16

Tom Harrington entró a mi servicio un poco por casualidad; pero desempeñaría un papel muy importante en un cambio fundamental de mi vida. Había sido ayudante de camerino y asistente personal de mi amigo Bert Clark, actor inglés de vodevil, contratado por la Keystone. Bert, vago y poco práctico, era un excelente pianista, y en una ocasión me había propuesto que me asociara con él en un negocio de edición de música. Habíamos alquilado una habitación en la tercera planta de un edificio de oficinas, en el centro; habíamos editado dos mil ejemplares de dos canciones muy malas y de algunas composiciones musicales mías. El negocio era absurdo. Creo que vendimos tres ejemplares: uno al compositor estadounidense Charles Cadman y los otros a dos personas que pasaron casualmente por delante de nuestra oficina, al bajar la escalera.

Clark había puesto a Harrington al frente de la oficina; pero un mes después volvió a Nueva York y la cerró. Sin embargo, Tom se quedó, diciendo que le gustaría trabajar para mí en las mismas cosas en que había trabajado para Clark. Ante mi sorpresa, me confesó que nunca había recibido un sueldo de Clark; solo le había pagado los gastos de manutención, lo cual no ascendía a más de siete u ocho dólares a la semana, pues como era vegetariano, se alimentaba a base de té, pan, mantequilla y patatas. Por supuesto, esa noticia me impresionó y le aboné un sueldo de acuerdo al tiempo que había trabajado para el negocio de la edición de música, y Tom se convirtió en mi hombre para todo: mi asistente personal, mi ayuda de cámara y mi secretario.

Era un alma cándida que no aparentaba una edad determinada; tenía una forma de ser enigmática y un rostro bondadoso y ascético, semejante al de san Francisco, de labios finos, frente alta y unos ojos que miraban el mundo con una triste objetividad. Era descendiente de irlandeses, un poco bohemio, rodeado de cierto misterio, que vino del East Side de Nueva York, pero que parecía más apto para vivir en un monasterio que en medio de la frivolidad de los negocios del mundo del espectáculo.

Venía por la mañana al Athletic Club con mi correo y los periódicos y encargaba mi desayuno. A veces, sin hacer ningún comentario, dejaba algunos libros en la mesita de la cabecera: Lafcadio Hearn y Frank Harris, autores de los que nunca había oído hablar. Gracias a Tom leí la Vida de Samuel Johnson, de Boswell. «Le ayudará a dormir por la noche», decía, riendo entre dientes. No hablaba nunca, a no ser que se le dirigiese la palabra, y tenía el don de desaparecer mientras yo desayunaba. Tom se convirtió en el sine qua non de mi existencia. Solo tenía que limitarme a decirle que hiciese algo; él asentía y lo hacía.

Si no hubiera sonado el teléfono en el momento preciso en que me disponía a salir del Athletic Club, el curso de mi vida podría haber sido distinto. Era Sam Goldwyn, que me invitaba a ir a su casa de la playa a nadar. Estábamos a finales de 1917.

Fue una tarde alegre e intrascendente. Recuerdo que estaban allí la bella Olive Thomas y otras muchas chicas guapas. Cuando ya había transcurrido parte del día llegó una muchacha que respondía al nombre de Mildred Harris. Venía con un acompañante, un tal señor Ham. Es mona, pensé. Alguien observó que estaba loca por Elliott Dexter, que también se encontraba allí, y me di cuenta de que lo devoraba con la mirada durante toda la tarde. Pero él casi no le hizo caso. No volví a pensar en ella, hasta que me dispuse a marcharme. Se me acercó para decirme si podía llevarla en mi coche y dejarla en su casa, comentándome que había reñido con su amigo y que este ya se había marchado.

En el coche observé con cierta indiscreción que quizá su amigo estaba celoso de Elliott Dexter. Me confesó que encontraba a Elliott maravilloso.

Me pareció que su tono ingenuo era un truco femenino intuitivo para despertar interés hacia ella. «Es un hombre muy afortunado», dije, sin darle importancia. Todas aquellas trivialidades eran solo un pretexto para hablar de algo camino de su casa. Me dijo que trabajaba para Lois Weber y que iba a ser la estrella en una película de la Paramount. La dejé delante de su apartamento, con la impresión de que era una chica muy tonta, y regresé al Athletic Club con una sensación de alivio, pues me alegraba de estar solo. Pero no llevaba más de cinco minutos en la habitación cuando el teléfono empezó a sonar. Era la señorita Harris. «Solo quería saber qué está usted haciendo», dijo con ingenuidad.

Me sorprendió su actitud, pues parecía que éramos novios desde hacía mucho tiempo. Le dije que iba a cenar en mi habitación y luego me iría derecho a la cama, a leer un libro.

«¡Oh!», dijo en tono triste, y quiso saber qué clase de libro y qué clase de habitación tenía. No podía hacerse una clara idea de mí, solo y cómodamente arropado en mi cama.

Esa conversación tonta era contagiosa; empecé a galantearla y a flirtear con ella.

«¿Cuándo volveré a verle?», me preguntó. Me encontré tomándole el pelo de manera jocosa por traicionar a Elliott y escuchando sus protestas de que en realidad no le importaba, lo cual dio al traste con mi decisión sobre el modo de pasar la velada, y la invité a cenar fuera.

Aunque aquella noche estaba guapa y se mostró encantadora, no sentía el entusiasmo y la atracción que la presencia de una chica hermosa suele inspirar. El único interés que podía sentir por mí era sexual, y llegar a esto de un modo romántico, que era lo que me pareció que esperaba de mí, constituía un esfuerzo demasiado grande.

No volví a pensar en ella hasta mediados de semana, cuando Harrington me dijo que me había telefoneado. Si Harrington no me hubiera hecho una observación pasajera no me habría molestado en volver a verla; pero me dijo que el chófer le contó que había salido de casa de Sam Goldwyn con la chica más guapa que había visto en su vida. Esta observación trivial excitó mi vanidad, y aquello fue el comienzo. Hubo cenas, bailes, noches pasadas a la luz de la luna y paseos a la orilla del mar, y ocurrió lo inevitable: Mildred empezó a estar preocupada.

No sé qué pensaría Tom Harrington; se lo guardó para sí. Cuando una mañana, después de traerme el desayuno, le anuncié en tono indiferente que quería casarme, no pestañeó.

—¿Qué día? —me preguntó tranquilamente.

—¿A qué estamos hoy?

—A martes.

—Pongamos el viernes —dije, sin apartar la vista del periódico.

—Supongo que se trata de la señorita Harris.

—Sí.

Asintió con la cabeza, muy comprensivo.

—¿Tiene usted el anillo?

—No; convendría que comprases uno y que hicieses todos los arreglos preliminares, pero con discreción.

Asintió de nuevo y no se volvió a hablar del asunto hasta el día de la boda. Lo preparó todo; nos casaríamos el viernes por la tarde, a las ocho.

Aquel día trabajé hasta última hora en el estudio. A las siete y media Tom entró en silencio y murmuró: «No olvide que tiene una cita a las ocho». Con una sensación de zozobra, me quité el maquillaje y me vestí. Harrington me ayudó. No cruzamos una sola palabra hasta que estuvimos en el coche. Entonces me explicó que me reuniría con la señorita Harris en casa del señor Sparks, que desempeñaba las funciones de juez local.

Cuando llegamos allí, Mildred estaba sentada en el vestíbulo. Sonrió, pensativa, al vernos entrar, y me sentí un poco triste por ella. Llevaba un vestido sencillo, gris oscuro, y estaba muy guapa. Harrington deslizó rápidamente un anillo en mi mano y apareció un hombre alto y delgado, simpático y efusivo, que nos condujo a otra habitación. Era el señor Sparks. «Bien, Charlie —me dijo—. Realmente tiene usted un secretario notable. No me he enterado de que era usted a quien iba a casar hasta hace media hora.»

La ceremonia fue de una simplicidad terrible. Coloqué el anillo que Harrington me había dado en el dedo de Mildred. Ya estábamos casados. La ceremonia había terminado. Cuando estábamos a punto de marcharnos el señor Sparks dijo:

—No se olvide de besar a la novia, Charlie.

—¡Oh, sí! Naturalmente —dije sonriendo.

Mis emociones eran muy encontradas. Tenía la impresión de que había sido apresado en la red de una estúpida serie de circunstancias; que todo aquello era irreflexivo e inútil; que acababa de contraer una unión sin bases esenciales, y, sin embargo, siempre había deseado tener una esposa. Mildred era joven y bonita, no había cumplido aún los diecinueve años, y aunque yo le llevaba diez, quizá nuestro matrimonio funcionase.

Al día siguiente fui al estudio con el ánimo algo decaído. Edna Purviance estaba allí; había leído los periódicos de la mañana, y cuando pasé por su camerino salió a la puerta.

—Enhorabuena —dijo en tono suave.

—Gracias —le contesté, y seguí hacia mi camerino.

Edna hizo que me sintiera incómodo.

A Doug le confesé que Mildred no era demasiado inteligente; no quería casarme con una enciclopedia; podía encontrar todos mis estimulantes intelectuales en una biblioteca. Pero esa teoría optimista descansaba sobre una inquietud subyacente: ¿sería mi matrimonio un obstáculo en mi trabajo? Aunque Mildred era joven y guapa, ¿estaría siempre íntimamente cerca de ella? ¿Era eso lo que quería? Me encontraba ante un dilema. Aun sin estar enamorado, una vez casado quería estarlo y que nuestro matrimonio fuera un éxito.

Sin embargo, para Mildred el matrimonio era una aventura tan emocionante como ganar un concurso de belleza. Algo que había leído en las novelas. Carecía de sentido de la realidad. Intenté hablar con ella seriamente de nuestros proyectos, pero nada calaba en su ánimo. Estaba en un continuo estado de deslumbramiento.

Dos días después de nuestro matrimonio Louis B. Mayer, de la Metro-Goldwyn-Mayer Company, empezó a hacer gestiones con Mildred para que firmase un contrato de cincuenta mil dólares al año por seis películas. Intenté persuadida de que no lo hiciese. «Si quieres continuar tu trabajo cinematográfico puedo conseguirte cincuenta mil dólares por una sola película.»

Con una sonrisa como la de la Mona Lisa, asintió a todo lo que dije; pero después firmó el contrato.

Eran esta aquiescencia y afirmación, para luego hacer exactamente lo contrario, lo que me resultaba insoportable. Estaba irritado tanto con ella como con Mayer, pues se había lanzado sobre mi esposa con un contrato antes de que la tinta de nuestra licencia matrimonial se hubiera secado.

