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No me disgustó demasiado abandonar Estados Unidos, pues había decidido regresar, aunque no sabía ni cuándo ni cómo. Sin embargo, deseaba volver a Londres y a nuestro cómodo pisito. Desde que había iniciado la gira por Estados Unidos aquel cuarto se había convertido en una especie de sanctasanctórum.

Hacía tiempo que no tenía noticias de Sydney. En su última carta me comunicaba que el abuelo estaba viviendo en el piso. Pero al llegar a Londres, Sydney salió a recibirme a la estación y me dijo que había traspasado el piso, se había casado y estaba viviendo en otro amueblado, en Brixton Road. Esto fue un duro golpe para mí, pensar que ya no existía aquel alegre y pequeño puerto de refugio, que había dado un contenido a mi vida, el orgullo de un hogar… Ahora carecía de él. Alquilé una habitación interior en Brixton Road. Era tan lúgubre, que decidí regresar a Estados Unidos lo antes posible. Aquella primera noche Londres parecía tan indiferente a mi regreso como una máquina tragaperras cuando le echamos una moneda.

Como Sydney estaba casado y trabajaba todas las noches, lo veía poco; pero el domingo fuimos los dos a visitar a nuestra madre. Fue un día deprimente, porque ella no estaba bien. Acababa de pasar una fase ruidosa, en la que le dio por cantar himnos, y la tuvieron que confinar en una celda acolchada. Sydney la vio, pero yo no tuve valor y esperé. Syney volvió muy impresionado, y dijo que le habían aplicado un electrochoque y también baños helados y que tenía la cara completamente morada. Eso nos animó a tomar la decisión de internarla en una institución privada —ahora podíamos hacerlo—, de modo que la trasladamos al mismo establecimiento en donde el gran comediante inglés Dan Leno, ya difunto, había estado internado.

Cada día me sentía más descentrado y desarraigado. Supongo que, si hubiera vuelto a nuestro pisito, mis sentimientos habrían sido diferentes. Por supuesto, la tristeza no me dominó por completo. La familiaridad, el hábito y mis vínculos con Inglaterra eran para mí profundamente conmovedores después de haber llegado a Estados Unidos. Gozábamos de un verano inglés ideal, y su romántica belleza no se parecía a nada de cuanto había visto en otras partes.

El señor Karno, el jefe, me invitó a pasar un fin de semana en su yate en la isla de Tagg. Era una embarcación bien acondicionada, con paneles de caoba y lujosos camarotes para los invitados. Por la noche se iluminaba con guirnaldas de luces de colores dispuestas alrededor del barco, alegres y encantadoras, a mi parecer. La noche era bella y cálida, y después de cenar nos sentamos en la cubierta superior, bajo las luces de colores, tomando café y fumando cigarrillos. Aquella era la Inglaterra que me hacía olvidar cualquier otro país.

De repente, una voz engolada, de falsete, empezó a gritar histéricamente: «¡Oh, vean todos mi precioso barco! ¡Vean mi precioso barco! ¡Y las luces! ¡Ja, ja, ja!». La voz se convirtió en un ataque histérico de risa burlona. Miramos para ver de dónde venía aquella discordancia y divisamos a un hombre en un bote de remos, vestido de franela blanca, con una dama reclinada en el asiento posterior. La pareja semejaba una ilustración cómica del Punch. Karno se asomó por la borda y le dirigió un ruido malsonante; pero nada pudo contener aquella risa histérica. «Solo podemos hacer una cosa —dije—, ser todo lo ordinarios que ellos se figuran.» Así pues, solté una violenta andanada de insultos rabelesianos que turbaron tanto a la dama que su acompañante tuvo que alejarse remando con celeridad.

El ridículo arrebato de aquel idiota no fue una crítica a un barco de mejor o peor gusto, sino un prejuicio esnob contra lo que él consideraba una ostentación de la clase media. Aquel individuo no se hubiera reído histéricamente ante el palacio de Buckingham, gritando: «¡Miren en qué casa tan grande vivo!», ni se hubiese reído al pasar la carroza de la coronación. En Inglaterra siempre percibí de manera notoria esa omnipresente distinción de clases. Me parece que ese tipo de inglés tiene siempre demasiada prisa en medir la inferioridad social de los demás.

