la bienvenida. Como el resto del mundo, estaba ansioso por saber qué había ocurrido en la conferencia, así es que se lo pregunté.

—Todo se ha arreglado amistosamente —dijo, dándome unos golpecitos en el hombro— hace cinco minutos.

Había oído muchos relatos interesantes sobre cómo los comunistas habían tenido que retroceder hacia el interior de China en los años treinta, y cómo, bajo el caudillaje de Mao Zedong, unos cuantos de ellos se reorganizaron y habían emprendido la marcha sobre Pekín, reagrupando fuerzas a medida que avanzaban. Aquella marcha les ganó el apoyo de seiscientos millones de chinos.

Aquella noche Chu En-Lai nos contó una historia emocionante sobre la entrada triunfal de Mao Zedong en Pekín. Había un millón de chinos presentes para darle la bienvenida. Habían levantado una gran tribuna, de quince pies de altura, en un extremo de la gran plaza, y cuando iba subiendo los escalones, por la parte de atrás apareció la parte superior de su cabeza, y un rugido de bienvenida brotó de las gargantas de un millón de personas, creciendo y creciendo a medida que la figura solitaria se hacía totalmente visible. Y cuando Mao Zedong, el conquistador de China, vio aquella enorme multitud, permaneció en pie durante un momento, y luego, de repente, se cubrió la cara con las manos y lloró.

Chu En-Lai había compartido con él las penalidades y congojas de aquella famosa marcha a través de China, y, sin embargo, cuando contemplaba su vigoroso y agradable rostro, me asombró comprobar lo tranquilo y joven que parecía.

Le dije que la última vez que había estado en Shanghai había sido en 1936.

—¡Ah, sí! —dijo, pensativo—. Eso fue antes de que nosotros nos pusiéramos en marcha.

—Bien; ahora ya no les queda mucho terreno por recorrer —dije, en broma.

Durante la cena bebimos champán chino (que no era malo), y como los rusos, hicimos muchos brindis. Brindé por el porvenir de China, y dije que aunque yo no era comunista, me unía de todo corazón a su esperanza y a su deseo de una vida mejor para el pueblo chino y para todos los pueblos.

En Vevey hemos hecho nuevos amigos, entre los que se cuentan Emile Rossier y Michel Rossier y sus familias, todos ellos amantes de la música. Por mediación de Émile conocí a Clara Haskil, la concertista de piano. Clara vivía en Vevey, y siempre que estaba en casa solía venir a cenar con las dos familias Rossier, y después tocaba para nosotros. Aunque había pasado de los sesenta, estaba en el apogeo de su carrera y cosechaba sus mayores triunfos tanto en Europa como en América. Pero en 1960 se cayó al bajar de un tren en Bélgica e ingresó en un hospital, donde falleció.

Pongo a menudo sus discos, los últimos que grabó, poco antes de morir. Cuando iba a empezar la reescritura de este libro por sexta vez, puse el Concierto número 3 para piano, de Beethoven, interpretado por Clara y dirigido por Markevitch, música que es para mí la mayor aproximación a la verdad que pueda lograr ninguna obra maestra del arte, y que ha representado para mí una fuente alentadora para terminar este libro.

Si no estuviéramos tan ocupados con nuestra familia, podríamos hacer una intensa vida social en Suiza, pues vivimos relativamente cerca de la reina de España y del conde y la condesa Chevreau d’Antraigues, que han sido muy cordiales con nosotros, y hay un gran número de estrellas de cine y de escritores que viven también cerca. Vemos con frecuencia a George y a Benita Sanders, y Noël Coward es también vecino nuestro. En primavera nos visitan muchos de nuestros amigos estadounidenses e ingleses. Truman Capote, que a veces trabaja en Suiza, nos visita con frecuencia. Durante las vacaciones de pascua llevamos a los niños al sur de Irlanda. Es algo que toda la familia espera impaciente todos los años.

En verano cenamos en la terraza con pantalón corto y nos quedamos fuera hasta las diez, contemplando el crepúsculo. A menudo, sin haberlo pensado previamente, decidimos ir a Londres y a París, a veces a Venecia o a Roma, lugares a los que solo tardamos dos horas en llegar.