Un mes más tarde tuvo complicaciones con la compañía y quiso que me entrevistase con Mayer para arreglar el asunto. Le dije que no iría a verle por nada del mundo. Pero ya le había invitado a cenar. Me lo anunció momentos antes de su llegada. Me sentí ofendido e indignado. «Si lo traes aquí le insultaré.» No había terminado de decirlo, cuando sonó el timbre de la puerta. Como un conejo, corrí a esconderme en el invernadero, que estaba junto al salón, y era una pieza acristalada, sin salida al exterior.

Estuve oculto allí durante un rato, que me pareció interminable, mientras Mildred y Mayer estaban sentados en el salón, a unos metros de distancia, hablando de negocios. Tuve la impresión de que Mayer sabía que yo estaba allí escondido, pues su conversación parecía paternal. Después de un momento de silencio oí que me mencionaban. Mildred dijo que quizá no estaba en casa. Después de lo cual los oí ponerse en pie. Me aterró pensar que podían entrar en el invernadero y encontrarme allí. Fingí estar dormido. Sin embargo, Mayer inventó una excusa y se marchó sin quedarse a cenar.

Tras casarnos, el embarazo de Mildred resultó ser una falsa alarma. Transcurrieron varios meses y yo solo había rodado una película en tres rollos, Idilio campestre, y fue tan doloroso como la extracción de una muela. Sin lugar a dudas, el matrimonio había tenido un efecto negativo en mis facultades creadoras. Después de esa película me estrujé en vano los sesos en busca de una idea.

En semejante estado de desesperación, era un alivio ir al Orpheum a distraerme un poco, y en esa disposición de ánimo vi a un bailarín excéntrico; no era nada extraordinario, pero al final de su interpretación sacó a su hijo, un niño de cuatro años, para que saludase con él. Después de saludar con su padre, el chiquillo empezó de repente a ejecutar unos divertidos pasos de baile; luego miró graciosamente al público, lo saludó con la mano y se marchó corriendo. El público empezó a reír a carcajadas, de modo que el niño tuvo que salir de nuevo y ejecutar un baile distinto. En otro niño puede que hubiera resultado mal. Pero como Jackie Coogan era encantador, el público disfrutó lo indecible. Hiciera lo que hiciese, el niño tenía una personalidad atractiva.

No volví a pensar en él hasta una semana después. Estaba sentado en el plató del exterior con nuestra compañía, luchando aún por que se me ocurriese una idea para mi próxima película. En tales ocasiones solía sentarme con ellos, pues su presencia y sus reacciones constituían un estímulo para mí. Aquel día me sentía bloqueado e indiferente, y a pesar de sus amables sonrisas, sabía que mis esfuerzos eran vanos. Mi imaginación vagaba de un lado para otro, y hablé de los números que había visto interpretar en el Orpheum y de aquel niño, Jackie Coogan, que salió a saludar con su padre.

Alguien dijo que había leído en un diario de la mañana que Jackie Coogan acababa de firmar un contrato con Roscoe Arbuckle para hacer una película. Fue como si me fulminara un rayo. «¡Dios mío! ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? Sin duda alguna, el chico resultaría estupendo en el cine.» Luego enumeré sus posibilidades, los gags y los argumentos que podía hacer con él.

Las ideas acudían a mi imaginación sin cesar. «¿Podéis imaginaros al vagabundo de vidriero, al niño corriendo por las calles rompiendo cristales y a Charlot que llega para colocar otros cristales? ¡Lo atractivos que resultarían el niño y el vagabundo viviendo juntos toda clase de aventuras!»

Me senté a componer durante un día entero el guión, del que tracé una escena tras otra, mientras todos me miraban de reojo. No comprendían por qué me mostraba tan entusiasmado por una causa perdida. Durante varias horas continué inventando trucos y situaciones. De repente me acordé: «Pero ¿de qué sirve todo esto? Arbuckle ha firmado un contrato con él y probablemente tiene ideas parecidas a las mías. ¡Qué idiota he sido al no haber pensado antes en ello!».

Durante toda la tarde y toda la noche solo pude pensar en las posibilidades de una película con aquel niño. A la mañana siguiente, en un estado depresivo, reuní el elenco para ensayar, Dios sabe por qué razón, pues no tenía nada que hacer; así que me senté en el plató rodeado de todos, en un estado de excitación mental.

Alguien sugirió que podría encontrar otro niño, acaso un negrito. Pero moví la cabeza con gesto de duda. Sería difícil encontrar a un chico con tanta personalidad como Jackie.

Alrededor de las once y media, Carlisle Robinson, nuestro agente de publicidad, llegó a todo correr al escenario, sin aliento y excitado: «¡No es Jackie Coogan quien ha firmado el contrato con Arbuckle! ¡Es el padre, Jack Coogan!».

Me levanté de un salto de mi silla. «¡Deprisa! ¡Llama al padre por teléfono y dile que venga inmediatamente! ¡Es muy importante!»

Quedamos electrizados por la noticia. Algunos se acercaron a mí y me dieron palmaditas en la espalda. Estaban entusiasmados. Cuando el personal de la oficina se enteró vino al escenario a felicitarme. Pero todavía no había firmado el contrato con Jackie; aún cabía la posibilidad de que Arbuckle tuviera de pronto la misma idea. De modo que le dije a Robinson que tuviera cuidado con lo que decía por teléfono y que no nombrase para nada al chico. «Ni siquiera se lo digas al padre hasta que esté aquí. Dile, simplemente, que es muy urgente; que tenemos que verle enseguida, antes de media hora. Y si él no puede venir, entonces vete a su estudio. Pero no le digas nada hasta que esté aquí.» Hubo dificultades para encontrar al padre; no estaba en el estudio, y durante dos horas fui presa de una terrible ansiedad.

Por fin, sorprendido y aturdido, llegó el padre de Jackie. Le cogí del brazo.

—¡Causará sensación! ¡Será lo nunca visto! ¡Todo lo que tiene que hacer es esta película! —fui desvariando de una manera entrecortada. Debió de pensar que me había vuelto loco—. ¡Esta película le dará a su hijo la oportunidad de su vida!

—¿A mi hijo?

—Sí, a su hijo, si me lo deja para esta película únicamente.

—Pero bueno, claro que puede disponer del crío —dijo.

Dicen que los niños y los perros son los mejores actores de cine. Pongan a un niño de doce meses en una bañera con una pastilla de jabón, y cuando trate de atraparla producirá un alboroto de risa. Todos los niños tienen talento de un modo o de otro; la cuestión es lograr que lo pongan de manifiesto. Con Jackie fue fácil. Había que aprender unas cuantas reglas básicas de la pantomima, y Jackie las dominó enseguida. Era capaz de comunicar emoción a la acción y acción a la emoción, y podía repetir una escena una y otra vez sin perder la espontaneidad.

Hay una escena en El chico en la que el niño se dispone a tirar una piedra contra una ventana. Un policía se coloca furtivamente detrás de él, y cuando echa la mano hacia atrás para lanzar la piedra tropieza con la chaqueta del policía. Lo mira, y luego, como si estuviese jugando, tira la piedra al aire, la coge después con gesto inocente, la arroja al suelo, se aleja despacio y de repente echa a correr.

Cuando la escena estuvo a punto, le dije a Jackie que me mirase, recalcando las palabras: «Coges una piedra, luego miras hacia la ventana, y después te dispones a tirar la piedra; echas la mano hacia atrás, pero tocas la chaqueta del policía, palpas sus botones, y luego te vuelves y ves al policía; tiras la piedra al aire como si estuvieses jugando, y a continuación la arrojas al suelo; te vas andando, como sin darle importancia, y de repente, echas a correr, disparado».

Ensayó la escena tres o cuatro veces. Por fin, estuvo tan seguro de su papel, que la emoción surgía espontáneamente. En otras palabras, sus gestos producían la emoción. La escena resultó una de las mejores de Jackie y fue uno de los momentos culminantes de la película.

Por supuesto, no todas las escenas se rodaban con tanta facilidad. Las más sencillas le daban a menudo más trabajo, como suele ocurrir en esos casos. En una ocasión quise que se columpiase con naturalidad en una puerta, pero como no tenía ninguna otra cosa en la cabeza, lo hacía con tal afectación que tuvimos que desistir.

Es difícil actuar con naturalidad si la mente no trabaja. Es difícil escuchar en el plató; el aficionado tiende a mostrar demasiada atención. Cuando la mente de Jackie funcionaba, su actuación era soberbia.

El contrato del padre de Jackie con Arbuckle terminó pronto, de modo que pudo estar en nuestro estudio con su hijo, y después hizo el papel de ratero en la escena de la casa que se derrumba. A veces nos prestaba una gran ayuda. Había una escena en la que queríamos que Jackie llorase de verdad cuando dos funcionarios de un correccional se lo llevan de mi lado. Le conté toda clase de historias horripilantes, pero Jackie estaba muy alegre y juguetón.

—Le haré llorar —dijo el padre, una hora después.

—No lo asuste ni le haga daño —dije, sintiéndome culpable.

—¡Oh, no, no! —aseguró el padre.

Jackie estaba tan contento que no tuve valor para quedarme ni ver qué iba a hacer el padre; así que me fui a mi camerino. Momentos después oí a Jackie que chillaba y gritaba.

—Ya está —dijo el padre.

Era una escena en la que arranco al niño de los oficiales del correccional, y mientras está llorando lo abrazo y lo beso.

—¿Cómo ha logrado usted hacerle llorar? —le pregunté al padre cuando terminamos.

—Pues diciéndole sencillamente que si no lloraba nos lo llevaríamos del estudio y lo enviaríamos de verdad al correccional.

Me volví hacia Jackie y lo cogí en brazos para consolarle. Sus mejillas estaban húmedas todavía.

—Nadie se te va a llevar de aquí —le dije.

—Ya lo sabía —murmuró—. Papá estaba bromeando.

Gouverneur Morris, autor y escritor de novelas cortas, que había escrito muchos guiones para el cine, me invitaba con frecuencia a su casa. Guvvy, como le llamábamos, era un hombre encantador y simpático, y cuando le hablé de El chico y de la forma que le estaba dando, mezclando la comedia burlesca con lo sentimental, me dijo:

—No resultará bien. La forma tiene que ser pura, o comedia burlesca o drama; no puede usted mezclarlos, porque si no, uno de los elementos de su película fracasará.