Nuestra compañía estadounidense empezó a trabajar y actuamos durante catorce semanas en los music-halls de los alrededores de Londres. El espectáculo fue bien acogido y el público se mostró maravilloso; pero yo no hacía más que preguntarme si volveríamos alguna vez a Estados Unidos. Amaba Inglaterra, si bien para mí era imposible vivir allí. A causa de mi origen, tenía la sensación inquietante de que me hundía otra vez en deprimentes miserias. Así que cuando llegó la noticia de que habíamos sido contratados para otra gira en Estados Unidos, me alegré muchísimo.

Un domingo, Sydney y yo vimos a nuestra madre, que parecía estar mejor de salud; antes de que Sydney se marchara a provincias, comimos juntos. En mi última noche en Londres, emocionado, triste y amargado, volví a deambular por el West End, pensando para mis adentros: «Es la última vez que veré estas calles».

En esa ocasión llegamos a Nueva York en el Olympic; viajamos en segunda clase. El zumbido de las máquinas disminuyó, lo cual significaba que nos acercábamos a nuestro destino. Esa vez me sentí como en casa en Estados Unidos; un extranjero entre extranjeros, aliado con los demás.

Aunque me gustaba mucho Nueva York, quería ir al Oeste para saludar de nuevo a aquellas personas a las que ahora consideraba cordiales amigos: el barman irlandés de Butte, Montana; el afable millonario y terrateniente de Mineápolis; la bella chica de Saint Paul, con la que había pasado una romántica semana; MacAbee, el propietario de minas escocés de Salt Lake City; el simpático dentista de Tacoma, y los Grauman, en San Francisco.

Antes de dirigirnos a la costa del Pacífico trabajamos en los pequeños music-halls de los suburbios de Chicago y Filadelfia y en ciudades industriales como Fall River y Duluth, entre otras.

Como de costumbre, vivía solo. No obstante, eso tenía sus ventajas, porque me daba la oportunidad de cultivar mi inteligencia, decisión que había acariciado durante muchos meses, pero que no había llevado nunca a cabo.

Hay una fraternidad entre los que quieren adquirir conocimientos apasionadamente. Yo era uno de ellos. Pero mis motivos no eran tan puros; yo quería saber no por amor a la ciencia, sino como una defensa contra el desprecio que siente el mundo por el ignorante. Así que, cuando tenía tiempo, merodeaba por las librerías de viejo.

En Filadelfia topé por casualidad con una edición de la obra de Robert Ingersoll Essays and Lectures. Fue un acuciante descubrimiento. Luego descubrí a Emerson. Después de leer su ensayo Confianza en uno mismo tuve la sensación de que me habían conferido un dorado mayorazgo. A este le siguió Schopenhauer. Compré los tres tomos de El mundo como voluntad y representación, que he leído de vez en cuando, nunca por entero, durante más de cuarenta años. Hojas de hierba, de Walt Whitman, me aburre y me sigue aburriendo. Es un místico nacional excesivo, un corazón demasiado amoroso. En mi camerino, entre una representación y otra, tuve el placer de descubrir a Twain, Poe, Hawthorne, Irving y Hazlitt. En aquella segunda gira no adquirí tanta cultura clásica como hubiera deseado, pero sí una gran dosis de aburrimiento en las esferas más bajas del negocio teatral.

Aquellas giras por los circuitos de vodevil de poca categoría eran desabridas y deprimentes, y mis esperanzas de futuro en Estados Unidos desaparecieron con la rutina de dar tres y a veces cuatro funciones diarias los siete días de la semana. Comparado con eso, el mundo del vodevil en Inglaterra era un paraíso. Por lo menos, no trabajábamos más que seis días a la semana y solo dábamos dos funciones por la noche. Nuestro consuelo era que en Estados Unidos podíamos ahorrar un poco más de dinero.