En París somos muchas veces acogidos por Paul-Louis Weiller, nuestro muy querido amigo, que en agosto nos invita a toda la familia a pasar un mes en La Reine Jeanne, su hermosa finca, a orillas del Mediterráneo, donde los niños nadan y hacen todo el esquí acuático que quieren.

Los amigos me han preguntado si echo de menos Estados Unidos o Nueva York. Y francamente no. Estados Unidos ha cambiado, y también Nueva York. El gigantesco aumento de instituciones industriales, de prensa, de televisión y de anuncios comerciales me han divorciado por completo del estilo de vida estadounidense. Prefiero el reverso de la moneda, un sentido personal más sencillo de la vida, no las ostentosas avenidas ni los altísimos edificios, que recuerdan constantemente los grandes negocios y sus gravosos éxitos.

Pasó más de un año antes de que pudiese liquidar todos mis intereses en Estados Unidos. Querían cobrar impuestos sobre mis ganancias europeas de Candilejas hasta 1955, alegando que era todavía residente estadounidense, a pesar de tener prohibida la entrada en el país desde 1952. No contaba con ningún recurso legal, como me dijo mi abogado estadounidense, ya que tenía pocas probabilidades de regresar a Estados Unidos para defender mi caso.

Como ya había disuelto todas mis sociedades allí y liquidado todos mis intereses, estaba en condiciones de decirles que se fueran a freír espárragos. Pero como no quería tener que solicitar la protección de otra nación, llegué a un acuerdo para pagar una cantidad considerablemente menor de la que me exigían y considerablemente superior a la que debía haber pagado.

Cortar los últimos lazos con Estados Unidos fue triste. Cuando Helen, nuestra doncella de la casa de Beverly Hills, se enteró de que no íbamos a regresar, nos escribió la siguiente carta:

Queridos Sr. y Sra. Chaplin:

Les he escrito muchas cartas, pero no las he echado al correo. Parece que todo ha ido mal aquí desde que ustedes se fueron; yo misma no he sentido nunca tanta pena por ninguna otra persona que no fuera de mi propia familia. Pero todo es tan inútil, vano e injusto, que no consigo hacerme a ello. Y luego recibimos la triste noticia, que ya nos temíamos, diciendo que empaquetásemos casi todas las cosas. No es posible, no puede ser; las cosas que hemos empaquetado han sido lavadas casi con lágrimas y todavía me duele la cabeza del disgusto, ni sé cómo está su familia. «Por favor», POR FAVOR, Sra. C., «no deje» que el Sr. C. venda la casa, si puede impedirlo. Todas las habitaciones conservan su propia personalidad, aunque no queden en ellas más que las cortinas y los tapices. Estoy tan apegada a esta casa, que no quisiera que la ocupase nunca otra persona. Si yo tuviera el dinero… Pero esto es tonto, no tiene sentido. Prescinda de todos los gastos extras que pueda si lo desea. Pero, «por favor», POR FAVOR, conserve la casa. Sé que no debería decir esto, pero no puedo evitarlo, y no logro apartar de mí el pensamiento de que algún día todos ustedes regresarán. Sra C., basta ya por hoy; tengo tres cartas para mandárselas, pero necesito unos sobres algo mayores. Dé recuerdos a todos de mi parte, y perdone que escriba a lápiz, pues hasta mi pluma está estropeada.

Afectuosamente,

HELEN

También recibimos una carta de Henry, nuestro mayordomo, que decía lo siguiente:

Queridos Sr. y Sra. Chaplin:

No les he escrito desde hace mucho tiempo, pues me cuesta mucho expresarme correctamente en mi «suizo-inglés». Hace una semana ha tenido lugar para mí un feliz suceso, ya que tuve la suerte de ver la película Candilejas en una proyección privada. La señorita Runser me invitó. Estaban presentes unas veinte personas. A los únicos que conocía era al señor Sydney Chaplin y señora, a la señorita Runser y a Rolly. Me senté al fondo para estar solo con mis pensamientos. Bien valía la pena. Con seguridad fui el que se rió más fuerte, pero también el que tenía los ojos más llenos de lágrimas. Es la mejor película que he visto en mi vida. No se ha proyectado en Los Ángeles. Por radio tocan varios discos, música de Candilejas. Hermosa música. Me electriza cuando la oigo. Al señor C., el compositor, no le mencionan nunca. Me alegra saber que a los niños les gusta Suiza. Naturalmente, a las personas mayores les cuesta más adaptarse a un país extranjero. Creo que Suiza es uno de los mejores. Las mejores escuelas del mundo. Y también la república más antigua del globo, desde 1191. El 1 de agosto es allí el 4 de julio. El día de la Independencia. No es día de vacaciones, pero se ven hogueras en las cumbres de todas las montañas. En conjunto, es uno de los pocos países conservadores y prósperos. Salí de allí en 1918 para ir a Sudamérica. Desde entonces he vuelto dos veces. También serví dos trimestres en el ejército suizo. Nací en Sankt Gall, en la parte este de Suiza. Tengo un hermano menor en Berna y otro en Sankt Gall.

Mis mejores votos para todos ustedes.

Respetuosamente suyo,

HENRY

Todos los que trabajaron para mí en California seguían percibiendo su sueldo, pero no podía seguirles pagando, ahora que estaba domiciliado en Suiza. Así que dispuse que se les entregara una indemnización por despido y entregué a cada uno una bonificación. Todo ascendió a ochenta mil dólares. Edna Purviance, además de recibir su bonificación, siguió como empleada hasta el día en que murió.

Durante el reparto de papeles de Monsieur Verdoux pensé en Edna para el papel principal de madame Grosnay. No la había visto desde hacía veinte años, pues no venía nunca al estudio, ya que su cheque semanal se lo mandaban de la oficina por correo. Me confesó después que al recibir una llamada del estudio se sintió más asombrada que emocionada.

Cuando Edna llegó, Rally, el cámara, entró en mi camerino. Tampoco él la había visto desde hacía veinte años. «Aquí está —me dijo con ojos llameantes—. Claro que no es la misma, pero ¡tiene un aspecto estupendo!» Dijo que me estaba esperando en el jardín, delante de su camerino.

No quería que hubiera ninguna escena emotiva, de manera que adopté una actitud despreocupada, como si solo hubiesen pasado varias semanas desde que nos habíamos visto. «¡Vaya, vaya! Por fin te hemos convencido», le dije alegremente.

A la luz del sol advertí que sus labios temblaban mientras sonreía; luego le expuse la razón por la cual la había llamado, y le hablé con entusiasmo de la película. «Suena estupendo», me dijo. Edna fue siempre una entusiasta.

Leyó el papel y no lo hizo mal; pero su presencia me afectaba sin cesar con una deprimente nostalgia, pues iba asociada a mis primeros éxitos, aquellos días en que todo era futuro.

Se enfrascó en el papel, pero infructuosamente, porque el personaje exigía una mundanidad europea que Edna no había tenido nunca, y después de trabajar con ella tres o cuatro días, tuve que reconocer que no era la adecuada. La propia Edna se sintió más aliviada que disgustada. No la volví a ver ni tuve noticias de ella, hasta que me escribió a Suiza para agradecerme su paga de despido:

Querido Charlie:

Por primera vez puedo escribirte para darte las gracias por tu amistad a lo largo de los años y por todo cuanto has hecho por mí. En la juventud parece que no vamos a tener tantas preocupaciones, pero sé que has tenido tu parte. Espero que tu copa de felicidad esté colmada con una esposa encantadora y una familia…

A continuación describía su enfermedad y los cuantiosos gastos en médicos y enfermeras; pero terminaba, como hacía siempre, con un chiste:

Una historia que he oído: meten a un tipo dentro de un cohete y disparan para ver hasta qué altura puede subir, diciéndole que tome nota de ella. De modo que él va contando: 25.000, 30.000, 100.000, 500.000… Al llegar aquí exclama: «¡Dios mío!», para sí mismo, y entonces una voz suavísima le contesta: «Dime»…

… Por favor, Charlie, por favor, dame noticias tuyas en un futuro próximo y por favor también, vuelve, porque aquí está tu sitio.