Tuvimos una discusión dialéctica sobre esto. Le dije que la transición de la comedia burlesca a la sentimental era una cuestión de matiz y de habilidad al disponer las secuencias. Aduje que la forma surgía después de haberla creado; que si el artista imagina un mundo y cree sinceramente en él, sin tener en cuenta los componentes que haya en él, ese mundo resultará convincente. Claro que no tenía otras bases en que apoyar esta teoría, a no ser en la intuición. Se había utilizado la sátira, la farsa, el realismo, el naturalismo, el melodrama y la fantasía; pero la comedia burlesca cruda y el sentimentalismo, que eran las premisas sobre las cuales se cimentaba El chico, eran una innovación.

Durante el montaje de El chico, Samuel Reshevsky, que a los siete años era campeón mundial de ajedrez de la categoría infantil, visitó el estudio. Iba a hacer una exhibición en el Athletic Club, jugando una partida con veinte adversarios al mismo tiempo, entre los que se encontraba el doctor Griffiths, campeón de California. Tenía una carita delgada, pálida y concentrada, con unos grandes ojos, que miraban desafiantes cuando hablaba con la gente. Me habían advertido que tenía un carácter algo esquinado y que muy raras veces daba la mano.

Después de que su representante nos presentara y dijera algunas palabras, el niño me contempló en silencio. Continué haciendo el montaje y examinando los rollos de la película.

Al cabo de unos instantes me volví hacia él.

—¿Te gustan los melocotones?

—Sí —contestó.

—Bueno; pues tenemos un árbol cargado de ellos en el jardín; puedes trepar y coger algunos, y de paso, tráeme uno para mí.

Se le iluminó la cara.

—¡Oh! ¡Estupendo! ¿Dónde está el árbol?

—Carl te llevará —dije, refiriéndome a mi agente de publicidad.

Quince minutos después regresó, alborozado, con varios melocotones. Aquel fue el comienzo de nuestra amistad.

—¿Sabe usted jugar al ajedrez? —me preguntó.

Tuve que confesar que no.

—Yo le enseñaré. Venga a verme actuar esta noche; voy a jugar con veinte contrincantes a la vez —me dijo con orgullo.

Le prometí que iría, y le dije que después lo invitaría a cenar.

—Muy bien; terminaré enseguida.

No era necesario tener un profundo conocimiento del ajedrez para apreciar el interés de aquella noche: veinte hombres de mediana edad contemplaban atentamente sus tableros de ajedrez, enfrentados a un dilema por un niño de siete años, que incluso aparentaba menos edad de la que tenía. Observarle mientras se movía en el centro de las mesas, colocadas en forma de «U», yendo y viniendo de un tablero a otro, era ya un espectáculo en sí.

Había algo de irreal en la escena, mientras el público, compuesto de trescientas personas o más, permanecía sentado en dos filas a ambos lados del local. Contemplaba en silencio a un niño que se devanaba los sesos, enfrentado con hombres maduros. Algunos habían adoptado una actitud condescendiente. Estudiaban su tablero con sonrisas parecidas a las de Mona Lisa.

El niño era increíble y, sin embargo, me inquietó, pues mientras contemplaba aquella carita concentrada, que se ponía roja y después blanca, tuve la impresión de que pagaba un elevado precio derrochando su salud.

«¡Ven aquí!», le decía un jugador. Y el niño se dirigía hacia él, observaba el tablero durante unos segundos y luego, bruscamente, movía una pieza o decía: «¡Jaque mate!». Y el público estallaba en risas. Le vi dar jaque mate a ocho jugadores seguidos, lo cual produjo entre el público más risas y aplausos.

Ahora analizaba el tablero del doctor Griffiths. El público guardaba silencio. De repente movió una pieza, luego se volvió y me vio. Su cara se iluminó y me hizo una seña con la mano, indicándome que no tardaría mucho en terminar.

Después de dar jaque mate a varios otros jugadores, volvió ante el doctor Griffiths, que seguía profundamente concentrado.

—¿Todavía no ha movido? —dijo el niño con impaciencia.

El doctor negó con un gesto de la cabeza.

—¡Oh! Vamos, dese prisa.

Griffiths sonrió.

El niño lo miró con orgullo.

—¡No puede derrotarme! ¡Si mueve usted aquí, yo moveré ahí! ¡Y si usted mueve en esta forma, yo moveré así! —enumeró con rapidez seis o siete posibles jugadas—. Nos pasaremos aquí toda la noche; así que digamos que hemos hecho tablas.

El doctor asintió.

Aunque le había tomado cariño a Mildred, estábamos irreconciliablemente distanciados. Su carácter no era insoportable, sino irritantemente felino. Nunca pude entenderla. Tenía la imaginación henchida de tonterías color rosa. Parecía estar siempre en estado de nerviosismo, buscando sin cesar otros horizontes. Después de un año de casados dio a luz un niño, pero solo vivió tres días. Entonces nuestro matrimonio empezó a marchitarse. Aunque vivíamos en la misma casa, nos veíamos en raras ocasiones, pues ella estaba tan ocupada en su estudio como yo en el mío. El hogar se convirtió en un lugar triste. Solía volver a casa y encontrarme la mesa puesta para una persona, y tenía que cenar solo. A veces ella estaba fuera una semana sin haberme dicho nada, y me enteraba solo porque veía abierta la puerta de su dormitorio vacío.

En ocasiones, algún domingo, nos encontrábamos por casualidad cuando ella salía, y me decía de pronto que pasaría el fin de semana con las Gish o con otras amigas, y yo me iba a casa de los Fairbanks. Luego vino la separación. Ocurrió durante el montaje de El chico. Aquel fin de semana estaba con los Fairbanks (Douglas y Mary ya se habían casado). Douglas me comunicó ciertos rumores relativos a Mildred. «Creo que debes saberlo», me dijo.

Nunca quise comprobar lo que pudiera haber de cierto en tales rumores, pero me deprimieron. Cuando se lo dije a Mildred lo negó fríamente.

—De todos modos, no podemos seguir viviendo así —le dije.

Hubo una pausa y me miró con expresión glacial.

—¿Qué quieres hacer? —me preguntó.

Hablaba con tanto desapego que me dejó un poco sorprendido.

—Creo que deberíamos divorciarnos —le dije simplemente, preguntándome cuál sería su reacción; pero no contestó, de modo que después de un breve silencio proseguí—: Me parece que los dos seremos más felices. Eres joven, aún tienes toda la vida por delante, y por supuesto podemos separarnos de manera amistosa. Haz que tu abogado hable con el mío, de manera que pueda arreglarse como tú quieras.

—Lo único que quiero es el dinero suficiente para mantener a mi madre —me dijo.

—¿Prefieres quizá que lo tratemos entre nosotros? —aventuré.

Se quedó pensativa un momento.

—Creo que será mejor que vea a mis abogados —dijo por fin.

—Muy bien —contesté—. Entretanto, puedes quedarte en casa y yo volveré al Athletic Club.

Nos separamos amistosamente. Convinimos en que ella pediría el divorcio, alegando maltrato psicológico, y que no diríamos nada a la prensa.

A la mañana siguiente Tom Harrington trasladó mis cosas al Athletic Club. Lo cual fue una equivocación, pues enseguida se difundió el rumor de que nos habíamos separado, y los periodistas empezaron a llamar a Mildred. También me llamaron al club, pero yo no quería verlos ni hacer declaraciones. Sin embargo, ella soltó una bomba, publicada en primera página, diciendo que yo la había abandonado y que iba a pedir el divorcio alegando maltrato psicológico. Comparado con los procedimientos modernos, aquel ataque fue suave. No obstante, la telefoneé para saber por qué había hablado con la prensa. Me dijo que al principio se había negado, pero que le dijeron que yo había hecho unas polémicas declaraciones. Por supuesto, habían mentido con el propósito de enfrentarnos, y así se lo dije a ella. Me prometió no hacer más declaraciones, pero las hizo.

La ley sobre bienes gananciales de California le daba derecho a veinticinco mil dólares, y yo le ofrecí cien mil, que ella aceptó como arreglo definitivo. Pero cuando llegó el día en que debían firmarse los últimos documentos, se negó de pronto, sin dar explicaciones.

Mi abogado se quedó sorprendido. «Aquí hay gato encerrado», me dijo. Y lo había. Yo había tenido algunas desavenencias con la First National respecto a El chico; era una película larga, de siete rollos, y querían estrenarla como tres comedias de dos rollos. De esta forma solo me pagarían cuatrocientos cinco mil dólares por El chico. Como la película me había costado casi medio millón, además del trabajo de dieciocho meses, les dije que antes se helaría el infierno. Me amenazaron con ponerme un pleito. Legalmente, tenían pocas probabilidades de ganar, y lo sabían. Por tanto, decidieron actuar por medio de Mildred y trataron de incautarse de El chico.

Como no había terminado de montar la película, mi instinto me dijo que la acabase en otro estado. Así que me dirigí a Salt Lake City con un equipo compuesto de dos ayudantes y unos cuatrocientos mil pies de película, integrada por quinientos rollos. Nos alojamos en el hotel Salt Lake City. En uno de los dormitorios colocamos las películas, ocupando todos los muebles, repisas, cómodas y cajones, para colocar encima de ellos los rollos. Era contrario a la ley tener cualquier material peligrosamente inflamable en un hotel, de modo que tuvimos que hacerlo en secreto. En estas circunstancias continuamos el montaje. Teníamos más de dos mil escenas que clasificar, y aunque estaban numeradas, a veces se extraviaba alguna y perdíamos horas enteras en su búsqueda, debajo y encima de la cama y en el cuarto de baño, hasta encontrarla. Con estas trabas desconsoladoras y sin las instalaciones adecuadas, fue un milagro que terminásemos el montaje.

Y acto seguido tenía que pasar por la aterradora prueba de proyectarla previamente ante un público. Solo la había visto con un pequeño proyector de montaje, que daba una fotografía no mayor que una tarjeta postal sobre una toalla. Me alegré de haber visto las escenas principales en mi estudio sobre una pantalla de tamaño normal; pero ahora tenía la deprimente impresión de haber estado trabajando quince meses en las tinieblas.

Nadie había visto la película, excepto el personal del estudio. Después de pasarla unas cuantas veces por el aparato de montaje, nada parecía tan gracioso ni tan interesante como habíamos imaginado. Solo nos tranquilizaba pensar que nuestro entusiasmo inicial había perdido su fuerza.

Decidimos hacer la prueba decisiva y arreglamos las cosas para proyectarla en un cine local, sin previo aviso. Era una sala grande, y se llenó en sus tres cuartas partes. Me senté desesperado y esperé a que comenzase la película. Aquel público no parecía simpatizar con nada de lo que yo pudiera presentarle. Empecé a dudar de mi propio juicio acerca de lo que podía gustarles y respecto a su reacción ante mis comedias. Quizá me había equivocado. Tal vez todo el asunto fuera un error y el público lo miraría con asombro. Entonces se me ocurrió la desazonadora idea de que un actor puede a veces estar completamente equivocado en sus ideas sobre una comedia.