Habíamos trabajado sin cesar durante cinco meses y el aburrimiento de aquel trabajo me tenía desalentado, de modo que cuando tuvimos una semana de descanso en Filadelfia la acogí con alegría. Yo aspiraba a un cambio, a otro ambiente; perder mi identidad y convertirme en otro. Estaba harto de la rutina del vodevil de ínfima categoría y decidí que durante una semana me entregaría a la aventura de una buena vida. Había ahorrado una considerable suma de dinero, y en mi desesperación decidí pasar unos días de juerga. ¿Por qué no? Había vivido estrechamente para ahorrar, y cuando no tuviera trabajo continuaría viviendo con estrecheces; así que ¿por qué no gastar ahora un poco de dinero?

Me compré una bata cara y un elegante maletín, que me costaron setenta y cinco dólares en total. El vendedor se mostró muy obsequioso: «¿Quiere que se lo enviemos a casa, señor?». Estas pocas palabras bastaron para animarme, dignificándome, y dándome cierta distinción ante mí mismo. Ahora iría a Nueva York y me alejaría del cochambroso vodevil y de toda aquella oscura existencia.

Tomé una habitación en el hotel Astor, que era lo más grandioso en aquellos días. Llevaba mi traje, elegante y bien cortado, el sombrero derby y el bastón, y desde luego, el maletín. El esplendor del vestíbulo y la soltura de la gente que cruzaba por él me hizo temblar ligeramente cuando me inscribí en la recepción.

La habitación costaba cuatro dólares y medio al día. Pregunté con timidez si tendría que pagar por adelantado. El empleado se mostró muy cortés y tranquilizador: «¡Oh!, no señor; no es necesario».

Atravesar el vestíbulo, con todos sus dorados y terciopelos, me emocionó; así que cuando llegué a mi habitación sentí deseos de llorar. Me quedé allí más de una hora, inspeccionando el cuarto de baño, con sus complicadas tuberías, y probando el generoso chorro de agua fría y caliente. ¡Qué grato y tranquilizador es el lujo!

Me di un baño, me peiné y me puse la bata nueva, con intención de sacar todo el jugo al lujo al que me daban derecho los cuatro dólares y medio… ¡Si al menos tuviera algo para leer, aunque fuese un periódico! Pero no me sentí con la confianza suficiente para telefonear pidiendo uno. Así que cogí una silla y me senté en medio de la habitación, examinándolo todo con un sentimiento de suntuosa melancolía.

Al cabo de un rato me vestí y bajé. Pregunté por el comedor principal. Era un poco temprano para comer; el lugar estaba vacío, a excepción de uno o dos comensales. El maître me condujo a una mesa junto a la ventana.

—¿Le parece bien esta mesa, señor?

—Cualquier sitio sirve —dije con mi mejor acento inglés.

De repente un enjambre de camareros empezó a revolotear a mi alrededor, trayéndome agua helada, la carta, la mantequilla y el pan. Estaba demasiado emocionado para tener hambre. Sin embargo, fingiendo estar acostumbrado a todo aquello, pedí consomé, pollo asado y, de postre, helado de vainilla. El camarero me entregó la carta de vinos, y después de un cuidadoso examen, pedí media botella de champán. Estaba demasiado preocupado viviendo mi papel para disfrutar del champán o de la comida. Cuando terminé le di un dólar de propina al camarero, propina espléndida en aquellos días. Pero bien lo merecían la reverencia y la solicitud que me prodigaron al salir. Sin ninguna razón aparente, volví a mi habitación y permanecí allí diez minutos; luego me lavé las manos y salí a la calle.

Era una suave noche de verano, a tono con mi humor, mientras caminaba en dirección al Metropolitan Opera House. Representaban Tannhäuser. No había visto nunca gran ópera, a excepción de algunos pequeños fragmentos en los vodeviles, y la aborrecía. Pero ahora me apetecía verla. Compré una localidad de anfiteatro. La ópera la cantaban en alemán y no entendía ni una palabra ni tampoco conocía la trama. Pero cuando la reina, muerta, es transportada al compás de la música del coro de peregrinos, lloré con amargura. Aquello parecía resumir todas las penalidades de mi vida. Apenas pude dominarme. No sé qué pensaría la gente que estaba a mi alrededor, pero salí con las piernas temblando y emocionalmente deshecho.