Sinceramente, tu más fiel y mejor admiradora, con todo afecto,

EDNA

A lo largo de los años no he escrito nunca a Edna; me comunicaba con ella siempre por mediación del estudio. Su última carta la escribió para darme las gracias al enterarse de que seguía figurando en nómina:

13 de noviembre de 1956

Querido Charlie:

Aquí estoy otra vez con el corazón rebosante de gratitud, y también otra vez en el hospital (Cedars of Lebanon), sometida a un tratamiento de rayos X, de cobalto, en el cuello. ¡Después de esto no puede existir el infierno! Lo llevo dentro con solo mover el dedo meñique. Sin embargo, es el mejor tratamiento que se conoce para el mal que me aqueja. Espero volver a casa a fines de semana, y entonces podré ser una enferma externa (¡qué maravilla!). Afortunadamente, el resto está bien, ya que esto es, según dicen ellos, pura y simplemente local. Lo cual me recuerda a aquel individuo que estaba en la esquina de la calle Siete con Broadway rompiendo un papel a trocitos y arrojándolos al aire. Pasó un policía y le preguntó qué hacía. A lo cual contestó: «Pues, sencillamente, alejando los elefantes». Y el otro le dijo: «¡Si no hay elefantes en este barrio!». Y el fulano replicó: «¿Lo ve? Está dando resultado». Esta es mi historia idiota de hoy, perdóname.

Espero que tú y tu familia estéis bien y disfrutando de todo lo que has ganado trabajando.

Te quiere siempre,

EDNA

Poco después de recibir esta carta Edna murió. Así se rejuvenece el mundo. Y la juventud se adueña de él. Y nosotros, los que hemos vivido un poco más, nos sentimos cada vez más solos a medida que proseguimos nuestro camino.

Con esto voy a terminar esta Odisea mía. Me doy cuenta de que el tiempo y las circunstancias me han favorecido. He sido mimado por el afecto del mundo, amado y odiado. Sí, el mundo me ha dado lo mejor de él y poco de lo peor. Cualesquiera que hayan sido mis vicisitudes adversas, creo que la fortuna y la mala suerte se amontonan sobre uno, como las nubes. Al ser consciente de esto, nunca me han impresionado demasiado las cosas malas y me han sorprendido gratamente las buenas. No tengo ni un plan de vida ni ninguna filosofía, ya que, sabios o locos, todos tenemos que luchar con la vida. Titubeo entre contradicciones; a veces las cosas nimias me molestan y las catástrofes me dejan indiferente.

Sin embargo, mi vida es más emocionante hoy día de lo que lo ha sido nunca. Gozo de buena salud, tengo aún capacidad creadora y proyectos para producir más películas; tal vez no actúe, pero las escribiré y dirigiré para los miembros de mi familia, algunos de los cuales tienen grandes aptitudes para el teatro. Soy todavía muy ambicioso; no me retiraré nunca. Hay muchas cosas que quiero hacer; además de tener unos cuantos guiones inacabados, me gustaría escribir una obra de teatro y una ópera, si el tiempo me lo permite.

Schopenhauer ha dicho que la felicidad es un estado negativo, pero no estoy de acuerdo con él. Durante los últimos veinte años he sabido qué es la felicidad. Tengo la suerte de estar casado con una esposa maravillosa: me gustaría decir algo más sobre esto, pero lleva implícito el amor, y el amor perfecto es el más bello de todos los desengaños, porque supone más de lo que uno puede expresar… A medida que convivo con Oona, la profundidad y la belleza de su carácter son una continua revelación para mí. Hasta cuando camina delante por las estrechas aceras de Vevey con una sencilla dignidad, erguida su bella figura, con su pelo oscuro peinado hacia atrás, en el que se ven unas hebras de plata, me invade una repentina oleada de amor y de admiración por todo lo que es y se me hace un nudo en la garganta.

Con esta felicidad me siento a veces en nuestra terraza, a la puesta de sol, y contemplo el amplio jardín, con el lago a lo lejos, y más allá del lago veo las tranquilizadoras montañas, y en esta disposición de ánimo no pienso en nada y gozo de su magnífica serenidad.