De repente se me subió el corazón a la garganta cuando aparecieron en la pantalla unos titulares: «Charlie Chaplin en su última película, El chico». Estallaron gritos de alegría y se oyeron algunos aplausos. Paradójicamente, aquello me inquietó; podía significar que esperaban demasiado y luego sentirse decepcionados.

Las primeras escenas eran una exposición, lenta y solemne, y me tuvieron en un estado agónico de intranquilidad. Una madre abandona a su hijo y lo deja en un coche; el coche es robado. Por último, los ladrones colocan al niño junto a un cubo de la basura. Entonces aparecía yo, Charlot, el vagabundo. Se oyó una carcajada, que creció y aumentó. ¡Habían entendido el chiste! A partir de entonces supe que no me había equivocado. Descubría al bebé y lo adoptaba. Los espectadores rieron al ver una hamaca improvisada hecha de sacos viejos y lanzaron gritos cuando alimenté al niño utilizando una tetera, en cuyo pitorro había puesto una tetina, y chillaron aún más cuando hice un agujero en el asiento de una silla desvencijada de rejilla y la coloqué encima de un orinal. En realidad, no dejaron de reír a lo largo de toda la película.

Una vez que habíamos proyectado la película nos pareció que podíamos dar por terminado el montaje. Así pues, recogimos nuestras cosas y nos marchamos de Salt Lake City, dirigiéndonos hacia el este. En el Ritz de Nueva York me vi forzado a quedarme en mi habitación, pues me acosaban los agentes judiciales enviados por la First National, que intentaban aprovechar el pleito de divorcio de Mildred para incautarse de la película. Durante tres días aquellos agentes judiciales vigilaron continuamente el vestíbulo del hotel, y ya estaba empezando a cansarme. De modo que cuando Frank Harris me invitó a cenar a su casa no pude resistir la tentación. Aquella noche una mujer con un espeso velo cruzó el vestíbulo del Ritz y se metió en un taxi: ¡era yo! Pedí prestado el vestido a mi cuñada y me lo quité en el taxi, antes de llegar a la casa de Frank.

Frank Harris, cuyos libros había leído y admirado, era mi ídolo. Frank vivía en un perpetuo estado de crisis financiera; una semana sí y otra no su revista Pearson’s Magazine estaba a punto de dejar de publicarse. Después de una de sus peticiones de ayuda, le envié un donativo, y en agradecimiento me mandó los dos volúmenes de su libro sobre Oscar Wilde, con la siguiente dedicatoria:

A Charlie Chaplin, una de las pocas personas que me ha ayudado, sin conocerme siquiera; una de las personas cuya rara maestría en el humor he admirado con frecuencia, pues quienes hacen reír a los hombres son más dignos de estima que quienes los hacen llorar. Su amigo, Frank Harris, que le envía su propio ejemplar. Agosto de 1919. «Alabo y aprecio tan solo al escritor que dice la verdad sobre los hombres con lágrimas en los ojos», Pascal.

Aquella noche me entrevisté con Frank por primera vez. Era un hombre bajo y rechoncho, de cabeza noble, con rasgos enérgicos y bien dibujados, y con un bigote de largas guías que resultaba un poco desconcertante. Tenía una voz profunda y resonante, y la empleaba con efecto certero. Contaba entonces sesenta y siete años, y tenía una esposa joven y guapa, pelirroja, consagrada a él abnegadamente.

A pesar de que era socialista, Frank admiraba a Bismarck y despreciaba al socialista Liebknecht. Su imitación de Bismarck, con sus pausas a lo alemán, de mucho efecto, contestando a Liebknecht en el Reichstag, tenía una enorme fuerza teatral. Frank podría haber sido un gran actor. Estuvimos charlando hasta las cuatro de la mañana, aunque fue Frank quien habló casi todo el tiempo.

Aquella noche decidí hospedarme en otro hotel, por si, incluso a tal hora, los agentes judiciales merodeaban por allí; pero todos los hoteles de Nueva York estaban llenos. Después de dar vueltas en el taxi durante más de una hora, el chófer, un tipo fornido, de unos cuarenta años, se volvió y me dijo:

—Escuche, a estas horas no va a encontrar habitación en ningún hotel. Será mejor que venga a mi casa y se quede allí hasta mañana.

Al principio sentí cierto recelo; pero cuando mencionó a su mujer y a sus hijos me pareció que todo saldría bien; además, estaría a salvo de los agentes judiciales.

—Es muy amable por su parte —le dije, y me presenté.

Se sorprendió y se echó a reír.

—Mi mujer dará un respingo cuando se entere.

Llegamos a un sitio alejado del Bronx, en un barrio de apiñada vecindad. Había hileras de casas de piedra oscura. Entramos en una, que tenía pocos muebles, pero que relucía de limpia. Me condujo a una habitación de la parte de atrás, donde había una cama grande en la que dormía profundamente un muchacho de unos doce años, su hijo. «Espere —me dijo. Luego cogió al niño en brazos y lo colocó en el borde de la cama, mientras el chico seguía sin despertarse. Después se volvió hacia mí—: Acuéstese.»

Estuve a punto de irme; pero aquella hospitalidad era tan conmovedora que no pude negarme. Me dio una camisa de noche limpia y me metí con todo cuidado en la cama, aterrado ante la idea de despertar al niño.

No pegué ojo en toda la noche. Por fin, el chico se despertó, se levantó y se vistió, y con los ojos entrecerrados, le vi mirarme y salir sin más de la habitación. Minutos después, él y una niña de ocho años, evidentemente su hermana, se deslizaron en la habitación. Fingiendo que dormía aún, los vi contemplarme con los ojos abiertos de par en par y muy excitados. Luego la niñita se puso las manos sobre la boca para ocultar una risita y los dos se marcharon.

Muy pronto se oyeron murmullos en el pasillo; luego apareció el taxista, que abrió la puerta con suavidad para ver si estaba despierto. Le dije que lo estaba.

—Le hemos preparado el baño —me anunció—. Está al final del pasillo.

Me había traído una bata, unas zapatillas y una toalla.

—¿Qué le gustaría desayunar?

—Cualquier cosa —le dije, disculpándome.

—Lo que usted quiera. ¿Le parece bien beicon y huevos, tostadas y café?

—¡Estupendo!

Lo tuvieron todo a punto. Cuando terminé de vestirme, su mujer entró en la habitación principal con el desayuno caliente.

Había pocos muebles, solo una mesa en el centro, un sillón y un diván; varias fotografías enmarcadas de grupos familiares colgaban sobre la repisa de la chimenea y de la pared junto al diván. Mientras tomaba el desayuno a solas, oí a una multitud de niños y mayores que se apiñaba delante de la casa.

—Empieza a correr la voz de que está usted aquí —dijo la mujer, sonriendo, cuando me llevó el café.

Luego entró el taxista muy excitado.

—Mire —me dijo—, hay muchísima gente fuera y va en aumento. Si deja usted que esos chicos le echen una mirada, se marcharán; de lo contrario, llegarán los de la prensa, ¡y está usted apañado!

—Bueno, déjelos entrar —contesté.

Los niños entraron entre risas. Se agruparon alrededor de la mesa, mientras yo tomaba el café.

—Está bien —decía fuera el taxista—, no os empujéis; poneos en fila, de dos en dos.

Una mujer joven entró en la habitación con cara tensa y seria. Me miró escrutadoramente y luego se echó a llorar.

—No, no es él; creí que era él —gimió.

Parece ser que una amiga le había dicho en secreto: «¿Quién crees que está aquí? No te lo vas a creer». Luego la habían conducido ante mí, y ella esperaba ver a su hermano, a quien habían dado por desaparecido durante la guerra.

Decidí regresar al Ritz, aun a riesgo de recibir una citación judicial. Sin embargo, no me tropecé con ningún agente judicial. En lugar de eso me esperaba un telegrama de mi abogado de California anunciándome que todo estaba arreglado y que Mildred había pedido el divorcio.

Al día siguiente el taxista y su mujer, vestidos de domingo, vinieron a visitarme. Él me dijo que los periodistas le habían molestado para que escribiese un artículo en los diarios del domingo sobre mi estancia en su casa.

—Pero —afirmó en tono decidido— no les diré una palabra hasta que usted me autorice.

—¡Pues hágalo! —le dije.

Y entonces los señores de la First National vinieron a mí, metafóricamente hablando, sombrero en mano. El señor Gordon, uno de los vicepresidentes y propietario de gran número de cines de los estados del Este, dijo: «Quiere usted un millón y medio de dólares y nosotros ni siquiera hemos visto la película». Convine en que tenían algo de razón, de modo que llegamos a un arreglo para que se proyectase la película.

Fue una noche lúgubre. Veinticinco exhibidores de la First National llenaban la sala de proyección, como si asistieran a una investigación judicial relacionada con un asesinato. Era un grupo de hombres desangelados, escépticos y antipáticos.

Empezó la película. El título preliminar era: «Una película con una sonrisa y quizá una lágrima». «No está mal», dijo el señor Gordon, tratando de mostrar su magnanimidad.

Desde la proyección efectuada en Salt Lake City había ganado cierta confianza; pero antes de llegar a la mitad de la película aquella confianza se vino abajo; allí donde el filme había hecho reír a carcajadas al público, solo se oían una o dos risitas. Cuando terminó y se encendieron las luces se hizo un silencio momentáneo. Luego empezaron todos a desperezarse, a parpadear y a hablar de otras cosas.

—¿Qué vas a hacer esta noche, Harry?

—Llevaré a mi mujer a cenar al Plaza, y luego iremos al espectáculo de Ziegfeld.

—He oído que está muy bien.

—¿Quieres venir con nosotros?

—No; me marcho de Nueva York esta noche. Quiero estar de vuelta para la graduación de mi hijo.

Durante toda esta charla se me pusieron los nervios de punta.

—Bien —dije por fin, alzando la voz; ¿cuál es su «veredicto», señores?

Algunos se removieron, azorados; otros miraron el suelo. El señor Gordon, que sin duda era el portavoz de todos ellos, empezó a pasear lentamente de un lado a otro. Era un hombre rechoncho y pesado, con una cara redonda, parecida a la de un búho, y gafas de gruesos cristales.

—Bueno, Charlie —me dijo—, tendré que discutirlo con mis socios.

—Sí, ya lo sé —repliqué enseguida—. Pero ¿qué le ha parecido la película?

Dudó un momento y luego dijo, riendo entre dientes:

—Charlie, estamos aquí para comprarla, no para decir si nos ha gustado.