Di un paseo por la ciudad, eligiendo las calles más oscuras, pues no podía resistir el vulgar resplandor de Broadway ni volver a aquella estúpida habitación del hotel hasta que se hubiera disipado mi estado de ánimo. Cuando me repuse decidí irme derecho a la cama. Estaba emocional y físicamente exhausto.

Al entrar en el hotel me tropecé con Arthur Kelly, el hermano de Hetty, que solía actuar de gerente de la compañía en la que ella figuraba. Como era hermano de Hetty, había cultivado su amistad. Hacía varios años que no lo veía.

—¡Charlie! ¿Adónde vas? —me preguntó.

Sin dar importancia a la cosa, señalé el hotel con la cabeza.

—Me iba a acostar…

Arthur acusó el golpe.

Estaba con dos amigos, y después de presentarme a ellos sugirió la idea de ir a su apartamento de Madison Avenue a tomar una taza de té y a charlar.

Era un piso muy cómodo; nos sentamos en círculo y hablamos de cosas sin importancia. Arthur evitaba cuidadosamente toda referencia a nuestro pasado. Sin embargo, como me hospedaba en el Astor, estaba deseoso de sacarme alguna noticia. Pero le dije poco; tan solo que había ido a Nueva York a pasar allí dos o tres días de vacaciones.

Arthur había progresado mucho desde que vivía en Camberwell. Ahora era un próspero hombre de negocios que trabajaba para su cuñado, Frank J. Gould. Mientras escuchaba su charla mundana, aumentaba mi melancolía. Refiriéndose a uno de sus amigos Kelly dijo: «Es un amigo simpático; tengo entendido que procede de muy buena familia». Sonreí para mis adentros ante su interés por la genealogía y me di cuenta de que Arthur y yo teníamos pocas cosas en común.

Estuve solo un día en Nueva York. A la mañana siguiente decidí regresar a Filadelfia. Aunque aquella jornada me proporcionó el cambio que yo necesitaba, había sido un día emotivo y agotador. Ahora necesitaba compañía. Ansiaba que llegara el ensayo de la mañana del lunes y encontrarme con los compañeros. Por fastidioso que fuera volver a la vieja rutina, aquel día de opulento vivir me había bastado.

Cuando regresé a Filadelfia pasé por el teatro. Había un telegrama dirigido al señor Reeves, y yo estaba presente cuando lo abrió: «Me pregunto si se refiere a ti», dijo. El telegrama decía: «Hay en su compañía un hombre llamado Chaffin o algo parecido. Stop. Si es así, que se ponga en contacto con Kessel y Bauman, 24 edificio Longacre, Broadway».

No había nadie que se llamara así en la compañía, pero, como indicó Reeves, quizá los remitentes querían decir Chaplin. Entonces me puse nervioso, pues el edificio Longacre, según me enteré, estaba en el centro de Broadway y lleno de bufetes de abogados. Al recordar que yo tenía una tía rica en algún lugar de Estados Unidos, eché a volar la imaginación; tal vez hubiera muerto, dejándome una fortuna. Así que contesté con un telegrama a Kessel y Bauman diciendo que había un Chaplin en la compañía, al que quizá se refiriesen ellos. Esperé con ansiedad la respuesta. Llegó el mismo día. Abrí el telegrama. Decía: «¿Quieren decirle a Chaplin que nos visite en nuestra oficina lo antes posible?».

Emocionado y lleno de ilusión, cogí el primer tren de la mañana para Nueva York, que estaba tan solo a dos horas y media de Filadelfia. No sabía qué me esperaba allí; me imaginaba sentado en el bufete de un abogado escuchando la lectura de un testamento.