Esta observación dio lugar a una o dos risotadas.

—No les cobraré más si les gusta —dije.

Dudó.

—Con franqueza, esperaba algo más.

—¿Qué esperaba usted?

—Mire, Charlie —dijo con lentitud—, para un millón y medio de dólares…, bueno…, no creo que sea para tanto.

—¿Qué quería usted? ¿El derrumbamiento del puente de Londres?

—No. Pero… para un millón y medio… —Su voz se quebró en un falsetto.

—Bien, señores; ese es el precio. Pueden tomarlo o dejarlo —dije con impaciencia.

J. D. Williams, el presidente, se acercó, se hizo cargo de la situación y comenzó a darme jabón.

—Charlie, me parece maravillosa. Es humana, diferente. —No me gustó el «diferente»—. Solo le pido que tenga un poco de paciencia y arreglaremos esta cuestión.

—No hay nada que arreglar —dije con brusquedad—. Les doy una semana para que se decidan.

Después de como me habían tratado ya no sentía ningún respeto por ellos. Sin embargo, pronto se decidieron, y mi abogado llegó a un acuerdo, estipulando que yo percibiría el cincuenta por ciento de los beneficios después de que ellos hubieran recuperado su millón y medio. Se alquilaría por un plazo de cinco años, pasados los cuales la película volvería a ser de mi propiedad, como mis otras películas.

Tras haber puesto un poco de orden en mis asuntos íntimos y los negocios, tenía la impresión de flotar. Había vivido como un recluso, escondiéndome durante varias semanas, rodeado únicamente de las cuatro paredes de mi habitación del hotel. Después de leer el artículo sobre mi aventura con el taxista, mis amigos empezaron a llamarme, y volvió a iniciarse una maravillosa vida, libre y despreocupada.

La hospitalidad de Nueva York se volcó sobre mí. Frank Crowninshield, director de Vogue y de Vanity Fair, fue mi cicerone por la resplandeciente vida de Nueva York; y Condé Nast, propietario de dichas revistas, dio las fiestas más esplendorosas. Vivía en un gran apartamento en Madison Avenue, donde se reunía la élite de las artes y de la riqueza, y que ornaba a veces la flor y nata de las chicas del Ziegfeld Follies, incluidas la adorable Olive Thomas y la bella Dolores.

En el Ritz, donde me hospedaba, me moví entre emocionantes acontecimientos. Durante todo el día llamaban por teléfono para invitarme. ¿Querría pasar el fin de semana aquí, asistir a unas carreras de caballos allá? Todo era muy poco original, pero me gustaba. Nueva York estaba para mí plagado de intrigas novelescas, cenas a medianoche, almuerzos y comidas, que se agolpaban en todo momento; incluso recibía invitaciones para desayunos. Había desflorado la superficie de la alta sociedad neoyorquina, y ahora deseaba penetrar en el tejido subcutáneo de Greenwich Village.

Muchos actores, payasos y cantantes, cuando logran triunfar, llegan a un punto en el que desean cultivar su inteligencia; tienen sed de conocimiento intelectual. El estudioso se manifiesta entonces entre quienes menos se espera: sastres, boxeadores, camareros, camioneros, etcétera.

Recuerdo haber hablado en casa de un amigo de Greenwich Village acerca de la irritación que supone buscar la palabra precisa para expresar lo que uno piensa. Yo sostenía que el diccionario corriente era inadecuado. «Seguramente podría idearse una forma de lograrlo —dije—, merced a un cuadro lexicográfico de las ideas, desde las palabras abstractas a las concretas, hasta llegar, mediante unos procedimientos deductivos e inductivos, a la palabra apropiada para expresar lo que uno piensa.» «Ese libro existe —dijo un camionero negro—: El Thesaurus, de Roget.»

Un camarero que trabajaba en el hotel Alexandria solía citar a Karl Marx y a William Blake a cada plato que me servía.

Un acróbata, que tenía un tremendo acento de Brooklyn, me recomendó la Anatomía de la melancolía, de Burton, diciendo que Shakespeare estaba influido por él, y también Samuel Johnson. «Pero puede usted saltarse el latín», agregó.

Junto a ellos yo era intelectualmente un compañero de viaje. Desde mis días del vodevil había leído muchos libros, aunque no de cabo a rabo. Como soy un lector lento, me salto pasajes. Una vez que me he familiarizado con la tesis y el estilo de un autor, invariablemente pierdo interés en él. He leído los cinco volúmenes de la Vidas paralelas, de Plutarco, palabra por palabra; pero las encontré poco edificantes en relación con el esfuerzo que exigen. Leo con juicio, y algunos libros una y otra vez. A lo largo de los años he pasado a saltos sobre Platón, Locke, Kant y la Anatomía de la melancolía, de Burton, y de este modo fragmentado he recogido todo lo que quería.

En Greenwich Village conocí a Waldo Frank, ensayista, historiador y novelista; a Hart Crane, el poeta; a Max Eastman, director de la revista The Masses; a Dudley Field Malone, brillante abogado e inspector general de los muelles de Nueva York, y a su mujer, Margaret Foster, la sufragista. También cené en el restaurante Christine, donde conocí a varios miembros de los Provincetown Players, que almorzaban allí regularmente durante los ensayos de El emperador Jones, una obra de teatro escrita por un joven dramaturgo, Eugene O’Neill (que tiempo después sería mi suegro). Me enseñaron su teatro, un sitio no mayor que una cuadra para seis caballos.

Llegué a conocer a Waldo Frank gracias a su libro de ensayos Nuestra América, publicado en 1919. Uno de sus ensayos sobre Mark Twain es un análisis profundo y penetrante del hombre; de paso diré que Waldo fue la primera persona que escribió sobre mí en serio. Así que, por supuesto, nos hicimos muy buenos amigos. Waldo es una mezcla de historiador y místico y su perspicacia ha penetrado profundamente en el alma de las Américas: la del Norte y la del Sur.

En el Village pasamos juntos noches interesantes. A través de Waldo conocí a Hart Crane, y cenamos a menudo en el piso de Waldo del Village, hablando hasta la hora del desayuno de la mañana siguiente. Eran conversaciones apasionadas y los tres nos esforzábamos mentalmente en lograr una definición sutil de nuestro pensamiento.

Hart Crane era muy pobre. Su padre, un millonario fabricante de caramelos, quería que Hart se ocupara de su negocio y trataba de desanimar su inspiración poética, por lo que no le concedía ayuda económica alguna. Carezco de oído y de gusto para la poesía moderna; pero mientras escribía este libro leí El puente, de Hart Crane, una obra muy emotiva, extraña e intensa, llena de punzante angustia y de una fantasía aguda y tajante, que para mí resultaba demasiado estridente. Quizá esa excesiva estridencia estaba en el propio Hart Crane. Sin embargo, era de una cordial amabilidad.

Discutimos sobre la finalidad de la poesía. Yo dije que era una carta de amor dirigida al mundo. «Un mundo muy pequeño», replicó Hart con tristeza. Él decía que mi obra estaba dentro de la tradición de la comedia griega. Le confesé que había tratado de leer una traducción inglesa de Aristófanes, pero que fui incapaz de terminarla.

Finalmente, concedieron a Hart una beca Guggenheim; pero llegó demasiado tarde. Después de muchos años de pobreza y olvido, se había dado a la bebida y a la disipación, y cuando regresaba a Estados Unidos procedente de México en un barco de pasajeros se arrojó al mar.

Unos años antes de suicidarse me envió un ejemplar de sus poemas breves, titulado White Buildings, publicado por Boni and Liveright. En la guarda escribió: «A Charles Chaplin, en recuerdo de El chico. Hart Crane, 20 de enero de 1928». Un poema se titulaba «Chaplinesca», y lo transcribo a continuación:

Humildemente nos adaptamos

y contentamos con los consuelos azarosos

que deposita el viento

en los bolsillos desvencijados, demasiado amplios.

Porque aún podemos amar el mundo

cuando encontramos un gatito hambriento en nuestro umbral.

Y le buscamos cobijo contra la furia callejera,

cobijo en un cálido brazo doblado.

Nos apartaremos a un lado,

y en la mueca postrera

evitaremos la condena de ese pulgar inevitable

que dirige hacia nosotros su arrugada piel,

y haremos frente a la torva mirada,

¡con qué inocencia y con cuánta sorpresa!

Y, sin embargo, estas delicadas caídas

no son más falaces que las piruetas de un flexible bastón.

Realmente, no son nuestras exequias una consumación;

podemos eludirlas, huir de todo, menos del corazón.

¿Y qué vamos a hacerle si el corazón sigue viviendo?

El juego exige afectadas sonrisas.

Pero hemos visto la luna en calles solitarias

convirtiendo en cáliz un cubo de basura vacío.

Y entre todos los ruidos de alegría y de búsqueda,

hemos oído un gatito maullar en la soledad.

Dudley Field Malone dio una interesante fiesta en el Village. Invitó a Jan Boissevain, el industrial alemán; a Max Eastman y a otros. Uno de los invitados, un tipo interesante, que fue presentado como «George» (nunca supe su verdadero nombre), parecía muy nervioso y excitado. Más adelante alguien me contó que había sido un gran favorito del rey de Bulgaria, quien costeó su educación en la Universidad de Sofía. Pero George rechazó aquella tutela real y se convirtió en un rojo. Emigró a Estados Unidos y se unió al sindicato de los Trabajadores Industriales del Mundo, y, finalmente, fue condenado a veinte años de cárcel. Cumplió dos y ganó un recurso para que se celebrase un nuevo juicio; mientras tanto quedó en libertad bajo fianza.

Jugábamos a las adivinanzas, y como yo lo miraba, Dudley Field Malone me susurró: «No tiene ninguna probabilidad de ganar el recurso».

George, envuelto en un mantel, imitaba a Sarah Bernhardt. Nos reímos; pero por dentro muchos estaban pensando, como yo, que tendría que volver a la cárcel otros dieciocho años.

Fue una velada rara, y cuando me disponía a marcharme George me llamó:

—¿Qué prisa tienes, Charlie? ¿Por qué te vas tan pronto?

Lo llevé aparte. Resultaba difícil saber qué decir.

—¿Puedo hacer algo por ti? —murmuré.

Agitó la mano como si apartase el pensamiento y luego me estrechó la mía, diciendo emocionado:

—No te preocupes por mí, Charlie; no me pasará nada.

Hubiera deseado quedarme más tiempo en Nueva York, pero tenía que trabajar en California. En primer lugar, quería terminar cuanto antes mi contrato con la First National, porque estaba ansioso de empezar con la United Artists.

El regreso a California fue un poco deprimente después de la libertad, la brillantez y la fascinante vida intensa que había llevado en Nueva York. El problema de terminar cuatro películas de dos rollos para la First National se me presentaba como una tarea insuperable. Durante varios días estuve sentado en el estudio, ejercitando el hábito de pensar. Como tocar el violín o el piano, el pensamiento necesita practicarse todos los días, y yo había perdido la costumbre.

Me había recreado demasiado en la vida calidoscópica de Nueva York y no podía concentrarme. De modo que con mi amigo inglés, el doctor Cecil Reynolds, decidí ir a la isla Santa Catalina a pescar un poco.

En aquel tiempo Santa Catalina era un paraíso para los pescadores. Avalon, su viejo pueblo soñoliento, tenía dos pequeños hoteles. La pesca era buena durante todo el año. Si pasaba un banco de atunes, no había una sola barca que alquilar. Muy de mañana alguien gritaba: «¡Aquí están!». El atún, con un peso que oscilaba entre las treinta y las trescientas libras la pieza, solía chapotear y colear hasta donde alcanzaba la vista. El hotel dormido se convertía en un súbito torbellino de excitación; apenas había tiempo para vestirse, y si te encontrabas entre los afortunados que habían contratado una barca por adelantado, te dejabas caer en ella, abrochándote todavía los pantalones.

En una de esas ocasiones el doctor y yo pescamos ocho atunes antes del almuerzo, cada uno de los cuales pesaba más de treinta libras. Pero tan repentinamente como aparecían desaparecían, y teníamos que volver a la pesca normal. A veces pescábamos con un barrilete atado al sedal, que sostenía el cebo, un pez volador que se agitaba sobre la superficie del agua. Este tipo de pesca era emocionante, pues se podía ver al atún agitarse, haciendo un remolino de espuma alrededor del cebo, y luego había que ir rápidamente hacia él y perseguirlo durante un par de cientos de pies o más.

Los peces espada capturados en Santa Catalina pesan de cien a seiscientas libras. Esta clase de pesca es más delicada. El sedal está libre, y el pez espada muerde suavemente el cebo, una pequeña albacora o un pez volador, y se aleja nadando con él unas cien yardas. Luego se inmoviliza y hay que detener la barca y esperar un minuto para darle tiempo a tragar el cebo, devanando despacio, hasta que el sedal se pone tenso. Después se le dan dos o tres sacudidas fuertes y comienza la función. Se aleja cien yardas o más; el sedal chirría, a continuación se para; hay que soltar a toda prisa el cordel, pues si no se rompería como si fuera un hilo de algodón. Si el pez espada da un súbito viraje mientras está corriendo, la fricción del agua cortará el sedal. Empieza a saltar de veinte a cuarenta veces por encima del agua, sacudiendo la cabeza como un bulldog. Por fin se zambulle. Entonces comienza la dura tarea de sacarlo. El pez espada que capturé pesaba ciento setenta y seis libras y solo tardé veintidós minutos en izarlo a bordo.

Fueron unos días apacibles; el doctor y yo estuvimos largo rato sosteniendo nuestras cañas de pescar y dormitando en la popa de la barca durante aquellas bellas mañanas, con la niebla flotando sobre el océano y el horizonte confundiéndose con el mar infinito; en medio del inmenso silencio destacaba el grito de las gaviotas y el monótono ruido del escape de nuestra motora.

El doctor Reynolds era un genio en neurocirugía y había conseguido resultados milagrosos en esa especialidad. Seguí muchos de los casos. Uno fue el de una niña con un tumor cerebral; había llegado a sufrir veinte ataques al día y estaba degenerando hacia la subnormalidad. Gracias a la intervención quirúrgica de Cecil recobró la salud por completo y fue una estudiante brillante.

Pero Cecil era un fan. Su obsesión era el arte dramático. Aquella insaciable pasión fue la causa de nuestra amistad. «El teatro sostiene al alma», solía decir. Yo apostillaba a menudo que su trabajo como cirujano era un sostén más que suficiente. ¿Podía haber nada más dramático que hacer de una idiota babeante una brillante estudiante?

«Todo se reduce a saber dónde están las fibras nerviosas —decía Reynolds—; pero actuar en el teatro es una experiencia psíquica que dilata el alma.»

Le pregunté por qué se había dedicado a la neurocirugía.

«Por el dramatismo que entraña», me contestó.

Interpretaba con frecuencia papeles de poca importancia en la compañía de aficionados de Pasadena. También hizo el papel del clérigo que visita la cárcel en mi película Tiempos modernos.

Cuando regresé de Santa Catalina me llegaron noticias de que la salud de mi madre había mejorado, y puesto que la guerra había terminado, podíamos llevarla sin miedo a California. Envié a Tom a Inglaterra para que la acompañase en la travesía. Fue inscrita en la lista de pasajeros con otro nombre.

Durante el viaje se comportó de un modo totalmente normal. Cenaba todas las noches en el comedor principal, y a lo largo del día participaba en los juegos de cubierta. A su llegada a Nueva York se mostró encantadora, con pleno dominio de sus facultades, hasta que el jefe del Departamento de Inmigración la saludó:

—¡Bien, bien, señora Chaplin! ¡Por supuesto, es un placer conocerla! ¿De manera que es usted la madre de nuestro famoso Charlie?

—Sí —dijo mi madre con amabilidad—, y usted es Jesucristo.

La cara del funcionario fue todo un poema. Vaciló, miró a Tom y luego dijo cortésmente:

—¿Le importaría venir conmigo un momento, señora Chaplin?

Tom se dio cuenta de que habría problemas. Sin embargo, después de muchas formalidades, el Departamento de Inmigración fue lo bastante amable para dejar pasar a mi madre con un permiso que debería renovarse cada año, a condición de que no dependiese del Estado.

No la había visto desde que estuve por última vez en Inglaterra, hacía diez años; así que me quedé algo impresionado cuando una viejecita se apeó del tren en Pasadena. Nos reconoció a Sydney y a mí de inmediato y se comportó de un modo normal.

Habíamos arreglado las cosas para que viviera cerca de nosotros en un chalet, junto al mar, con un matrimonio que se encargaría de la casa y una enfermera que se ocupase del cuidado personal de mi madre. Sydney y yo la visitábamos de vez en cuando y jugábamos con ella a las cartas por la noche. Durante el día le gustaba dar paseos en su coche. A veces iba al estudio y yo proyectaba mis películas para ella.

Por fin se estrenó El chico en Nueva York y tuvo un éxito enorme. Como le había profetizado a su padre el primer día que me entrevisté con él, Jackie Coogan causó sensación. Como resultado de su éxito en El chico, Jackie ganó en su carrera más de cuatro millones de dólares. Todos los días recibíamos recortes de críticas maravillosas; proclamaron El chico como una obra clásica. Pero no tuve el valor de ir a Nueva York; preferí permanecer en California y enterarme de las noticias desde allí.

Esta digresiva autobiografía no debe excluir un breve ensayo sobre el arte de hacer películas. Aunque se han escrito muchos libros valiosos sobre este tema, la mayoría de ellos tienen el inconveniente de que imponen el gusto cinematográfico del autor. Los libros de este género no deberían ser más que un formulario técnico que enseñe a conocer las herramientas del oficio. Después el estudiante con imaginación debe utilizar su propio sentido del arte respecto a los efectos dramáticos. Si el aficionado es creador, solo necesita los principios técnicos más elementales. Para un artista, resulta muy estimulante la completa libertad para realizar lo que no es ortodoxo, y por eso la primera película de muchos directores tiene a menudo frescura y originalidad.

La intelectualización de la línea y del espacio, la composición, el tiempo, etcétera, todo ello está muy bien, pero tiene poco que ver con la actuación en el cine o en el teatro, y corre el peligro de caer en un dogmatismo árido. La sencillez es siempre lo mejor.

Personalmente, detesto los trucos efectistas; por ejemplo, fotografiar a través del fuego de la chimenea, desde el punto de vista de un pedazo de carbón, o seguir a un actor por el vestíbulo del hotel como si se le escoltase en bicicleta; para mí, son efectos fáciles y superficiales. En la medida en que el público se ha familiarizado con el decorado, no hace ninguna falta hacer un travelling para ver a un actor moverse de un sitio a otro. Estos efectos pomposos retardan la acción, resultan aburridos y desagradables y se los ha confundido con esa fastidiosa palabra: «arte».

Mi composición de cámara se basa en la idea de facilitar la coreografía para los movimientos del actor. Cuando una cámara está en el suelo o se mueve desde la nariz del actor, es la cámara la que está actuando y no el actor. La cámara no debe entrometerse.

Ahorrar tiempo en el cine sigue siendo una virtud básica. Tanto Eisenstein como Griffith lo sabían muy bien. El montaje rápido y el fundido de una escena a otra dan dinamismo a la técnica cinematográfica.

Me sorprende oír a algunos críticos afirmar que la técnica de mi cámara está pasada de moda, que yo no he evolucionado con el paso del tiempo. ¿De qué tiempo? Mi técnica es el fruto de mi propio pensamiento, de mi propia lógica y de mi propia perspectiva; no está influida por lo que hacen los demás. Si en el arte hay que estar en consonancia con la época, entonces Rembrandt sería un cero a la izquierda comparado con Van Gogh.

Por lo que respecta a la trama de las películas, unas pocas palabras serán suficientes para aquellos que se proponen realizar una superproducción, que, dicho sea de paso, es lo más fácil de hacer del mundo. Requiere poca imaginación o talento tanto para actuar como para dirigir. Todo lo que se necesita son diez millones de dólares, una gran multitud, trajes y escenarios complicados. Con un dispendio de cola y lona es posible hacer flotar a la lánguida Cleopatra Nilo abajo, hacer cruzar el mar Rojo a veinte mil extras o derrumbar las murallas de Jericó, todo lo cual solo depende del virtuosismo de los contratistas de construcciones. Y mientras el mariscal de campo permanece sentado en su silla de director, con el guión y un plano, sus disciplinados sargentos sudan y gruñen en el terreno, gritan órdenes a las divisiones: un silbido significa «diez mil de la izquierda»; dos silbidos, «diez mil de la derecha», y tres, «todos al ataque».

El asunto de la mayoría de estos espectáculos es Superman. El héroe puede saltar, trepar, disparar, luchar y amar mejor que ninguno de los personajes de la película. En realidad, todo problema humano se resuelve por estos métodos, excepto el pensamiento.