Sin embargo, cuando llegué me sentí algo decepcionado, pues Kessel y Bauman no eran abogados, sino productores de películas. A pesar de eso, la realidad de la situación se revelaría no menos emocionante.

El señor Charles Kessel, uno de los propietarios de la Keystone Comedy Film Company, me dijo que el señor Mack Sennett me había visto interpretar el papel de borracho en el American Music Hall de la calle Cuarenta y dos, y que si yo era aquel mismo cómico le gustaría contratarme para ocupar el lugar del señor Ford Sterling. Muchas veces había acariciado la idea de trabajar en el cine, e incluso le propuse a Reeves asociarme con él para adquirir los derechos de todos los sketches de Karno y hacer con ellos películas. Pero Reeves se había mostrado escéptico y prudente, porque nosotros no sabíamos nada de la producción de películas.

Kessel me preguntó si había visto alguna comedia de Keystone. Claro que había visto varias; pero no le dije que, a mi juicio, eran una cruda mezcla de ordinariez y confusión. Sin embargo, una linda chica de ojos oscuros llamada Mabel Normand, que era encantadora, aparecía en ellas de vez en cuando y con eso justificaba su existencia. No estaba muy entusiasmado con el tipo de comedia de Keystone, pero me daba cuenta de su valor publicitario. Un año en aquel trabajo y podría volver al vodevil como estrella internacional. Además, aquello significaba una nueva vida y un ambiente agradable. Kessel me dijo que el contrato exigiría rodar tres películas cada semana, con un sueldo de ciento cincuenta dólares. Era el doble de lo que cobraba en la compañía Karno. Sin embargo, no acepté; discutí y le dije que no podía aceptar por menos de doscientos dólares a la semana. El señor Kessel me contestó que aquello correspondía al señor Sennett; se lo notificaría en California y me haría saber la respuesta.

Viví con angustia la espera de noticias de Kessel. ¿Acaso había pedido demasiado? Por fin llegó la carta, diciendo que estaban dispuestos a firmar un contrato de un año a ciento cincuenta dólares los tres primeros meses y a ciento setenta y cinco dólares los nueve restantes; más dinero del que me habían ofrecido en la vida. Debía debutar al terminar nuestra gira con Sullivan y Considine.

Cuando actuamos en el Empress, de Los Ángeles, tuvimos un éxito clamoroso, gracias a Dios. Era una comedia titulada Una noche en el club. Yo hacía el papel de un viejo borracho decrépito y parecía tener al menos cincuenta años. El señor Sennett vino a verme después de mi actuación y me felicitó. En aquella corta entrevista observé que era un hombre grueso y fornido, cejijunto, con una boca grande, de labios carnosos y una poderosa mandíbula. Todo ello me impresionó. Pero me pregunté si sería amable en nuestras futuras relaciones. Durante aquella entrevista estuve sumamente nervioso y no sabía con seguridad si él estaba o no satisfecho de mí.

Al cabo de un rato me preguntó cuándo me uniría a ellos. Le dije que podría empezar la primera semana de septiembre, al finalizar mi contrato con la compañía Karno.

Me daba reparo separarme de ellos en Kansas City. La compañía regresaría a Inglaterra, mientras yo me iba a Los Ángeles, donde estaría solo, algo que no me resultaba muy agradable. Antes de la última actuación invité a todos a unas copas y me sentí bastante triste al pensar en la despedida.

Un miembro de nuestra compañía, Arthur Dando, a quien no sé por qué le resultaba antipático, quiso gastarme una broma, y me dio a entender con vagas alusiones que recibiría un pequeño regalo de la compañía. Debo confesar que me sentí emocionado. Sin embargo, no ocurrió nada. Cuando todo el mundo había abandonado el vestuario, Fred Karno hijo me confesó que Dando había preparado un discurso, además del regalo; pero al ver que yo había pedido copas para todos, no tuvo valor para seguir la broma y dejó el «regalo» detrás del espejo del tocador. Era una caja de puros vacía, envuelta en papel de plata, y que contenía solo pedacitos de barras de maquillaje.