También diré algunas palabras sobre la dirección escénica. Al dirigir a los actores en una escena, la psicología es de gran ayuda. Por ejemplo, uno de los personajes del reparto puede unirse a la compañía en medio del rodaje de una película. Aunque sea un actor excelente, quizá esté nervioso al encontrarse en un ambiente nuevo. Aquí es donde la humildad del director puede ser de gran ayuda, como he observado con frecuencia. Aun sabiendo lo que quiero, suelo llevar al nuevo actor aparte y le confío que me siento cansado, inquieto y sin saber qué hacer en aquella escena. Inmediatamente, él olvida su propio nerviosismo e intenta ayudarme, y así logro que haga muy bien su papel.

El dramaturgo Marc Connelly me hizo en una ocasión la siguiente pregunta: «¿Cuál debe ser la actitud de un autor al escribir para el teatro? ¿Debe ser intelectual o emocional?». A mi juicio, debe ser primordialmente emocional, porque en el teatro eso es más importante que el intelecto; el teatro está ideado para eso: sus butacas, su proscenio, sus telones rojos, toda su concepción arquitectónica, se dirige a la emoción. Por supuesto, el intelecto interviene también, pero es secundario. Chéjov lo sabía, y asimismo Molnár y otros muchos dramaturgos. También conocían la importancia de lo teatral, que es fundamentalmente el arte de saber escribir una obra de teatro.

Para mí lo teatral significa el embellecimiento dramático: el arte de la aposiopesis, de los silencios, cómo cerrar con brusquedad un libro, encender un cigarrillo; los efectos fuera del escenario: un disparo, un grito, una caída, un estrépito; una entrada y una salida efectista, todos estos detalles pueden parecer poco importantes y obvios, pero si se utilizan con sensibilidad y discreción, constituyen la poesía del teatro.

Una idea sin sentido teatral tiene escaso valor. Es más importante crear un efecto. Con sentido teatral se puede crear efecto con nada.

Un ejemplo de lo que quiero decir fue un prólogo que añadí en Nueva York a mi película Una mujer de París. En aquellos días todas las películas largas llevaban prólogos que duraban aproximadamente media hora. Yo no tenía ningún guión ni argumento, pero me acordé de un grabado sentimental en colores titulado La sonata a Kreutzer, en el cual se representaba un estudio de artistas y un grupo de bohemios sentados con aire pensativo en la penumbra, escuchando a un violinista. De modo que reproduje ese cuadro en el plató, contando solo con dos días para prepararlo.

Contraté a un pianista, un violinista, unos bailarines apaches y a un cantante, y luego utilicé todos los trucos escénicos que conocía. Los invitados se sentaban alrededor de la habitación en divanes o en el suelo, de espaldas al público, ignorándolo, y bebiendo ginebra, mientras el violinista ejecutaba su sonata. En una pausa musical se oían los ronquidos de un borracho. Una vez que el violinista había tocado, los bailarines apaches habían danzado y el cantante había entonado la canción «Auprès de ma blonde», había dos líneas de texto. Un invitado decía: «Son las tres; tengo que marcharme». Y otro: «Sí, debemos marcharnos todos», y salían. Cuando se había ido el último, el anfitrión encendía un cigarrillo y empezaba a apagar las luces del estudio, mientras de la calle llegaban voces que cantaban «Auprès de ma blonde». Cuando el plató quedaba a oscuras, iluminado solamente por la luz de la luna, que penetraba por la ventana del centro, el anfitrión se marchaba también, y mientras las voces que cantaban se iban alejando, el telón bajaba lentamente.

Durante toda esta escena trivial se podía haber oído el vuelo de una mosca. Por espacio de media hora no había hablado nadie ni había ocurrido nada más que la actuación de unos números de vodevil en el escenario. Y, sin embargo, la noche del estreno los intérpretes de ese cuadro tuvieron que salir a saludar nueve veces.

No puedo fingir que disfruto viendo una obra de Shakespeare. Mis gustos son demasiado contemporáneos. El teatro de Shakespeare exige un tipo de actuación que no me gusta ni me interesa. Tengo la impresión de escuchar una parrafada erudita.

OBERÓN:

[…] Querido duende, acércate. ¿Te acuerdas del día en que, sentados en un promontorio, escuchaba yo a una sirena llevada por un delfín, exhalando cantos tan dulces y armoniosos, que el mar turbulento se aplacaba a su voz, y las estrellas, apartándose bruscamente de sus órbitas, se acercaban a escucharla?[6]

Esto puede ser muy bello, pero yo no aprecio este tipo de poesía en el teatro. Además, no me gustan los temas shakespeareanos que requieren reyes, reinas, personajes augustos y toda su pompa. Quizá es algo propio de mi psicología, de mi peculiar temperamento. Cuando yo luchaba por ganarme el pan, rara vez me sucedían peripecias en que el honor fuese un factor principal. No me puedo identificar con los problemas de un príncipe. La madre de Hamlet podría haberse acostado con todos los cortesanos y yo seguiría sintiendo indiferencia por el daño que había infligido a Hamlet.

En lo que respecta a mis preferencias para representar una obra, me gusta el teatro convencional, con su proscenio, que separa al público del mundo de la ficción. Me gusta que la escena aparezca porque se levanta o se abre un telón. No me gustan las obras de teatro que traspasan las candilejas y en las que participa el público; en las que un personaje, reclinado en el proscenio, explica el argumento. Aparte de ser un procedimiento didáctico, este método destruye el encanto del teatro y es una manera prosaica de suprimir la exposición.

En cuanto a los decorados, prefiero los que contribuyen a dar realismo a la escena, y nada más. Si se trata de una obra moderna sobre la vida diaria, no me gustan los planos geométricos. Estos extraños efectos me impiden creer en lo que estoy viendo.

Algunos artistas relevantes han impuesto sus efusiones escénicas hasta el punto de subordinar a ellas tanto el actor como la obra. Por el contrario, unas simples cortinas y unos escalones que se pierden en el infinito son injerencias peores aún. Apestan a erudición y gritan: «¡Dejamos una amplia parte a su noble sensibilidad e imaginación!». En una ocasión vi a Laurence Olivier vestido de etiqueta y recitando un extracto de Ricardo III en una función benéfica. Aunque logró crear un ambiente medieval con su destreza histriónica, la pajarita blanca y los faldones de su frac resultaban algo incongruentes.

Alguien ha dicho que el arte de actuar consiste en relajarse. Naturalmente, este principio básico puede aplicarse a todas las artes; pero un actor, en especial, debe tener un completo dominio de sí mismo y una continencia interior. Por muy intensa que sea la escena que represente, la técnica del actor debe ser tranquila y relajada, controlando y guiando la culminación y el decrecimiento de sus emociones, el hombre de fuera excitado y el de dentro controlado. Solo mediante la relajación puede un actor conseguir ese estado. ¿Cómo se relaja uno? Es difícil. Mi método es bastante personal; antes de entrar en el plató estoy siempre muy nervioso y en tensión, y en semejante estado quedo tan exhausto, que cuando tengo que aparecer me encuentro relajado.

No creo que se pueda enseñar a actuar. He visto a personas inteligentes fracasar en este empeño, y a personas estúpidas actuar muy bien. Pero el oficio de actor exige esencialmente sensibilidad. Wainewright, que fue una autoridad en estética, amigo de Charles Lamb y uno de los talentos literarios de su época, fue un asesino cruel que envenenó a sangre fría a su primo por motivos mercenarios. Aquí tenemos un ejemplo de un hombre inteligente que nunca habría llegado a ser un buen actor porque carecía de sensibilidad.

Ser todo intelecto sin un ápice de sensibilidad puede ser la característica del criminal consumado; y ser todo sensibilidad sin nada de intelecto es el ejemplo del idiota inofensivo. Pero cuando el intelecto y la sensibilidad están perfectamente equilibrados, entonces tenemos al actor superlativo.

El elemento básico de un gran actor es que se gusta a sí mismo cuando actúa. Y no lo digo en sentido despectivo. He oído con frecuencia decir a un actor: «¡Cómo me gustaría interpretar ese papel!», dando a entender que se gustaría a sí mismo en ese papel. Esto puede ser egocéntrico; pero el gran actor está preocupado principalmente por su propio virtuosismo: Irving en Las campanas, Tree en el papel de Svengali, Martin Harvey en A Cigarette Maker’s Romance, tres obras de poca altura, pero tres magníficos papeles. Sentir solo un ferviente amor por el teatro no es suficiente; deben sentirse un amor y una confianza fervientes en uno mismo.

No sé gran cosa acerca de la escuela del método.[7] Creo que se centra en el desarrollo de la personalidad, que bien podría estar poco desarrollada en algunos actores. Después de todo, actuar es pretender ser otra persona. La personalidad es una cosa indefinible, que en todo caso se trasluce por la manera de representar de un actor. Pero hay algo común a todos los métodos. Por ejemplo, Stanislasvski se esforzaba en lograr una «autenticidad interior», lo que creo significa «ser» el personaje que se representa, en lugar de «representarlo». Esto exige poseer empatía, proyectar la propia personalidad en el objeto de la contemplación a fin de comprenderlo; hay que ser capaz de sentir lo que se sentiría si el actor fuera un león o un águila, y también sentir el alma del personaje instintivamente; saber en todo momento cuáles serían sus reacciones. Esta parte del oficio de actor no se puede enseñar.

Cuando se explica un personaje a un verdadero actor o una verdadera actriz, suele bastar con una palabra o una frase: «Esto es falstaffiano» o «es una madame Bovary moderna». Cuentan que Jed Harris le dijo una vez a una actriz: «Este personaje tiene la movilidad de un tulipán negro ondulante». Aunque tal vez eso sea ir demasiado lejos.

La teoría de que se debe conocer la biografía de un personaje es innecesaria. Ningún autor puede expresar en una obra de teatro o en un personaje esos matices notables que Eleonora Duse comunicaba al público. Sería preciso para ello que tuviesen dimensiones que sobrepasaran la concepción del autor. Y, según tengo entendido, Duse no era una intelectual.

Aborrezco las escuelas y los cursos de arte dramático que alientan la reflexión y la introspección para producir la emoción adecuada. El simple hecho de que un estudiante tenga que pasar por una operación mental para alcanzar esa emoción es prueba más que suficiente de que debe desistir en el intento de ser actor.

En lo que respecta al término metafísico «verdad», tan manoseado, existen formas diferentes de ella, y una verdad es tan buena como otra. La forma clásica de representar de la Comédie Française es tan creíble como la forma de actuar, llamada realista, en una obra de Ibsen; ambas están dentro del dominio de lo artificial y pretenden dar la ilusión de la verdad, ya que, después de todo, en el fondo de toda verdad está la semilla de la mentira.

Nunca he estudiado arte dramático; pero siendo niño tuve la suerte de vivir en una época de grandes actores, y observándolos adquirí hasta donde pude su conocimiento y experiencia. Por dotado que yo estuviera, en los ensayos me sorprendió ver lo mucho que tenía que aprender en cuanto a técnica. Incluso al principiante con talento es preciso enseñarle la técnica, pues por muchas aptitudes que tenga, necesita tecnicismo para hacer que resulten eficaces.

He descubierto que el sentido de la orientación es uno de los medios más importantes para lograr ser un buen actor; es decir, saber dónde estás y qué es lo que en todo momento debes hacer en el escenario. Cuando tienes que andar por la escena debes tener la suficiente autoridad para saber dónde detenerte, cuándo volverte, dónde quedarte en pie, cuándo y dónde sentarte, si hay que hablar a un personaje directa o indirectamente. El sentido de la orientación presta autoridad y distingue al profesional del aficionado. Cuando dirijo mis películas insisto siempre en ese método de orientación con los actores.

Al actuar, me gustan la sutileza y la sobriedad. John Drew era sin duda el compendio de ambas cosas. Elegante, divertido, sutil, tenía un gran encanto. Es fácil ser emotivo —esto se espera de un buen actor—, y, por supuesto, hay que poseer la dicción y la voz necesarias. Aunque David Warfield tenía una voz magnífica y la facultad de expresar emociones, al oírle se tenía la impresión de que hablaba sobre los diez mandamientos.

Me han preguntado con frecuencia quiénes fueron mis favoritos de la escena estadounidense. Es difícil contestar a esto, pues una elección implica insinuar que el resto de los actores eran inferiores, lo cual no es cierto. Mis favoritos no siempre fueron actores serios. Algunos eran cómicos y otros incluso animadores.

Por ejemplo, Al Jolson era un gran artista por instinto y poseía una vitalidad mágica. Era el animador más impresionante de la escena estadounidense, un cantante cómico con la cara embadurnada de negro y una potente voz de barítono. Contaba chistes triviales y cantaba canciones sentimentales. Cantara lo que cantase, hacía que te situaras a su nivel; incluso su ridícula canción «Mammy» subyugaba a todos. En las películas solo era una sombra de sí mismo; pero en 1918 estaba en la cumbre de su fama y electrizaba al público. Tenía un extraño atractivo con su cuerpo flexible, su abultada cabeza y sus penetrantes ojos hundidos. Cuando cantaba canciones como «There’s a Rainbow Round My Shoulder y When I Leave the World Behind» cautivaba al público hasta el frenesí. Personificaba la poesía de Broadway, su vitalidad y su vulgaridad, sus metas y sus sueños.

El actor cómico holandés Sam Bernard, otro artista notable, se mostraba irritado por todo. «¡Los huevos! ¡A sesenta centavos la docena, y podridos! ¡El precio de la carne de vaca! ¡Tienes que pagar dos dólares! ¡Dos dólares por un filetito delgado!» Aquí solía exagerar la delgadez del filete, como si estuviera enhebrando una aguja; luego estallaba, hacía reproches y abría mucho los brazos: «¡Recuerdo los tiempos en que uno no podía acarrear la carne de vaca que le daban por dos dólares!».

Fuera del escenario era un filósofo. Cuando Ford Sterling fue llorando diciéndole que su mujer lo engañaba, Sam dijo: «Bueno, ¿y qué? ¡También a Napoleón le engañaron las mujeres!».

A Frank Tinney lo vi cuando llegué por primera vez a Nueva York. Era el gran favorito en el Winter Garden y mantenía una intimidad confidencial con el público. Solía inclinarse por encima de las candilejas y susurrar: «La primera actriz se ha encaprichado de mí»; después miraba a hurtadillas hacia bastidores para cerciorarse de que nadie lo escuchaba, y luego volvía a dirigirse al público y le confiaba: «Es patético; esta noche, cuando ella entraba por la puerta del escenario le he dicho: “Buenas noches”, pero está tan loca por mí que no ha podido contestarme siquiera».

En ese momento la primera actriz cruzaba el escenario y Tinney se llevaba enseguida el dedo a los labios. Advertía al público que no le traicionase. La saludaba alegremente: «¿Qué hay, nena?». Ella se volvía con indignación y, muy enfadada, salía del escenario contoneándose y le tiraba el peine.

Entonces Frank murmuraba al público: «¿Qué os decía yo? Pero en privado estamos así». Y unía dos dedos. Recogía el peine y llamaba al traspunte: «Harry, ¿quieres dejar esto en nuestro camerino, por favor?».

Le volví a ver en escena unos años después y me impresionó; la musa cómica le había abandonado. Estaba tan inseguro que no podía creer que fuera la misma persona. El cambio que observé en él me inspiró más adelante la idea para mi película Candilejas. Quise saber por qué había perdido su espíritu y su seguridad. En Candilejas es a causa de la edad; Calvero se hace viejo e introspectivo y adquiere un sentido de la dignidad que le despoja de toda intimidad con el público.

Entre las actrices estadounidenses, las que yo admiraba más eran la señora Fiske, bulliciosa, chispeante e inteligente, y su sobrina, Emily Stevens, una actriz de grandes dotes, con estilo y sutileza. Jane Cowl tenía vigor e intensidad, y la señora Leslie Carter era igualmente cautivadora. Entre las actrices de comedia, me gustaba mucho Trixie Friganza y, naturalmente, Fanny Brice, cuyo gran talento para lo burlesco estaba enriquecido por su gran sentido de lo teatral. Los ingleses hemos tenido también nuestras grandes actrices: Ellen Terry, Ada Reeve, Irene Vanbrugh, Sybil Thorndike y la sagaz Pat Campbell; las he visto a todas menos a la señora Pat.

A John Barrymore se le ha considerado el prototipo de la auténtica tradición del teatro; pero John caía en la vulgaridad de llevar su talento como unos calcetines de seda sin ligas; mostraba una indiferencia que le hacía tratarlo todo de un modo bastante despectivo. Se tratara de Hamlet o de acostarse con una duquesa, para él todo era una broma.

En la biografía de Barrymore que escribió Gene Fowler se dice que en una ocasión salió de una cama caliente tras una borrachera de champán para representar Hamlet, lo cual hizo vomitando esporádicamente entre bastidores y bebiendo más copas para entonarse. Según dicen los críticos ingleses, le aclamaron por su actuación de aquella noche como el Hamlet más grande de la época. Una historia tan ridícula es un insulto para la inteligencia de cualquiera.

La primera vez que hablé con John estaba en la cumbre de su éxito. Cuando entré estaba sentado, meditabundo, en una de las oficinas del edificio de la United Artists. Después de que nos presentaran, nos quedamos solos y empecé a hablar del triunfo que había obtenido al representar Hamlet. Le dije que Hamlet era más impresionante que ningún otro personaje de Shakespeare.

Reflexionó un momento. «El rey no es tampoco un mal papel. En realidad, lo prefiero a Hamlet.»

Me pareció que decía una extravagancia y me pregunté hasta qué punto era sincero. Si hubiera sido menos orgulloso y más sencillo, habría estado a la altura de los más grandes actores: Booth, Irving, Masefield y Tree. Pero estos tenían un espíritu noble y un temperamento sensitivo. Lo malo de John era el concepto novelesco e ingenuo que tenía de sí mismo. Se consideraba un genio condenado a la autodestrucción, lo que logró finalmente de una manera vulgar y ruidosa, bebiendo hasta matarse.

Aunque El chico fue un gran éxito, mis problemas no estaban resueltos; aún tenía que entregar cuatro películas a la First National. En un estado de desesperación total, iba de un lado a otro por el amplio almacén de atrezzo con la esperanza de encontrar algo que me proporcionara una idea: restos de antiguos decorados, la puerta de una cárcel, un piano o una escurridora. Mis ojos se fijaron en unos viejos palos de golf. ¡Ahí estaba! El vagabundo Charlot que juega al golf se convirtió en Los ociosos.

El argumento era sencillo. El vagabundo Charlot se dedica a todos los placeres propios de los ricos. Va al sur en busca del buen tiempo; pero viaja en los bajos de los trenes, en lugar de ir dentro. Juega al golf con pelotas que encuentra en las pistas. En un baile de disfraces se mezcla con los ricos, vestido de vagabundo, y se enamora de una guapa muchacha. Después de un novelesco desengaño logra escapar de los coléricos invitados y reemprende su camino.

Durante una de las escenas tuve un pequeño accidente con un soplete. El calor de la llama traspasó los fondillos de amianto de mi pantalón de tal forma que tuvimos que agregar otra capa de amianto. Carl Robinson vio en aquello una oportunidad para la publicidad y contó el incidente a la prensa. Aquella noche me quedé estupefacto al ver en los periódicos titulares en los que se decía que sufría graves quemaduras en la cara, en las manos y en el cuerpo. Llegaron centenares de cartas, telegramas y llamadas telefónicas. Mandé una nota desmintiendo la noticia, pero pocos diarios la publicaron. A consecuencia de ello, entre el correo que me llegó de Inglaterra encontré una carta de H. G. Wells. Decía que le había afectado mucho lo de mi accidente, que admiraba mi trabajo y que sería lamentable que yo quedara incapacitado para seguir realizándolo. Enseguida le envié un telegrama contándole la verdad.

Cuando terminé Los ociosos intenté comenzar otra película de dos rollos y acaricié la idea de hacer una parodia del próspero oficio de fontanero. En la primera escena se nos veía llegar en un coche con chófer, del que nos apeábamos Mack Swain y yo. Éramos pródigamente agasajados por la bella señora de la casa, Edna Purviance, y después de habernos dado de comer y obsequiado con vino, nos conducía al cuarto de baño, donde yo comenzaba inmediatamente a trabajar con un estetoscopio, colocándolo en el suelo, auscultando las cañerías, dándoles golpecitos, como suelen hacer los médicos con los pacientes.

No pasé de ahí. No podía concentrarme. No era consciente de lo cansado que estaba. Además, en los dos últimos meses se me había despertado un insaciable deseo de visitar Londres. Soñaba con ello, y la carta de H. G. Wells era otro incentivo. Hacía diez años que había recibido una carta de Hetty Kelly. Me decía: «¿Te acuerdas de una chiquilla tonta…?». Estaba casada y vivía en Portman Square; si volvía alguna vez a Londres, ¿querría ir a verla? La carta era insípida y despertó en mí escasa emoción, si es que despertó alguna. Después de todo, en aquellos diez años me había enamorado y desenamorado varias veces. Sin embargo, no dejaría de ir a visitarla.

Le dije a Tom que hiciese las maletas y a Reeves que cerrase el estudio y diese vacaciones a la compañía. Había decidido ir a Inglaterra.